Imprimatur. Primera impresión del dibujo original basado en la obra desaparecida de Hyeronimus van Acken, El Basca, impreso en el taller de Heinz Küipper y atribuido a alguno de los miembros del Círculo Bosch. Adquirido por doscientos mil euros.
—Esto —dijo Márquez señalando la escueta ficha que Sotheby’s incluía en el embalaje de cada pieza— es en esencia lo mismo que aparecía en las polaroid que te robaron.
—Grabado y fotografía, fotografía y grabado. Está claro. Quinientos años de distancia, pero idéntica evidencia…, idéntico temor. El Maestro lo sabía muy bien.
Al tanto de mis últimas indagaciones, Sebastián me pedía calma y discreción. Para él no había pruebas incriminatorias para denunciar a Moraza. Sólo teníamos un par de casos traspapelados muy antiguos. Nada más.
—No debemos dar pasos en falso. Ni sentir temor…
A pesar de esas palabras, que intentaban ser convincentes, se sentía inquieto, incómodo, vigilado. Quizá por eso me hablaba con un inexplicable sigilo a pesar de encontramos al final de la tarde, en su entrañable taller y sin espías por ningún lado. Cogió el paquete con las dos manos y me lo extendió como para que fuese yo el que iniciase la ceremonia de apertura…
—Ha llegado hoy y he pensado que tenemos que abrirlo los dos juntos, porque los dos lo hemos conseguido y casi nos va la vida en ello. Empieza tú.
Le puse la mano en el hombro y con toda confianza le miré a los ojos:
—Me niego. Eso es cosa tuya. Y por cierto… ¿tienes miedo?
—¿Cómo? —dijo mientras se disponía a desembalar el paquete.
—Te noto algo nervioso desde el regreso de Venecia. ¿Te ha pasado algo?
A pesar de las ganas de ver por fin desenrollado y en nuestras manos el mágico grabado del Círculo Bosch, Márquez dejó la caja sobre la mesa y me señaló la puerta verde de la entrada.
—Han llamado varias veces. Siempre a última hora y del mismo modo.
—¿Y quién era? —pregunté notando esa inconfundible sensación de que diversas áreas de la piel se me iban poniendo de gallina.
—No tuve valor para abrir. Estaba trabajando en poner estas tapas que ves aquí y, a eso de las tres de la mañana, escucho dos golpes de nudillos ahí fuera.
—¿No tocaron el timbre?
—Para nada. Y eso me extrañó más. Se me había hecho muy tarde y pensé en algún borracho o algo así. Cuando me iba acercando, dispuesto a coger el pomo para abrir pensando que eras tú, noté una sensación rara. Como…
—¿Un presentimiento?
—Exacto. Y volví hacia atrás, procurando no hacer ruido. Estaban ya todas las máquinas apagadas. Me acurruqué ahí, donde estás, y esperé más de media hora para salir.
—¿Y?
—Ya no había nadie. La calle que sube estaba toda desierta, claro. Y al final, donde el esquinazo del café, vi a un individuo parado. Sin hacer nada. Como esperando algo.
—¿Un hombre?
—No me fijé bien. Salí corriendo sin disimulo en la otra dirección, sin pensar que luego tendría que dar un rodeo. Fue la sensación, como la alarma de peligro que se me activó. Quise alejarme a toda costa…
Lo peor no fue eso. La noche siguiente, a la misma hora, tal y como pudo comprobar por el reloj blanco que colgaba de la pared, volvieron los dos golpes a sonar. Sebastián tuvo más miedo y fue precavido, tomando la pata metálica de una silla que siempre estaba apoyada, por si acaso, junto a la primera pila de libracos. Como en la ocasión anterior, no insistieron nuevamente. Sin embargo, sí sonó una respiración rota, de alguien anciano, y una voz clara pero sofocada, que daba la impresión de ser pronunciada por un enfermo terminal, se dejó sentir, traspasando las maderas de la puerta como si fuesen de mantequilla.
—Ayúdeme, por favor. Abra… Abra a este pobre peregrino.
La media hora de espera de la noche anterior se quedó corta. Hasta las cuatro, con toda la ciudad durmiendo, no fue capaz de poner el pie en la calle el veterano editor. El día anterior había vuelto a ocurrir. Y entonces me expliqué las ojeras, la barba a medio afeitar, el aspecto desaseado…
—¡Has dormido aquí! —grité sin acabar de creerlo.
—¡Shhhh! Baja el tono, por favor. Es cierto que me he quedado, aprovechando que tengo un montón de trabajo. Pero esta vez tomé una precaución.
Se señaló la cintura donde colgaba un modelo de móvil bastante antiguo, con su funda de plástico y ribetes negros.
—Ya sabes que casi nunca lo utilizo. Pero tras lo de la segunda noche me lo he pensado mejor. Por eso hace unas horas llamé a la policía. Por asegurarme.
—¿Que llamaste al 091?
—Sí, se personó aquí un zeta y lo que hicieron fue llevarme a mi casa. Les dije que estaba sufriendo amenazas…
—¡Pero eso no es verdad, Sebastián!
—Sí que lo es…
Paranoia, cansancio o confusión, la tercera noche mi amigo volvió a acercarse al umbral con el teléfono en una mano y la pata metálica en la otra. Esta vez lo que escuchó le heló la sangre en las venas y le hizo retroceder instintivamente. Sin embargo, era curioso, a pesar de que parecían susurros, se oían claros y nítidos, inundando todo el solitario taller de la vieja imprenta…
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…
Muy asustado, el editor tecleó los tres dígitos de la Policía Nacional. Al mismo tiempo, como si el visitante del otro lado lo supiese y quisiera terminar su misión, comenzaron a escucharse golpes más fuertes. Manotazos atronadores que retumbaban en cada maquinaria metálica del interior, propagando su eco.
—Al final se fueron, porque me escucharon hablando con la centralita de la comisaría. Lo dije bien fuerte para que se dieran cuenta. Oí sus pasos huyendo por la acera y entonces otra voz, distinta a la que rezaba, quizá de mujer anciana, comenzó a reírse en una carcajada que se prolongó unos segundos hasta que desapareció calle arriba. No sé si serán imaginaciones mías…, pero es como si supieran que este paquete llegaba hoy. En fin, ha llegado el momento tan esperado.
Dicho esto, hizo varios aspavientos al arrancar con el cúter un par de metros de papel burbuja del interior del paquete. Siguiendo una delicada liturgia cien veces repetida en aquel mismo rincón con otras piezas únicas, extrajo con cuidado un largo cilindro de cartón y me lo mostró como quien sostiene el más preciado de los trofeos. Por un momento se abstrajo de la triple pesadilla nocturna y por el gesto emocionado creí que se le iban a saltar las lágrimas.
—Y de aquel cuadro, amigo Aníbal, del poder que tuvo, del temor que infundió, sólo queda este testimonio copiado fielmente por su círculo de iniciados. Todos perseguidos, todos ajusticiados. Pero la obra, desafiando al tiempo y a la ira de los hombres, sobrevivió para regresar. ¿Lo comprendes? ¡Este pedazo de historia vuelve de su túnel del tiempo para mostramos su mensaje!
Justo al hacer este comentario la cuchilla trazó un giro inesperado al taparse con una arruga del envoltorio. Sonó un crujido seco, se desprendió una esquirla y con gran fuerza salió disparada en dirección a su garganta. Sólo un rápido movimiento evitó que se le hincara como un dardo. Rebotó en la pared y cayó justo sobre el lacre rojizo que taponaba el tubo donde se custodiaba el grabado. Me quedé paralizado como una estatua y a él le ocurrió lo mismo. Nos miramos fijamente, rígidos y sin abrir la boca hasta que sus labios esbozaron una sonrisa. En aquel instante me dio la impresión de que, por algún motivo, aguardaba el posible accidente.
—Alcánzame la tijera que está en la estantería a tu derecha… ¡Y cambia esa cara, hombre! ¡Que aquí no ha pasado nada!
—¡Se te ha podido clavar en el cuello! —repliqué balbuceando.
Hizo caso omiso de mi comentario. Simplemente tomó el trozo de metal entre las yemas de los dedos y se lo aproximó mucho a la cara…
—Esta noche, esperando aquí sentado a que volviesen a llamar a la puerta, he revisado algunas cosas. ¿Sabías que Nicholas Tamat, uno de los más grandes expertos en los grabados de los seguidores de Hyeronimus, quedó ciego en Lieja hace cincuenta años?
Me encogí de hombros. ¿Cómo iba a saberlo si nunca me lo había contado?
—En I956, desembalando una copia apócrifa de La noche sin Cristo, el filo se partió en dos fragmentos que le rasgaron los ojos al mismo tiempo y con una precisión macabra. No murió allí de milagro. Lo encontró su hija en su trastienda de anticuario.
Enmudecí.
—Falleció a los tres días en el sanatorio provincial —prosiguió Márquez dejando sobre la mesa la afilada escama—, presa de grandes temores, aislado en la negrura y dialogando en su repentina demencia con un interlocutor invisible que sólo él presentía. Intentaba agredirlo a puñetazos, llegando a caer del camastro varias veces en sucesivas madrugadas. Las enfermeras no querían atenderle en aquella última habitación del pasillo. Les daba miedo, escuchaban voces, golpes, pasos. Como si alguien rondara al enfermo.
De nuevo de rodillas clavó la punta de la tijera en el extremo y tras hacer sonar el vacío extrajo aquel pergamino enrollado… Su cara era la viva imagen del éxtasis.
—¡Mira qué maravilla!
Apareció la imagen y sentí náuseas. Juraría que una gran parte de mí se arrepentía de haber comenzado la investigación. Quizá fuera la expresión de aquel retrato siniestro, de esa cara tan distinta a todas cuantas había visto. Aparté la mirada.
—¡Somos dichosos! ¡He aquí probablemente la única copia de esta inmersión en lo más oscuro del alma! Sólo él fue capaz de plasmar lo que otros temían. Sólo él se adentró en el verdadero magma de las tinieblas humanas, en la inseguridad ante la muerte, en las áreas inexploradas del inconsciente. Sólo él…
Pasamos unos minutos en total silencio, mientras el día se marchaba por el pequeño ventanuco de cuatro cristales, allá arriba y casi junto al techo, y daba paso a la oscuridad. Y fue en esa casi ausencia total de luz cuando notamos que la mueca de aquel ser del grabado cobraba matices nunca vistos entre las sombras, como si se alimentara de ellas y quisiera regresar, manifestarse…
¿Se habría completado el proceso y estaríamos enloqueciendo?
—Aquí, querido compañero, se presenta la esencia de eso que tanto te ha atormentado durante todo este tiempo: la chispa vital y errante perdida en la interfase, la entidad desubicada que tiene conciencia de su propio pecado y que vaga. El muerto que intenta regresar con un fin concreto y que a veces hace el mal. Aquí está, en nuestras propias manos y rescatado del olvido gracias al soberbio trabajo de copista del Monogramista TS.
—Tenemos que ir a Tinieblas cuanto antes… —le dije cortando su emotivo discurso.
—Yo no, compañero. Y te recomiendo que tú tampoco.
El miedo no se le iba de los ojos. Puso mil excusas y al final, casi discutiendo, le dije que no podíamos abandonar en la recta final. Él se quedó allí, observando su grabado y quizá esperando a que por cuarta vez llegase la visita en la madrugada. Se negó en redondo a que le acompañase y al despedirme fue muy claro.
—En esta ocasión actuaré con mayor inteligencia. Avisaré a la policía un poco antes de la hora y sabremos quiénes son esos tipos…