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—¿Y si intentásemos hacer un experimento a la antigua usanza en aquel mismo lugar?

Ante mi pregunta, los ojos del alemán brillaron como ascuas. Los de Sebastián, sin embargo, mostraron preocupación. Quizá porque llegábamos muy justos al embarque de nuestro vuelo, o quizá porque tenía demasiado respeto a determinadas fuerzas de la naturaleza que oficialmente no existen pero que parecía conocer muy bien.

—Estamos jugando con fuego, amigos. Yo sólo aviso. Mirad como acabó Lucas Galván, muerto sobre una tumba que no era la suya. No me cabe la menor duda de que él intentó una invocación allí… y ya veis el resultado. Os tengo aprecio y no me gustaría perderos. Más claro no lo puedo decir.

La verdad es que aquellos últimos diez minutos, ya casi frente al arco de metales del elegante aeropuerto Marco Polo de Venecia, fueron emotivos. Juramos volver a encontramos en breve, en España, para que Klaus viese sobre el terreno aquellos frescos deteriorados pero llenos de claves que ningún historiador se había dignado reflejar en ninguna obra. Como si nunca hubiesen existido.

Las manos repintadas, las fosas en la piedra formando una gran cruz, el rostro del diablo que era idéntico al que aparecía en la tabla más extraña jamás pintada. Era vital que una autoridad mundial como él pisase el lugar donde había quedado reflejada una historia terrible y olvidada que entroncaba directamente con las creencias de Hyeronimus y los suyos. Como si allí se hubiese librado una batalla definitiva en algún momento de la Historia y a partir de ese instante todas las piezas hubiesen quedado dispersas.

Al final, viéndonos tan emocionados, hasta el editor prometió unirse a la futura comitiva siempre y cuando no realizásemos ningún extraño experimento sólo apto para iniciados.

—Hasta pronto, Klaus. Te prometo que me dejaré la vida para saber más de ese lugar. Nos veremos allí… Muy pronto.

El reto estaba sobre la mesa y yo decidí que iba a jugar mis cartas. Unas cartas casi olvidadas que a regañadientes había puesto en mi mano Aquilino Moraza, el párroco toledano, con forma de tarjeta de visita. A partir de ese instante era importante iniciar la segunda fase de la investigación. La saqué del bolsillo de mi chaqueta y la puse sobre la bandeja de plástico del Boeing de Alitalia que ya se encontraba a 33.000 pies. Sebastián ya dormía, con la cara girada hacia el cielo nocturno que pasaba ante nosotros a través de la ventanilla ovalada. Yo pensé en muchas cosas a lo largo del trayecto de dos horas y media. Mirando la luna redonda, allá a lo lejos, comencé también a recordar el cuerpo de Laura Burano, quien probablemente nunca más volvería a mirarme con aquellos ojos verdes infinitos…

Archivo Diocesano de la Comarca de los Montes de Toledo.

—¿Sabía usted que existe otro Tinieblas de la Sierra en la provincia de Burgos?

Me equivoqué de pleno con Esteban Plaza Marcos. No era muy mayor, no era orondo, no llevaba anteojos. No era, en fin, como lo había imaginado.

—Me interesa todo lo relativo a la historia de ese lugar. Estoy haciendo un trabajo y necesito concretar algunos datos.

—Ya, ya le he entendido. ¿Y está seguro de que el padre Moraza le dijo que la documentación se encontraba aquí? —inquirió la atildada voz que se iba haciendo más grave al resonar en el pasillo del monasterio.

—Mire —respondí metiéndome la mano en el bolsillo—, él mismo me dio su tarjeta con esta dirección. Si quiere le llamo ahora por teléfono y habla directamente con él para que vea que…

—Tranquilo, tranquilo. Si viene recomendado por él, está en su casa. Lo que ocurre es que yo ahora tengo misa de una y luego debo asistir a una comida con la congregación. Casi será mejor que le deje esto y que usted se arregle allí arriba como pueda. Es al final del pasillo. Sé que es una descortesía pero…

—¡Por favor! Ni se preocupe. Se lo agradezco de veras y espero poder encontrar en un par de horas lo que busco y no revolver mucho.

—Lo que usted busca… desgraciadamente es fácil de encontrar. En casi todos los documentos antiguos se habla de aquello. La peste hizo estragos. No hay que darle más vueltas.

Cuando cerré el puño apretando la llave en su interior creí estar soñando. Jamás me habían dado luz verde con tanta facilidad y reconozco que, por un momento, estuve a punto de darle un abrazo con toda mi alma a aquel joven ensotanado de cara pálida y pelo peinado hacia delante para disimular la incipiente calvicie.

—Le advierto —me dijo desde el umbral— que hay cosas más bonitas que buscar en la historia de esta comarca…

—Lo sé, lo sé. ¡Muchas gracias por su ayuda! Por cierto, ¿conoce un libro llamado Estudio médico de la peste en los Montes de Toledo de un doctor que…?

—¿Cómo ha dicho? ¿De eso no le ha hablado ya el padre Moraza?

—Pues no. La verdad es que no.

—¿Y por qué le interesa concretamente? —dijo avanzando de nuevo hacia mí y con un semblante que había cambiado radicalmente.

—No, nada, ni se preocupe —balbuceé sin saber bien qué responder para salir del paso—, era un encargo de un amigo mío bibliotecario que…

—Ya. Oiga, ¿y no será mejor que me dé las llaves y me espere a la salida de misa y así le indico todo lo que puede buscar? O mejor aún, ¿no es más conveniente que hable con Moraza más despacio y usted aguarde a que yo le informe posteriormente de…?

—¿Pero no escucha las campanas llamando a misa? ¡Acuda, que los feligreses le están esperando! ¡Le aseguro que yo acabaré pronto!

Corrí sin disimulo escaleras arriba mientras él se quedaba parado, estático, frente al pórtico ojival. No le di ni tiempo a reaccionar pues salí disparado hacia el claustro en busca de la última celda, aquella en la que desde hacía más o menos un siglo se apilaba y clasificaba la historia eclesiástica de la región.

En el patio central, en el centro justo de un cuadrado perfecto rodeado de columnas, sonaba el chorro de agua, susurrante, surgiendo de la primitiva fuente de piedra.

A la una de la tarde entré en aquella estancia procurando no romper aquella paz que contrastaba con mi ansiedad interior.

¿Por qué se habría puesto así el archivero nada más mencionar el título del libro que Galván buscaba y que al final robó de la Biblioteca Nacional?

En la celda se extendían varias baldas repletas de material antiquísimo, casi apergaminado y sin encuadernar. Algunos eran rollos dentro de tubos sellados, otros se almacenaban atados como pliegos de cordel. Al fondo, bajo un Cristo demasiado pequeño para aquella alta pared blanca, varios archivadores divididos en «defunciones» y «bautismos». Casi junto a la puerta libros antiguos, apolillados, incluido hasta alguno de los años setenta con portada a color amarillenta por el sol y dedicada a las iglesias de la región. Sobre la mesa, espartana y sin el más mínimo ornamento, dos ficheros que medio abiertos, como si hubiesen sido recientemente consultados, dejaban entrever una serie de tarjetas rectangulares escritas a máquina para la correspondiente búsqueda en los legajos y documentos.

Abajo, rebotando con el eco, escuché voces. Quizá una discusión que se iniciaba. Entonces presentí que debía darme mucha prisa.

Pasé mis dedos separando sus cantos en busca de la T de Tinieblas. Hubo suerte.

Talavera de la Reina, Tembleque, Tinajas… Tinieblas de la Sierra.

Bajo la inscripción 26, correspondiente al número de municipio, se grapaban tres tarjetas repletas de códigos para la posterior búsqueda en las baldas donde se apilaban los legajos. A primera vista, mucha información era aquélla para un lugar tan olvidado.

Tinieblas, partido judicial de Montes de Toledo, 312 kilómetros cuadrados, 11 habitantes. En 1900, 181; en 1930, 97, en 1960, 49. Comprende las entidades de población siguientes: Alquería de Jiloca, 3 habitantes, y Goate, despoblado.

Iglesia de Santa María y picota inquisitorial.

Economía basada en labores agrícolas, cultivo de leguminosas, ganado lanar.

Sabía que en menos de una hora el archivero Esteban —sumamente intrigado por mi última referencia al libro sobre la peste en Castilla— se presentaría allí abortando cualquier búsqueda. Lo presentía. Por eso fui anotándolo absolutamente todo, como si el instinto me dijese que tenía que abandonar aquel lugar cuanto antes.

Hubo un momento en que escuché unas pisadas que se aproximaban por el claustro. Afiné el oído y me quedé quieto como un muñeco de cera, con el rotulador en la mano y el cuaderno abierto en la otra. Llegaban pausadas, como si quisieran no alertar de su presencia. La milenaria piedra del suelo jugaba a mi favor, ya que podía ir escuchando perfectamente su avance. En un momento dado se pararon y alguien, estoy seguro, estuvo unos segundos apoyando su oído en la puerta para intentar escuchar. Lo lógico sería haber llamado, o directamente entrar sin el menor problema.

En todo caso el único intruso allí era yo.

Inquieto por esa sensación me levanté muy despacio procurando no hacer ruido, elevando incluso el pequeño taburete en el que me había sentado para que no arrastrase el suelo. Me acerqué y acto seguido las pisadas arrancaron de nuevo, alejándose. Estuve tentado de salir, pero opté, no se por qué, por echar la llave por dentro.

Goate: entidad poblacional anexa a Tinieblas de la Sierra. Despoblada en su totalidad. Ruinas de la ermita del Salvador, crucero de las Ánimas en el camposanto. Tumbas antropomorfas anteriores al siglo XI y camposanto del XVI.

Empecé a copiar aquellas letras antiguas y apretadas a toda velocidad. Era demasiado texto y no me iba a dar tiempo. Por un momento se me pasó una idea por la cabeza. La estaba madurando tan rápido como me era posible cuando escuché golpes en la puerta. Auténticos manotazos.

—¡Abra por favor! ¡Sabemos que está ahí!

Al menos dos monjes querían pasar, pues estaba utilizando el plural. Sólo hablaba uno. Y su voz, quebrada y anciana, no me ofrecía ninguna confianza.

—¿No nos oye? ¡Abra o tiramos la puerta abajo! —Calibré el peso de aquellas hojas. ¿Podría hacerlo?—. ¡Es la última vez que se lo decimos! ¡Abra de una vez y no nos obligue a…!

Caminé hacia la puerta decidido a explicarles lo que estaba haciendo. Fue cuando, muy cerca ya del marco, algo captó mi atención como si me llamase desde un lateral. Era el signo; una mano blanca, señalando algo con el índice.

Sentí entonces un latigazo helado bajando por las vértebras. Era una especie de bargueño repleto de cajones con ese emblema y una cerradura. Saqué las llaves y comprobé que además de la grande y antigua con la que me había encerrado allí, había otra pequeña. Y encajaba perfectamente.

La sorpresa se encontraba allí adentro, sin duda. Abrí observando a aquellos dos religiosos encapuchados bajo el umbral. Me eché hacia atrás instintivamente. Uno se descubrió la cabeza. El otro siguió embozado.

—Condenado periodista…, ¿es que no nos oía?

El monje, que sin duda sabía muy bien quién era yo, tenía la barba blanca como a sectores y una serie de pupas rodeando su boca. También creí apreciar que le faltaba algún diente para completar el retrato. Era un aspecto inquietante. Lo que más me atemorizó, sin embargo, era el compañero, que llevaba un grueso cordel rodeando su cintura. Era como un tronco macizo y me sacaba más de dos cabezas. Pasando a mi vera se dirigió, sin pronunciar una palabra, a los estantes donde reposaban los legajos.

—Ahora nos va a decir lo que buscaba y qué es lo que estaba apuntando. Y tendrá que explicarlo bien claro si no quiere que…

En ese instante el fraile silencioso tomó directamente el tubo de cartón sellado donde se escondían los legajos que yo había intentado copiar sin éxito. Sonó el golpe de aire al quitar la tapa y entonces volvió hacia nosotros. Es curioso, pues tampoco le llegué a ver bien la cara en ese instante. Sólo el profundo óvalo negro. Tan negro y profundo como el tubo donde ya no había nada.

—¡Hijo de Satanás, has venido aquí para robamos! ¡Para profanar la casa del Señor!

Pocas veces he visto una cara de odio como ésa. Llegó a lanzarme un puñetazo. O quizá pretendía hacer exactamente lo que hizo, rasgar mi mano hincando sus garras infectas. Noté sus uñas largas, sucias, haciendo tres surcos en mi piel en un zarpazo digno de las alimañas. En un acto reflejo y por pura supervivencia le empujé con toda mi alma contra el fraile encapuchado, intentando bloquear su salida en tan reducido espacio. Y entonces corrí.

Corrí como alma que lleva el diablo.