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—¿Crufixarium?

—Eso es. Se trataba de un medio popular de ejecución en el siglo XVI. Era una forma de castigar a los herejes más peligrosos y se practicaba con una serie de golpes que requería mucha destreza. A veces era de cuatro heridas, con las dos horizontales un poco más elevadas, y otras de seis.

—Era muy doloroso…

—¡Lo más doloroso! Se tardaba en morir y a veces a algunos les hacían la «cruz de llagas» antes de ponerlos en la hoguera. Los propios líquidos renales que surgían por esas aberturas, al contacto con el fuego, producían la peor de las muertes. Hay un estudio de esa época que lo llama el «dolor infinito».

—¿Y cuándo dejó de practicarse?

—Se prohibió, por decreto papal de obligado cumplimiento, a finales del XVI. Se consideraba algo demasiado inhumano.

Baltasar Trujillo, el forense, me sacó de dudas con su prodigiosa memoria. No recordaba haber tenido jamás un cadáver con esas señales ante su mesa de autopsias, pero a través de viejos libros y detallados grabados conocía muy bien el significado de aquel terrible modo de matar. Según me explicó, había verdaderos especialistas en la ejecución del crufixarium, siniestros verdugos que con una sola daga y en un movimiento parecido al descabello, descoyuntaban algunas vértebras y partían los riñones como si fuesen gelatina. El golpe que tenían que hacer era parecido al que hoy practica el subalterno encargado del descabello del toro, sólo que en el nacimiento mismo de la columna.

—En un abrir y cerrar de ojos, el pecador infiel sufría y quedaba para los restos con la marca del Señor en la espalda. Algo puramente iconográfico y con fines aleccionadores. Una manera de generar miedo para mostrar hasta dónde eran capaces de llegar con el fin de combatir las herejías. Precisamente en Toledo, a mediados de ese siglo, se editó el único manual acerca de esta práctica.

—¿Recuerdas la mancha que aparece bajo la ropa en una de las fotos de Lucas Galván muerto?

—Sí, pero ya te dije que eso sería cualquier otra cosa. ¿Qué tiene que ver eso con la técnica antiquísima por la que me preguntas? ¡Ya te dije que ese hombre murió por «pánico 7»! ¡Si le hicieron algo más fue a posteriori!

Avanzaba hacia Tinieblas de la Sierra con todo mi equipo fotográfico y de grabación. El día había amanecido bueno y había que aprovechado. Mi misión consistía en preparar el terreno para la futura y definitiva investigación con Klaus Kleinberger.

—Cuídate, Aníbal. No me gusta la historia en la que te estás metiendo.

Colgué y dejé el teléfono junto al freno de mano. Aceleré durante el trecho de buen asfalto que aún quedaba y pronto me vi dentro del laberinto de caminos que serpenteaban entre los montes, Quería comprobar por mí mismo hasta dónde se podía avanzar con el todoterreno para así calcular el punto preciso de instalación del campamento base con todos los equipos que íbamos a llevar en la futura expedición. Aquello, pensaba sonriendo para mis adentros, iba a ser un despliegue propio de la NASA.

Seguro que al final iba a conseguir convencer a Sebastián.

«Tiene un mensaje nuevo».

Estaba ya en los lindes de la zona donde la cobertura desaparecía como por arte de magia. Penetraba en un área oscura para las telecomunicaciones y sonó el pitido indicador de que un SMS había llegado hasta el móvil. Pensé de inmediato en una comunicación del editor para contarme cómo había ido su noche de vigilancia. Quedamos en que cuando se despertase me daría el detallado parte de incidencias. Intenté leerlo con una mano pero las revueltas eran tan pronunciadas que tuve que orillar el coche hasta dejar las ruedas casi al filo de la ladera. Entonces me fijé bien en lo que ponía.

«Soy Helena. He tenido el sueño horrible otra vez. Estoy asustada. Llámame».

Lo hice. Sonó la primera señal y enseguida se cortó. Sabía que el teléfono quedaría difunto desde ese preciso instante y me detuve en mitad de la calzada pensando si retroceder cinco o seis kilómetros, justo hasta el inicio de la maraña de montañas, para poder llamar a Helena. Algo grave tenía que haberle sucedido.

¿A qué se refería con lo del sueño? ¿Quizá a lo que vio en su piso compartido de Barcelona hacía treinta años en la madrugada en que murió Galván? ¿A la figura descuartizada que flotaba en la negrura del pasillo?

Lo pensé un par de segundos… Y seguí adelante.

«… Continúa… ola de criminalidad en la capital de España… una noche… entes de la policía han… el portavoz ha señal… dispositivo que…»

También la radio se fue extinguiendo poco a poco en su marejada de interferencias. La zona parecía un auténtico embudo aislante para cualquier tipo de onda. Fue al llegar a una curva en la que se obligaba a reducir a diez por hora cuando me paré para contemplar el paraje desde las alturas y hacer varias fotos.

Al bajar, lo primero que se percibía era el soplido del aire moviendo las copas de algunos árboles desperdigados por la pendiente. Era un sonido de naturaleza salvaje y solitaria. Al fondo, encaramado con sus casas grises tan difíciles de distinguir del color de las barrancas, Tinieblas. Un lugar que juraríamos abandonado de no ser por el par de finas hileras de humo que salían lentamente de la techumbre de dos casas.

—¡A los buenos días! —grité nada más orillar el coche al inicio de la única calle de tierra que dividía en dos el racimo de edificaciones. En el esquinazo creí ver por un instante a uno de los abuelos de la otra vez cerrando la puerta de dos hojas de madera. Corrí unos metros y golpeé con los nudillos. Estaba cerrada.

—¿Hola?

Sólo me respondió el viento, cada vez más frío, bajando como una serpiente que se deslizaba por las rendijas y entonando una especie de cántico que a veces se agudizaba, afilándose. Era un aire cortante que transportaba partículas heladas, casi imperceptibles, que quizá eran anuncio del granizo que estaba a punto de llegar. Miré alrededor y mi reloj. No eran más de las cinco de la tarde, pero todo estaba empezando a envolverse de una bruma que nacía en el suelo, junto a los troncos centenarios, como un vapor concentrado y muy blanco que salía de las entrañas del propio suelo.

—¿Hay alguien…?

Juraría que vi al mismo viejo que tiempo atrás respondió a algunas de mis preguntas. Aquel que no quiso contarme más del barrio maldito que se extendía al otro lado de la loma. El portal era el mismo, el último. No había margen de error.

Caminé unos pasos hacia atrás, apoyándome en el muro derruido del otro lado para tomar algo de perspectiva, y entonces comprobé que la chimenea seguía activa. Bajé los ojos y me fijé en otro detalle: había una mano blanca pintada sobre el dintel. No se trataba de un número ni de cualquier otro signo: sólo los cinco dedos albinos y abiertos.

Si hubiera podido contemplar mi rostro, habría jurado que se transformó de inmediato. Mentiría si dijese que no me sentí observado desde alguna de las grietas de aquella gran tortuga de piedra que era la estructura del caserón. En el regreso hacia el vehículo golpeé en las otras tres viviendas que tenían un mínimo aspecto de estar habitadas.

Nadie respondió.

—¿Hola?

Intenté memorizar el camino que anteriormente había hecho a pie y me adentré en una serie de charcos perpetuos que parecían estar en mitad del carril desde el inicio de los tiempos. Eran profundos, oscuros, con forma de ventrículos alimentados por aguas diversas que allí debían de ser muy frecuentes. Era imposible bordeados sin mojarse a fondo. Al intentado una vez me fijé en que la vegetación de los laterales tenía escarcha.

—¡Mierda!

Noté cómo las ruedas se sumergían poco a poco en aquella negrura líquida. Más, cada vez más, hasta escuchar algo parecido a un clac. Cierta parte del chasis había tocado fondo al final de aquella especie de laguna olvidada. Aceleré y noté cómo las cuatro ruedas giraban al unísono levantando una cortina de barro que caía como lluvia densa sobre las ventanillas.

—¡Vaaaamos!

Le grité al todoterreno, como si pudiera obedecer a mis palabras, y pisé de nuevo a fondo. Tanto que empecé a notar un olor a quemado y un humo sospechoso elevándose a ambos lados del capó. Abrí la puerta y vi que estaba prácticamente sumergido hasta su base en todo el barrizal. Entró agua marrón y densa hasta dentro y cerré como pude. Cerré, y notando cómo mis botas manchadas se deslizaban en los pedales, di la marcha atrás. Entonces percibí cómo los engranajes del coche se hundían más en algo no identificado que bien pudiera ser una raíz de árbol sumergida cual trampa al final del socavón. Con miedo de quemar el motor de manera irremediable quité el contacto. Después miré a mi derecha y volví a ver el móvil sin cobertura.

En ese momento fui consciente de que no debía haber ido hasta allí solo. Al girarme para comprobar si el pueblo era aún visible, creí distinguir a alguien que, aún muy lejano, parecía avanzar con sus aperos de labranza al hombro. Respiré aliviado. Seguramente estarían acostumbrados a los imbéciles como yo que embarrancaban en los lugares más inverosímiles. Esta gente, pensé para mis adentros, siempre solía disponer de cuerdas y cadenas para náufragos urbanitas perdidos en sus cuatro por cuatro.

—¡Aquí! ¡Necesito ayuda!

Saqué la mano por la ventanilla y me giré cuanto pude.

Pero algo me extrañó. No había nadie y el cielo tenía un tono azul muy oscuro, anunciando que la noche ya estaba encima. ¿Me habría imaginado a la figura como si fuese un espejismo?

Me agarré fuerte al volante y giré el retrovisor interior para ver bien todo el cristal trasero. Las salpicaduras me impedían tener una panorámica completa y la situación me comenzaba a poner nervioso.

Arranqué de nuevo y volví a apretar al máximo, hasta hacerme daño con el pie. Noté que la parte derecha del vehículo sí lograba avanzar unos centímetros y justo cuando estaba a punto de despegar los bajos de la gran piedra o raíz que me sujetaba, escuché otro golpe seco, como un latigazo. Después, se apagó el motor.

Di un puñetazo en el salpicadero. Tan fuerte que vi cómo se me amorataba el canto de la mano.

—¡Maldita tartana!

Me pasé al asiento del copiloto y abrí la puerta con el fin de comprobar si en ese otro lateral el charco maligno parecía menos profundo y se podía atravesar de algún modo. Tanteé con la bota si hacía pie y entonces sentí una risa muy cercana. Una risa que me llenó de pavor y que ya había escuchado alguna vez. Elevé la mirada y me encontré con ella. Una anciana enlutada, jorobada, cubierta por un pañuelo que le tapaba el rostro.

Respiraba fuerte y llevaba una guadaña.

—¿Es que no me conoces?

El último rayo del sol reflejó algo dorado entre sus manos y justo en ese instante, con todas mis fuerzas y presa del pánico, salté hacia delante cayendo fuera del perímetro de la ciénaga. La puerta quedó abierta con todos mis aparatos, cámaras y dispositivos dentro del coche. Y yo corrí. Corrí una vez más sabiendo que en ello me iba la vida. Y detrás de mí, aquella carcajada que escuché cada vez más lejana, como una pesadilla que se desvanece.

Hasta no estar bien seguro, trescientos metros más allá, no me giré, sofocado y a punto de echar el bofe por la boca. Allí vi mi todoterreno varado en mitad del camino, pero no había rastro de la anciana. Desde esa posición, ya cerca de la loma que conducía al antiguo barrio muerto de Goate, se podía otear todo el contorno y no encontraba lugar donde esconderme.

¿Habría visto realmente lo que creí contemplar? ¿Me jugó una mala pasada la imaginación?

Las viejas vestidas de negro y sin rostro no se volatilizan. Por lo tanto, tenía que pensar en algún tipo de ilusión óptica, de imagen dormida en mi subconsciente que había aflorado en ese momento preciso a causa de la tensión que llevaba acumulada. Quizá mi cerebro, ese amigo-enemigo, al encontrarme en una situación de peligro y después de ver el símbolo de la mano en el dintel de aquella puerta, relacionó hechos y tejió…

—¡No hay nada que más despierteee…

Mis divagaciones se cortaron en seco. Me volví bruscamente al escuchar aquel cántico cercano y conocido, como transportado por aquel aire maldito que no dejaba de soplar, y que se me había metido a través de los oídos hasta lo más profundo del alma.

—… que pensar siempre en la muerteee!

La letanía de las ánimas, la misma que ya le había escuchado a aquella vieja demoníaca cuando me salió al paso frente a la catedral de Toledo, empezó a sonar muy cercana. En coro, como si varias voces me estuvieran rodeando. Lamentas y una campanilla que sentía avanzando gradualmente como si fueran lobos a la caza de una presa.

Me palpé los bolsillos del chaleco buscando instintivamente algo para defenderme. Sólo encontré la pequeña, la diminuta linterna de pilas que apenas alumbraba.

—¿Quién anda ahí?

Grité con todas mis fuerzas, trazando al mismo tiempo un círculo completo con mis talones con el fin de comprobar que poco a poco aquella bruma tan extraña iba ya desdibujando mi coche varado a lo lejos. El foco era débil frente a aquella densidad de sombras que me envolvía sin remedio. Lo puse al frente y, creo que debido al terror que ya se estaba desatando en mis entrañas, vi una cara en el propio haz de luz. La cara de un niño, por unos instantes. Un niño peinado a raya, riendo, con los dientes negros. Apagué y encendí. Allí estaba, en el óvalo que se proyectaba contra la pantalla de niebla.

Y creo que no era ningún espejismo.

Entonces salí a la carrera de nuevo, como un loco, poseído por el miedo, trompicándome, gritando juramentos que creía desconocer. Corrí rumbo a las ruinas del barrio desierto buscando un refugio para huir de aquello.

El esqueleto desnudo de lo que fueron casas, con diferentes formas que la muerte y la ruina habían dejado allí desvencijadas, fue quedando a los lados. Apenas eran cimientos de grandes muros. Alumbré uno de ellos y entonces vi signos, los mismos que aparecían en la ermita. Claves hundidas en la piedra que no quería ya leer ni comprender. Grabados milenarios que acrecentaban mi temor y me hacían avanzar más allá, huir de ellos como quien se aleja de una amenaza. Así vi como a lo lejos aparecía una colmena llena de rectángulos más negros que la propia oscuridad que ya había caído sobre mí. Era el camposanto. Los nichos.

Maldije mi suerte varias veces. Y mi osadía. Dirigí la linterna hacia ellos, sin pasar la verja que allí seguía inmutable y oxidada. Entonces leí algo que pasó desapercibido en mi primer viaje, aquel que hice tras la pista de Galván, sin conocer siquiera la historia del lugar. Pasé muy lentamente por encima de unas letras grabadas en el friso de aquellas tumbas paralelas a la tierra…

CAMPOSANTO DE INFECCIOSOS

Comprendí al leerlo a qué se refería el asesinado doctor Sárraga en su libro sobre la falsa peste. El mito de la apócrifa historia ocultada por ciertos sectores había otorgado al camposanto cierta fama de maldito. Auténtico cementerio de herejes de siglos remotos, fue repudiado en toda la región, secreto para la mayoría de censos y borrado de todos los papeles oficiales. Enclave de ejecución de los pobladores de Goate y de diversos miembros de la Hermandad del Libre Espíritu, pudo ser utilizado durante algún tiempo como fosa común de aquellos que, por su enfermedad contagiosa, representaban un peligro para el resto. Sólo así se le pudo dar un uso. La creencia popular, hasta bien entrado el siglo XX, obligaba a las familias de estos difuntos, sobre todo a las que con dolor portaban los sepulcros blanqueados de los infantes, a enterrarlos en una ubicación alejada del casco urbano. Y que mejor que aquélla, con toda la soledad del mundo.

Restos de Angelita González Cavero, siete años, y de sus hermanas Elvira, nueve, y Agustina, cuatro. Vuestros padres no os olvidan

Hubo un momento en que apagué la luz por miedo a que alguien siguiera mi pista. Sin ella ya era incapaz de distinguir ni mi propia mano extendida. Me la puse frente al rostro, en mitad de aquella negrura tan densa como jamás había padecido, y abrí los dedos al máximo, recreando en mí aquel signo que me había perseguido durante todo este tiempo. La señal que, a empujones, me había llevado hasta allí por algún motivo.

—¡Ven!

Lo escuché nítido y muy cerca de mí. La voz de un niño.

Quizá el mismo y espantoso que se había aparecido en el haz de la linterna. El de la boca podrida y los ojos sin párpados. El del pelo lacio. Sí, ése era, y creo que lo vi caminando muy despacio, como una silueta, cerca del crucero en mitad del camposanto. Escondiéndose tras él, como en un juego detenido en el tiempo. Me froté los ojos aún incrédulo. Después, convencido de que estaba allí, justo en el mismo lugar en el que aparecía en las polaroid que acompañaban el último texto de Lucas Galván, me acurruqué cuanto pude, retorciéndome en un ovillo hasta hacerme daño, colocándome de espaldas en el pequeño murete que servía de base a aquella verja de pinchos.

Así transcurrió un minuto en el que procuré ser invisible, desapareciendo de aquella pesadilla, cubriéndome para no ser visto. Entonces escuché poco a poco cómo los matojos se iban apartando suavemente en mi misma dirección. Cómo las malas hierbas que habían crecido arremolinándose durante siglos en los laterales del cementerio, se iban doblando… cada vez más cerca.

—¡Ven!

Lo vi junto a mí, a un palmo de mi cara, agarrando los barrotes con las dos manos y sacando su cabeza abombada de criatura deforme por entre los cilindros oxidados, sonriendo, alargando su brazo esquelético para alcanzarme. Noté un susurro, una lengua helada, pasando por mi cabeza. Como si unos dedos pequeños intentaran asir mi pelo desde arriba sin lograrlo.

Y entonces, sin querer mirar, presa de la histeria, salí a la carrera despegándome de aquella piedra y cruzando el camino para entrar en la ermita, cayendo de bruces nada más pasar el umbral de su arco semiderruido. La vieja construcción, abierta como un huevo roto, parecía el único lugar bajo techumbre donde protegerse. Así, en aquella posición, permanecí un buen rato, hundiendo mi nariz y mi barbilla en aquel suelo frío mientras fuera seguía escuchando la llamada.

Temí mirar hacia arriba porque sabía lo que me iba a encontrar. Al final lo hice. Encendí la linterna y apunté arriba, justo sobre mí, y allí surgió, como si estuviese esperando mi regreso, el pantocrátor. El Dios calvo con mechones de pelo. Con la boca abierta y profunda que reía ante el infierno que se abría bajo su presencia. Con los dientes simétricos, pequeños, alineados. La orejas toscas, igual que los pies inmensos que asomaban entre la toga blanca. Y los ojos, esos ojos almendrados, sin pupila, tan blancos como las manos que se dirigían al cielo impartiendo una justicia implacable y eterna.

Casi creí escuchar su risa, su carcajada rebotando en las bóvedas burlándose del reportero que, como el otro desgraciado que hasta aquí había llegado treinta años antes, quiso escarbar en su enigma. La oía, la percibía, estaba ahí mientras yo pasaba mi luz por las siluetas que se retorcían entre el fuego que aparecía pintado más abajo. Las figuras de los infieles siendo descuartizadas por los demonios, los niños precipitándose boca abajo, como naciendo de nuevo en el infierno, las pecadoras gritando, semidesnudas, intentando aferrarse a algo mientras caen al abismo. A un lado, la cabeza de aquel demonio, de aquel ser indescriptible que era el vivo retrato de lo que había visto en los grabados de Venecia. Aquel Imprimatur de más de tres metros de altura y tapado hasta el cuello por una capa de pintura añadida tiempo después.

Me acerqué gateando hasta donde debían de estar sus pies y palpé toda la superficie. Estaba húmeda, como si transpirase… Viva.

—¡Santo Dios!

Aún tuve fuerzas para pronunciarlo con aquella supuración impregnándose en mis dedos. Me miré las yemas, poniendo el foco sobre ellas: estaban manchadas por aquel barniz de siglos, desprendiendo un olor a moho, mareante, denso, que se iba extendiendo por el recinto. Me atreví a coger una lasca de piedra de aquel suelo agrietado y comencé, como fuera de mis cabales, a raspar con fuerza.

A los dos minutos enmudecí.

—¡Santo…!

Repetí la operación tres o cuatro veces y fui quitando capas cada vez más gruesas de aquella especie de alquitrán que cubría la escena. Aparecieron las piernas famélicas del Imprimatur, en la misma posición que mantenían en el célebre grabado del Monogramista TS. En la misma posición por tanto que en la tabla original que El Maestro pintó en los pozzi del Palacio Ducal.

Al fin nos encontrábamos cara a cara.

Seguí y seguí, sudoroso, casi olvidándome de lo que me había sucedido afuera, sin querer mirar atrás, hacia el área de la pared derruida que quedaba a mi espalda y por la que se veía el cementerio donde se aparecía el niño. El lugar donde quizá estaba ya, guiada por la baliza inconfundible de una pequeña luz en mitad de la penumbra, la vieja enlutada de la guadaña.

En aquel momento me daba igual, estaba poseído por una fuerza superior. Arranqué de cuajo aquellas capas que quisieron vetar a uno de los protagonistas del fresco. Me subí a un saliente de roca y proseguí la labor, escuchando mis propios jadeos, hincando aquella punta a modo de sílex primitivo sobre la pared de una antigua caverna, y así fui viendo más… y más.

—¡TS!

Allí estaba el emblema definitivo del toledano que portó el mensaje herético de El Bosco. Ya con las manos, tirando de los colgajos de aquella especie de cuajo negro que goteaba, arrancándolo como pellejo de otro tiempo, fui desenvolviendo la placenta maligna para devolver la vida a aquella entidad. Estaba allí, pugnando con Dios Padre, colocando su mano negra sobre la blanca del pantocrátor. A punto de envolverla con su poder, mirándole desafiante y luchando de tú a tú. Desafiando con su naturaleza las normas de lo establecido por la religión oficial.

Observé el rostro de aquella criatura y en su pecho una serie de letras de apariencia gótica parecidas a las que vimos surgir en las tablas de las Visiones del Más Allá cuando Klaus Kleinberger y Laura Burano hicieron la reflectografía.

Oh magister, imprimatur anima invocat…

Ahí estaban las frases que se repetían una y mil veces para entrar en los estados alterados de conciencia. Ahí figuraba el formulario secreto para, orando hasta perder el sentido y ayudados por el ayuno ritual, entrar en otro mundo y ver cómo las figuras abandonaban su superficie de dos dimensiones para acudir a nuestro encuentro. Ahí aguardaban los secretos condensados de la antigua doctrina de los herejes del Libre Espíritu. Ahí, por fin…

Pensaba en Klaus, en su rostro cuando estuviera frente a aquella pintura maldita, la copia a gran tamaño de la tabla de El Maestro que alguien llevó a aquella aldea escondida para seguir creyendo. Pensé en Laura Burano y los experimentos que podría hacer allí. Pensé hasta en Helena. Todo eso surcó mi cerebro en un instante, mirando extasiado aquel rostro venido de otro mundo y encarnado en los pinceles de los conocedores de la otra verdad. Después creí caer, arrastrado por un tirón seco que terminó haciendo retumbar mis entrañas al caer contra el suelo. No perdí el equilibrio por mí mismo. Algo me había cogido por el pantalón. Algo frío, de hierro, penetrando en él y rasgándolo, empujándome al vacío hasta dar con mi espalda allí abajo.

Quedé boca arriba y entonces, a pesar de que la linterna cayó junto al vértice de la pared, alumbrándose ella misma al chocar con la piedra, distinguí en la penumbra dos siluetas. Una estaba muy cerca de mí y reía. Llevaba la guadaña en las manos. La misma con la que me había enganchado. Yo notaba correr un reguero caliente por la pantorrilla, pero no sentía dolor. Podía más el terror. El miedo a la otra figura, alta, gigantesca, esperando hierática en la entrada y cubierta con su capucha.

Luego escuché unas palabras de la anciana:

—Quien me desobedece es condenado…

Noté sus garras, las mismas que me detuvieron a la carrera frente a la catedral de Toledo, clavándose en mis hombros, despidiendo su piel un olor nauseabundo y viendo cómo destellaba uno de sus dedos. A continuación, todo negrura. La lluvia suave en la cabeza, el viento y la verja del camposanto abriéndose y crujiendo en mitad de la noche. Me llevaban en volandas, muy aprisa, y sentí que mi piel se me erosionaba y sangraba. Adelante escuché los pasos firmes del monje sin cara.

—¡Ahora ve con las ánimas! ¡Ellas ya te esperan en el purgatorio eterno!

Y la risa infernal, retumbando en mis oídos. Y en mi cara, en mi pómulo derecho aplastado, una losa fría, tan helada como una lápida. Y el golpe seco, como quien rompiera la cáscara de un huevo de hueso. El toque rápido y el mareo en riadas descendiendo por la nuca y los omoplatos, durmiéndolo todo en un hormigueo doloroso de sangre detenida. Luego el círculo que lo iba absorbiendo todo y que me rodeaba con una luz de claridad repentina. Padecía vértigo, todo se movía y se llenaba de ruidos, de voces, de otras manos que me golpean, que tiran de mí.

Y un pitido que se aproximaba muy a lo lejos…

Círculos blancos formando un embudo que me llevaba más allá de la muerte.