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Aquélla fue una noche para no olvidar.

La crónica podría empezar reflejando mi sorpresa al atravesar la grandiosa plaza de San Marcos. Hacia las diez, con el centro histórico absolutamente desierto, y los soportales con todas las tiendas cerradas, sentí como el brazo de Klaus detenía mi caminar en dirección al hotel. Sonriendo, me dijo que no tuviese tanta prisa; después giró sobre sus talones y señaló el Palacio Ducal, construcción cuya superficie de tonalidad clara parecía brillar con luz propia en una esquina de aquel rectángulo que muchos consideran el más bello del mundo. Los arcos de aspecto casi arábigo y los huecos alineados en la pared con forma de trébol le dan un aspecto mágico, como de antigua fortaleza que guardase todavía muchos secretos en su interior. Mis dos anfitriones, reservándose el último guiño de la jornada; me confirmaron que teníamos una cita con la conservadora de guardia, la misma que había protagonizado el sensacional hallazgo de la firma de Hyeronimus van Acken en una pared de la celda de aislamiento de los pozzi existentes en el subsuelo del edificio.

Sin decimos una palabra volvimos sobre nuestros pasos atravesando en diagonal la piazzetta que muere en el mar Adriático, torciendo a la izquierda en busca de la puerta de acceso de los empleados.

El contraste que producía penetrar en aquel edificio observando techo y suelo llamaba la atención. Como dos mundos. En las alturas aparecían tallados prodigiosos, relieves y volutas de pan de oro, frescos con escenas idílicas pintados por los más grandes de la escuela veneciana. Al mirar hacia abajo la perspectiva variaba como anunciando lo que venía; se notaba la piedra cada vez más húmeda y deslizante formando círculos de moho. La negrura y un frío concentrado de siglos que entraba en el tuétano de cada hueso sin previo aviso era la tarjeta de bienvenida.

Sería un error, eso sí, olvidar en aquel ambiente tan desangelado, la repentina y turbadora presencia de nuestra guía en aquella incursión clandestina: Laura Burano, mujer muy atractiva de larga melena color caoba y unos treinta y cinco años que lucía falda y medias negras cubiertas sólo en parte por una pulcra bata blanca con el nombre bordado en el pecho. Sus grandes ojos almendrados y verdosos, casi próximos al tono de las esmeraldas, me recordaron, como en un flashazo, a los de Helena.

La Burano, además de poseer una belleza antigua e impactante, era una de las mejores en su campo. Tras los abrazos y besos de rigor, como si tuviese la lección aprendida al detalle y siguiese instrucciones muy precisas, introdujo su tarjeta plástica en el ordenador de entrada, dejando elevada la barra para que pudiéramos pasar los tres, como hacen esos colegas que reviviendo viejos tiempos se cuelan en el metro burlando al revisor. Después tecleó muy rápido unos dígitos que, por lo que intuí, desconectaban todas las alarmas del edificio. Se escuchó un clac en los pisos que quedaban bajo nuestros pies, como si decenas de regleta s se hubiesen desactivado al mismo tiempo.

Tenía la agradable sensación de encontrarme inmerso en una película de espías, a la vez que seguía el aleteo de las vestiduras de aquella mujer que cruzaba a toda prisa por salones repletos de las mejores obras de artistas como Tintoretto Y Veronés que, en silencio, vigilaban desde las alturas.

El Palacio, edificio clave en el cual se impartió justicia en toda la República de Venecia, está constituido por inmensas salas donde el lujo y el esplendor quedan de manifiesto en la caoba reluciente, los cortinajes y los grandiosos frescos con motivos mitológicos. Es el testimonio de un modo de vida esplendoroso que, poco a poco, había ido entrando en decadencia.

Pero nuestro particular objetivo estaba más cerca de las catacumbas del subsuelo y sólo se podía alcanzar penetrando en él, como quien va a la busca de una cara oculta que muy pocos habían visto y que jamás salía en las postales. Bajamos muy rápido, provocando un rosario de sonidos con los zapatos golpeando cada peldaño, por las escaleras que conducían a un patio inmenso donde unos gigantes de piedra hacían guardia desde hacía siglos, custodiando la estrecha entrada a las prisiones.

Un cartel apoyado en un muro y señalando Prigioni con una flecha nos indicó una portezuela robusta y más baja que todas por las que anteriormente habíamos pasado. Ya no había esmaltes, escudos nobiliarios ni filigranas en la madera. Entrábamos de lleno en el universo de la roca de granito desnuda, esa misma que, según especialistas como Márquez, tenían el don de recoger determinadas energías y mantener el inquietante Imprimatur.

Laura hablaba despacio, en un italiano muy comprensible, casi al modo de los guías que comandan por el día grupos de turistas multilingües y que siempre se quedan en la planta superior. Su voz nos hizo saber —al menos a mí— que algunos primitivos cronistas describieron ciertos cuadros de El Bosco colgando del muro central que vertebraba todo el dispositivo de mazmorras, alejados del resto de artistas coloristas y amables; prisionero siempre en la oscuridad, vigilando los lamentos de los condenados a muerte.

Para ella no había duda: el experimento de Van Acken había durado al menos cuatro años. Según su teoría —compartida al cien por cien por un Klaus que asentía en silencio escuchando hablar a quien había sido alumna aventajada—, la falta de expedientes inculpatorios en los legajos inquisitoriales que se conservaban en el archivo de la justicia y que había repasado una y mil veces en jornadas agotadoras, demostraban que El Maestro no estuvo nunca preso cumpliendo una pena. Más bien todo daba a entender que pudo ingresar voluntariamente, previa petición, acudiendo ante los magistrados con importantes cartas de recomendación del poderoso Jacobo de Almaigen, Gran Maestre hereje del Libre Espíritu en todo el ducado de Brabante y noble de rancio abolengo e inmensa fortuna.

El objetivo de Van Acken sería disponer de un auténtico pozzo para vivir ciertas experiencias secretas al límite, con el fin de ahondar más en su conexión con las sombras y su posterior reflejo en aquellos cuadros de los que hoy sólo quedan unas piezas sueltas que nos impiden conocer la totalidad del mensaje. Se desconoce el argumento que utilizó para conseguir su difícil cometido de ser encerrado, pero los cuadros se quedaron allí como parte del pago convenido. Tampoco es posible saber si en el transcurso de su aislamiento voluntario creativo, por llamarlo de algún modo, El Bosco pudo enloquecer o incluso fallecer en lo más hondo de aquel receptáculo húmedo e infecto.

—Con ustedes, las Visiones del Más Allá…

Tan enfrascados estábamos con la historia que nos narraba la conservadora que apenas caímos en la cuenta de que ya habíamos llegado al último habitáculo situado justo antes de las celdas. Allí, dentro de una sala, aparecían varios rectángulos negros cubiertos por hornacinas de cristal de las que salía un dispositivo cuadrado a modo de alarma con una luz tintineante.

—Es un humidificador para mantener la temperatura justa que requieren estas obras —aclaró Laura al ver que Sebastián y yo mirábamos directamente el piloto rojo, que era lo único que sobresalía entre los diferentes tonos de oscuridad que sólo permitían identificar ciertos relieves en distintos tonos de penumbra.

Klaus, que se había quedado un poco más atrás, pulsó entonces un interruptor situado justo en la jamba de la puerta de acceso. Acto seguido se fueron encendiendo gradualmente los receptáculos y allí surgieron, rompiendo la oscuridad, las tablas de las que tanto había oído hablar en los últimos tiempos. La ansiedad era grande, pero ya en la primera centésima de segundo de claridad supe que había merecido la pena tanto desvelo.

Allí, frente a nosotros, aparecía el tubo de luz sobrenatural, la prodigiosa formación de círculos concéntricos tantas veces descrita en las experiencias cercanas a la muerte. Debajo de él, ascendiendo hacia su epicentro resplandeciente, las almas ingrávidas que iban al encuentro de los guardianes sin rostro que esperaban en la frontera entre dos mundos. El impacto fue fortísimo. Tanto que me acuclillé, casi en una reverencia a aquella grandeza misteriosa, sintiendo cómo se me erizaba el fino vello de la nuca y notando que me faltaba el aire. Era la catarsis ante el arte mágico y oculto de aquel hombre; era la sensación física que emanaba de aquellas creaciones. Algo que permanecía vivo allí para quien quisiera leerlo, imposible de demostrar en ningún laboratorio y con parámetros científicos, pero que entraba directamente en lo más hondo del alma.

Permanecimos en silencio por un tiempo indefinido, inmóviles, rendidos ante aquel agónico descenso a los infiernos que se revelaba en la segunda tabla. Esa en la que los horribles demonios de tono verdoso y largas cerdas surgiendo de la cara se destacaban flotando en el abismo, atenazando a los condenados para hundidos en un agujero negro de apariencia acuática, angustiosa e interminable.

Afiné la mirada y vi, pintado y perdido, un cuerpo humano desnudo que reflexionaba nostálgico en la orilla del precipicio infernal, llevándose la mano a la cabeza, maldiciendo su suerte sentado en la piedra azabache del averno, mientras se aproximaba a su espalda, inmisericorde, una de esas criaturas dispuesta a llevarle hasta los confines de la nada más profunda. En el otro extremo, ya inmersos en el torbellino profundo del mal, un demonio cubierto con inconfundible hábito gris sostenía el cráneo de un desdichado y con una daga le atravesaba la tráquea de parte a parte.

Fue el primer impacto ante aquellos dos cuadros alargados, la corazonada certera como una ecuación matemática. Sí, tuve el convencimiento, la revelación de que mis amigos tenían razón: aquello eran experiencias reales del autor, sucesos vividos, sentidos. Sólo así podía pintarse ese algo que envolvía la estancia, que palpitaba para causamos un sobrecogimiento atávico, milenario…; una maldad perpetua y demoníaca que parecía dominar al mundo se presentaba allí, como pintada por sí misma. Y sólo podía ser así, habiéndolo visto, habiendo viajado como un argonauta en busca de los límites del bien y del mal.

Allí había un mensaje, una enseñanza, algo más.

—Estamos seguros —irrumpió solemne Sebastián— de que ciertas invocaciones secretas y determinados estados alterados de conciencia provocados por aislamiento y ayuno a los cuales se llegaba por cierto sistema propio de los místicos producían determinados efectos en quien miraba repetidamente estos cuadros. No dudo de que Felipe II lo sabía muy bien.

Se hizo de nuevo el silencio y Klaus, con una simple mirada, pareció leer telepáticamente mis pensamientos acudiendo a abrir el maletín que nada más entrar le había dado Laura. Dentro había dos docenas de piezas de acero brillante perfectamente ordenadas, parecidas a finos bisturíes y lupas de diversos aumentos; instrumental propio de un cirujano del futuro que reflectaba con destellos plateados en mitad de aquella penumbra.

—He esperado este momento durante años. La reflectografía digital por descomposición de color ha avanzado mucho y nos permitirá, aquí y ahora, bucear en el interior de estas maravillas y conocer sus secretos. Vais a asistir a un momento histórico…

Al tiempo que articulaban todo aquello, sobre el fondo del golpeteo de unos tubos con otros, me confesaron que las autoridades italianas habían impedido cualquier análisis de ese tipo a pesar de las diversas solicitudes interpuestas durante años por el experto alemán. La cerrazón llegó a un punto que Kleinberger, tozudo como pocos, diseñó este plan de ataque directo y clandestino para, junto con su colega Burano, efectuar un análisis a la brava saltándose todas las barreras burocráticas.

—En el tiempo de Van Acken se utilizaba la «técnica del diamante» —irrumpió ella—, un procedimiento que se basaba en el mismo principio de lo que ahora vais a ver.

Estaba asombrado. Mientras montaban aquella especie de largos cilindros parecidos a batutas de director de orquesta y las conectaban mediante USB al portátil de Klaus, me contaron como ya en el siglo XVI, y seguramente desde mucho antes, determinados pintores heréticos dejaban sus mensajes ocultos en las obras utilizando diferentes tinturas que podían ser absorbidas por capas posteriores que las disimularan a simple vista. Así, a través del complejo procedimiento de la descomposición de colores, se podía alcanzar una lectura rudimentaria pero parecida a nuestros sistemas láser y ultravioleta. En esa época —se cree que Van Acken y los suyos lo hicieron con asiduidad—, se calentaban unos hierros con forma de tenaza al rojo vivo, se dejaba la estancia en oscuridad total reduciendo el oxígeno al máximo y se pasaban varias veces delante del cuadro. Después, en la punta de ese artilugio se colocaba con sumo cuidado un diamante, elemento capaz de descomponer las diversas franjas del espectro de la luz. Con técnica y destreza, las pasadas de esa piedra preciosa y el efecto del rojo vivo revelaban por unos instantes las capas posteriores y ocultas de pintura. Y así se leían códigos cifrados, claves, mensajes prohibidos que, de otro modo, hubiesen llevado esas creaciones directamente al calor de la hoguera. Al escucharles comprendí de inmediato la escena que me había parecido absurda días antes al hablar con Genaro, el guarda de El Escorial: las extrañas sesiones de Felipe II y sus especialistas «aproximando fuegos» a los cuadros de El Bosco tenían entonces un sentido. Buscaban algo.

Las autoridades venecianas, igual que las de Lisboa y Madrid, que son los lugares donde se conservan hoy las obras más importantes, han impedido hacer cualquier análisis. Parece que la mano de la Iglesia sigue siendo muy alargada.

Las palabras de Laura me dejaron pensativo. Junto a la calefacción había un botón negro, una especie de pulsador que metió hacia dentro haciendo surgir de él un sonido hidráulico. Acto seguido, los cristales que protegían los cuadros se elevaron muy lentamente, como una ventanilla de coche que se abre hasta desaparecer. Caminé unos pasos y observé mejor el canto de las tablas y entonces vi, como en las obras expuestas en El Escorial o el Museo del Prado, que allí estaban las mismas marcas de ligeras quemaduras. Pequeñas ampollas y burbujas en el óleo que demostraban una proximidad a altas temperaturas. En todos se había intentado hacer el experimento, rastreando algo que dormitaba allí adentro.

—Lo intentaron unos y otros —dijo Klaus como si de nuevo supiese en lo que estaba discurriendo— con casi todos los cuadros de Hyeronimus. Creemos que Jacobo de Almaigen, el Gran Maestre del Libre Espíritu y figura clave en su vida, los leía con gran destreza, así como los integrantes del Círculo Bosch, pues dejaron instrucciones precisas del sistema de lectura camufladas en algún grabado. Sabemos que en El Jardín de las Delicias, por ejemplo, en el panel izquierdo en el que aparece Dios creando a Eva, surge en una capa subyacente un demonio terrorífico, con cabeza de niño sonriente, grandes manos desproporcionadas y dos colmillos, a punto de abrazarle. Esto lo descubrió un experto madrileño en los años treinta, con una técnica antigua derivada de lo que antes hablábamos. Fue inmediatamente expulsado de la ANCA —Asociación Nacional de Críticos de Arte—; sus libros, retirados; y él, excomulgado. Murió en la indigencia y al parecer muy arrepentido de su atrevimiento. Pero ese detalle, y el panfleto clandestino que logró hacer circular por la ciudad hasta el estallido de la Guerra Civil, mostraba la foto con la figura clarísima. Sólo eso ya cambiaba todo el sentido del cuadro. Ahora tomad, poneos esto y quedaos aquí atrás…

Unas gafas parecidas a las de los nadadores, moradas, muy gruesas y sujetas con una goma, nos dieron el aspecto de soldadores profesionales en mitad de una obra de alta tecnología. Instintivamente Sebastián y yo hicimos caso, intimidados por la chispa azulada y silenciosa que surgió de los dos cilindros que ellos portaban. En apenas un segundo, una luz se proyectó en la pared, provocando un círculo violáceo de medio metro de diámetro. Al tocar el muro enseguida vimos cómo aparecían en él varias manchas globulares que iban creciendo, parecidas a nubes de diferentes formas.

—Es la humedad remanente que hay dentro de la pared. ¡Esto tiene la facultad de entrar en el alma de las cosas! ¿No es maravilloso?

Tras la emocionada exclamación del profesor alemán, Laura hizo una serie de comprobaciones enfocando su dispositivo al suelo y dirigiéndolo después hacia las Visiones del Más Allá. La luminosidad que despedía era cuadrada y abarcaba toda la hornacina con una tonalidad roja clara. Dejó allí el artilugio, alineado de modo permanente; después se colocó a nuestra espalda, poniéndose el portátil sobre las rodillas y empezando a teclear sin parar.

—Puede proceder, jefe.

El círculo que surgía del láser de Klaus entró de inmediato en el área delimitada por la otra luz fija. Al superponerse una frecuencia de luz sobre la otra surgieron destellos de diversos colores, como pequeñas explosiones que reflejaban franjas centelleantes de arco iris.

—Todo va bien. ¡Ése es el efecto de la descomposición de las franjas del color! —exclamó Sebastián maravillado queriendo demostrar que no se quedaba atrás en este tipo de cuestiones.

El foco fue recorriendo poco a poco toda la superficie de la parte dedicada al infierno. Se veía a simple vista que había otras figuras demoníacas cubiertas por la negrura general de la composición. Algunos eran niños, o casi bebés, que en vez de caer al abismo como el resto parecían flotar ingrávidos, con las manos alzándose, generando una especie de saludo exclamación a las alturas.

Pero la mayor sorpresa llegó un minuto después, nada más comenzar a explorar la zona del tubo de luz.

—¡Santo Dios! ¡Incrementa dos puntos de intensidad!

Los tres reaccionamos igual. Márquez y yo dando con nuestras espaldas en la pared, impresionados por aquello. Escuchamos teclear a la conservadora y el fulgor de la luz creció. En mitad del túnel de círculos concéntricos, escondido tras múltiples mantos de pinceladas blancas que configuraban ese resplandor tan especial, surgía una estructura negra, al principio sólo intuida, pero después nítida, rotunda, una estructura que se erguía amenazante rompiendo las tinieblas de cinco siglos. Una mano negra, abierta, desafiante.

—El emblema de la hermandad… ¡Lo sabía!

El grito de Klaus me sobresaltó. ¿De qué demonios estaban hablando?

—Luego te lo explico, querido amigo, antes mira, mira esto… ¿Es grandioso o no? —dijo haciendo girar la luz y desvelando letras góticas y números que cubrían por completo la tabla.

—Es una mano negra como la que hallé en el camposanto, como la que vio el guarda de El Escorial en los planos de aquel ladrón de 1961, como la que Galván dibujó en los márgenes de los libros de la Biblioteca Nacional, como…

El historiador alemán me posó su mano gigantesca sobre la boca. Luego me susurró:

—Tranquilo, tranquilo. Ya te iré explicando todo. Ahora apenas hay tiempo…

Estuvimos allí una hora exacta anotando los signos, aún intimidados por aquella mano abierta, terrorífica, que parecía querer atraparnos, estrangularnos, acabar con nosotros por haberla despertado de su letargo.

—Mano negra y mano blanca, la eterna lucha entre los herejes y la Inquisición en el siglo XVI

—¿Cómo dice?

Demasiadas emociones en un solo día. Kleinberger y la Burano habían recogido todo con una celeridad impresionante. En un abrir y cerrar de ojos ya estábamos bajando por pasadizos de caracol aún más claustrofóbicos, iluminados tan sólo por la linterna que portaba la valiente mujer, que siempre encabezaba la comitiva en su calidad de conocedora de cada piedra y sorpresa del camino.

—¡Cuidado con el escalón!

Tropecé y a punto estuve de estamparme de rebote contra una ventana de gruesas rejas oxidadas que era la viva muestra de que ya estábamos en aquel laberinto de pesadilla: los pozzi, la prisión más asfixiante y temida en el Renacimiento.

—Más de treinta y cinco mil hombres fueron torturados y ejecutados aquí mismo, acusados de herejía por los Signori di Notte, y muchos más agonizaron por enfermedades, podredumbre de huesos a causa de la humedad, pulmonía, tisis, hambre, reyertas, locura… y aquí se metió El Maestro en absoluta soledad. ¿No es…?

—¿Maravilloso? —contesté adelantándome a su ya familiar coletilla—. Sí, desde luego. Pero, por favor, dígame algo más de lo de las manos. ¿Dice que estaban puestas por la Inquisición?

—No.

—Pero usted acaba de…

—¡Schhhhhhh!

La petición de silencio llevándose el índice a la boca me hizo frenar en seco. Laura y Sebastián, dentro de uno de los cubículos en los que había que entrar agachados por una gruesa puerta de piedra de no más de medio metro presidida por un ojo de buey en el que se podía leer «Capacita 2», ya alumbraban el interior de la bóveda. Nosotros entramos detrás, a gatas, notando la humedad pegajosa de la piedra y oliendo el aroma particular de los canales del exterior. Estábamos exactamente a nivel del mar, bajo el puente de los Suspiros, en lo más aislado y profundo de la Venecia que no se visita.

—¡Ahí está! ¡Ahí la tenéis!

Justo en el momento del grito jubiloso de la intrépida conservadora yo me encontraba mirando un poco más arriba, justo en el límite que señalaba el óvalo de luz. Noté un escalofrío que me recorrió todo el espinazo, encogiéndome como un animal asustado. Había letras sueltas, dibujos inexpresivos de caras, cruces… y mensajes que daban miedo:

Marco Ronconi, condannato a morte

Sin embargo, lo que realmente interesaba en aquella prisión por la que revoloteaba un aire denso, cargado de miasmas y de llanto y dolor concentrado, era lo que había un poco más abajo. Laura me pidió que sostuviese la linterna en un punto fijo que ella misma había delimitado con una señal a modo de diminuta cruz de lápiz casi imperceptible. A continuación, sacó de su bolso un botecito que creí alcohol y un poco de algodón. Tras varias frotadas desapareció lo que se presumía una cubierta falsa de pintura blanca reciente, y entonces apareció la gran sorpresa.

Hyeronimus van Acken, 1505

—¡Bravo! ¡Bravísimo! —dijo Klaus arrodillado para no darse con la cabeza en el techo de aquella celda mortuoria, poniendo su gigantesca palma sobre el hombro de la sonriente y emocionada mujer.

No era un experto en El Bosco, pero los libros leídos en esos meses y la contemplación de las obras de los diversos museos no dejaban lugar a la duda ni siquiera a un profano como yo. Era él y estuvo allí.

—¿Habéis escuchado?

El tono de la interrogación de Sebastián, que permanecía más próximo a la puerta, nos hizo girar la cabeza a los cuatro como si fuésemos autómatas, desviando nuestra atención de la importantísima rúbrica. Fue una respuesta afirmativa al unísono, inquietante por lo que significaba en la incómoda posición, allí metidos y sin poder siquiera ponemos de pie en mitad de la gruta ponzoñosa y con todo el exterior a oscuras.

—Pero ¿no dijiste que íbamos a estar a solas? —le recriminó Klaus a Laura con el semblante blanco como la cera.

—Hasta dentro de treinta y cinco minutos —replicó la conservadora mirando las manecillas de su reloj— no puede haber nadie en todo el edificio porque…

—¡Silencio! ¡Alguien está bajando los peldaños! ¡Apagad la luz! ¡Apagadla! —les grité.

Antes de escuchar el clic de la linterna y de que todo se volviese oscuridad, una oscuridad helada y amenazadora, vi la cara de horror de Sebastián mirándome fijamente. Tras él, avanzando rápidamente, casi deslizándose por el pasillo de piedra hacia nosotros, una figura muy alta envuelta en una túnica negra.

Entonces creí que el corazón se me iba a parar.