—Se trata del lugar de poder más importante de España. Una clave energética de primer orden en la que no dudes que todo fue minuciosamente planificado al detalle. Por algo se eligió ese sitio y no otro. Nada es azar…
La voz de Sebastián Márquez se entrecortó varias veces al llegar a las revueltas que la carretera da conforme se asciende hacia al macizo serrano de Abantos. Al final se cortó.
«Mierda de manos libres», pensé dando un palmetazo al volante.
Al enfilar la recta desde donde ya se divisaba la imponente imagen del recinto que muchos denominan la «Octava Maravilla del Mundo», el sabio editor volvió a llamar. Ahora sus palabras sonaban tan claras como la nieve que aparecía en los márgenes del camino y en la cima de las montañas.
—Juan de Herrera y Juan Bautista de Toledo eran auténticos iniciados en la arquitectura sagrada. Ya te digo que no eligieron ese lugar por casualidad. Las coordenadas astrológicas, numéricas y telúricas estaban perfectamente calculadas con el fin de construir una especie de nuevo Templo de Salomón. Un recinto de treinta y cinco mil metros cuadrados donde conjugar todo tipo de conocimientos oficiales y también oscuros. Estoy seguro de que en esa área marginal pero apasionante entraba la pasión por las obras de El Maestro. El rey las quería por algo. Y las quería allí a toda costa.
—Pero Sebastián… ¿seguro que estamos hablando del mismo Felipe II?
—Por supuesto. De la misma persona que en lo alto de esa torre afilada con cruz y veleta que debes tener ahora ante ti…
Miré instintivamente hacia ella, una daga recta y gris que cortaba el cielo helado, coronada por una esfera de bronce que relucía.
… metió cientos de reliquias protectoras, trozos momificados de santos incluidos, para contrarrestar la energía maligna que, según todos los cálculos de los sabios de la época, circundaba el lugar. Llegó a tener unas ocho mil guardadas en más de quinientas cajas o relicarios; la mayor colección jamás compilada. Y eso por no hablarte de la botica alquímica que instaló, de la contratación de decenas de nigromantes venidos de todos los rincones de Europa para experimentar allí… o de la biblioteca herética más grande de su tiempo, ordenada por otro heterodoxo de pro como Benito Arias Montano. En fin, el gran Felipe II tiene una historia oculta tan apasionante como la oficial; una sombra alargada que muchos escribas y cortesanos quisieron borrar tras su espantosa muerte.
—¿Y dejó escrito algo de todo eso que me cuentas?
—No. Y ése es uno de sus grandes misterios. Fue el único monarca que no permitió biografía oficial de lo que en verdad pasó allí. Al parecer, el tramo final fue una etapa atormentada, solitaria, donde se reprodujeron, como estigmas, algunos miedos que él ya llevaba dentro. Historias como las de las sombras vagando por las estancias, el aullido del perro negro que se aparecía en determinados momentos, las muertes accidentales de muchos obreros. Analizando todo eso algunos pensamos que…
Al entrar en el parking que abre sus orificios en arco de medio punto junto al monasterio, la señal se perdió de manera definitiva. Al volver a llamarle ya nadie contestaba.
¡Mierda de manos libres…!
Ya en soledad, con todas mis dudas acrecentadas tras la conversación interrumpida con el sabio editor, decidí refugiarme en El Charolés, un lugar empotrado casi en un lateral de las mismas moles de granito que constituyen el entorno del palacio y donde el cocido escurialense alcanza categoría reconocida.
—¡Ay, amigo! ¡Pero mire que paso miedo con su programa! ¿No me dirá que ha ocurrido algo nuevo por aquí?
—Aún no lo sé. Pero le prometo que se lo contaré.
El camarero, de amplia sonrisa y pajarita verde, me recibió así antes de señalarme una mesa en mitad del primer comedor ante la que inmediatamente le torcí el gesto. Al instante indicó la de la esquina, muy al fondo, lejos de las miradas curiosas… Manías que tiene uno.
—Aquí estará usted mucho más tranquilo. Y dígame, ¿es cierto que continúa apareciéndose el espectro del monasterio?
Sonreí. La leyenda sobre una cámara de vigilancia que había captado una sombra espigada, como de un tiempo lejano y caballeresco, deambulando por el mismísimo Patio de los Reyes, nunca había podido ser comprobada. Sin embargo, diez años después ahí seguía, imborrable en las mentes de quienes cada día pasaban por aquella impresionante basílica tan recta y poderosa que daba vértigo mirarla en mitad de la serranía helada.
—Sé lo discreto que es usted, pero estoy seguro de que viene por eso. ¡Para recuperar aquel caso que se nos ocultó a todos los que somos de aquí! Porque yo soy nacido aquí, ¿sabe usted?
Puse mi mejor, sonrisa de circunstancias.
—Por cierto, amigo, hay un guarda jurado, compañero de un compañero, que me juró que había visto una de esas cintas. Era justo en la Casa del Rey, en su habitación y en el escritorio. Ahí instalaron una cámara de vigilancia por una exposición de cuadros hace unos años y ahí mismo salió, en plena madrugada, una figura que pasaba de una habitación a otra y que iba vestida toda de negro, como de terciopelo…
Le dije la verdad, que sabía poco de aquella historia. Pero él no me creía y quizá por su desmedida afición radiofónica y su deseo de saber más decidió obsequiarme con raciones extra para las cuales tuvo que acoplar otra pequeña mesa a la mía. Así, entre trasiego y trasiego de los garbanzos, la sopa, el codillo o el tocino de pura cepa, llegaba él muy rápido y amable para servirme el vino, aumentando los detalles de la historia.
—Hace mucho, en un programa de radio, algún listo comentó, yéndose de la lengua, que el espectro ese, o lo que fuera, se parecía a Felipe II. Y ya sabe lo que pasa con estas cosas…
—¿Qué es lo que pasa? —respondí al tiempo que le veía trinchar los trozos de gallina para ponérmelos en el plato.
—¿No lo sabe usted? —dijo incrédulo—. Pues lo lógico: que a la mañana siguiente lo echaron. Los de Patrimonio guardaron la cinta bajo siete llaves… pero yo sé que existe. ¡Por éstas!
Así transcurrió la sobremesa, rematada con un café con hielo doble que sirvió para ahuyentar la previsible modorra después de un banquete de tal opulencia. Tentado estuve de explicarle al buen oyente que aquello eran sólo eso, fabulaciones perpetuadas en el tiempo. Sin embargo, lo hablado previamente con Sebastián me impidió hacerlo.
¿Y si realmente…?
Al final, lleno de dudas y guardando prudente silencio, me despedí, prometiéndole regresar con futuros datos para saciar su curiosidad, y bajé la escalinata, blanca por la nieve acumulada en el pasadizo Grimaldi. El inmenso patio de piedra bajo las nubes grises y el viento escarchado me transportaron de inmediato a tiempos lejanos. Aquellos en los que la delgada figura de Felipe II, el hombre más poderoso del planeta, rey de España y de las Indias, de Nápoles, Sicilia, Milán y los Países Bajos, paseaba silencioso y ausente en sus últimos días de vida, inmerso en extraños pensamientos y oteando esos mismos parajes surcados por el águila imperial.
Borré de un plumazo las modernas construcciones y los chalés de veraneantes que bajan por la colina. Lo eliminé todo e imaginé la soledad de aquel coloso de piedra y torreones que escalaban hacia el cielo. Lo vi tal y como debió de ser, en mitad del mar rocoso, guardián de un lugar que, al parecer Y como decía el siempre sabio Sebastián Márquez, no estaba elegido al azar.
—Es por esa puerta, señor —dijo un funcionario demasiado joven para tratarse de quien yo buscaba.
Nada más entrar me encontré con un inmenso tapiz un tanto deshilachado pero enorme de proporciones, copando toda una pared. Había algo, sin embargo, que me era familiar. Fue como una llamada que hizo centrar mi mirada en un punto muy concreto y escondido de aquella gran superficie. Un rostro tocado con grotesco sombrero y extraños personajes a su alrededor que me recordaban algo…
—¿Eres tú? —dije pasando suavemente la yema de mi dedo por su efigie.
Ahí estaba de nuevo, como una señal guiando mi camino hacia alguna parte, la cara fantasmal que me miraba girando su cuello desde otro mundo. La faz deforme por las ondulaciones del inconfundible «hombre-árbol» dándome la bienvenida. No tuve más remedio que mirar la ficha rectangular, todavía incrédulo.
Tapiz encargado por el monarca
como copia de la obra llamada
El Jardín de las Delicias, de Hieronimo El Bosco,
tejido hacia 1580.
Es el más antiguo del monasterio.
En soledad, impactado por aquel recibimiento tan casual —¿o nada lo era ya?—, fui recorriendo el recinto pausadamente, mirando por las ventanas y observando los cuidados jardines rectangulares, comprobando cómo los carámbanos de hielo colgando de las ventanas siempre cerradas le daban al conjunto un aspecto fantasmagórico. A veces, en mitad de los pasillos rectos, trazados a escuadra y cartabón por un concepto supremo de austeridad, rectitud y cálculo, me giraba observando la largura y el fondo cada vez más oscuro, intentando imaginar el efecto de las espantosas creaciones de Hyeronimus en un lugar tan apartado y gobernado casi siempre por la sombra.
Un entorno idóneo dependiendo de cómo se quisieran observar.
Al final del trayecto, en el que empleé una hora y del que disfruté por el hecho de no toparme con nadie, bajé al panteón regio por una escalinata larga, rodeada de mármoles dorados y pequeñas lamparillas en los laterales. Al fondo, en la sala circular donde los sepulcros duermen el sueño eterno de la monarquía, vi a un hombre, de más de sesenta años y enfundado en un traje azul, explicando casi en susurros algo a un visitante que atendía con una libreta en la mano y unas gafas de pasta grandes enmarcando su cara. Aquella conversación, en cuanto la entendí al bajar unos peldaños más, me detuvo en seco. Creí no ser visto y me quedé allí un instante, ascendiendo un poco para ocultarme de sus miradas, espiándoles.
—Lo que me preguntas, en el fondo, es lo que rige todo esto. Debes saber que se construyó con los mismos planos del Templo de Salomón. Así lo quiso él y así se hizo. ¿No has visto la escultura del rey Salomón, sabio entre los sabios, en el patio?
—¿Y eso explica el concepto de matemática sagrada?
—Claro. Hace poco cogí un libro de la biblioteca privada y ahí cuentan todo con detalle. El porqué de ciertas medidas, el juego de trasladar palabras y números. Toda una ciencia, la cábala, de la que ya no entendemos nada realmente, pero que el rey Felipe II conocía muy bien.
—¿Trasladar palabras por números?
—Eso sería lo más simple, pero más o menos. Vamos a ver… es como si tú coges la palabra ADÁN, y entonces eso significa 14114, que es la traslación directa a la posición de las letras de nuestro alfabeto, ¿no?
El chico guardó silencio. ¿Por qué habría elegido justo ese nombre que daba origen al término con el que se identificó la herejía a la que perteneció El Bosco? ¿Por qué ADÁN? ¿Me estaba volviendo demasiado suspicaz? ¿O directamente estaba enloqueciendo y en todas partes veía claves inexistentes donde sólo había inocentes casualidades?
—Si se suma término a término, es decir 1 + 4 + 1 + 1 + 4, da un resultado de 11. Es decir, 1 + 1 = 2. ¿Comprendes?
—Ahora me parece que sí, Genaro. Se reduce el nombre de Adán a dos… y el dos tiene entonces un significado concreto dentro de una serie de leyes secretas que sólo conocen los iniciados.
—¡Eso es! ¿Ves como lo has entendido? La simplificación, la pureza, la reducción al principio es lo que rige toda esta construcción mágica. ¡Todo lo que ves aquí está gobernado por eso!
Genaro. Ya estaba todo claro y a pesar de eso el corazón me retumbaba como en esas ocasiones en que parece que se va a salir de la caja torácica. Aguardé a que el estudiante curioso subiese con su anorak y su libreta ya cerrada. Pasó por mi lado sin saludarme, creo que sin verme siquiera, ensimismado en lo que aquel guarda le había revelado con tanta sabiduría. Cuando desapareció allá arriba aproveché para bajar sin más preámbulos, sorprendido ante la erudición de aquel hombre que me interesaba por otros muchos motivos… ocurridos hacía más de cuarenta años.
—Genaro Castro, sí. Ése soy yo. ¿Y usted es?
Durante varias horas estuve hablando con aquel hombre. Su afición por la numerología y las leyendas encerradas en aquel lugar eran lógicas después de haberse empapado durante casi veinte años de las claves que encerraba cada metro cuadrado de aquel templo desconocido para la gran mayoría. Incluso me confesó una cosa en el último momento; había escrito un libro con seudónimo, titulado El Escorial hermético y oculto, donde había volcado todo lo que había logrado aprender a lo largo de tantas horas de rondas en soledad. No se vendía mucho, pero era muy interesante según su punto de vista.
Lo primero que hice, como mandan los cánones, es acudir a la librería situada junto a la entrada y comprarlo. Acto seguido le pedí que me estampara su rúbrica.
Para Aníbal Navarro, que siente interés como yo por los secretos del Gran Templo Escurialense, Octava Maravilla del Mundo. Abrazos,
GENARO CASTRO.
Febrero 2005
Después, sin duda ya más amigos, me confirmó algunas de las cosas que Sebastián Márquez me había dicho por teléfono —la bola de una torre repleta de reliquias, la botica alquímica, los libros malditos, las reuniones de magos y nigromantes— y se prestó a mostrarme uno de los boscos —una segunda versión de El carro de heno— que se guardaba en una oscura sala capitular.
Curiosamente, cuando estábamos frente al cuadro y sus criaturas extrañas e infernales, no dijo una sola palabra. Se mantuvo en silencio, tras de mí, cruzado de brazos y juraría que con la mirada entornada hacia el suelo.
Cualquiera diría que guardando sumo respeto o devoción. Al salir me aseguró, cada vez con más confianza, que todos los miembros de Patrimonio Nacional que hacían guardia nocturna habían hablado alguna vez de «la aparición». En un momento incluso insinuó, sin bromear, que algún compañero había pedido la baja voluntaria tras una noche demasiado larga vigilando los aposentos del rey.
—Me han hablado mucho de la leyenda del perro negro… —comenté mientras él iba apagando las luces de cada sala que íbamos dejando atrás.
—Y le han dicho bien. Surgió en el año del Señor de 1593, según cuentan las crónicas, justo tras varios autos de fe contra las herejías en Castilla que presidió el rey… Créame, no las trate como leyendas o cuentos de viejas. No lo son. Una se refiere, efectivamente, a un perro encorvado y carroñero que aparecía en las noches en las que había habido una muerte accidental de alguno de los obreros que estaban construyendo las torres. Un ser que se aproximaba a los jardines y que a veces, ya muy cerca del monasterio, se convertía en persona, en niño. Los frailes discutieron mucho, dicen que uno de ellos murió un 13 de junio de aquel año por la impresión de encontrarse a la figura caminando por este mismo pasillo, avanzando con una cara maligna y las manos alzadas…
—¿En este mismo? —dije mirando atrás.
—Sí, ahí mismo. Y las apariciones, por lo que se escribe no en una sino en muchas crónicas que aquí se guardan, siguieron en momentos muy determinados y cruciales. Y los ladridos, en esas madrugadas, poco a poco se transformaban en un llanto de ultratumba. A veces en risas. Fue terrible y algunos lo dejaron escrito.
—Por lo que sé —le corté—, Felipe II puso mucho interés en que no existiera constancia de todo eso.
—Cierto, tal era el miedo que tenía. Pero otros sí lo hicieron hasta épocas bien recientes. Acompáñeme por aquí y le enseñaré algo…
Giró sobre sus pasos y se introdujo en un laberinto de puertas y pasillos. Por algunos de ellos había que pasar agachado y la sensación de claustrofobia aumentaba potenciada por la oscuridad absoluta. Al final llegamos a una especie de celda espartana, sólo una mesa pegada al muro, un camastro, una silla y el candil que encendió nada más entrar. Y un montón de libros apilados en el suelo. Cogió uno de ellos que casi coronaba la torre…
—Los voy apartando aquí. Son algunos que me interesa leer en tantas horas muertas, ya sabe. Mire, mire usted mismo lo que pone.
Y es cierto quien afirma haber visto al perro negro y al extraño infante husmeando los contornos del monasterio en épocas señaladas de la vida del monarca. Por ejemplo, el día de la muerte de la reina Isabel y en el fallecimiento del mismo rey. Todo esto hizo recrudecer las discusiones sobre si había sido correcto el emplazamiento, si no se había tentado a la suerte al haberlo construido sobre una de las bocas del infierno. Tras los sucesos acaecidos en la funesta noche del 13 de septiembre de 1598, todo quedó bajo un gran velo de silencio motivado por la pena de aislamiento y muerte ordenada para quienes se atreviesen a difundir lo que se consideraba secretos de Estado.
—Esto —dijo cerrando las tapas gruesas y arrugadas por la humedad— lo escribió Ricardo Sepúlveda en 1888, haciendo inventario de una serie de sucesos ocurridos aquí. Como ve, no es sólo una leyenda.
—¿Boca del infierno? ¿A qué se referían con eso?
El gesto del cultivado guarda cambió de inmediato. Me pareció que meditaba la respuesta.
—Es una tradición muy antigua que habla de líneas de energía que atraviesan la tierra de parte a parte. En los aposentos reales hubo un mapa que fue robado hace mucho tiempo y donde se trazaban en color rojo. Se creía que eran positivas o negativas y que circundaban el mundo uniéndose sólo en determinados puntos muy concretos. Suele coincidir con el cruce también de ríos subterráneos. Eso pasa aquí, a mucha profundidad. El rey, con sus asesores y expertos en arquitectura y ocultismo, eligió este sitio por algo. Muchos dicen que quiso contrarrestar la boca del infierno, pues se pensaba que el cruce que aquí había era de ese tipo, colocando encima la mayor obra mágico-religiosa efectuada en toda la cristiandad. Una especie de lucha entre las fuerzas del bien y del mal; una batalla abierta de símbolos, energías del pasado y aquel presente. Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero en los primeros escritos existentes sobre la zona ya hay referencia a este entorno como sitio poderoso, energético, telúrico. Quizá el rey lo consideró óptimo para ahondar aún más en el conocimiento de lo sobrenatural y lo oculto. Yo estoy convencido de ello.
Me sentí más aliviado al salir de aquella celda. Caminamos por un enjambre de estancias y acabamos ante los aposentos. La cama con dosel, austera para un emperador tan poderoso, resultaba chocante. Al lado, el escritorio y unos dibujos de plantas donde siglos antes estuvieron los cuadros de Hyeronimus, reunidos pacientemente en una misión que duró varios años y para la cual se desembolsaron auténticas fortunas para sorpresa de algunos consejeros Y enfado de los religiosos del monasterio.
—Aquí estuvieron los cuadros de El Bosco y el Planisferio Telúrico con las líneas de poder —dijo descolgando el cordón rojizo que vetaba el paso.
Al preguntarle sobre la agonía de Felipe n, Genaro fue taxativo:
—Fue terrible. Las visiones y las fiebres le llevaron al borde de la locura. Ahí mismo sucedió todo, pero apenas nada salió de estas paredes. Es un secreto de Estado, como decía el escrito que le enseñé, de los muchos que aún se guardan aquí.
—Pero ¿se sabe si él vio las apariciones?
—Lo que se sabe, gracias a unos escritos de uno de sus consejeros conocido como el padre Atienza, es que el rey pregunto por el perro negro o el niño negro en su último día. Afirmo al fraile que lo había presenciado varias veces así, configurado en esencia animal y en niño, y que sus lamentos lo despertaban y le llenaban de gran miedo. Encargó a los religiosos que rezasen para conjurado y justo cuando repetía que aquella visión le producía pavor por ser motivo de una venganza cayó en un sopor y dejó de respirar.
—¿El tal Atienza fue testigo de toda esa conversación?
—Sí, y cuentan que él también acabó epiléptico y loco. Aunque nadie sabe por qué.
Sobre el extraño pintor, Genaro fue mucho más austero en su descripción.
—Se han dicho muchas cosas fantasiosas y superfluas. Yo no creo que fuera un hereje maligno. Debía de ser un hombre con un conocimiento profundo del esoterismo y eso es lo que atraía al rey; la sabiduría en todas sus vertientes. Por eso sus composiciones, aberrantes y terroríficas para muchos, estaban aquí. A veces Felipe II y sus especialistas pasaban noches enteras delante de cada uno de ellos, pasándoles por delante fuegos y creando sombras extrañas. De eso escribió Poleró, el gran catalogador de todo el arte que pasó por estas salas en los buenos tiempos.
—¿Cómo dice?
—Que eso es lo que refleja el inventario de las piezas que hubo aquí en su día, que fueron muchas más que las que hoy puede ver. Resulta que incluso algunos de los cuadros de El Bosco se ennegrecieron por los experimentos que hicieron con ellos. No se sabe el motivo, pero sólo a ésos les pasaban velas, ungüentos, se quedaban horas mirándolos en silencio. Quizá para descifrar algo. Hasta hoy nadie lo ha podido saber.
Fue imposible arrancarle nada más. Ya en la salida, con la lonja y su empedrado inmenso y rectangular reflejando la luna redonda, le pregunté por aquel episodio de juventud; por aquel ladrón anónimo que escaló justo hasta la antigua estancia del Museo del Prado donde se hallaban los cuadros de Hyeronimus y que él vio precipitarse al vacío.
Creí, con la confianza adquirida y habiendo charlado además sobre otras piezas robadas como el Planisferio Telúrico, que era el momento preciso.
Me equivoqué.
—Eso es mentira. Yo no estaba allí. Y ahora, por favor, le ruego que se marche.
Dicho esto desapareció patio adentro, confundiéndose con la penumbra. Lo curioso es que a lo largo de la conversación previa me había confirmado que había ejercido de jardinero y guarda en el Museo del Prado durante años.
¿Por qué negaba entonces la evidencia? Corrí tras él y lo alcancé. Se giró bruscamente y en un movimiento reflejo abrí mi carpeta. De ella surgió como un fantasma de otro tiempo la portada de El Caso. Con su fotografía inconfundible y la declaración pormenorizada que hizo en 1961.
El hombre, de baja estatura, delgado y con ojos penetrantes, se me quedó mirando muy fijo, sin saber qué decir ante aquel documento que me había sacado de la faltriquera en el último momento.
—¿Querría usted cenar conmigo?
A lo largo de la velada, efectuada en el lugar de la comida, en la misma esquina, pero con viandas más ligeras y propias de la noche, anoté frenéticamente todo lo que Genaro me confesó. Daba la impresión de que no acababa de alcanzar a comprender qué demonios hacía yo con aquel recorte original, pero al mismo tiempo agradecía desprenderse de la pesada carga de un secreto tan viejo y comenzó a contarme una historia que casi me impidió probar bocado. Antes de que empezara su relato acepté un pacto; no volver a preguntarle jamás.
—Lo que pone ahí no se ajusta a la verdad. Yo estaba allí, cierto, pero pasaron más cosas que no fueron publicadas por el periódico. La policía dio la versión que quiso para evitarse complicaciones y el periodista se limitó a reproducida. Aquella noche yo escuché un golpe muy fuerte y salí de la casa que teníamos, muy cerca de la fachada principal. Cogí la porra y una cadena gruesa y descubrí a un hombre que, sin duda, se había partido la espalda en la caída. Al mirar hacia arriba comprobé que había intentado violentar la rejilla de seguridad de la ventana de la segunda planta que daba acceso a la sala dedicada a El Bosco y algún que otro pintor de los primitivos de El Escorial. Tenía aquel hombre la cara desencajada por el dolor y repetía que le dejase marchar, que lo levantase o que de lo contrario yo lo pagaría muy caro. Aquello me asustó. Entonces miré hacia la verja que da al Paseo del Prado y allí vi a una persona vestida también de negro, con un abrigo amplio y sombrero, mirándome muy fijamente. Sentí miedo, pero no supe cómo actuar. Aquel ladrón agonizaba y creo que en un momento fue consciente de que no podría incorporarse ni siquiera con mi ayuda. Entonces, notando que le llegaba el fin, me dijo que por favor le diese unos papeles que llevaba en una especie de pequeño macuto al individuo que vigilaba fuera. Yo me negué en un principio y dije que iba a llamar a la policía, pero el hombre replicó con una serie de maldiciones con tal furia que me llenó de temor. A todo esto yo veía que, con total frialdad, aquel señor estaba allí quieto, sin inmutarse. No distinguía su rostro, pero sabía que estaba siguiendo con detalle todo lo que hablábamos. El caído, desde el suelo y cada vez costándole más respirar, me dijo que su jefe ya me había visto y que sabía quién era yo. Gritó que de no darle esos papeles, regresarían, en plural, y que lo pagaría mi familia, mi padre, mi madre.
»Que nos acuchillarían a todos.
»Al parecer, su único interés era desprenderse de ese material. Decía que la policía no podía encontrarlo bajo ningún concepto. Que si los agentes lo cogían con eso yo lo pagaría muy caro y de por vida. Que lamentaría haber nacido. Que eran muchos y que un guarda como yo era muy poca cosa para abortar su misión.
»Y todo esto, para que se haga una idea, con el hombre aquel junto a un coche oscuro y grande, mirando. Total, no sé qué pasó que le dije que me los diera, que adelante, que iba a hacerlo a cambio de que dejara en paz a los míos. Entonces el tipo, que ya sangraba por la nariz, los ojos y la boca, me pidió que abriera el macuto que había caído junto a él. Dentro había unas herramientas, tijeras, un martillo y una manta, pero también unos papeles doblados. Salí corriendo a toda prisa para dárselos al individuo de afuera, sin saber bien lo que hacía, lleno de miedo conforme iba para allí y escuchando a mi espalda cómo los lamentos del ladrón se convertían en unos estertores. Me quedaban unos treinta metros para llegar hasta la valla cuando escuché la sirena de la policía. Al parecer uno de los guardias del interior había visto algo, había escuchado algo. Yo sentí que el mundo se me venía encima. ¿Qué hacer? ¿Detenerme? ¿Continuar?
»Seguí hacia delante y me pareció distinguir ya de cerca una cara con bigote, quizá quemada, arrugada o picada por la viruela. No sé, fue sólo un instante. Cuando estaba casi frente a él y separado por la verja vi que llevaba unos guantes negros, al igual que el hombre que se había matado cayendo al vacío. Iba a llegar pero entonces el coche de la policía enfiló la calle derrapando. El personaje del abrigo se giró y se metió en el suyo arrancando a toda prisa y yo me quedé sin poder cumplir el cometido, allí, en mitad del jardín, escuchando a los agentes saltando la valla y con aquellos documentos en la mano y el muerto detrás. Atenazado por mis temores no conté nada a la policía y creo que ellos nunca supieron la identidad del ladrón, que no llevaba papeles y al que nadie reclamó.
»Durante días, a través de mi ventana, esperé la llegada a la misma hora de aquel desconocido. Una noche tras otra seguía convencido de que elegiría el mismo lugar. Pero jamás regresó.
»Transcurrido un tiempo no pude resistir mirar aquel plano. Era un croquis de la segunda planta con dos equis marcando justamente la sala de los boscos. Un aspa estaba justo en la ubicación que ocupaba una pieza muy concreta: Los siete pecados capitales, la misma que colgaba en la alcoba del rey el día de su muerte. Por la otra cara aparecía una huella de niño.
»Una mano abierta, oscura.
»Eso no he podido olvidado nunca y hasta a veces sueño con ello. Como si se me apareciese en mitad de la noche intentando estrangularme.
»Después de aquello, de temer lo peor, esperé a que a mi difunto padre lo jubilasen y volviese al pueblo. Yo pedí de inmediato el traslado al monasterio. Cuando supe que aquí aún había algún cuadro del mismo pintor sentí temor, no sé bien por qué. Muchas noches, haciendo guardia, creí escuchar voces y ver una sombra que correteaba como un niño al final del pasillo. Cuando esto ocurría, discretamente y sin decir nada a nadie, me metía en mi cuarto y allí me encerraba. Lo peor fue cuando algunos de los compañeros más veteranos me contaron que en los años cuarenta pasó lo mismo aquí.
»Que otro ladrón entró a robar.
»Y éste, por desgracia, sí consiguió su objetivo.