—¿Cómo dices? ¿Estás segura?
Teníamos muy claro que nuestra presencia resultaba ingrata a quien quisiera vernos muy lejos de la ciudad, de las tablas y de cualquier cosa que tuviese que ver con El Maestro. Quizá por eso no nos sorprendimos mucho cuando, en la sala anexa donde se concentraban las dos docenas de participantes en la puja, Kleinberger nos transmitió las palabras telefónicas de Laura Burano, aún temerosa y algo débil tras su último descubrimiento en los pozzi.
—La pobre chica ha bajado allí hace una hora. No ha encontrado rastro de la antorcha que nos lanzaron, ni huellas de ningún tipo, a excepción del pendiente que se le cayó al dar con su cara en el suelo. Alguien había regresado antes para limpiado todo, incluida la firma de Hyeronimus, que ahora vuelve a estar cubierta por una capa de pintura blanca…
La blancura ocultando la oscuridad herética. El símil volvía a encarnarse y nosotros, siendo conscientes del detalle, entramos en la gran sala central de la biblioteca y, aunque fuera por un momento, las angustias se nos mitigaron como por ensalmo mágico al ver aquel espectáculo asombroso.
Se trataba de un altísimo habitáculo de techos forrados por estanterías que contenían decenas de miles de tomos antiguos, donde dos colosales bolas del mundo, con más de quinientos años a la espalda, una con el planisferio terrestre y la otra con el celeste, nos daban la bienvenida. Era como penetrar en el corazón del más luminoso Renacimiento italiano. Nada que ver con los sótanos de pesadilla que aún no nos podíamos quitar de la cabeza y que regresaron instantáneamente al avanzar hasta el panel negro donde habían colocado, como en hornacinas acristaladas, cada uno de los grabados que iban a ser subastados. Fuimos pasando por ellos, apergaminados y de diferentes tamaños, al tiempo que en voz baja Klaus iba resumiéndonos, casi en titulares, su esencia y su misterio.
—Grabado de Albert Coek de 1516, célebre impresor de Amberes, representando El Anticristo o La noche sin Cristo, obra basada en un original desaparecido de El Maestro que en su día también compró Felipe II para El Escorial. La plancha original se quemó un siglo más tarde en un auto de fe público ante la catedral de Colonia por considerarlo maldito… Y aquí, mirad, tenemos una maravilla por la que estoy pensando si doblar mi puja. ¿No es maravilloso?
Nos señaló, con la sonrisa de un niño frente al escaparate de una pastelería, otra representación que a mí me sonó familiar al primer golpe de vista: Hombre-árbol a la deriva, una efigie con cuerpo de huevo roto y barcas en los pies idéntica a la pintada por El Bosco como autorretrato en el panel derecho de El Jardín de las Delicias. Pero no era precisamente ese ser quien me llamaba poderosamente la atención. Mis ojos se fueron directamente a la cara que aparecía elevada y grande, como un sol barbado emergiendo sobre la mar y abriendo las fauces negras dispuesto a devorar a la errante criatura imaginaria. La firma, TS, visible en el margen derecho, contenía una clave.
—Aquí tienes al misterioso Monogramista TS —me explicó Klaus—, uno de los culpables de la reactivación de la herejía del Libre Espíritu en la Castilla del siglo XVI. De él son los dos grabados que tenemos que llevamos de aquí al precio que sea.
—¿Un seguidor español? —contesté como un autómata.
—Una especie de anónimo que firmaba con esas dos letras engarzadas a modo de monograma.
De inmediato me fijé en algo y ya no tuve dudas. Me alejé unos pasos y confirmé mis sospechas. Aquel rostro que surgía amenazante a punto de engullir al delirante «hombre-árbol» tenía algo que…
—¡El pantocrátor de Tinieblas de la Sierra! ¡Es el pantocrátor! ¡Ya lo tengo!
De inmediato, un pequeño grupo de posibles compradores, todos con la misma pegatina circular azul en la solapa que nos habían puesto a la entrada, me miró con muy mala cara por mis aspavientos y alaridos. Incluso alguno, con aire de resabiado lord inglés, se bajó los anteojos como para escrutarme mejor. Sebastián se hizo el invisible y Kleinberger les sonrió, seguramente por tratarse de viejos conocidos cazatesoros, como disculpándose por mi estruendoso comportamiento.
—Hay que mantener la compostura aquí, muchacho. ¡No debes mostrar nunca admiración desmedida por ninguna obra o te aseguro que se pondrán de acuerdo para que lo paguemos muy caro!
El historiador alemán, viejo zorro en estas disputas de alta sociedad, sabía que ante la llegada de cualquier intruso no deseado podía surgir una inmediata confabulación de aquel núcleo duro de expertos para que el novato, si quería realmente una de las piezas, tuviera que disputársela duramente hasta acabar pagando el triple o el cuádruple de lo que realmente valía.
Eran, por lo que me contó el cicerone alemán, un auténtico comité nómada que se encontraba en cualquier rincón del planeta dispuesto a batallar por determinadas piezas de museo. El belga Raimond van der Poel, el francés Maximilian Rochet, el norteamericano Terry Dantley… Todos estaban en la parrilla de salida, conscientes de que la carrera iba a ser dura al competir con los ambiciosos italianos, también avezados en esas lides.
Quizá por eso pasamos, disimulando bastante mal y sin apenas detenemos, ante la última vitrina. Allí se exponía el grabado original que vi la noche anterior en el papel que me mostró Sebastián.
Imprimatur… con la TS como rúbrica.
Por fortuna, junto a los seis grabados expuestos, había varios lotes de cuadros más amables atribuidos a Veronés y Tiziano que a buen seguro iban a llamarles mucho más la atención en su encarnizada disputa.
O al menos eso creíamos.
—Os digo que esa cara sonriente, esos dientes, esos ojos… ¡Hasta las cejas! ¡Toda esa expresión es la del pantocrátor que está en el fresco de la ermita de Tinieblas presidiendo un infierno terrorífico! ¡Os lo juro!
Los dos amigos me hicieron callar de nuevo, pero mi convencimiento repentino debió de hacer mella en Klaus, quien me aseguró al sentamos que iba a ofrecer hasta ciento cincuenta mil euros por esa representación demostrativa a priori de la enigmática conexión toledana de El Bosco. Seguramente, tal y como me fue explicando ya frente al oficiante que con martillo presto iba dando paso a cada lote, el Monogramista TS, del cual jamás se supo nombre concreto, fue uno de los más activos artistas del Círculo Bosch tras su viaje a Venecia en 1502. No había nada comprobable al cien por cien, pero artistas flamencos de gran talla como Joachim Patinir o Quentin Metsys —cuyas obras también estuvieron y están en El Escorial— se nombraron como primeros difusores de la extraña realidad de El Maestro en una labor a medio camino entre la experimentación pictórica y la fe adamítica propia de los Hermanos del Libre Espíritu. Sin embargo, en determinado momento y quizá avisados por personas anónimas pero influyentes, dejaron de inmediato de pintar cosas desagradables para dar un giro de ciento ochenta grados y dedicarse a temas del gusto de los mecenas. Una fractura evidente que se puede ver aún hoy en sus obras. Un antes y un después quizá obligado.
Hubo, eso sí, otro corpúsculo de segunda fila que al parecer siguió muy de cerca las evoluciones de Hyeronimus en su exilio italiano, aprendiendo de él, escuchándole en determinadas visitas e incluso experimentando del mismo modo en el intento de ver la auténtica cara del Más Allá. Más que miembros genuinos de la herejía, fueron seguidores, casi apóstoles, de la labor de aquel misterioso pintor. En ese círculo de elegidos estarían Henry Met Nijboer, autor de terroríficos cuadros repletos de manos negras y demonios sonrientes; Joseph de Ulaca, que representó en sus tres únicas obras enormes sapos y reptiles vestidos con sotana y saliendo de las tumbas de los cementerios; y el Monogramista TS, al parecer natural de la comarca de los Montes de Toledo, a tenor de algunos retablos aparecidos en diversas aldeas con el mismo sello, y sin duda el más dotado técnicamente de los tres.
Los dos primeros fueron quemados vivos en el mismo año, 1516, en una de las primeras fases de acción contra las sectas adamíticas en varios países de Europa y junto a la mayoría de sus grabados abrasándose a sus pies. Del tercero nada se supo. Sólo que tras su convencional autoría de iconografía religiosa —que aún engalana algunas pequeñas iglesias de pueblo—, sufrió un cambio drástico en su producción para acabar convirtiéndose en grabador de composiciones horripilantes, que seguramente le hicieron maldito a los ojos de la Iglesia castellana. Algunos apuntan a un retiro o clausura en alguna de las cuevas de su región. Quizá —pensé para mis adentros— los frescos de la ermita derruida en el despoblado de Tinieblas de la Sierra fueran su último gran legado.
—¡Lo conseguimos, Aníbal! ¡Lo conseguimos!
Sebastián entró alzando los puños, con la cara henchida por la emoción. Media hora antes, justo cuando se iniciaba la puja por el material atribuido al Círculo Bosch, había preferido salir de la gran sala y pasear por el viejo museo. No aguantaba la tensión de ver cómo mis amigos se jugaban su dinero.
—¡Son nuestros! ¡Nuestros!
Era obvio que Kleinberger sabía pelear perfectamente en cualquier terreno, incluidas las subastas de primer nivel y máxima competencia.
—¡El lmprimatur en nuestras manos! ¿No es maravilloso? —me gritó con alegría copiando la coletilla del alemán y dándome un sonoro abrazo con los ojos llenos de lágrimas.
Habían comprado los dos grabados del Monogramista TS que se exponían. Doscientos mil euros pagó Márquez por su sueño. Una primera copia en la que se veía una sombra horrible, quizá de niño endemoniado, mirando de frente, fijamente, flotando en una especie de danza macabra en mitad de una gruta que recordaba a la perspectiva asfixiante de los pozzi. Desconocía si quinientos años antes causaría el mismo efecto aquel retrato del mal, pero estaba seguro, sin ser un especialista en la técnica, de que era una escena inolvidable que removía las entrañas del alma. Un shock inmediato para todo aquel que la hubiese visto aunque fuera una sola vez en la vida.
Según todos los indicios podía tratarse de una descripción fidelísima del lmprimatur, ese motivo que al parecer figuró en su día como parte central del tríptico de las Visiones del Más Allá. Klaus estaba convencido de que el autor toledano la fue grabando a lo largo de sus frecuentes visitas, fijándose en el original que Hyeronimus estaba ejecutando en la celda de aislamiento.
—¿Ves esta inscripción? —me dijo mostrándome unas diminutas letras góticas que aparecían a ambos márgenes de la escena grabada y de las que no me había percatado antes.
—Perfectamente —dije al leer que en una ponía «Inferno» y en la otra, casi cortada en el otro lado, «Ánima Lux».
—Esto debía de ser una descripción de lo que iba a cada lado en el conjunto original. Es decir, los fragmentos que vimos ayer en el Palacio Ducal, el tubo de luz de las ánimas Y la caída a los abismos del infierno. Las partes que se quedaron huérfanas de este núcleo central por algún motivo. Él, que sepamos, sólo grabó esto… quizá con la misión de que no se perdiera el mensaje más importante.
—¿Y si lo tomó como boceto para volver a pintarla en otro lugar? —dije dudando de si acababa de soltar una barbaridad.
Ambos se quedaron repentinamente callados. Pensativos.
Una cosa sí era cierta: allí estaba el contenido de lo que un día, encarnado en óleos y colores sobre una tabla, hacía ensoñar si se seguían determinados procedimientos secretos hasta hacer que aquel bebé puesto en pie con cara de anciano y dos colmillos abandonase el rectángulo de madera y pasase a nuestro propio mundo. Allí estaba el esquema certero de lo que creó El Bosco en su exilio terrible y que tras un tiempo de oscuridad reapareció misterioso en El Escorial, ante el lecho de muerte del hombre más poderoso del mundo.
Sí, allí estaba presente el recuerdo de lo que hubo, la energía que está junto a nosotros desde el inicio del tiempo y que sólo se puede ver en circunstancias muy precisas según dicen los iniciados de todas las culturas. El principio activo abismal que no se puede invocar alegremente, pues es capaz de atormentamos hasta morir… Hasta convertirnos en un alma perdida y condenada a vagar junto a él.
—Todo lo que hemos hablado en estos meses, lo que pasó en aquel pueblo, lo que mató a Galván, lo que sigue presente en algunos lugares de poder… Todo se resume en esto.
Yo me quedé pálido. Me llevé las manos a la cara. Aquella figura, aquella forma negra y apocalíptica también la había visto en el fresco de la ermita de Tinieblas. Al menos una parte, pues ésa era la cabeza del diablo que asomaba, deteriorada por la pintura negra y la quemazón, pugnando junto a la del gran pantocrátor. ¡La misma!
Los dos expertos, impresionados por lo que les dije, se quedaron cumplimentando los trámites burocráticos en el propio museo. Entonces decidí, con el tiempo justo, regresar al hotel para rehacer mi maleta profanada y disponer todo para el viaje que en pocas horas nos conduciría de nuevo hasta el hogar.
La verdad es que latía en mi interior cierta premura por abandonar una ciudad bellísima a la que habíamos descubierto accidentalmente el reverso oscuro. Cumplida la misión, había que desaparecer de allí cuanto antes.
Eso es lo que dictaba el instinto.