37

No sé si había merecido la pena jugarme la vida por aquellos pergaminos. Sebastián encendió el flexo de su taller y los puso al trasluz, como si en ellos también se pudieran localizar códigos ocultos.

Mientras tanto, yo me empapaba en alcohol la herida tan fea que me había dejado a modo de recuerdo aquel monje infernal.

—Al final decidí marcharme de Toledo. Me sentía vigilado por esos frailes extraños a lo largo y ancho de la ciudad. Cogí el coche y me vine lo más rápido que pude. Creo que querían interrogarme, matarme… ¡Yo qué sé!

—Tranquilo, compañero. Ten en cuenta que les has robado algo que quizá sea muy preciado para ellos —respondió volviendo a enrollados muy cuidadosamente.

—¿Preciado? ¡Pero si ahí no se puede leer nada!

Casi todos estaban borrados, como si les hubiesen echado un ácido por encima que hubiera disuelto la tinta de algunas partes. Sólo podía rescatarse un primer fragmento que resumía de modo categórico toda la historia, calificando la zona como despoblada a partir de 1593 a causa de la peste bubónica que sepultó a todos los habitantes. Era imposible extraer algo más de aquel montón de papeles centenarios. Otra cosa era el libro. El preciado libro que encontré en aquel bargueño sobre el que había manos blancas pintadas.

—Yo no lo relacionaría con el signo de las facciones que perseguían herejes…

—Pero ¿qué dices, Sebastián? ¡Está claro que es el mismo emblema!

—Te equivocas. Mira esto. También es una forma de señalar obras condenadas.

Sobre la amplia mesa de madera me puso uno de esos mazacotes de más de mil páginas que se apilaban en torres que llegaban casi hasta las vigas de madera. Era un Índice de libros prohibidos de la Inquisición española. Concretamente, el último que se imprimió, en 1819. Abrió una de sus páginas y la señaló:

Ley cuarta

Los libros que están prohibidos, aun para los que tienen licencia de leer libros prohibidos, se señalan con esta mano.

Ciertamente era el mismo dibujo. No abierta como en las tumbas o los frescos, sino cerrada, indicando algo muy preciso. Algo que no debía ser leído por considerarse pecado mortal.

—Tienes razón. Lo consideraban una obra maldita por su contenido…

Había huido del monasterio con los legajos bajo el jersey y aquel Estudio médico de la peste en los Montes de Toledo en mi maletín. Por lo menos esto último sí había merecido la pena. Leyendo la parte dedicada a Tinieblas de la Sierra comprendimos por qué los monjes lo guardaban allí y por qué Galván se fugó con él treinta años antes de los salones de la Biblioteca Nacional.

—Éste —dijo Sebastián abriendo de nuevo sus tapas con suma delicadeza— es quizá el único análisis serio que alguien realizó sobre la zona en cuestión. Los datos que se dan aquí contradicen totalmente lo que se refleja en los archivos históricos oficiales. Se trata de una denuncia en toda regla. Y quizá por eso lo tenían en su propio apartado de libros prohibidos.

—¡Lo extraño es que la Inquisición dejó de hacer índices a principios del siglo XIX y éste es de 1935!

—La oficial sí, amigo. Pero a estas alturas ¿tienes la seguridad de que no haya otros que sigan actuando con aquellos parámetros?

Terminé de desinfectar la triple herida, tan parecida a la que alguna noche me había hecho yo mismo atravesando la espalda, y me marché con mis tesoros bajo el brazo. Sebastián volvía a dudar de la conveniencia de hacer una expedición definitiva a Tinieblas y Goate. Tenía miedo y yo le acabé dando ánimos, aunque mi situación no era exactamente la mejor. Antes de despedirme le pregunté por el grabado comprado en Venecia:

—Me han llamado hoy de Sotheby’s, creo que en un par de días estará aquí.

Al llegar a casa descongelé mi triste cena y me puse frente a la pantalla. Fui escaneando con mucho cuidado las páginas de aquel viejo libro referidas al poblado de nuestros desvelos en un intento de conservarlas en lo más profundo del disco duro. Por si acaso.

Al terminar descolgué el teléfono. Había dos mensajes nuevos. El primero era una voz bastante desconsolada y familiar.

—Mira, no estoy en mi mejor momento. Supongo que te he cogido afecto. Ya te llamaré yo cualquier otro…

No había podido dejar su recado íntegro. El siguiente mensaje estaba grabado un minuto después. Sentí intriga por lo que Helena tenía que decirme. A lo mejor era una declaración valiente de amor. ¿Por qué no?

—¡Purgatorio!

Tras la frase una risa larga, interminable. Una carcajada que me dejó clavado en la silla, mirando a cada rincón del oscuro despacho. Si el monje encapuchado era humano y tenía voz, ésa debía de ser la suya.