Panini con mantequilla, café con leche, huevos con bacón y zumo de naranja. Todo sobre cubertería de plata en mitad del salón Marco Polo del Luna Baglioni, con tapices, lámparas de araña y sofás forrados de terciopelo rojo.
Y luz, mucha luz entrando por los inmensos ventanales a primera hora de la mañana. Toda la que nos había faltado durante la pesadilla vivida en el interior de los pozzi y que, a tenor de nuestros semblantes derrotados, no queríamos siquiera recordar.
Alguien había pretendido asfixiamos con un sistema rudimentario a la vez que inteligente. Y lo peor es que había estado a punto de logrado.
—La única posibilidad es que hubiesen entrado por el pasadizo de San Marcos. Laura está convencida de ello.
—¿Hubiesen? ¿Creéis que eran más de uno? —pregunté a un Klaus con ojos hinchados de no haber dormido un minuto.
—¡Desde luego! Ten en cuenta que al levantarme tras el golpetazo escuché como subían las escaleras no dos pies… ¡sino por lo menos cuatro y a toda velocidad! —exclamó Sebastián untando mermelada en uno de aquellos brioches recién hechos.
No estábamos confundidos sino, más bien, completamente atemorizados. No podíamos dudar de lo que habíamos presenciado allí abajo…
En plena oscuridad, vimos cómo la sombra se acercó, pero apenas la escuchamos bajar por la escalera de caracol, quizá por el griterío que nosotros mismos provocábamos sin damos cuenta, al observar la firma de El Bosco emergiendo de la bóveda. Cuando quisimos reaccionar ya la teníamos encima y todo fue como un destello, como un meteoro que entró iluminando el cubil sombrío.
Era una madeja de tripa animal y grasa de la que salían unas llamas azuladas, posiblemente avivadas por gasolina. Rebotó en el muro del fondo y apenas en un segundo todo empezó a envolverse de un humo grisáceo, tóxico y fétido. Yo fui el único, por mi posición, que llegó a ver cómo la silueta, muy alta, se acercaba aún más tras habernos arrojado el obsequio demoníaco en el interior de la celda.
Justo después notamos que la puerta empezaba a moverse sobre sus goznes, sin duda con la intención criminal de dejarnos allí adentro. Reaccionamos al unísono, gritando las cuatro gargantas en una y abalanzándonos sobre ella con todas nuestras fuerzas, casi de cabeza, convencidos de que alguien quería convertir aquello en una sepultura común. Notamos entonces, al empujar desde nuestro lado, que alguien hacía intentos desde el suyo para encajar los cierres. Reconozco que pensé lo peor, mareado ya por aquella nube ponzoñosa, cuando vi que faltaban no más de tres centímetros para que los pestillos encajasen con el fin de crear un horno de la muerte.
Era un atentado perfectamente calculado.
—Esto reafirma mi hipótesis de que los Signori di Notte no han muerto —dijo Klaus casi susurrando, desconfiando hasta de la pareja de estadounidenses que un poco más allá se levantaba de su mesa con su ristra de riñoneras fosforescentes y las cámaras compactas colgadas al cuello.
—Pero esa orden de la Inquisición veneciana se disolvió en 1806, es imposible que ayer…
—¡La Historia puede decir lo que quiera, Sebastián! —respondió el alemán haciendo sonar un vozarrón que ya extrañábamos—. ¡Ellos pretenden que nadie revele la verdadera personalidad de El Maestro! ¡Ni que se publicite bajo ningún concepto el credo de la herejía! ¡Para ellos la batalla continúa aún contra todo aquel que difunda cualquier cosa respecto a los Hermanos del Libre Espíritu! ¡No han muerto unos… y no han muerto otros!
—¿Otros? —insistí.
—Querido Aníbal… ¿Tú crees que los robos de El Escorial, los intentos en el Prado, o las siete obras desaparecidas de los museos de Lisboa y Viena en el último siglo son cosas propias de la casualidad? Yo no.
—Pero entonces me estás diciendo que…
—¡Lo que oyes! ¡No pensarás que sólo los nazis del Tercer Reich robaban objetos de poder y obras de arte! Como ves hay ciertos caballeros, a lo largo de los años, muy interesados en volver a recuperar determinadas obras de El Maestro cueste lo que cueste. Y ésos no son coleccionistas convencionales. Estoy seguro de lo que te digo.
—¿Y qué se pretende? ¿Volver a juntarlas de determinada forma como hizo Felipe II en su alcoba?
—Podría ser. O podría ser que, a pesar del exterminio oficial de los herejes, el espíritu de aquella secta adamítica siguiese vivo. Tampoco habría que descartar que algunos de sus miembros reclamasen a lo largo del tiempo lo que les pertenecía. Sus cuadros de poder y ensoñación. No habéis pensado que los planos del ladrón muerto del. Museo del Prado podrían ser la prueba de esa reactivación a lo largo del tiempo. Ahí, en esos documentos que se quedó el guarda, estaba también la huella.
Nuestra situación era complicada. No podíamos ir a San Marcos, institución donde nació en su día aquel cuerpo siniestro que representaba la mano dura y la cara oscura del florido Renacimiento, para denunciar lo que nos había ocurrido y dejar claras las sospechas de que nuestros agresores habían salido de la célebre iglesia de origen bizantino que cada día recorrían miles de inocentes turistas. Habría sido una locura, pues éramos nosotros los que objetivamente habíamos violado todos los sistemas de entrada del Palacio Ducal.
—Ese túnel es la única vía —había dicho Laura Burano despidiéndose en la madrugada, aún con el reflejo del miedo en su mirada verde.
Laura tenía algunas magulladuras en el rostro por haberse caído de bruces en el momento en que los cuatro, como una piña, pudimos bloquear la puerta empujando más que quien intentaba encerrarnos, precipitándonos contra el pasillo a tiempo sólo de observar cómo un bulto sin forma definida se alejaba de nuevo por la húmeda escalera.
—Lo que nos ha ocurrido —prosiguió Kleinberger— demuestra que, a pesar de la disolución oficial de la Inquisición y los tribunales del Santo Oficio en todos los rincones del orbe cristiano, clandestinamente y operando de modo autónomo e incontrolado, existen personas que prosiguen su cruzada contra cualquier intento de reflote de las herejías.
—¿Cruzados del siglo XXI? —pregunté desconcertado.
—Así lo creo. En determinados lugares, sólo en algunos donde hay un peligro latente de reactivación de determinadas creencias, esta gente debe de tener unos cuerpos de guardia siempre previstos, siempre alerta…
—Tenemos sospechas —prosiguió Sebastián— de que, sin regirse por órdenes de nadie y menos del Papa, han actuado como una facción de choque, por convencimiento propio, durante años. Una especie de célula integrista cristiana que se rige sólo por sus propios decretos internos. Siempre, como decía Klaus, en determinados enclaves…
Por vez primera entendí aquella sonrisa maliciosa del veterano editor. Se refería a los lugares de poder, a los entornos susceptibles de ser empleados por los herejes para realimentar sus antiguos ritos. Los practicantes de esas verdades perseguidas sabían de la fuerza de esos entornos, y lo sabían por sus antepasados y por la tradición oral transmitida durante generaciones en el seno de alguna de las sectas primitivas más longevas. Al mismo tiempo, daba la sensación de que, en la otra cara de la moneda, determinadas facciones añorantes de los métodos de la Inquisición como único modo de acabar con el cáncer de las creencias apócrifas custodiaban y vigilaban esas fuentes energéticas tan seductoras para todos aquellos que habían abandonando la fe oficial.
Así, la batalla se perpetuaba por los siglos de los siglos en un panorama desolador que habíamos vivido en nuestras propias carnes. Como una de esas criaturas infernales de El Bosco que aparecían mordiéndose la cola, comenzando a devorarse a sí mismas en un círculo interminable de destrucción.
En ese momento pensé en Galván y en su cadáver desarticulado sobre una vieja tumba sin nombre. ¿En manos de qué facción habría caído él?
—Sé que es difícil de creer —me espetó Klaus mirándome fijamente y con cara de preocupación—, pero muchas muertes que ahora me vienen a la mente no han sido fruto del azar. Al revés, se planificaron fríamente y con el convencimiento de que nadie iba a encontrar a los culpables…
—Claro, porque… ¿quién iba a insinuar siquiera que grupos de exterminio del tiempo de la Inquisición siguen pululando por ahí y sin control? ¡Ya encontrarían cualquier otro argumento! Y lo encontrasen o no, a los tres días estaría todo olvidado. Saben que hoy cualquier noticia caduca en dos días —sentencié cada vez más preocupado y ya dándome cuenta de lo certeras que eran las sospechas de mis amigos.
Al subsuelo del Palacio Ducal sólo se podía acceder por un pasadizo muy estrecho abierto en la roca viva y que conectaba la basílica con la pared oeste del recinto. Entramos en San Marcos, maravillados por los destellos de sus altísimas cúpulas y sus mosaicos de oro. Lo vimos todo, pero en determinado punto una puerta y unas cadenas ponían el stop. En su interior, escondido de las turbas de viajeros multinacionales surgía el conducto húmedo y oficialmente cegado. Curiosamente era el mismo por el cual entraban las comitivas de los Signori di Notte para proceder a las torturas y ejecuciones de los presos en el siglo XVI. Por lo tanto, alguien había utilizado con nosotros un método a la antigua usanza, como si las manecillas del tiempo hubiesen retrocedido cinco siglos y fuésemos nosotros los que estuviésemos encerrados en los pozzi cumpliendo larga condena.
—Lo que no entiendo —pregunté al historiador alemán saliendo de nuevo a la luz de la plaza— es cómo permitieron el experimento de El Maestro dentro de una de las celdas. ¿No era eso por sí mismo una gran herejía?
Klaus sonrió entre las sombras de los soportales que íbamos recorriendo a toda prisa.
—Tal vez no lo permitieron. Esa firma que viste ayer es lo último que pintó. Estoy convencido de que acabaron con él aquí mismo, diga lo que diga la Historia.
Hyeronimus van Acken pudo haber permanecido hasta 1505 en el interior de los pozzi, sumergiéndose en sus visiones, pintando determinadas obras —que allí quedaron hasta que manos anónimas decidieron llevarse algunas— e influyendo de algún modo en otros artistas con los que tuvo algún contacto esporádico o que, se supone, incluso acudieron a verle cuando corrió la noticia de que el extraño genio estaba en Venecia. La biografía oficial confirma que a partir de ese momento no hay más noticias de él. Sólo un breve legajo aparecido en la catedral de su ciudad natal, Hertogenbosch, en el que se asegura que en el invierno de 1509, cuatro años después, se rezaron misas en recuerdo de su alma encargadas por su propia esposa, Aleyt.
Nada más.
—Este intento de asesinato debe hacemos reflexionar. Quizá lo mejor sería abandonar nuestras investigaciones.
Marcharnos de aquí, olvidar… Sabían muy bien quiénes éramos y qué es lo que hacíamos. Nos han vigilado desde nuestra llegada al aeropuerto. O incluso desde antes.
Klaus sonaba verdaderamente afligido; se sentía culpable de lo ocurrido y no era ni la sombra del hombre maravillado que unas pocas horas antes se extasiaba analizando las entrañas de las Visiones del Más Allá. Parecía calibrar mejor que nosotros el verdadero peligro al que nos estábamos enfrentando.
—No somos los primeros que nos hemos encontrado con una sorpresa así, queridos amigos, y eso es lo que me aterra llegados a este punto.
—¿A qué te refieres? —incidió Sebastián, cada vez más inquieto.
—Por ejemplo, al experto que descubrió el demonio dentro de El Jardín de las Delicias y que fue excomulgado y olvidado en la ruina. Bien, ahora os digo que hay una parte de la Historia que sólo conocemos unos pocos y que a mí me contó su hijo años después…
Nos detuvimos los tres como si nos hubiese activado un freno de mano instantáneo.
—Antonio Quijorna, el historiador madrileño de los años treinta de quien ayer os hablé, apareció en su casa, sentado delante de algunos libros sobre obras de El Maestro. Estaba muerto, y cuando el forense lo examinó encontró cinco heridas de arma blanca, muy profundas, en la parte baja de la espalda.
Nuestro silencio se tornó angustioso.
—Era una cruz, una auténtica cruz latina. Tres puñaladas a lo largo de la columna y, casi al final, dos en horizontal afectando al hígado y los riñones. Además, todos los libros, que hablaban de El Bosco, estaban manchados con manos blancas en las cubiertas. La puerta no estaba forzada, como si él hubiese abierto con toda confianza a algún colega o conocido que venía a consultarle.
—¡La mano blanca! —exclamé abriendo la mía—. ¡El último reportaje de Galván hablaba de «la venganza de las manos blancas»!
—Claro. Imagino que debió de conocer una serie de datos de las barbaridades que se cometieron en el pueblo de Toledo que él investigaba. Es lo que te empecé a decir ayer. El signo de la mano negra, esa misma que surgía en mitad del tubo de luz de las Visiones del Más Allá escondida en una de sus capas más profundas, es el emblema que desde muy antiguo adoptaron los herejes del Libre Espíritu. Era como una señal identificativa que algunos llegaron a grabarse en el cuerpo a modo de compromiso eterno con la causa. Al parecer, al menos eso certificaban algunos escritos de los diversos procedimientos inquisitoriales en los que se interrogó a miembros de la herejía que no resistieron la tortura, en los experimentos de visiones y ensoñaciones en busca del otro lado siempre aparecían unas terroríficas manos de niño abiertas. Ese gesto, alzar las manos mostrando las palmas, era su contraseña y su clave.
—La mano negra representaba el reverso oscuro —apuntó Márquez—, una especie de negativo fotográfico de nuestra dimensión, una clara alusión a las que portaban los Imprimatur, las criaturas guardianas de los lugares de dolor concentrado durante generaciones enteras. Entrar en su mundo, observarlas sin dejarse vencer por el miedo, era una prueba de valor y conocimiento. Justo después del túnel de luz, en determinados viajes que hoy podríamos considerar de tipo astral, lo primero que aparecían eran los niños de manos alzadas. Era aterrador, pero había que superarlo.
—Las manos del anticristo —prosiguió Klaus tras el apunte de Márquez—, así las llamó la Iglesia más ortodoxa durante el tiempo que duraron los combates a sangre y espada contra los herejes hasta su exterminio. Los miembros de la hermandad no se quedaban atrás, mataban sacerdotes y religiosas, a veces mutilaban los cuerpos y les grababan a cuchillo su signo en la espalda. Por eso, después de actuar en cada pueblo, en cada comunidad que fuese sorprendida con integrantes del Libre Espíritu en su censo, los cuerpos de represión de la Inquisición lo primero que hacían era pintar de blanco cualquier mano negra existente en muros, viviendas… purificándolos. Era un modo de demostrar y hacer saber que aquellos entornos que habían estado infestados por los enemigos de la fe estaban ya vacunados de su mal. Que, extirpado el tumor, podían volver a ser habitados por cristianos de sangre vieja sin temor al influjo demoníaco. Esa era la venganza.
Todo lo que yo había visto en la abandonada aldea de Tinieblas de la Sierra donde se encontró el cuerpo de Lucas Galván en 1977 encajaba con cada uno de los elementos que los dos expertos me estaban describiendo en aquella caminata. Las fosas en forma de cruz —descubiertas tantos siglos después por la accidental fotografía aérea— donde fueron sepultados los más primitivos habitantes del pueblo con el fin de abortar su práctica pagana de la incineración, los signos en las fachadas, demostrativos de la existencia previa de grandes bloques de piedra provenientes de algún templo con culto prohibido que fueron reutilizados para construir la ermita… y aquel pantocrátor terrible de los frescos que alzaba su mano blanca sonriendo ante los pecadores condenados que se quemaban lentamente a sus pies.
Todo encajaba como un antiguo puzle de los horrores humanos.
—¡Demonios! ¡Si todavía no has visto las imágenes!
De pronto caí en la cuenta de que Kleinberger, con el ajetreo de las jornadas anteriores, aún no había podido observar todo aquel material. Quedaba una hora para la gran subasta, así que les pedí que esperaran en una de esas terrazas atendidas por camareros engominados y vestidos con frac, mientras subía raudo a mi habitación en busca de los documentos gráficos, incluidos el texto y las imágenes que acompañaban el último reportaje del periodista argentino muerto en la aldea maldita. Estaba seguro de que le iban a dejar impresionado ya que, como él mismo decía, aquel pueblo podía ser la gran crónica en piedra que revelase toda la verdad en torno a la larga batalla mantenida durante siglos entre los herejes y sus perseguidores. Una especie de polvoriento libro varado al final de una loma, con sus claves dispuestas a ser leídas después de tanto tiempo de silencio.
El ascensor se detuvo en mi planta y, nada más enfilar el largo pasillo enmoquetado y desierto, me di cuenta de que mi puerta estaba abierta. Pensé en la señora de la limpieza, a pesar de que había dejado bien visible el consabido cartel de No molestar.
Al entrar, comprobé que nadie había hecho la cama ni cambiado las toallas del espacioso baño con ducha hidrotermal. Me quedé de pie unos segundos y enseguida me abalancé como un poseso sobre la maleta, como si una corazonada certera me indicase lo peor.
Mi maleta estaba abierta por un lateral: alguien la había forzado.
Cuando la desplegué sobre la mesa no me lo podía creer. Toda la ropa aparecía removida, como si alguien hubiese buscado algo con nerviosismo y con el tiempo justo. Lo más curioso es que el móvil y mi bolsa con las cámaras fotográficas permanecían intactos sobre la silla. De lo que no encontré ni rastro, para mi desesperación, fue del portafolios de piel en el que guardaba cuidadosamente todo el material referente a mis investigaciones en Tinieblas. Las fotos, el artículo de Galván, un CD con las imágenes captadas en mi visita. Todo había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Miré por la ventana y, a modo de rudimentaria y peligrosa escalera de incendios, comprobé como un largo tubo con pequeños salientes, cual alargada espina de pescado, conectaba el canal con la fachada. Por ahí, quizá llegando en una barca y aprovechando la calma de la zona, alguien había subido jugándose la vida. La sorpresa se incrementó cuando en recepción denuncié el robo y se comprobó, tras tres o cuatro telefonazos del agitado encargado, que los ladrones no habían entrado en ninguna otra alcoba ni se habían llevado nada de valor a pesar de que los cuadros y jarrones de porcelana estaban a mano y en cada esquina.
Todo era demasiado extraño y por eso mismo bajé con la cara propia de un enterrado vivo.
—¡Las diez y cuarto en punto! —exclamó Sebastián mostrándonos su reloj Breitling de correa de cuero marrón como si nosotros no tuviéramos el nuestro y sin dejamos apenas reflexionar sobre lo sucedido.
A pesar de todos los percances, y de la sensación de angustiosa vigilancia que nos atenazaba, salimos dispuestos a terminar lo que en definitiva habíamos ido a hacer a Venecia. Así, en apenas cinco minutos y haciendo un juramento de valor, nos plantábamos en el cercano Museo Correr, enclave en el cual se efectuaría la extraordinaria subasta de grabados del Círculo Bosch.