El bibliotecario me había citado en una cafetería del paseo del Prado, justo frente a la más importante pinacoteca del mundo. Llegó con aire misterioso, con una carpeta bajo el brazo y encarnando un papel que, tan alejado de la cotidianidad de su empleo, parecía fascinarle. Se aproximó hasta mi mesa y sin saludar siquiera se sentó con una sonrisa asomando en los labios.
—Ayer se cortó el teléfono y no pude contarle lo que he descubierto.
Me quedé mirando lo que traía en aquella especie de portafolios de cuero. De fondo sonaba el chirrido de la máquina del café y un hombre comía algo en la barra. Estábamos prácticamente solos.
—Por eso le he traído esto, para que usted mismo pueda verlo.
Sacó un periódico antiguo, una edición amarillenta y muy deteriorada en cuya contraportada se podía leer:
EL CASO, 4 de marzo de 1961 SE MATA AL INTENTAR ROBAR EN EL MUSEO DEL PRADO ¿Un maniático, un demente, un hombre ansioso de publicidad?
Muchas versiones y cábalas se hacen alrededor del suceso ocurrido en el Museo del Prado, pero es probable que la verdad completa no se sepa nunca. Desde luego, a ninguna persona normal se le puede ocurrir un robo tan descabellado, ya que las medidas de seguridad son tales que ni el grupo mejor equipado podría intentar esa aventura con alguna probabilidad de éxito…
Me detuve nada más acabar de leer el primer párrafo. No entendía nada.
—¿Éste es su hallazgo? ¿Y qué demonios tiene que ver con Lucas Galván?
Se llevó el índice a los labios, rogándome silencio. Después dio la vuelta a la publicación y señaló el número que a rotulador aparecía en el vértice superior derecho.
—Ahí está. ¿Lo ve? —me dijo como si fuese un espía que muestra su contraseña secreta.
—«Rv 1058/461». ¿Y? —respondí sin saber de qué iba el juego de signos.
—¡Es la signatura! —respondió algo decepcionado por no escuchado en mi boca—. ¡El número de identificación de la Biblioteca!
Me quedé mirándolo fijamente. Sin decir nada.
—«Rv» se refiere a revistas y publicaciones periódicas no microfilmadas. El primer dígito corresponde al semanario de sucesos y el 461 es el número exacto de ejemplar. ¿Comprende ahora?
Tras brindarme una mueca de desencanto ante mis pocas luces abrió de nuevo la lujosa carpeta y sacó un papel rosáceo lleno de anotaciones. Entonces empecé a comprender. Era la ficha completa de peticiones realizadas por el socio Lucas Galván Giménez en aquel lejano 1977. El registro completo de todo lo que había solicitado en las salas de la Biblioteca Nacional en el que se reflejaba algo evidente, la repetición sistemática de aquel Rv 1058/461.
—Esto significa que lo examinó a fondo y, como puede ver aquí —dijo señalando aquel listado—, solicitó varias veces hacer fotocopias de esta misma contraportada. O sea, que le interesó muchísimo lo que pone aquí, en este periódico. Y eso, en mi opinión, no tendría el menor interés de no ser por esto otro…
Me extendió aquel rectángulo lleno de números, deslizándolo a lo largo de la mesa. Al observado más de cerca pude comprobar que otra signatura se repetía obsesivamente, unas treinta veces, copando casi todas las solicitudes que hizo en sus últimas visitas hasta desaparecer con un libro que no le pertenecía…
Le miré esperando una respuesta al misterio.
—Eso son peticiones monográficas especiales. Un abono con el cual se pueden reservar los libros en un depósito personal para no tener que esperar la búsqueda diaria. Sería algo así como un apartado propio donde se guardan una serie de volúmenes concretos sobre los que se está trabajando. Lucas Galván estuvo por lo menos tres meses consultando obsesivamente estos diez libros.
—Hasta que se escapó con el Estudio médico de la peste en los Montes de Toledo bajo el brazo.
—Cierto. Uno de ellos era esa obra. Pero había otras dos muy curiosas, y antiguas, por ejemplo sobre Venecia. Ya ve qué cosas. El resto no tenían mucho que ver, eran estudios diversos sobre un solo pintor: El Bosco.
Instintivamente me eché hacia atrás en la silla.
—He revisado esos tomos uno por uno, pero no los he podido traer dado su grosor. En muchas de sus páginas hay símbolos, anotaciones, letras sueltas y algún número. Incluso existe constancia de una queja, un par de años después, de otro lector que encontró todos esos garabatos en unas obras tan cuidadas. Anteriormente nadie había hecho el menor comentario al respecto. Lo que sí tengo aquí es una fotocopia de una de esas páginas. Éste es el dibujo que más veces se repite en los otros nueve volúmenes. Como ve, está hecho a lápiz, de modo que en condiciones de luz como las de la Biblioteca no es muy fácil percibido…
—¿Esto lo puso muchas veces en todos los libros?
Alonso asintió en silencio y yo me quedé mirando aquella mano pequeña estampada por algún motivo que desconocía. Después le pedí la fotocopia y gentilmente me despedí. Le dije que me dejara el ejemplar del periódico, cosa que hizo con cierta resistencia. Prometí informarle de cualquier novedad y me alejé en dirección a la plaza de Carlos V. Me oculté en un portal y discretamente observé su salida del bar hasta que poco a poco fue perdiéndose entre el gentío.
Antes de volver al paseo del Prado, con todos los sentidos puestos en el museo, volví a mirar aquella pequeña mano oscura trazada a lápiz mientras desplegaba El Caso como un viandante que lee el diario sin saber que han pasado más de cuarenta años.
Genaro Castro, celador de diecinueve años e hijo de los jardineros del museo, salió de su vivienda, que se encuentra dentro del mismo recinto y dista unos diez metros de la propia fachada de la pinacoteca, alertado por el ruido sordo y seco que se había producido a poca distancia de su ventana. Estaba a punto de meterse en la cama, pero instintivamente se puso su traje de guardés y salió al exterior provisto de la estaca reglamentaria. Por las declaraciones que ha realizado a nuestro reportero sabemos que hacia la una y cinco minutos de la madrugada se produjo el incidente.
Al ver a aquel hombre, acurrucado en sí mismo y en mitad del suelo de piedra, pensó que podría tratarse de un obrero que en mitad de la oscuridad hubiese pisado en falso precipitándose al vacío. El miedo le sobrevino al muchacho cuando vio a un individuo vestido completamente de oscuro, provisto de una bolsa del mismo color y zapatillas con suela de goma, probablemente con el objeto de caminar en sigilo y no despertar sospechas.
Según relató a los miembros de la BIC —Brigada de Investigación Criminal—, no despertó a sus padres para evitarles el susto, sobre todo cuando comprobó que aquel intruso agonizaba por un profundo corte en el cuello producido al rozarse con la propia alambrada que tapa una de las ventanas por la que intentaba colarse.
Sin duda, el hombre había saltado la verja en el momento propicio del cambio de turno de la vigilancia central, encaramándose rápidamente a la conducción de agua que asciende por la fachada trasera hasta la segunda planta. Al llegar frente a la ventana empezó su labor. Portaba unas tijeras gruesas y cortas semejantes a las de un podador con las que logró iniciar un orificio circular en una de las entradas de la Sala 32. Probablemente resbaló al encontrarse la cornisa mojada por las últimas lluvias.
La caída, de unos diez metros, resultó mortal. El material que portaba en la bolsa fue requisado por los agentes. Al parecer había un tosco plano marcado con varias cruces a modo de señal y unos rollos de fieltro grueso con los que, se supone, habría protegido las valiosas telas o tablas que pretendía sustraer.
Genaro prestó declaración durante tres horas en la tarde de ayer y confirmó que varias veces se había visto al sujeto, de unos cuarenta años, paseando con detenimiento por una sala concreta del museo. Además aseguró que vio huir a alguien, también vestido con ropa oscura y sombrero, que observaba la escena desde el otro lado de la verja de entrada.
A pesar de las pesquisas de la BIC la identidad del finado no se ha podido averiguar hasta el momento.