Todo eran preguntas. Demasiadas preguntas.
Por eso me encerré en casa tres días en los que desconecté el teléfono y el ordenador y no dejó de sonar un CD con música de los tiempos de Leonardo da Vinci. El clavicémbalo y los cánticos de hace cinco siglos, tan sugerentes y rebotando en ecos de bóvedas invisibles, me relajaban lo suficiente para hacer inventario de todo lo que había descubierto al ir adentrándome en el légamo oscuro de esta historia.
Lo hacía así, como quien se agarra a la barra para no caer, pues notaba que naufragaba en el torbellino de los acontecimientos.
Tenía claro que la trama en la que me había sumergido por accidente al rastrear la muerte de un reportero ya olvidado me había puesto tras la senda de un viejo secreto; de un conocimiento oculto que venía de muy antiguo y que tenía, por la naturaleza de los hallazgos que me salían al paso, una especie de punto de inflexión en la figura enigmática, colosal y siempre incomprendida de Hyeronimus van Acken, El Bosco. O quizá fue éste quien, por su relación directa con los herejes y su inmersión en sus costumbres y ceremonias, vio con mayor claridad algunas cosas prohibidas que están más allá de los sentidos ordinarios.
Y no sólo lo vio con sus propios ojos, sino que lo pintó, dejando por vez primera en la Historia una serie de documentos de lo que se escondía allí, tras el telón del umbral oscuro por el que todos hemos de pasar algún día.
Tenía la corazonada de que el lugar muerto donde había aparecido aquel cadáver hacía treinta años estaba relacionado con una antiquísima secta de iniciados que fue revitalizada por el pintor brabanzón justo cuando llegaba su tiempo de declive y máxima persecución. Aquel camposanto debía de ser parte de una aldea que desde tiempo inmemorial ya había acogido en su seno los viejos templos paganos y las ceremonias de los primeros malditos. Gentes que siguiendo remotas tradiciones debían conocer los enclaves de poder positivo o negativo de determinados lugares —tal y como siglos después los estudiosos heterodoxos detallaron en mapas visibles como el Planisferio Telúrico de El Escorial— y que experimentaban en ellos a la busca de otras verdades que no estaban escritas en ningún libro sagrado.
Fascinados por el mensaje y las visiones del otro lado, los marginados que no aceptaban la fe cristiana se aislaron en una especie de gueto odiado por su propio entorno. Así ocurrió en aquel lugar y seguramente en muchos otros que fueron borrados del mapa a sangre y fuego.
Y desde entonces, lugares de duelo y dolor, flota algo allí. Algo que sólo determinadas personas o elementos accidentalmente pueden captar.
Tenía hechos constatados, documentos y evidencias, pero faltaban los enlaces correspondientes para sostener la teoría. La historia oficial negaba rotundamente cualquier relación, y sin embargo, la había. Tenía que haberla.
La obsesión de Felipe II por algunas composiciones terribles de El Maestro debía de obedecer a una serie de planes que jamás fueron escritos. La persecución, compra y recuperación bajo cualquier método de ciertas pinturas que ya habían ganado fama de mágicas en determinados círculos de iniciados escondía seguramente una motivación suprema.
¿Acaso se perseguía neutralizar su energía tenebrosa y oscura trasladándolos a un entorno consagrado a la luz cristiana y rodeado de reliquias sagradas?
¿Pretendería el rey hacer ese enfrentamiento de objetos de poder en la soledad de un lugar mágico y aislado como El Escorial? ¿O se trataba de probar por sí mismo los extraños efectos que surgían de ellos si se daba con las claves y rituales para comprenderlos?
¿Acaso habría caído el monarca en la seducción irresistible de otear en el Más Allá tal y como hacían los herejes adamitas del Libre Espíritu en sus más antiguos ritos que él combatió y reprimió con dureza a lo largo y ancho de su mandato?
¿Ésa era la fuerza fluyente que mantenían los cuadros? ¿La misma que arrastró al Círculo Bosch y a los herejes? ¿La misma que sedujo a Felipe II y sus consejeros? ¿La que se llevó a Galván hacía treinta años?
¿Ése era el poder de unas pinturas que entraban en el alma? ¿Quiénes eran esos personajes anónimos que llevaban siglos intentando robar algunas de esas piezas jugándose la vida en el empeño?
¿Y qué significaba la mano pequeña de un niño pintada de negro y que aparecía en los últimos libros consultados por el reportero muerto? ¿Y la blanca en las tumbas más viejas del camposanto de Tinieblas?
Por otro lado me encontraba con una serie de experiencias más inquietantes y que, por lo que había constatado, casi todos los integrantes de la trama, desde hacía quinientos años, habían vivido de una forma u otra.
¿Serían entonces las sombras de perros y niños espantosos una derivación de los experimentos que se llevaron a cabo en aquellas celdas del monasterio? ¿El mismo principio que aparecía en las fotos que alguien mandó a Galván atrayéndolo como en un canto de sirena en su último viaje hacia las ruinas del pueblo maldito?
¿Y lo que nos estaba ocurriendo a todos los que estábamos adentrándonos en la trama tanto tiempo después? ¿Qué eran esos avisos, esas visiones, esos sueños, esas heridas propias de haber peleado en la madrugada con alguien que se acercaba para damos un mensaje?
¿Qué mensaje?
Las pesadillas, las visiones de un hombre descuartizado o de una pizarra siniestra, la voz que dice «purgatorio», los individuos de negro, las llamadas, la sensación de perpetua vigilancia… ¿Eran ésas las diferentes caras de un lmprimatur activo que siguen activas para atormentar al ser humano? ¿Es lo mismo que errante y sin descanso asustaba desde las primeras civilizaciones tal y como quedó grabado en el fondo de algunas tumbas de Egipto como una sombra negra sin rostro?
¿Era el propio reportero muerto el que quería hacemos partícipe de su secreto de ese modo?
Demasiadas preguntas. Quizá por eso no me sorprendió tanto la de Márquez.
—¿Te vienes con nosotros?
La propuesta llegó justo a medianoche y por teléfono.
Klaus Kleinberger estaba ya en Italia. Allí iba a tener lugar la gran subasta de grabados atribuidos al Círculo Bosch, esos autores que pretendieron perpetuar el mensaje de El Bosco tras su muerte copiando alguna de sus obras clave, quizá temerosos de que alguien las hiciese desaparecer de inmediato.
No les faltaba razón en su oportuna precaución, pues de no ser por su viejo testimonio litográfico no sabríamos nunca qué hubo en ciertos cuadros más extraños y llenos de poder que a lo largo del tiempo fueron robados, quemados, apartados de la circulación de modo traumático.
Había un detalle más: el gran experto alemán afincado en París, muy interesado en mis pesquisas, tal y como plasmó en la dedicatoria de su libro, se hacía cargo de todos los gastos. Y no admitía un no por respuesta. Él nos esperaba ya en ese mismo lugar de ensueño al cual todos los artistas de todas las épocas acudían a la búsqueda de reconocimiento y fortuna. Sin embargo, según las propias indagaciones de los expertos, El Maestro, también diferente en esto, llegó allí por otros motivos muy distintos que por fin podían ser aclarados.
Sebastián, antes de colgar, me repitió tres veces la contraseña que en apenas diez horas debía depositar en la Terminal 1 de Barajas, oficina de Alitalia, para que me extendieran el billete en clase business.
¿Cómo despreciar tanta amabilidad?