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Venecia tiene dos caras.

Es como su propia máscara de carnaval bicéfala y teatral: una sonríe y otra se lamenta. Por el día, con esa luz tan clara y ese vapor que filtra el sol convirtiéndose en neblina, todo es una postal bucólica y algo decadente. Los gondolieri, los palacios, las fotografías desde los puentes con vistas al Gran Canal, los gorros arlequinados con cascabeles y los turistas de un lado a otro, dispuestos a comprar lo que sea menester.

Incluso a veces, en las plazas amplias, entre las fachadas de colores propios de barrios de pescadores que lindan con el lujo y los palacios nobles, suena una música de órgano inconfundible que es la banda sonora oficial de esta especie de museo vivo que parece engalanarse para ser visto y admirado desde cualquier ángulo.

Pero cuando cae la noche, todo cambia.

La piedra se vuelve oscura, la armonía cromática se borra de inmediato, las callejas, sin un alma, parecen más estrechas y los desconchones resaltan en las paredes como una viruela de la piedra. Hay cajas de frutas de los mercados por el suelo, como restos de una batalla reciente, y las tuberías oxidadas sumergen su cabeza en el agua detenida como anfibios de hierro que descienden desde unos techos afilados y siempre próximos al desprendimiento. Más allá, en mitad de un silencio absoluto, aparecen escaparates apagados desde los que asoman esas caretas blancas que muestran la boca torcida hacia abajo, como si despreciaran nuestra visita a deshora.

—La subasta se celebrará aquí por un motivo que nadie dice pero que muchos conocemos; la verdadera muerte de El Maestro se produjo en el corazón de esta ciudad.

Klaus Kleinberger imponía. Pantalón de pana beige, chaqueta de cuadros con coderas, más de uno noventa de estatura, cabello rubio peinado a raya y un bigote espeso y más blanco por las puntas quizá por efecto de la pipa que cada poco tiempo encendía chasqueando un encendedor de oro macizo. Era el vivo retrato de Bismarck y la voz le surgía tan poderosa, tan profunda y violenta, que hacía que inmediatamente Sebastián y yo cortásemos cualquier expresión para permanecer en silencio. Todo lo que decía, quién sabe si a causa de esas cuerdas vocales prodigiosas, parecía dotado de una pátina de autoridad incontestable. Conocía bien la ciudad y sus secretos, y a esas alturas, después de varias horas hablando desde el mismo instante en que nos recibió en una lujosa lancha-taxi a la misma entrada del aeropuerto Marco Polo, ya nos había hecho partícipes de unos cuantos. El más asombroso, el que me erizó los cabellos mientras atravesábamos la enmoquetada recepción del Luna Baglioni —un espléndido cinco estrellas situado en la misma trasera de la plaza de San Marcos—, ni siquiera él se había atrevido a publicado en ninguno de sus trabajos. Se refería a un hallazgo efectuado por una conservadora del Palacio Ducal hacía unos años.

—Allí estaba su firma, la de Hyeronimus, en una esquina, y cerca del techo, cubierta por las diferentes capas de pintura que se habían añadido a lo largo de los siglos. Arriba en la habitación os la enseño. ¡Os vais a caer de espaldas!

Deshice la maleta a toda prisa, deseoso de subir a la suite del reputado Kleinberger para observar aquella marca en el interior de uno de los lugares más macabros que el ser humano pudo imaginar.

¿Qué demonios hacía la estampa de El Bosco en una de las cárceles más duras del mundo? ¿Por qué nadie lo había dicho abiertamente? ¿A qué se temía después de tanto tiempo?

Cumplido el cuarto de hora de cortesía que nos habíamos impuesto los tres, nos encontramos en la 609. Cuando golpeé con los nudillos en la puerta noté la emoción de Sebastián en el rostro. El hallazgo también era nuevo para él. No se había descolgado su cámara digital del cuello y miraba todo con grandes ojos de niño. Imagino que en aquel instante debían de parecerse mucho a los míos. Al entrar, el alemán ya había enchufado su Pentium 4 portátil extra plano sobre el escritorio. En la finísima pantalla, inconfundible, la rúbrica de El Maestro. No había la menor duda… pero aquello no debería estar allí.

—No hay más que realizar esta sencilla superposición, comparándola con una firma suya reconocida, y veréis cómo son exactas.

La segunda imagen, situada en un rectángulo en el lado derecho y procedente de El carro de heno —obra reconocidísima y hoy expuesta en el Museo del Prado—, se fundió perfectamente con la que surgía en el otro recuadro, pintada sobre la blancura de una pared sórdida. Las letras encajaban milimétricamente.

—¡Voilá! ¿Lo veis? Estuvo allí, experimentando, sumergiéndose en su mundo, conectando con el sufrimiento concentrado, con el mal de los hombres… Dispuesto a plasmarlo en su última gran obra.

Ya en el exterior, caminando en la oscuridad y paralelos al Hospicio de San Lorenzo, allí donde las calles se apiñaban hasta obligar a ponerse en fila india a los grupos de viandantes, amplió la información que le demandábamos con nuestra cara de expectación:

—Hace unos tres años, en las obras de reforma de los llamados pozzi o cárceles del Palacio Ducal, una colaboradora y excelente restauradora encontró esto en el proceso de catalogación de firmas e inscripciones de condenados. El fin del catálogo era usar copias de las firmas en escayola para conmemorar los cuatrocientos años del levantamiento del famosísimo puente de los Suspiros. Le dije que la volviese a cubrir con un compuesto no destructivo. Que la volviese a esconder hasta que yo llegase… por si acaso.

Esa misma estructura a la que se refería Kleinberger, el famosísimo paso levadizo, era un buen ejemplo de las dos caras de Venecia. Por el día los turistas se arremolinaban para inmortalizar su estampa, convencidos de que el nombre le venía por la melancolía que generaba el entorno a los enamorados. Sin embargo, con la noche, uno se daba perfecta cuenta de que todo volvía a vestirse con el atuendo genuino: los suspiros, mucho menos románticos, eran proferidos por los reos condenados a muerte mientras se les trasladaba a las húmedas celdas de castigo que estaban justo debajo de la sombra del arco y casi al nivel del agua.

—La Inquisición —prosiguió Klaus guiándose con destreza por el laberinto y hablándonos de espaldas por encabezar el grupo— creó aquí una auténtica ciudad subterránea de la muerte. Incluso constituyó un cuerpo siniestro llamado Signori di Notte (Señores de la Noche) de los que hay abundante información en los legajos históricos. Se encargaban de la lectura de las sentencias capitales de los reos, tenían a su cargo la sala de tortura con todo tipo de instrumental y hacían batidas nocturnas para realizar arrestos con el fin de arrancar confesiones para luchar contra determinados grupos heréticos. Era, a su modo, Un grupo de élite que al parecer acabó excediéndose en su labor.

Por un momento imaginé, doblando el esquinazo de esa misma calle inhóspita, la fúnebre procesión de ensotanados, a veces tapados con capirotes para impedir su identificación, vagando en busca de víctimas propiciatorias para hacerles confesar en lo más profundo de los pozzi.

—Disponían del sótano más profundo del Palacio, la planta más oscura y en la que hay aún nueve celdas de aislamiento total, construidas al mismo nivel que la laguna. Allí es donde apareció la firma… pero nunca se ha hecho público.

Al final de un pasadizo de no más de un metro de ancho llegamos a una diminuta trattoria que tenía fama entre los auténticos conocedores de las entrañas de la ciudad.

—No se ha probado la pasta de verdad hasta que no se ha estado en Domenico León. ¡Adelante!

A esas horas, ya tarde para la tropa local, estábamos solos. Ante el Lambrusco, la lamparilla con su vela roja iluminándonos tenuemente y los platos rebosantes, seguimos escuchando boquiabiertos aquella historia que proporcionaba un giro importante a lo conocido en torno a Hyeronimus van Acken.

—Todos los especialistas coincidimos en la inexistencia de documentos sobre la vida de El Maestro entre 1500 y 1505. ¿Estamos de acuerdo, don Sebastián?

El editor asintió mientras nos pasaba el tazón con el parmigiano rallado.

—Bien es cierto que desde aquí hasta su muerte tampoco los hay; todo lo más existe un legajo suelto como constatación de unas misas por su alma muchos años después y efectuadas en su ciudad natal. Por eso nadie sabe cómo fueron sus últimos años, justo esos en los cuales plasmó sus cuadros más sorprendentes y misteriosos.

—¿Se está refiriendo a las Visiones del Más Allá? —pregunté comprobando cómo Sebastián sonreía orgulloso al ver que demostraba los conocimientos que él mismo me había enseñado.

—Por supuesto —contestó Klaus de inmediato—, imagino que aquí el amigo Márquez ya te habrá puesto al corriente de ese tríptico maravilloso y ensoñador del cual se arrancó la tabla central. Todos pensamos que ahí, en el gran panel, podía ir el cuadro del lmprimatur. Los datos de los que disponemos conducen a eso. Desde que desapareció tenemos que conformarnos, aunque no es poco, con las tablas que veremos dentro del Palacio: la ascensión de los cuerpos a través de esa visión única del túnel de luz prodigiosa, y la representación del infierno y la caída de los condenados a los abismos. Sólo han quedado ésas, pues ya desde muy antiguo alguien se llevó esa tabla a algún lugar y por algún motivo que desconocemos.

—Hay que tener en cuenta que esa obra es la misma que presidió la agonía y muerte de Felipe II en la pared de su alcoba del monasterio de El Escorial. Por desgracia allí también se le acaba perdiendo el rastro tras el incendio ocurrido a la muerte del rey —puntualizó el aludido.

—Y no deja de ser curioso —replicó Kleinberger enrollando con maestría sus spaghetti— que la tabla acabase en España partiendo de aquí, precisamente del Palacio Ducal y justo tras el incendio provocado en 1505, justo cuando suponemos que El Bosco terminó, vivo o muerto, sus experimentos en lo más profundo de los pozzi. Como verás, el fuego y los viajes de esta pintura parecen unidos para siempre. La pregunta es: ¿fueron provocados por los que estaban empeñados en trasladarla a otro lugar? ¿O simplemente fue robada por comerciantes que luego la vendieron al mejor postor? Y si es así, ¿por qué la partieron llevándose sólo un fragmento y no el tríptico completo?

—Parece más inteligente llevársela entera en el caso de tratarse de ladrones que buscaban recompensa.

—Entonces, hoy se le ha perdido la pista por completo a ese cuadro y ni siquiera usted intuye dónde pudo ir a parar. ¿Me equivoco?

—Desde la muerte de Felipe II, en 1598, ya nadie sabe dónde está. Tampoco se sabe dónde fue comprada hacia 1592 por los enviados del monarca ni a quién. La única certeza es que aparece repentinamente, catalogada como muy tenebrosa y digna de la locura, en ese tiempo y dentro de los inventarios del monasterio de El Escorial, junto con otras obras de El Maestro.

—Pero ¿qué es lo que aparecía en ese cuadro para provocar tal fascinación?

Por un momento Klaus y Sebastián iniciaron la frase atropellándose. Seguramente querían decir lo mismo. Fue el último quien finalmente trató de exponerlo con claridad…

—Oficialmente, una parte mostraba la ascensión de los cuerpos a ese Más Allá que por vez primera en la Historia se representa, con un ingenio jamás imaginado por ningún otro autor, como una serie de círculos concéntricos. Por el otro lado, aparecen unos seres horribles, agarrando a los condenados para sumergidos en un mundo de tinieblas. Como digo, sobre el papel, esto es el cielo y el infierno; un tríptico más con la eterna dicotomía moral. Sin embargo…

—Sin embargo —prosiguió Klaus con su voz retumbando en la roca viva de la pared—, estamos convencidos, por las soluciones innovadoras y por las claves expresivas radicalmente vanguardistas y distintas a todo lo pintado anteriormente por ningún otro hombre, que eso era el vivo retrato de dos experiencias. De dos vivencias personales al límite. En definitiva, retrató dos auténticas inmersiones al límite entre la vida y la muerte que le dejaron marcado para siempre. Lo que debió de hacer fue adaptar unas enseñanzas que desde tiempo remoto los Hermanos del Libre Espíritu llevaban a gala para conocer el otro lado. Esos paneles muestran, por tanto, el pasadizo de luz, el túnel resplandeciente que se abre entre el mundo de los vivos y los difuntos, el pasillo donde aparecen los seres que nos dicen que no es el momento. Incluso llega a dibujarlos al final. El otro, es un descenso real al mundo de las sombras, un viaje infernal a sus propios demonios interiores. Siguiendo la lógica, lo que había en el centro…

—Lo que había en el centro —continuó Márquez agarrando el vaso con un temblor emocionado— era la fase intermedia, el otro fenómeno que había vivido en su larga y oscura estancia en las entrañas de la tierra y el dolor. Estuvo en los pozzi porque ése, probablemente, era uno de los lugares cerrados con más Imprimatur concentrado de la tierra, condensado en miles de muertes, millones de horas de lamentos y sufrimiento y determinada piedra de granito aislante que se cree desde antiguo que puede ser una especie de conductor de estos fenómenos. Así, como una cobaya de su propio experimento, los vio y los quiso dibujar. Allí estaba presente, como siempre, nuestro viejo amigo el Khaivit egipcio, sonriente, diabólico… como los extraños niños que aparecen en las fotografías obtenidas en el pueblo de Toledo que alguien en su día mandó al reportero Lucas Galván. Es lo mismo en esencia.

El tiramisú casero apenas bajó por el gaznate. Tuve que dar otro trago. Y volví a preguntar:

—Pero, entonces, ¿aquí surgió el supuesto Círculo Bosch? —pregunté cada vez más sorprendido.

—Efectivamente. Los primeros grabados que se refieren a algunos trabajos de El Maestro aparecen en esta ciudad tras su muerte. Aquí debió de recibir o enseñar a otros sus creencias y claves. Quién sabe si esos aprendices vieron lo mismo que él en sus amargos trances en el fondo de las celdas de castigo. Todo ocurrió en esos años vacíos. Tampoco estamos seguros de si después de salir de los pozzi, El Basca quedó con vida o fue sólo un cadáver que llegó en muy mal estado a los brazos de su amada Aleyt en Hertogenbosch.

—Probablemente —irrumpió Márquez de nuevo— fuese incinerado y luego le harían esas misas, mucho tiempo después, que son las que aparecen en el documento que queda y al que se refieren todos los historiadores sin indagar más. Lo cierto es que nadie conoce su lugar de entierro ni su tumba…, ni sabe dónde fue a parar su cuerpo.

—Además —ratificó Klaus al tiempo que apuraba el amargo espresso—, lo de quemarse y no quedar apegados a la tierra era un dogma importante en el credo de los Hermanos del Libre Espíritu. Precisamente para evitar el Imprimatur, el cadáver debía ser quemado de inmediato y soplado al aire. Da la sensación de que a veces, como condena y conociendo esta firme creencia, la Iglesia, en su cruda batalla para el exterminio de la herejía, llegó a construir rudimentarios camposantos a las afueras de algunos lugares para condenar eternamente a los que tantos problemas les causaron y de algún modo dejar allí encerradas sus almas para siempre.

—Entonces ¡eso explicaría la fotografía aérea de Tinieblas de la Sierra! —exclamé casi levantándome de la silla de paja—. ¡Se enterró allí a todos los miembros de la secta! ¡En la roca viva!

—En efecto, y te confirmo que en ciertos focos de resistencia herética fue una práctica común. Auténticos sarcófagos en la piedra para atentar contra una de las más sagradas creencias de aquellos hombres criminales, espiritistas y libertinos en palabras de los sacerdotes de aquel tiempo. «Las hogueras de los muertos» era el último ritual que hacían aquellos hombres y mujeres, con el objetivo de reducir a cenizas unas anatomías que quedaban abrasadas pero aún totalmente formadas tras su paso por la pira inquisitorial. Abrían las tumbas y requemaban a los difuntos para liberarles de su anexión a la tierra impuesta por una Iglesia en la que no creían. Y cuando eran sorprendidos, pues a la hoguera por profanadores.

—Y así se alimentaba el odio sobre el odio, una y otra vez en una batalla sin final…

—Dolor y sangre siempre en un círculo vicioso que dejaba el entorno más y más lleno de Imprimatur —me contestó Sebastián sin dudarlo.

—Pero hay algo que se me escapa en todo esto respecto al poder de aquella tabla misteriosa —dije mirando fijamente a Kleinberger—. ¿Alguien habría diseñado el plan desde el principio sabiendo que el monarca iba a sentirse intrigado por esa tabla y la iba a colocar en su propio aposento sometiéndose a su influjo?

Ambos se quedaron callados como estatuas.

—Y de ser así —proseguí ahondando en mi duda—, ¿quién pudo ser?

—Es posible. Aunque también podemos pensar en la doble cara del propio monarca. Yo me decanto más por esta hipótesis, pues era una persona defensora de la raigambre católica a ultranza, pero a la vez fascinado con asomarse a los umbrales de lo desconocido. Alguno de sus consejeros simplemente le pudo comentar que había una obra muy poderosa que generaba, en determinadas circunstancias, ciertos efectos. Ten en cuenta que los nigromantes, concentrados sobre todo en Toledo, estaban al tanto de cualquier cosa asombrosa, incluidas las prácticas de los más extraños grupos. La tabla veneciana cobró justa fama por algún motivo y eso bastó para atraer la ambiciosa sed de conocimientos del rey. Querido Aníbal, aquélla era sin duda la creación más poderosa que hizo El Maestro, fruto de meses de visiones en la húmeda celda de los pozzi.

—Extraigo de todo esto que el Círculo Bosch era en realidad una parte más de la Hermandad del Libre Espíritu…

—No se puede decir que fueran exactamente lo mismo, pero las conexiones existían. Unos eran artistas que admiraban a un genio vanguardista y que, también impulsados por ese sentido de la curiosidad que acompaña a los creadores, querían experimentar, cada vez más asombrados por lo que estaban viendo; los segundos eran unos creyentes capaces de matar o inmolarse por su creencia total en el grupo y su filosofía. Sólo algunos componentes del primer sector debieron de pasar la línea que separaba ambos conceptos. Lo que sabemos es que quizá el último bosco se pintó en esas condiciones extremas, en un auténtico experimento que fue bien conocido por un estrecho círculo de colaboradores que seguían muy de cerca las evoluciones de El Maestro. Ahí estaba el retrato del mal y lo cierto es que, después de cinco siglos, sólo podemos tener una idea de lo que se plasmó en él gracias a esto…

A la señal del experto, Sebastián sacó una hoja doblada del bolsillo de su chaqueta. Al desplegarla vi algo terrible. Una imagen de apariencia maligna que producía un desagrado inmediato. Un ser, una cara a la que era difícil mantenerle la mirada. Debajo una firma enigmática: TS.

—Y esto es lo que vamos a comprar mañana, demostrando que somos los mejores.

Acto seguido chocaron las palmas, emocionados, como dos hinchas que celebran un gol de su equipo. Casi había olvidado que en apenas unas horas asistiríamos a la esperada subasta que nos había llevado hasta allí. Aquella conversación apasionante y que yo intentaba relacionar con aquel pueblo muerto y su camposanto me había aislado de todo.

Al salir al exterior, por simple sugestión, todo me pareció más frío, más desangelado y oscuro. No podía olvidar, aunque lo intentaba, lo sentido al encontrarme de bruces con el grabado del Círculo Bosch. Y en cada ventanuco, al igual que me ocurriese en Toledo, creía ver a alguien mirándome, siguiendo mis pasos, sonriendo malévolamente como las máscaras del carnaval de las sombras.