Por un momento pensé en llamar a Helena en el viaje de regreso para hacerla partícipe del hallazgo, pero luego reflexioné. ¿Le gustaría ver un retrato tan cruel de la persona que amó?
Al final, queriendo ahorrarle el mal trago, opté por el camino de la lógica y le pedí a Márquez que arrimara su Jaguar junto a la larga acera que muere en el Instituto Anatómico Forense.
Era extraño, pero en el trayecto apenas hablamos de las fotografías. Él se negó en redondo a verlas, como si no quisiera relacionarse ni por un instante con aquel material. Se pasó todo el rato hablando maravillas de los tres gruesos libros —Malleus maleficarum, de 1596, Disquisitorium magicarum, de 1699, y la impresión del manual para exorcistas o Fuga daemonum de Girolamo Menghi, de 1703— que había adquirido por una nada módica cantidad en la feria de libreros de Bilbao y que habían sido el motivo real de su viaje.
—Aquí te dejo. Mi familia me reclama y, si te soy sincero, estos sitios no me gustan nada y menos a estas horas. Por cierto, muchacho, creo que tú también deberías descansar —dijo desde el oscuro interior del vehículo.
Bajé con la bolsa negra de Ridaura en una mano y con la de viaje en la otra. Me quedé observándole, aguardando a que los pilotos rojos se fueran alejando hasta desaparecer girando la esquina. Tuve suerte, pensé al mirar hacia arriba. Esa noche el profesor Baltasar Trujillo no tenía demasiado ajetreo, no se veía el coche fúnebre aparcado en la entrada. Así que subí la escalinata del siniestro edificio tan rápido como pude.
—«Pánico 7.» Esto es lo que veo yo aquí.
Esperé unos segundos a que ampliara su primer diagnóstico y acabase de rastrear aquel material con su lupa de bordes negros. Una de las fotos, como si fuese especial o diferente al resto, la clavó con un alfiler en un corcho de la pared y la iluminó detenidamente con el foco dirigible de la mesa. Entonces aquella expresión torturada y deforme pareció cobrar por un instante un efecto parecido a la tridimensionalidad, definiéndose con una claridad fantasmagórica.
—¿Te impresiona? —preguntó sin mirarme—, pues yo me reafirmo: «pánico 7», sin más.
Carraspeó y, siempre centrándose en la misma imagen, colocó una especie de lámina plástica o filmina transparente sobre ella con algún objetivo que no quiso desvelar.
Dos minutos después me explicó pormenorizadamente los secretos de aquel término. Ese dígito en la escala del miedo es el que produce la muerte instantánea por parada cardio-respiratoria. Los especialistas de todo el mundo coinciden en que un tipo de terror repentino puede conducir al óbito; no son casos corrientes, pero ocurren y hay bibliografía científica precisa.
«Pánico 7», no sería mal nombre para una novela.
—Esta contracción —puntualizó sobre la imagen efectuando un círculo alrededor de la cara con el dedo índice— no es producto de la hipotermia y la congelación. Eso es posterior. Antes ha sufrido un shock de tipo complejo…
Según me explicó el profesor, los síntomas de esta fase son repentina opresión en el pecho y fulminante caída durante la que sobreviene el óbito. En un ochenta y cinco por ciento de los casos, antes de impactar de bruces —señal inequívoca de este tipo de desenlaces— la víctima ya es cadáver. Por esa ni siquiera pone los brazos para mitigar el golpe.
—Simplemente cae, cae entre la vida y la muerte, cae por el abismo que se abre a veces en mitad de nuestros sueños y nos despierta sobresaltados con la sensación del vértigo. En menos de un segundo ya han hecho el viaje infinito.
El aspecto de las piernas y los brazos, descolocados como los de un títere, sugerían que algo así debía de haber ocurrido. Al parecer, lo más frecuente era que en la víctima existiesen factores condicionantes anteriores, tales como placas de colesterol adheridas a las arterias que se desprenden y bloquean el riego. Cuando el individuo está sano es difícil diferenciar el «pánico 7» de la muerte súbita por colapso.
—Sin embargo —continuó Trujillo poniéndose la palma abierta sobre el pecho—, en algunos incidentes como éste se desencadenan unas reacciones químicas tan potentes que inducen a la masiva entrada de calcio en el interior de las células cardíacas, originando un bloqueo en este músculo que se contrae al máximo hasta romperse.
—Entonces tuvo que sufrir una agonía terrible —dije sin dejar de mirar aquella fotografía clavada en el corcho y cubierta por el plástico.
—Cierto, pues la sensación de terror provoca un intenso estímulo en el hipotálamo, el cual induce a las glándulas adrenales a lanzar al torrente sanguíneo una gran cantidad de lo que nosotros llamamos «catecolaminas» —dijo la palabra muy despacio como reseñando su importancia y para que yo la anotase en el cuaderno—, elementos que contraen los vasos sanguíneos y aumentan la posibilidad de producir un coágulo general. Es una muerte horrible, la peor que se puede desear.
—Y todo eso lo ves aquí, en esta cara —sentencié acercándome y tocándola con el índice.
Mi amigo sacó de su bolsillo de la bata las otras seis copias y las extendió sobre la mesa apartando otros informes y una balanza de presión que había allí. Destacó una de cuerpo entero.
—Los muertos son capaces de hablar, ya lo sabes. De contarnos qué les pasó aunque nadie pudiera verlos en su último instante. En el fondo, y que no me escuchen los colegas, es una última comunicación, una postrera confesión que relata lo que les ha sucedido y por qué. En este caso está meridianamente claro; fijándonos en la hinchazón y en esta especie de hematomas verdosos que se ven en las muñecas, podemos suponer que se incrementó el ritmo cardíaco y se desvió sangre del sistema gastrointestinal a los músculos y al cuerpo. Por decirlo de algún modo, se dispuso todo el organismo en estado de emergencia para huir o luchar. Ése es el mensaje concreto que recibió su cerebro; un órgano que está haciendo que se secreten catecolaminas por vía nerviosa. Éste es el proceso por el que más daño se produce en todos los órganos… y cuyas secuelas típicas puedes ver aquí.
Efectivamente, en dos de las imágenes las manos arqueadas de Lucas Galván aparecían con las venas muy marcadas y una especie de filamentos negruzcos se destacaban bajo el manto de la piel casi traslúcida. En el cuello, alrededor de la yugular, ocurría otro tanto. Incluso en otra, que era un primer plano del perfil, con los ojos abiertos y la boca desencajada como en un grito, surgían esos trazos oscuros junto a las sienes, como formando una estrella o, más bien, una araña fúnebre y mortal. Sin embargo, había algo que no me encajaba del todo.
—¿Y esto que se ve a la altura de la sien?
—Es secundario, seguramente el golpe sufrido al precipitarse contra la propia tumba. Prácticamente descartaría la acción de un traumatismo producido por arma contusa, pues los detalles de esa muerte por miedo me parecen previos. Sintió o vio algo terrible y luego cayó. Mira aquí —me dijo con tono autoritario señalando la pupila— y dime qué ves.
—Que está muy dilatada.
—Exacto. Dilatada tres veces y medio respecto a su tamaño natural. Ese incremento, contabilizado en los dos globos oculares, es por el que se diagnostica el dígito 7, el tope máximo en esta escala de la muerte súbita por pánico. Cada número corresponde a medio aumento. Curioso, ¿verdad?
—Así que ése es por lo tanto el límite que soporta el ser humano… —deduje sin quitar la vista de aquel ojo que parecía vivo, fijo a un lado de la nariz aguileña aplastada contra la tumba mojada.
—Oficialmente sí, y Galván cerca anduvo de superarlo. Pocos casos he visto con esta dilatación en cuatro décadas de profesión.
—¿Hay señales de que hubiese ingerido algún tipo de sustancia extraña?
—¿Por qué lo dices?
—Por el detalle que dejó escrito en el remite de su última carta. Se puso una cruz, como si anunciase de alguna manera su próxima muerte. Como si supiese lo que iba a hacer o con quién se iba a encontrar…
—En una primera inspección veo que no existen síntomas bucales de veneno, pero no sabemos si consumió, por ejemplo, drogas. Eso, sin los informes en nuestra mano, es imposible de determinar. Lo que aquí ves es el poder del terror, querido amigo. El poder del miedo puro y la conciencia de no tener salida.
—Sin embargo —le corté reuniendo en un solo montón las siete fotografías—, Galván estaba en un espacio abierto, con posibilidades de huida. ¿Qué le atemorizó tanto como para sentirse atrapado?
—Eso es lo desconcertante. ¡Este rostro me recuerda tantas Cosas! Sin ir más lejos al espanto que provocaba Josef Mengele, célebre diseccionador del Tercer Reich. ¿Has oído hablar de él?
—Claro. El Ángel de la Muerte.
—Sus simulacros de fusilamiento con balas de fogueo fueron un medio dramático para graduar las escalas del terror en el ser humano.
Asentí dándole la razón y él se levantó, como para dar relevancia a lo que me iba a decir.
—Hay una foto de un judío que nunca olvidaré. El doctor Villanova, uno de los más grandes forenses que en este país han sido, nos la mostró cuando yo venía a dar clase aquí, aquí mismo, hace cuatro décadas. Era la imagen, efectuada por los propios nazis y rescatada por las tropas soviéticas años después, de un hombre al que le habían aplicado unos electrodos atado de pies y manos a unos oxidados raíles. Al parecer, medían el nivel de aguante del corazón hasta el momento justo de que la locomotora los despedazase. Se daba la tétrica circunstancia de que esta pobre gente desconocía lo que iba a ocurrir. A veces el tren no existía y lo que ponían era su sonido en un gramófono, emitido desde atrás y deteniéndolo antes del presumible atropello. En otras se consumaba la carnicería. Esa imagen previa de aquel moribundo nos la trajo nuestro maestro y la colocó aquí, para que viéramos los síntomas del terror en la fisonomía humana; para que anotásemos las modificaciones monstruosas que somos capaces de soportar antes de la última expiración.
Al acabar la improvisada disertación sus ojillos estaban brillantes. Quizá para que no me percatase de ello tomó de nuevo la lupa y aumentó a través del cristal circular aquella efigie despeinada por la lluvia, que reposaba boca abajo, ya a punto del inicio del proceso de putrefacción, desplomada como un saco terrero reventado sobre una lápida en la que sólo se distinguían algunas letras. Botas puntiagudas con tacón, pantalón de pana arremangado en la pierna izquierda, camisa abierta, desgarrada, y un gabán oscuro y largo. En una de las fotos se veía una sombra en la espalda, algo anómalo que el profesor no supo determinar pero que descartaba como causa mortal. Quizá una mancha del propio negativo. Lo indiscutible era que en el borde blanco de las siete fotografías había una larga hilera escrita a mano con dígitos similares a los de una cuenta bancaria seguida de unas palabras:
Varón sin identificar, decúbito prono, Tinieblas de la Sierra, 22 de diciembre de 1977.
Precisamente esa fila de números, según el profesor, podría arrojar en el futuro alguna pista reveladora. Por lo menos, decía, ya teníamos anzuelo para pescar algo en los archivos. No me prometió nada y, como siempre, me despidió con una palmada en la espalda y una franca sonrisa antes de meterse de nuevo en la morgue, con la misma tranquilidad de quien va a comprar el pan cada mañana.
—Lo que darías por saber lo que vio esa retina antes de morir, ¿eh?
Cuando salí de la Ciudad Universitaria era ya noche cerrada y sin luna. Caminé entre los jardines y los edificios vacíos en busca de un taxi a todas luces imposible en aquella zona tan alejada del centro. Respiré el aire frío que penetraba en los pulmones.
Al final de la calle principal, en dirección contraria, un hombre alto con sombrero se aproximaba atravesando el parking exterior, casi vacío de no ser por algún coche medio abandonado.
No lo había visto llegar, pero estaba allí.
Se acercaba rápido, demasiado como para llevar buenas intenciones, y sentí que se disparaba mi dispositivo interno de alarma.
Un individuo entrando a esas horas por esa zona… ¿Adónde iría tan decidido si allí no había nada ni nadie?
Por un momento, apreté la bolsa que contenía las fotos de Galván contra el pecho, como si instintivamente hubiese relacionado a aquel viandante con toda la historia que gravitaba dentro de mi cabeza. No supe qué hacer, si girarme y emprender carrera en sentido contrario o si sencillamente esperar hasta cruzamos en buena lid.
Seguí avanzando y entonces noté una ráfaga de aire que hizo ulular los árboles que se abrían paso a mi espalda, bajando en terraplén hasta la carretera de circunvalación. Por Un momento, convencido de que aquello era una situación rara, se me pasó la idea de adentrarme en el bosquecillo y bajar por la pendiente. Di un par de pasos en esa dirección y de pronto, como si mi conciencia volviera a imponerse a la fantasía, me percaté de mi error.
¿Qué me iba a hacer aquel hombre?
¿De dónde salía aquella inquietud?
No podía ser nada más que un caminante…
Lo miré entonces sin disimulo, percatándome de que su abrigo largo, abierto, ondeaba como una sombra alada que se acercaba a buen ritmo.
¿Había algo que temer?
Ralenticé mi paso y afiné la mirada —que no es mi sentido más fiable— para intentar distinguir su rostro. Aún estaba demasiado lejos. De pronto, como un latigazo, sentí algo moviéndose en mi pierna y me llevé la mano al bolsillo con un gesto parecido al de los pistoleros. Era mi móvil.
—Hola, espero que no sea muy tarde para llamarle…
—Disculpe, ¿quién es? —contesté apretando el aparato contra mi oreja y notando cómo la cobertura se iba de un lado a otro con una larga interferencia que entrecortaba la voz.
—Soy Alonso, Federico Alonso… El de la Biblioteca Nacional.
Hice un aspaviento, orillándome un poco hacia el parque y apoyándome en el tronco de un castaño. De reojo observé a la figura, cada vez más cercana, pasando bajo la luz de las farolas redondas que iluminaban la acera. Lo curioso es que no escuchaba el rebote de sus pisadas.
—¿No me diga que encontró otra copia del libro Estudio médico de la peste en los Montes de Toledo?
—No…, pero creo que tengo algo mejor. Sería importante que nos viésemos mañana. Este hombre consultó una serie de cosas que…
—¿Mañana? ¿A qué hora? —respondí sin dejar de mirar al frente.
—A mediodía, o cuando quiera hasta las cinco. Creo sinceramente que esto le puede interesar. Ya le dije que cuando yo me pongo a investigar, ¡no hay quien me pare!
—Espere por favor, ahora le llamo yo.
Separé el teléfono y miré al frente.
—¿Me escucha? ¿Oiga?
Por el auricular sonaron las exclamaciones de Alonso hasta que pulsé el botón de cortar llamada.
¿Cómo podía ser?
Salí a la carretera. Miré al frente, detrás, a ambos lados, siempre sin dejar de avanzar. Había notado algo muy extraño, inconfundible, como cuando alguien se te aproxima clavándote la mirada en la nuca y se te eriza el fino cabello de esa zona.
—¿Hola?
Grité un par de veces en lo que, visto desde fuera, debía ser la absurda escena de alguien hablándole a la nada y esperando respuesta.
Me detuve en seco y giré sobre mis talones hasta casi completar una circunferencia. Si mis cálculos no fallaban, excepto ese pequeño trecho ajardinado, no había manera de salir de allí. Todo eran muros de bloques contiguos, sin espacio ni bocacalles entre ellos. Una avenida ancha pero sin salidas, mal alumbrada por diez farolas. Nada más. Imposible desaparecer sin que yo lo viese.
Entonces, ¿qué estaba pasando?
—¿Hola?
Noté el latido del corazón cada vez más fuerte al reanudar la marcha, convencido de que algo se ocultaba a mi mirada, vigilándome. El chasquido de mis zapatos golpeando rítmicamente el asfalto fue sonando cada vez más aprisa. Pasé por el lugar por donde apenas veinte segundos antes avanzaba el hombre del abrigo ondulante y me detuve otra vez en seco.
Ni un alma.
—¿Hay alguien?
Sintiendo cada vez más cerca esos ojos invisibles, notando cómo me escrutaban de arriba abajo, decidí partir en busca de las luces que se dibujaban al final del camino, dejando atrás el edificio gigantesco donde la única ventana que aparecía blanquecina entre hileras de rectángulos negros era la morgue donde trabajaba el solitario doctor Trujillo.
Al llegar a la rotonda, ya en plena entrada a la ciudad miré atrás y juraría que vi al hombre allí parado, al final, en mitad de la calle.
Mirándome.