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Venecia
Fecha indeterminada entre 1500 y 1505

El rostro de Hyeronimus quedó fragmentado por una línea de sombra. Los ojos y la nariz se iluminaron con la blancura de la luna que se filtraba por el ventanuco.

—¿Quién profiere esos lamentos? —preguntó a un acompañante vestido de terciopelo cuyos pasos se alejaban resonando en la catacumba.

—Cristianos que navegan ya hacia su último viaje —respondió Jacobo de Almaigen, Gran Maestre del Libre Espíritu, mientras intentaba obligar al artista a no permanecer más tiempo contemplando la escena.

—¡Parece la mismísima barca de Caronte guiando a las almas hacia el Más Allá! —contestó El Maestro sin despegarse del cuadrado abierto en el muro por donde llegaba, como un cántico, el rosario de voces quejumbrosas provenientes de una gran góndola negra que pasaba bajo el puente de piedra.

La apreciación del pintor no podía ser más exacta. La embarcación, comandada por un fraile encapuchado en la popa, trasladaba un pasaje peculiar: diez hombres vivos y otros tantos muertos. Los últimos iban sentados, sin cabeza, borboteándoles aún la sangre por el espinazo recién cortado a golpe de hacha. El resto gritaba ante el espanto de la visión, con la certeza de que iban a sufrir un fin igualmente dramático.

—El Draccatore, miembro destacado de los Signori di Notte, los lleva a la ensenada que hay detrás de la pared sur. Allí les atarán unas piedras como éstas al cuello —dijo golpeando unas inmensas rocas pulidas y esféricas provistas de argollas que se apilaban en cada esquina de aquel pasadizo— y los dos pies, bien aferrados con la soga, irán amarrados a cada uno de los cadáveres decapitados. Es el ritual para los condenados por violación.

—Hermano Jacobo, ¿aquí estaré realmente…?

—¿Seguro? ¡Por supuesto! Ya te he dado mi palabra de que no ocurrirá nada si respetas las reglas. Mis relaciones comerciales con los dux de esta ciudad son un salvoconducto poderoso. Ellos son condescendientes con mis creencias… y yo me limito a no airearlas innecesariamente y, sobre todo, a ser muy generoso.

—¡Pero esos Signori…!

—No temas en vano, pues no debes cruzarte con ellos a lo largo de todo este tiempo. Tu pozzi de aislamiento está al final de un conducto que no pueden visitar bajo ningún concepto. Ya me he encargado de hacer las gestiones precisas para que sea discretamente vigilado. Así no tendrás que preocuparte más que de lo verdaderamente importante…

—¿Y si un día descubrieran el motivo real de mi estancia y el contenido de mis tablas?

—¡Te digo que eso no ocurrirá jamás! El dux ya ha cobrado su parte y tenemos un acuerdo. Aquí eso es la ley.

Al llegar a una intersección, iluminados tan sólo por el candil de aceite que portaba Jacobo de Almaigen, se oyeron unas toses repentinas. Voces de la tuberculosis que clamaban desde el final del húmedo pasadizo. Al acercar la lumbre, a través de un ojo de buey practicado en la pared y a no mucha altura, pudieron ver a hombres hacinados, sin camas o jergones sobre los que recostarse siquiera. Todos estaban embadurnados con algo parecido a grasa o polvo de carbón. Muchos tenían pupas y manchas en la piel. Y nadie hablaba. Algunos parecían muertos hacía tiempo, como muñecos desplomados en el esquinazo lleno de orines donde había un orificio a modo de letrina. Los ojos de todos ellos, clavados en el cebo de la luz como si fuesen insectos nocturnos, desaparecieron en cuanto el soplido del Gran Maestre apagó la llama.

—Esta oscuridad parece llena de malos presagios… —dijo Hyeronimus al tiempo que tanteaba la portezuela de roca viva que su mentor había abierto provocando un gran chirrido al descorrer los tres cerrojos.

—Es el medio en el que debes desenvolverte, como en el fondo, querido maestro, siempre has hecho. Efectuado el ritual de ayuno y oración, comenzarán tus visiones. Te auguro que será algo mucho más potente que todo lo anterior. Debes estar preparado.

Acostumbrándose a la ausencia de luz, distinguió trazos más oscuros que surcaban toda la pared. También había manos negras, plasmadas con furia, quizá proyectadas en su propia sangre.

—Como puedes comprobar, aquí ya hubo alguno de los nuestros que en tiempos lejanos fueron ejecutados sin la menor piedad. Mañana un guarda que está enterado de nuestra sagrada misión te abrirá y dejará tres tablas y tus pinceles.

—¿Cuántos han muerto aquí? —preguntó poniéndose en cuclillas ante los signos y escrituras en diferentes lenguas que empezaban a vislumbrarse mejor, como si rodeados de alguna sustancia desconocida reflectasen sobre el muro gris.

—Estamos en la fortaleza de tortura y ejecuciones más antigua de Europa, es incalculable la cantidad…

—¿Cuántos?

Antes de escuchar la respuesta, El Maestro fue pasando la mano por aquellas firmas póstumas dejadas por quienes, cercano el filo del hacha, se lamentaron en un último grito grabado entre las cuatro paredes. El mero contacto de la palma de la mano le hizo sacudirse como si hubiese sentido a través de su esqueleto la descarga de un rayo. En ese instante, su cerebro, como si fuese capaz de dilatar el tiempo por algún milagroso don, se llenó de escenas inconexas, caras sin cuerpo, rostros negros, risas desdentadas de niños, manos arrancadas que sangran por las muñecas, lamentos interminables, esputos lejanos de los tuberculosos… y su propio nombre. Su nombre en voces desconocidas que, avanzando lentamente, le daban la bienvenida a este mundo de pesadilla.

—Está repleto, hermano Jacobo… Lo siento dentro de mi alma, están aquí, como en una sinfonía de locura y sombras detenidas. Están aquí para…

El Gran Maestre lo tenía todo calculado. La despedida iba a ser un momento particularmente complejo. Temía que Hyeronimus quisiera echarse atrás. Quizá por eso, deslizándose como una de esas culebras de agua que abundaban a sólo unos palmos del muro, salió y aseguró raudo los cerrojos.

El pintor, lejos de sentirse abandonado, se puso brazos en cruz en mitad de aquel suelo que parecía transpirar y donde los hongos verdosos asomaban entre las grietas. En su rostro, incomprensiblemente, se empezó a dibujar una sonrisa y unas palabras…

—Venid a mí…

En ese instante El Bosco estaba a punto de comenzar su gran viaje secreto a lo más hondo del dolor, la locura y la muerte. Aguardaba ya el encuentro definitivo con las entidades que iba a poder retratar como nunca antes había logrado ningún otro ser humano. Ya no le importaba nada. Ni los datos concisos acerca de los más de dos mil hombres que perdieron la vida en ese habitáculo que iba a ser su nuevo hogar, ni el extraño sonido, como un golpeteo seco y acompasado, que había comenzado a escucharse fuera.

Con la simple ayuda de un mísero ventanuco habría sido capaz de averiguar el origen de la inquietante melodía. Era otro de esos frailes encapuchados a los cuales debía evitar a toda costa a lo largo de su estancia en el mundo subterráneo del Palacio Ducal de Venecia. Había salido por una portezuela que daba directamente al canal y llevaba un gran saco entre las manos. Tras abrirlo, se había arrodillado, como si ejerciese una ceremonia cotidiana, y en ese mismo instante dejaba caer, una a una, las cabezas de los diez decapitados. Cada chapoteo se producía dejando un margen de aproximadamente medio minuto. Y en ese tiempo, de sus labios, surgía un rezo susurrado e incomprensible.

Las caras, en un último rictus de dolor, iban desapareciendo hacia el fondo de la corriente oscura, sumergiéndose poco a poco, alejándose con los ojos muy abiertos, mirando la vida que dejaban atrás.