A esas horas la sala sexta de la división informática de la Policía Científica estaba atestada de gente. Tuve que hacer un par de requiebros para que los dos cafés con leche en vasito de plástico no se derramaran al volver a entrar.
—¡Acércate! ¡Corre!
Mi buen amigo Sergio Zabala había actuado muy rápido en esta ocasión. Me senté a su lado y miré a las dos pantallas planas. En una, en letras verdes sobre fondo negro, ponía «voz 1» y en la otra, «voz 2».
Pulsó «intro» y ambas sonaron a la vez.
—¡Es la misma! ¡Exacta! —grité llamando la atención de otro informático con uniforme y pistola que tecleaba respaldo con respaldo y que llegó a girarse para mirar con desgana lo que estábamos haciendo.
—Es un tono muy extraño, como lejano. Y no sólo es idéntica, sino que puede tratarse de una grabación que se ha empleado dos veces con el objetivo de asustarte…
Al fondo había un panel con el mapa de Madrid y un montón de luces. La sombra de un hombre alto y fuerte lo atravesó decidida hasta llegar a nuestro lado provocando el chirriar de las suelas de goma. Sin llegar a sentarse, sólo apoyando sus manos en el canto de la mesa, nos transmitió la noticia:
—Aparece.
Aquella sentencia me hizo dar un respingo. Hacía veinticuatro horas que le había pedido a mi amigo un enorme favor. Él no podía hacer mucho, pero el capitán Robles sí, y tras él me adentré por un pasillo estrecho que se parecía a los tubos articulados por los que se sale del avión.
—En el super-ordenador no aparece ni rastro. He tenido que bucear por el archivo manual para encontrar algo.
—No sabe cómo se lo agradezco, para mí es una información valiosísima que…
—No se acostumbre —cortó en seco empujando la puerta y sosteniéndola para invitarme a pasar.
Aquella habitación era una gigantesca colmena cuadrada. Las cuatro paredes, desde el suelo hasta un palmo del techo, estaban cubiertas por pequeños cajones de madera. En cada uno una letra. O un año. Al ver aquello e imaginar al fornido policía buscando sin parar estuvo a punto de darme un remordimiento de conciencia. Sobre la mesa situada en el centro ya reposaba una carpetilla. Se veía el escudo con el águila y debajo la palabra Toledo, Robles la abrió y sin dejarme ver su interior en ningún momento comenzó a leer de pie. Como quien desenfunda su arma, saqué mi cuaderno y empecé a anotar a toda velocidad.
Ficha:
Aquilino Moraza y Díaz, nacido el quince del uno de mil novecientos veintinueve. Cursa estudios en el seminario de los dominicos donde ingresa a los trece años. Se le abren dos expedientes por desorden público y agresión. Llamado a declarar el siete de junio de mil novecientos cincuenta y cinco como único imputado en el sumario TO-13/5/55.
Absuelto al no hallarse pruebas incriminatorias. Exiliado a París, prosigue sus estudios en la Sorbona, donde realiza un doctorado en Cristianismo Primitivo. Existe un parte posterior de Interpol abierto a causa de lesiones provocadas en dicha ciudad en I971.
—Ten en cuenta que te he leído una ficha de los años setenta. Si luego hizo algo debería constar en los archivos de tarjetas perforadas o en el informático. Y ahí ya te digo yo que no hay nada más.
Mis sospechas hacia el párroco toledano habían crecido a lo largo de toda la investigación. El amable cura, tan docto y sabio aparentemente, se me había ido revelando como una figura enigmática de la que sabía más bien poco. O para decirlo claro, de la que conocía sólo lo que él quería que conociese. Por eso, inquieto tras salir herido de la trampa que parecía querer haberme tendido en el archivo diocesano, decidí acudir a ese archivo secreto que oficialmente no debería poderse consultar.
—El sumario de Toledo que viene mencionado en la ficha ya no está aquí.
—¿Te refieres a los expedientes de su declaración como imputado? —respondí inquieto.
—No. Me refiero a todo el sumario. Sólo está la carpeta. El interior falta. En aquellos años, en fin, una orden de arriba podía hacer esto y mucho más.
—¿Una orden de quién?
—Está claro, ¿no? —respondió con una sonrisa.
Me encogí de hombros.
—Este pájaro era cura, ¿me equivoco? ¡Pues ya lo sabes! En los años cincuenta, y más en Toledo, esto volaba en un pispas si el sacerdote rebelde estaba bien recomendado. No fueran a fastidiarle la brillante carrera.
—¿Y lo de Interpol viene?
—Pero es muy breve. Es otro expediente de agresión en una universidad de París. Nada grave. Al parecer el amigo era un tanto revoltoso…
—Es, pues aunque mayor, aún vive y doy fe de que tiene brío y nervio a raudales. Oye, ¿y qué es lo que pone? —dije de nuevo abriendo las tapas del cuaderno como si se me otorgase una segunda oportunidad.
—Es que queréis saberlo todo —replicó Robles después de chasquear los labios con cara de funcionario cansado de tanto trámite.
Tuve un negro presentimiento al salir de aquella sala. Tras despedirme de Sergio Zabala, que seguía escuchando aquella voz doble una y otra vez mientras las ondas se dibujaban en el monitor, arranqué mi coche y conduje en busca de la ciudad imperial. Antes, mientras descolgaba el abrigo del perchero, le había hecho una sola pregunta a mi fiel amigo. Su respuesta incrementó mis sospechas.
—Claro. El TO significa siempre audiencia provincial, y los números son la fecha. En este caso ya ves: 13/5/55: 13 de mayo de 1955.
Agradecí que la nueva redacción de La Tribuna estuviese en la parte moderna de la ciudad. El casco antiguo, siempre tan sugerente y sombrío, era un lugar demasiado reducido para estar seguro de no cruzarme con Moraza o alguno de sus amigos. Sabedor de que jamás abandonaba la almendra de calles que rodeaban su iglesia de San Pedro Mártir, respiré tranquilo. Antes de subir a la segunda planta de aquella casa que rodeaba un gran patio central a modo de corrala del siglo XXI hice una llamada con el móvil.
—¡Querido Aníbal! ¿No me digas que ya está todo dispuesto para nuestra exploración?
El vozarrón de Klaus Kleinberger sonaba tan cercano que parecía que, en vez de en su lujosa residencia de invierno en Colonia, aquel hombre se encontrase pared con pared.
—Tan sólo un par de días. Ahora estoy detrás de una pista que puede ser importante y te llamaba por eso…
—Dispara…
—¿Fue a ti a quien dieron una brutal paliza en la Sorbona?
—¿Y cómo sabes tú eso? —respondió sorprendido.
—Mis contactos, ya sabes.
Soltó una carcajada mientras yo atravesaba el pasillo, viendo ya la puerta de madera al final, con el cartel de La Tribuna clavado bajo la mirilla redonda.
—Me dieron una buena. Tanto que casi no salgo vivo…
—Y eso que estás hecho un sansón —respondí.
—¡Eso era antes! Fue cuando presenté mi primer libro sobre El Bosco, aquel en el que ya proponía su adhesión a la herejía de los Hermanos del Libre Espíritu. Te hablo de hace mucho tiempo…, yo quizá no tuviera ni treinta años.
—Sí, me hablas exactamente del primero de noviembre de 1971.
—Fue un día de Todos los Santos, es cierto… Pero ¿cómo puedes saberlo tú?
—Ya te contaré en cuanto nos veamos. Ahora dime, ¿qué es lo que pasó?
—Pasó que mi libro era tan malo e indocumentado que la gente, en vez de escucharme, se empeñó en utilizarme como puching ball…
—En serio, Klaus. Es importante.
—A la salida de la biblioteca de la universidad, ya de noche y llegando a mi coche después de haber estado mostrando unas diapositivas sobre mis teorías, me cogieron tres encapuchados. Primero me insultaron y luego me dieron puñetazos y patadas rompiéndome el tabique nasal. Por eso tengo esta nariz tan rara.
—¿No lograste identificar a ninguno?
—Iban los tres de luto riguroso, y con una especie de gorra o capuchón. Me dieron en la nuca y yo creo que buscaban mi muerte sin dejar huellas. Entre la lluvia de golpes recuerdo insultos como «hereje», «hijo del diablo» y cosas por el estilo. En el hospital, donde estuve tres semanas con varios huesos rotos, me dijeron que me habían quemado los libros, el vehículo —un «Volkswagen Escarabajo» al que tenía gran cariño— y todas las diapositivas dentro de sus cajetines de plástico. Fue un aviso serio.
—¿Y la policía no logró saber nada de ellos?
—Nunca. Puse la denuncia pero alguien debió de dejada abandonada por ahí. Te confieso que durante un tiempo pasé mucho miedo. Ya no presenté nunca más mis obras allí.
—¿Uno de ellos era muy alto?
—¿Cómo dices? —respondió como si no se acabara de creer lo que le estaba preguntando.
—Que si uno de ellos era tan alto como tú. ¡O más que tú!
—Pues ahora que recuerdo… Uno sí. Muy alto y delgado.
Vestido todo de negro…
Los periodistas del rotativo toledano eran todos muy jóvenes y amables. Algunos conocían mi programa de radio y, justo es decido, todo fueron facilidades. Uno quiso aprovechar para acercarme una grabadora y pedirme que respondiese a unas breves preguntas para sacar una entrevista al día siguiente.
Me supo mal decide que no. Pero era fundamental que no se supiera que había estado allí. Y con la incógnita de los jóvenes colegas a mi espalda, y pidiendo disculpas por ese sigilo que parecía tan fascinante para ellos, me encerré en el archivo y encendí el proyector de microfilms. Sin dudarlo un ápice, me dirigí al rollo de celuloide que tenía una fecha en la tapa: 13 de mayo, 1955. Enganché la cinta en ambos extremos metálicos y aquello empezó a pasar ante el visor en blanco y negro. Adelante, atrás, y por fin la noticia. Una sola columna, quizá por el pudor que provocaban este tipo de sucesos en la prensa regional. Un breve que para mí fue más que suficiente:
A las once y media de la noche, en las inmediaciones del callejón de los Niños Hermosos y junto a una tapia de adobes, fue hallado por los operarios del servicio de limpieza de nuestra ciudad un cadáver de varón de unos sesenta años. Según han facilitado fuentes de la comisaría de policía, presentaba varias heridas de arma blanca en la espalda y zona renal. Vestía traje de color oscuro, botines de piqué y sombrero. Fue hallado en decúbito prono y llevado al Hospital Provincial ya cadáver. Nadie escuchó gritos ni se hallaron marcas de resistencia o pelea. No fue víctima de robo, pues portaba trescientas veinte pesetas y el reloj de oro y su cadena estaban en el bolsillo del chaleco. De momento no ha trascendido la identidad del finado. Entre los vecinos de la zona, mayoritariamente ancianos, se ha propagado una injustificada sensación de temor. Es un hecho aislado y la confianza en el orden policial es lo que debe prevalecer en estos momentos.
Revisé el periódico de arriba abajo y en los dos días siguientes no hallé ni una sola mención al incidente. Muy pocas fotografías, retratos de personajes populares de la ciudad, una hoja con noticias del campo y viejos anuncios de lociones, cremas de afeitar y colmados locales lo ocupaban todo. Como si no hubiese pasado nada.
Sin embargo, al tercero, inserto en la sección de necrológicas, aparecía el dato que faltaba.
El que yo estaba esperando.
Ayer, cerca de la catedral ENCONTRADO UN CADAVER
Ayer, en el cementerio de La Vega, fueron enterrados los restos mortales del doctor don Leandro Sárraga, médico epidemiólogo y cirujano, que fue acompañado de un nutrido séquito de familiares y amigos que le dieron el último adiós emocionado tras oficiarse una misa en la ermita del Cristo. El cuerpo salió de las dependencias del Hospital Provincial, donde estuvo custodiado y examinado por los forenses tras ser hallado, como conocen todos los lectores, en penosas circunstancias el pasado martes. Fuentes de la Brigada de Investigación Criminal nos confirman que se ha interrogado a una persona en relación con el espantoso suceso. Seguiremos informando.
No cumplieron la palabra los antiguos reporteros de La Tribuna. Revisé varias semanas y ya no hubo ni rastro de la noticia. Todo se llevó con el mayor sigilo, demostrándose así que en la tranquila ciudad nada podía perturbar la calma. Del único imputado nada más se supo. Quizá porque la misma mano alargada que hizo desaparecer los expedientes tiempo después ya estaba actuando para que no cundiese el escándalo de ver implicados a miembros de una orden religiosa en tan turbio asunto.
Una mano seguramente muy blanquecina a pesar de la sangre.
Al salir del edificio, mirando desde la acera al casco histórico apagado y flotante sobre el río Tajo, sólo pensaba en tres cosas.
La primera, el uno noventa y cinco aproximado de Aquilino Moraza, el cura al que tanto le hervía la sangre al hablar de herejías y que decía no saber nada de lo ocurrido en Tinieblas de la Sierra a lo largo de la Historia.
La segunda, las puñaladas en la zona de los riñones, quizá tan precisas como las que formaban una cruz en la espalda del especialista madrileño que en la posguerra descubrió extraños signos y figuras escondidas en El Jardín de las Delicias.
La tercera, la descomunal altura del monje encapuchado y sin rostro que entró aquella mañana a por mí en el archivo diocesano quizá con el objetivo de que nunca saliese de allí.
¿Uno noventa y cinco más o menos?