30

Aprovechando que Helena aterrizaba en Madrid para presentar su nueva revista a un grupo de selectos patrocinadores, quedamos a la hora de la sobremesa. Tenía que ponerla al tanto de todas mis pesquisas. La última, precisamente, la tenía allí, en las páginas de ese libro abierto entre las manos, un tratado exhaustivo sobre la historia de El Escorial en el cual había un registro de robos y accidentes. Una de las fichas era bien curiosa:

1941, 13 de noviembre. Un ladrón provisto de escalas y correajes llegó a burlar la guardia y entró en la celda capitular donde se guardaban algunas preciosas obras. Optó por una de ellas, no la más importante, quizá por la facilidad para su traslado. Se trataba de La tela de los sueños, de Hyeronimus van Acken, El Bosco.

Aquella pintura, un panel de tríptico desaparecido y muy deteriorado, era otra de las preferidas de Felipe II, aunque esos detalles sólo debían de conocerlos determinados especialistas. No existen fotografías ni copias. Su ficha, la original del primer inventario escurialense, es muy escueta:

1992 - La tela de los sueños o La tela del infierno. Cuadro muy bueno pero desagradable de Jerónimo Bosco o Bosque, en el que aparece una bruxa desenvolviendo a una criatura de su mortaja y un camposanto grande en el cual los difuntos se levantan de sus tumbas. Situado en la alcoba real.

¿Qué interés tenían aquellas piezas? ¿Quién quería robar justo las que estaban en los aposentos reales? ¿Por qué jamás pasaron a circuitos de coleccionistas o subastas? ¿Qué fue de ellas? ¿Dónde están?

—Ya sé que me he pasado con los UVA… —dijo la recién llegada sacándome de mis tribulaciones y sonriendo tras plantarme dos sonoros besos casi en la comisura de los labios—. ¿Cómo han ido tus investigaciones?

Iba impecable como siempre, con un traje de raya diplomática bajo el abrigo, el pelo recogido en una cola de caballo y muy morena.

—Sobre Lucas —le dije— no he logrado saber mucho más. Del pintor y los cuadros que le obsesionaban, sí. Parece que desde tiempo inmemorial determinados personajes anónimos han intentado recuperados, jugándose la vida en el cometido.

Le mentí. No quise mostrarle las fotos de Lucas Galván, ni siquiera decide que las tenía, pues percibía en el brillo de sus ojos que a pesar del tiempo transcurrido no había podido olvidado. Ella no sólo recordaba a un reportero muerto en circunstancias extrañas. Para aquella mujer era algo más importante y, de alguna manera, yo era el único culpable de que hubiese llorado amargamente más de un vez en pleno apogeo de su vida exitosa. Exhibir ante ella esa ristra de imágenes iba a ser un trago muy duro y opté por obviar esa parte.

—Está claro que la gente que se metía en el universo de ese pintor quedaba atrapada para siempre. ¿No has llegado a pensar en la posibilidad de que algo maligno esté manejando todo esto?

Alcé una ceja, sin acabar de entenderla.

—Me refiero a algo demoníaco. No sé, quién sabe si ese hombre, El Bosco, hizo un pacto con el lado oscuro. A mí todo esto me empieza a parecer digno de magia negra y tengo miedo. Te juro que ya tengo miedo por ti.

—Yo creo que el mejor homenaje que se merece Lucas Galván es descubrir lo que le pasó. Por qué murió, qué es lo que encontró y qué tiene que ver el maldito pintor en toda esta historia.

—Mira, Aníbal, tú tienes toda la vida por delante. Tu programa de radio va viento en popa… Camina hacia la luz, no hacia la oscuridad. A Lucas ya nadie lo puede resucitar.

—Lo que hice ayer en el programa es una mierda —respondí cortante.

Abrió mucho los ojos, sorprendida por mi reacción.

—¿Cómo dices? Pero si fue precioso…

—Ya, ya. Hay temas que surten ese efecto. Pero yo estoy con la cabeza en otro sitio, con esta obsesión. Lo que estoy haciendo en la radio no me vale ya. No puedo apartarme de este torbellino y tengo que seguir. Sé que es difícil de entender, pero sólo pienso en esta historia y tengo que saber qué es lo que descubrió Galván en ese pueblo muerto, el porqué de su último escrito y sus referencias a El Bosco y al «hombre-árbol»… Tengo que saber qué hacían los Hermanos Electricistas y cómo resucitaban el lmprimatur, cómo elegían los lugares… ¿Lo entiendes? ¡Verlos! ¡Tener enfrente a esas entidades que están ahí! ¡Entre dos mundos! ¡Ése es el gran secreto! Lo demás vale ya poco…

Helena me puso la mano sobre la muñeca. Y en sus ojos percibí cierta angustia. ¿Estaría viendo en mi cara y en mis expresiones lo mismo que vio en los últimos días de Lucas Galván?

—Te comprendo, pero también te quiero. ¿Lo entiendes ahora tú?

Imaginé que se refería al cariño. ¿O no era eso? La dejé continuar.

—Deseo ayudarte y no perderte. Por eso tengo miedo, porque todo esto, de algún modo, ya lo viví hace muchos años. Tú siempre te has destacado por tu serenidad, por no creer ni dejar de creer. Así lo afirmas siempre en tu programa. Debes controlarte, a pesar de que estés descubriendo cosas muy fuertes. Pero debes mantenerte como eres tú, firme y con los pies en la tierra. Bien sujeto, sin desprenderte de la realidad. ¿Me comprendes?

No respondí, pero en aquel instante me vino a la mente la imagen flotante y onírica del retrato de Hyeronimus. Los pies como barcas a la deriva, lejos de esa solidez del suelo a la que ella se refería por mi bien. Yo me sentía cercano al «hombre-árbol» siempre inestable, yéndose lejos hacia el abismo del terror. ¿Estaría empezando el mismo viaje de locura?

—¿Al menos lograste saber dónde lo enterraron? —me dijo casi en un susurro mirando después a izquierda y derecha, como para comprobar que nadie lo había escuchado.

—¡Eso es lo que te iba a preguntar precisamente yo a ti! ¿Acaso nunca estuviste ante su tumba? ¿Es que no fuisteis los de la revista a su funeral hace treinta años?

Su silencio fue la única respuesta.

—¿Me quieres decir que no sabes dónde dejaron su cuerpo? ¿Que no lo reclamasteis? —insistí alzando un poco la voz sin poder creerlo.

Helena respondió entrecortadamente, rasgando a tiras el sobre rojo del azucarillo y cubriéndose la mirada con las gafas de sol de diseño.

—Notificaron su muerte a la revista, pero meses después de que hubiera tenido lugar. Le habíamos perdido la pista, no sabíamos nada de él y un agente de la Brigada de Investigación Criminal o algo así nos llamó al cabo de mucho tiempo. Sé que es difícil de creer, pero por lo que nos dijeron debió de estar un tiempo incluso sin identificar, abandonado como un perro.

—¿La Brigada? ¿Y qué tenían que ver ellos en todo esto?

—Quizá investigaron si hubo asesinato o algo por el estilo. De todos modos, parecía que se trataba de un agente a modo particular, alguien que nos daba esa información para nuestra tranquilidad.

—¿Y sabes su nombre? —pregunté viéndome reflejado en los amplios cristales oscuros que tapaban su mirada.

—Llamó varias veces, siempre con mucha discreción, y puedo confirmártelo porque, era yo la que siempre cogía el teléfono en aquella, empresa. El me decía que no tenía por qué proporcionarme esos datos, pero que estaba seguro de quién era el muerto ya que ocasionalmente leía la revista y no tenía margen de duda. Nos confirmó que durante bastante tiempo después del hallazgo el cadáver había estado sin reclamar… La prensa local sólo dio las iniciales y nadie se enteró. Sólo ellos disponían de la ficha completa de su identidad.

—No lo entiendo. ¿Nadie quiso hacerse cargo de él? ¿No tenía familia?

—Eso es lo triste. En Argentina nadie quiso saber absolutamente nada de él. En España sucedió lo mismo, excepto nosotros, que fuimos los últimos en enteramos. Era un hombre que estaba solo en el mundo.

Sin poder ver la expresión de sus ojos noté cómo estiraba ligeramente el cuello y tragaba saliva.

—Pensábamos que seguía por ahí, con sus locuras, que cualquier día entraría por la puerta de la redacción pidiendo otro adelanto para su gran exclusiva… Creímos que iba a ser como siempre, otra de sus ausencias. Pero nos equivocamos. —Helena cogió la patilla de las gafas y la subió lo justo para acercarse el pañuelo recién extraído del bolso—. Esperaba volver a verle y… —se le quebró la voz—, llevaba ya uno o dos meses en algún depósito o bajo tierra.

—¿Os pidieron que fuerais vosotros a confirmar la identificación?

Negó con la cabeza varias veces.

—Fue cuando le escuché decir al policía que había sido enterrado en Toledo. Pero no sé si se refería a la capital, a algún osario o a algún sitio concreto de la provincia. Incluso una mañana, engañando a Gisbert, fui sola, en autobús, para saber dónde estaba. Me volví de vacío.

—¿No te quisieron dar la información?

—Me dijeron que al no ser ciudadano español se deja un tiempo para que se reclame el cuerpo y se publica en no se qué boletín que, evidentemente, nadie lee. Al cabo de equis semanas va al depósito. Después, si nadie se interesa por él, se entierra en una fosa común o en lo que se llama nicho de caridad. Así, como suena.

—Pero ¿ni siquiera os dijeron cómo fue encontrado el cuerpo?

—Nada. Hasta mucho después no lo supimos, y por una casualidad. Fue gracias a un lector que nos mandó el recorte de prensa del periódico de la provincia donde venía que había sido hallado en pleno campo, en un cementerio abandonado. Nos remitía el asunto como una muerte ritual o algo extraño. Era bastante frecuente que muchas personas rastreasen motu propio en la prensa regional y nos enviasen cosas curiosas. Es entonces cuando hilamos definitivamente los hechos, por las iniciales, el lugar y la fecha, y supimos que aquélla fue, de alguna manera, su esquela.

—¿Y qué pensasteis en la redacción? ¿Había algún motivo en ese pueblo perdido para…?

Vi su rostro, sus ojos verdes que habían aguantado bien los embates del recuerdo. Me miraba con ellos muy abiertos.

—Nos dio tiempo a pensar poco. El jefe dijo que a partir de ese momento el nombre de Galván estaba maldito en aquella redacción. Que a nadie, ni por asomo, se nos ocurriese mencionarlo, recordarlo, preguntar.

Recordé al viejo director temeroso, encogido, mirándome desde el otro lado de la puerta entreabierta con cara de asesino cuando fui a comprarle los últimos papeles del reportero a su propia casa de Barcelona. Recordé cómo se resistió y cómo me despidió de allí tras ver cómo su arqueada mujer tomaba el dinero que les ofrecí.

—¡Qué vergüenza! —exclamé—. No se puede obligar a nadie a olvidar sus sentimientos…

—No me vengas con chistes —sonrió con ironía—. Tú ya sabes cómo es el periodismo. Todo el mundo se olvida. A mí me extrañó mucho la preocupación de Gisbert cuando anunció aquella orden. Posteriormente supe el porqué de su actitud.

Dejé la taza a medio camino, sin llegar a los labios, esperando a que continuase.

—Le pasó algo en su propia casa. El viejo me lo confesó poco antes de que yo emprendiera vuelo a otra editorial. El día de mi despedida me llamó a su despacho. Estuvo cariñoso, a pesar de que siempre fue un personaje hosco. Una vez que estuvimos los dos solos en aquel cuarto donde amontonaba papeles y revistas, me preguntó por aquellos días, por la muerte de Lucas, por mi relación con él… La verdad es que aquel interrogatorio me extrañó muchísimo. Sabía que yo había sido una persona especial para Lucas y quizá por eso quiso sincerarse.

—Pero ya había pasado bastante tiempo, ¿no? —Debíamos de estar en 1980, así que habían transcurrido, al menos, dos años. Gisbert había cambiado mucho desde entonces, parecía deprimido, y eso que nadie hablaba del tema en la redacción. Recuerdo que abrió su cajón y me enseñó los últimos papeles que Galván le envió desde Toledo un tiempo antes de morir. Esos que ahora tienes tú. Los que le compraste a precio de oro.

—No tanto… ¿Y? ¿Qué te dijo?

—Le temblaban las manos al sostenerlos…, puedo verlo ahora mismo. Parecía que le daba miedo sólo tocarlos. Me enseñó las fotografías de la ermita derruida que iban enganchadas en un clip a aquellos folios. Había también unas de un pueblo medio abandonado y las páginas garabateadas, como sin sentido, cruzando frases, entrecortándolas, poniendo cosas en otro idioma… En fin, eso ya lo sabes tú.

—¿Y no te enseñó dos imágenes a color?

—Sí, las dos polaroid que iban en el sobre. Las tuve delante pero no mucho tiempo. Enseguida las guardó otra vez. Al parecer, y esto me lo contó Gisbert como si le fuera la vida en ello, habían sido tomadas por algún vecino de ese pueblo y habían llegado de algún modo a manos de Lucas o por lo que me contó, no tenía ni idea hasta que le enviaron anónimamente aquellas dos imágenes. Entonces empezó su búsqueda. Recuerdo que Gisbert no las quería ni mirar, pero me las puso a un palmo de la nariz y me dijo:

«¿Ves algo?».

—¿Y qué le respondiste?

Helena extendió la mano y me agarró la mía muy fuerte.

—¿Ésas también se las compraste?

Respondí afirmativamente, sin hablar. Entonces noté que me presionaba más fuerte, más, hasta llegar a ser algo casi desagradable. Sentí las uñas esmaltadas clavándoseme y me fue imposible evitar, como en un retazo que llegó de pronto, evocar a aquella vieja pedigüeña en las calles de Toledo, aferrándoseme con su tenaza de carne y hueso. No sé por qué me vino eso a la mente. Sólo sé que me asusté y retiré la mía en un impulso. Ella lo percibió y volvió a colocar la palma encima, más suavemente…

—Perdóname, esto no se lo he contado a nadie, ni a mi exmarido, y la angustia me mata.

¿Ex marido? Noté que iba a romper a llorar de nuevo por la tensión y le acaricié una mejilla, disculpándola.

—Tranquila, Helena, yo también estoy susceptible… Me han pasado cosas raras en los últimos días y te pido que no me tengas en cuenta algunas reacciones.

—Lo sé. El recuerdo me sigue provocando algo que…

—Tranquila, estoy aquí —dije acariciándole el pelo y acercándole mi vaso de agua.

—Es que vi claramente lo que aparecía en ellas, ¿comprendes? Vi aquellas figuras vestidas con ropas antiguas y mirando fijamente a la cámara distinguiéndose de la oscuridad. Un niño de frente entre las lápidas y un grupo de niñas agarradas de la mano avanzando en un rincón de aquel lugar. Noté que se me erizaban los cabellos.

—Así se lo dije a Gisbert, tan claro como ahora me estás oyendo.

—¿Y cómo reaccionó?

—No te exagero, se palpó el pecho y se echó hacia atrás.

Se desabrochó la corbata y lo noté hinchado, enrojecido…, parecía que le iba a dar un infarto allí mismo. Tuve miedo hasta que las guardó de nuevo. Me dio la impresión de que esperaba que yo, como si estuviese ciega, le dijese que allí no se veía nada.

—Lo que no entiendo, y perdona que te corte, es por qué no las publicó en su revista, pues era un buen material.

—No sé, quizá esperaba la segunda parte del reportaje para poder unir todo aquel galimatías y realmente acabar teniendo una auténtica exclusiva. Pero, mala suerte, el reportaje quedó inacabado para siempre. Galván nunca volvió y él se convirtió en un ser temeroso y preocupado con aquello entre las manos. Le cogió miedo y pretendió olvidar el asunto encerrándolo para siempre en el cajón.

Llegó la camarera preguntándonos si deseábamos algo más. Los dos negamos con la cabeza y yo saqué mi cartera. Ella, de inmediato, puso su mano como si fuera un guardia señalando stop.

—Hoy pago yo.

Al marcharse la mujer con la bandeja y el billete prosiguió el relato.

—Nunca le vi tan preocupado a lo largo de los cuatro años que trabajé allí. Al final todo tenía que ver con algo que no Contó a nadie más y que, sin saber aún por qué motivo, me confesó en mi última tarde allí. Su gran secreto.

—Sigue. Te escucho.

—Según me confesó antes de despedirnos, una noche, ya en la cama, Gisbert se despierta por algo que parece un lamento. Un quejido que va de más a menos y que se acerca. Está en su casa de campo de Sitges. Solo. Hacia las tres de la madrugada empieza a escuchar eso, y le parece que es alguien que está sufriendo de manera terrible. Piensa en un herido afuera. Se levanta temeroso y mira por la ventana, que da justo a la playa. Es un lugar aislado, y prácticamente las cristaleras van del techo al suelo. Está un rato escondido tras las cortinas, espiando, pero no ve nada extraño. El mar está en calma y en la arena no hay nadie. El sonido se ha marchado y él, un poco impresionado, decide encender las luces para dormir así. Después, si acaso para confirmar que no pasa nada raro, sale al pasillo. Entonces es cuando lo ve…

—¿Lo ve? ¿A una persona? —pregunté ansioso.

—No, algo que flota a un metro y medio del suelo. Una especie de rectángulo negro, como la pantalla de un televisor apagado, allí, al final del todo, acercándose poco a poco…

—¿Y qué hace?

—Le entra tal miedo que cierra la puerta del cuarto de un golpe. Es una casa vieja de campo y para echar el cerrojo hay que utilizar la llave antigua. Se pone nervioso porque no acierta las dos o tres primeras veces y nota que el quejido vuelve a escucharse, nítido, perfecto, pero viniendo de frente por el pasillo. Se queda de pie, sin saber si llamar a la Guardia Civil, dando vueltas. Pasan así un par de minutos y cuando todo parece ya calmado, abre la puerta, para cerciorarse de que todo pudiera ser debido a un mal sueño. Entonces comprueba que el rectángulo negro está justo enfrente de su cara, como balanceándose, casi como si fuera algo opaco…

La escuchaba mirándola fijamente. Ella dibujó en el aire aquella forma.

—Ahí estaba… Cierra casi a punto del paro cardíaco, temblando y pone una silla de tope del miedo que tiene. Cuando logra colocada quiere ir hasta la mesilla para tomarse las pastillas del corazón. Entonces, de pronto, la luz se va, se funde… y está a punto de entrar en una crisis nerviosa. Pulsa una y otra vez el interruptor y entonces, sobre la pared del propio cuarto, empieza a ver el rectángulo negro…, como si la hubiese atravesado poco a poco…

—¿Se había metido dentro de la habitación?

—Más bien parecía proyectado desde otro sitio, reflejándose junto al marco de la puerta. Lo que hizo es echarse hacia atrás y, por instinto, coger las sábanas y las mantas, agarrarlas con las dos manos para cubrirse hasta el cuello, como en un acto de protección. Empieza a escuchar nítidamente como si alguien escribiese en la pizarra con tiza. Muy claramente. ¿Recuerdas ese sonido de cuando éramos pequeños, en el colegio? Poco a poco, fue perfilándose una mano negra, como de niño, y tras ella, como si portase una imaginaria tiza blanca, empezaron a surgir unas letras en esa pantalla…

—¿Unas letras? ¿Comprensibles?

—«Purgatorio».

Experimenté un ligero temblor en los antebrazos. Además de ser la misma palabra que yo había grabado nítidamente, como si alguien la pronunciase a mi espalda en mi visita al camposanto de Tinieblas, era en el fondo un término cristianizado del lmprimatur. El lugar, la interfase donde deambulan determinadas fuerzas y energías que aún no comprenden su situación. Determinadas entidades que pueden captarse por casualidad, o invocación.

—Todo eso ocurrió una madrugada a las tres de la mañana, pero no una madrugada cualquiera, sino la del 18 de diciembre de 1977. La misma en la que yo recibí aquella llamada a la misma hora y soñé con aquel cuerpo descuartizado.

Exhalé el aire que llevaba más de un minuto aguantando en los pulmones. Helena, como si se hubiese quitado un gran peso de encima, esperaba mi opinión…

—Y ten en cuenta que ninguno conocíamos en aquel instante ni siquiera la forma ni el lugar donde había muerto Lucas. Ahora pienso que era un mensaje, nos estaba llamando para que supiéramos lo que le había pasado…

—Pero ¿lo relacionas? En las fotografías ponía que fue encontrado el día 22…

—Sí, pero según nos informó aquel policía anónimo llevaba varios días sin que nadie lo viera… O sea que el momento exacto de la muerte pudo haber sido unos días antes.

—¿Y desde entonces no volviste a ver a Gisbert?

—Jamás. Yo creo que ambos hicimos esfuerzos por olvidamos del asunto… hasta que apareciste tú en nuestras vidas.