28

La sala 57 A produce una extraña sensación al visitante del Museo del Prado. Siguiendo el trayecto obligado y antes de llegar a ella me quedé estático ante las tablas de Pedro Berruguete en las que aparece la quema de libros prohibidos por la Inquisición. Observando la escena me fui empapando, ayudado por la música medieval que llevaba en los cascos, de un tiempo turbulento; de una época de fuego y arengas, de autos de fe y miedo a las epidemias.

Al entrar en el área dedicada a los primitivos flamencos me maravillé con los colores de El descendimiento de Roger van der Weyden, con esas formas que parece que van a abandonar la pintura con el fin de acudir a nuestro encuentro. Un poco más allá llegan los retratos y ropajes ceñidos a la realidad, pasajes bíblicos y temas populares creados por las amables pinceladas de Gossaert, Isenbrandt o Gerard David. Pero el cromatismo, el pan de oro y algunos rostros de santos y vírgenes llenos de dulzura se detienen abruptamente ante la puerta de la nueva estancia.

En ella todo es distinto. Todo cambia como cambia el cielo justo antes de la tormenta.

Las risas son llantos, los pueblos aparecen devastados y las llamas del averno se apoderan de la tierra difunta y estéril. Las tablas se han convertido, al pasar el umbral, en documentos gráficos de un tiempo en el que los hombres vivían obsesionados con el incierto destino de sus almas y la constante presencia del diablo. La angustia, el miedo y la ruina física y moral ya es un hecho. Los demonios y su cohorte, los seres deformes y las sombras malignas hacen que más de un forastero se eche atrás nada más toparse con los primeros cuadros. Algunos pasan rápido, movidos por el instinto. Son curiosas las reacciones, incluso las muecas de desagrado al cruzar la mirada con Las tentaciones de San Antonio, en la que los ahogados deformes cruzan el río oscuro mirándonos mientras se alejan a la deriva y los peces de los que surgen brazos humanos a través de las branquias vuelan observando cómo los espíritus queman las casas con sus dueños dentro. Es una ruptura que sorprende, como un puñetazo inesperado en el diafragma.

En esta ocasión, además, el visitante percibirá que flota en el ambiente algo denso y diferente a todo lo anteriormente visto. Algo que revela que aquel cronista veía más allá que sus contemporáneos, que oteaba las profundidades nunca antes descritas. Que sus ojos, diferentes, tenían una facultad para radiografiar el interior del miedo humano, como si su pincel pudiese ahondar en la carne, rebasando los límites que detenían al resto, para ir en busca de los tormentos del alma.

—Llevo aquí veinte años y la sala siempre ha estado dedicada a este pintor —me respondió aquella mujer sin levantarse de su silla, colocada al final de la estancia, y mirando sin disimulo mi cuaderno abierto.

—Estoy seguro de que es una de las que más sorprende a la gente…

—Y que lo diga. Ante ese cuadro los grupos, sobre todo los extranjeros, se pasan las horas enteras. De noche, al apagar las luces, sigue teniendo un brillo muy especial.

Siguiendo la indicación de su dedo crucé todo el habitáculo hasta toparme con el impresionante tríptico abierto de El Jardín de las Delicias. En uno de sus laterales aún podía verse el número 122.69 correspondiente a la primitiva catalogación efectuada en el monasterio de El Escorial, el lugar donde pasó los siglos olvidado y maldito.

—En el lado derecho se retrató el autor. ¿Lo ve?

Hasta que pronunció aquello yo me mantuve, como cualquier persona que se deja atrapar por la prodigiosa creación, sumergido en ese mensaje indiscutiblemente herético que hubiera sido inmediatamente prohibido en cualquier lugar del orbe cristiano de no ser por la férrea protección que Felipe II ejerció sobre él. Y es que lo que se percibe a simple vista es un mundo lujurioso para la mirada eclesiástica de una época en la que se ponía especial celo en la supresión o disimulo de los cuerpos desnudos en determinadas posturas. Sobre todo si eran de mujer.

Aquella campiña donde retozaban cientos de personas de todas las razas, en una escena jamás imaginada anteriormente, era un auténtico paraíso prohibido, un edén primigenio de frutos rojizos, fuentes de la eterna juventud y cuerpos entrelazados y pecaminosos en los cuales el placer nunca terminaba. Como dijo la mayoría de grandes expertos, aquello parecía el minucioso ideal de una secta adamítica. Ni más ni menos.

Pero llegados a este punto algo no encajaba. ¿Qué demonios hacía en los aposentos privados del rey más poderoso de la ortodoxia católica?

—¿Su retrato? —pregunté sorprendido buscando el ya familiar rostro de Hyeronimus a lo largo de los tres inmensos paneles del tríptico.

—Sí. Ahí lo tiene, en mitad de El infierno musical.

La sensación angustiosa me sobrevino, como si llegase de pronto un vapor que se apodera del pecho, al encontrarme con aquella cara humana en pleno centro de la tabla más apocalíptica que nadie osó imaginar. La misma en la cual aparecen híbridos deformes tocando instrumentos que atormentan a los cristianos; enanos provistos de ropas de clérigo y cerdos con tocados de monja en un claro ataque a la Iglesia. La misma en la cual la sagrada mano de Dios, blanquecina y amputada, surge apuñalada contra una mesa, sosteniendo un enigmático dado, atravesada con un cuchillo que, como casi todos en las obras del brabanzón, lleva la letra M en su afilada hoja.

Aquella mano me recordó instantáneamente, quizá por su tonalidad inconfundible y su gesto con un índice alargado y desproporcionado, a la del gigantesco pantocrátor de la ermita de Tinieblas de la Sierra.

—Tiene toda la razón; es idéntico al único grabado que al parecer se guarda de él… —dije asombrado al fijarme en un detalle al que nunca antes, caminando por el museo como cualquier visitante, había prestado atención.

Ahí estaba la faz inconfundible de Hyeronimus van Acken, oteando el exterior como si él ya perteneciese a otro mundo, mirando hacia mí y a la deriva, constituida su anatomía sobre un tronco viejo terminado en dos piernas cuyos pies eran barcazas inestables en mitad de la corriente de un río abisal. Era el mismo hombre, el mismo gesto que aparecía en la portada del libro de Klaus Kleinberger. La efigie de quien se hunde poco a poco y sin remedio en su propio averno, contemplando un cosmos tenebroso que lo absorbe, navegando al Más Allá incierto. El rostro desconsolado de quien ha acabado atrapado en sus propias pesadillas y se ha plasmado a sí mismo por los siglos de los siglos en el epicentro del mal, como queriendo dar un mensaje angustioso. Ahí estaba la estampa del ser a quien sin la menor duda se refería Lucas Galván en su último escrito: «el hombre-árbol».

—Todos éstos —irrumpió la mujer disolviendo mis pensamientos— los trajeron de El Escorial. Para los especialistas se trata de la colección de boscos más importante del mundo. Ni más ni menos. Eso sí, allí, en los pasillos y estancias del monasterio, debían impresionar aún más.

La encargada de la sala era una persona afable, de unos cuarenta años y gafas colgando al cuello con cadena, vestida con el traje de chaqueta azul marino de todos los empleados. Llevaba una especie de walkie-talkie a la cintura del que a veces surgía una voz dando contraseñas. Al final lo apagó, pues parecía sentirse cómoda con mis preguntas en mitad de la larga mañana de martes sin apenas visitantes.

—A estas alturas no me caben dudas de que usted ya será una de las más expertas en este pintor. Apostaría a que pocas personas han pasado tantas horas ante estas obras.

—De tú, por favor. Llámame de tú —respondió sonriendo y un tanto ruborizada.

—Según tengo entendido, todas las obras que aquí se exponen estuvieron en la alcoba de Felipe II hasta el día de su muerte, ¿me equivoco?

La mujer no dudó un segundo en su respuesta, haciendo crecer mi curiosidad.

—Cuentan que allí hubo bastantes más, pero desaparecieron tras los incendios ocurridos después de la agonía del rey. Por ejemplo, se sabe que ésta, Los siete pecados capitales —dijo acercándose en línea recta hasta una tabla en la que surgía un gran ojo vigilante del mundo—, era una de sus preferidas y que también estuvo a punto de ser pasto del fuego. Por fortuna se pudo salvar.

—Hablando de desapariciones, ¿alguna vez ha habido robos en esta sala?

Sabía que había mencionado un tema tabú para los vigilantes; sin embargo, amabilísima y a la vez intrigada por mi interés, aquella inesperada colaboradora se fue soltando hasta proporcionarme una serie de datos que en aquel instante se revelaron como un auténtico tesoro. Hasta I970 la ubicación de la estancia dedicada a Hyeronimus van Acken fue otra muy distinta. Las creaciones favoritas del monarca, incluidas La extracción de la piedra de la locura, El carro de heno, Las tentaciones de San Antonio o La adoración de los Reyes, junto con piezas casi tan tenebrosas de Joachim Patinir o Quentin Metsys, estuvieron en la segunda planta, en el lugar preciso por el que quiso entrar el ladrón malogrado del que hablaba la vieja contraportada de El Caso. De algún modo se concibió Una sala temporal en la cual se colgaron los cuadros —los que quedaban— que en su día engalanaron el monasterio a modo de recreación de los aposentos de Felipe II.

Y había una sorpresa más. Genaro Castro, el joven celador que presenció aquel accidente mortal, aún ejercía su oficio de cuidador de Patrimonio Nacional en un lugar muy especial: el monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Aquel martes nublado y frío parecía mi día de suerte.