Sebastián abrió la puerta de uno de esos restaurantes populares cuya celebrada cocina hace que desde primera hora la entrada esté a rebosar. Al final de la barra nos aguardaba el señor Ridaura, con una gabardina gris, la mirada perdida en algún punto indefinible y un vaso entre las manos. Sin embargo, su cara estaba más pálida que el día anterior.
Era un rostro de preocupación.
—Que sepan que he estado a punto de no venir… —dijo invitándonos a pasar a la sala contigua donde se repartían no más de cuatro mesas para los clientes de siempre.
En aquel instante, Márquez, mientras apilaba los abrigos en los brazos de un camarero, se presentó. El fotógrafo, de unos cincuenta y cinco años, rostro alargado y pelo encanecido peinado hacia atrás, ni siquiera respondió; alargó su mano y se limitó a sentarse.
—Aquí estarán muy a gusto los señores… —dijo apartando las sillas un sonriente y uniformado maitre que desapareció rápidamente tras escuchar que no íbamos a tomar nada de aperitivo.
Aquel primer gesto de la persona que en lejanos tiempos trabajaba en Toledo para los juzgados me indicó que algo no marchaba bien… Lo mejor era escuchar sin hacer preguntas, y su voz angustiada comenzó a fluir como si tuviera que reprochamos algo.
—Llevaba años sin ver las copias… y anoche, después de hablar con usted, me fui directo al archivador donde guardo los trabajos de aquella época. No sé cómo decírselo sin que se rían de mí pero…
Márquez y yo, instintivamente, nos miramos en silencio como si adivinásemos —aunque no lo adivináramos ni en lo más remoto— la causa de aquel miedo.
—Ha sido una impresión fortísima. No se cómo, pero, en fin, que no me tengo por hombre miedoso después de haber retratado tantas desgracias. Y sin embargo, ya les digo que…
—No vamos a reímos. No somos tan ignorantes. Tenga por seguro que si estamos aquí, ante usted, es porque precisamente creemos que hay algo extraño en toda esta historia, y recuperar esas imágenes puede ser clave para nuestra futura investigación, ¿lo entiende?
Las palabras de mi amigo, a pesar de transmitir un tono tranquilizador, no lograron su propósito. Muy al contrario, Ridaura parecía cada vez más nervioso.
—¿Ustedes por qué vienen con esto treinta años después? ¿Qué interés les mueve exactamente? Es que no sé si me puedo meter en un lío y de verdad que a estas alturas yo lo que menos deseo es…
El repentino cuestionario, deformación profesional, no me gustó un pelo. Aquel hombre estaba mucho más lejano y distante que el día anterior en la penumbra de su tienda de revelados. Miré instintivamente la bolsa de mano situada en el asiento libre de su lado y él, dándose cuenta del brillo de mis ojos al centrarse en aquella pieza, puso su mano encima, dando un palmetazo como quien levanta una barrera.
—Es importante que veamos esas fotografías… —le dije sin apartar la mirada de mi objetivo.
El hombre, quizá atemorizado por no saber quiénes éramos y si le estábamos engañando, empezó a encogerse, a balbucear, a explicarse atropelladamente.
—Miren, con franqueza, yo no sé si tendría que llamar a Toledo, a los juzgados. Nos advirtieron en su día y a pesar del tiempo que ha transcurrido no quisiera causar problemas allí, además quiero que sepan que tengo dos hijas y…
A pesar del temblor de sus manos cerró el pequeño tramo de cremallera de la bolsa, dejando bien claro que allí, en su interior, estaba lo que buscábamos. Pero ¿de qué tenía tanto miedo?
De pronto una voz, más bien un grito abriéndose paso entre el murmullo general y el fragor de platos que venía de la cocina, llegó hasta nosotros haciéndonos mirar hacia atrás con un golpe de cuello casi violento:
—¡Aquí están las anchoitas con pimientos verdes de Gernika, el bacalao como Dios manda y el marmitako de bonito!
Los tres reímos al unísono, agradeciendo la irrupción del maitre. Nos dimos tiempo muerto, saboreamos los platos en total silencio, casi sin miramos, y las copas de vino fueron servidas parsimoniosamente. Al terminar la primera de un trago, Ridaura fue más claro…
—Tienen que disculparme… Esta noche he tenido una pesadilla tan real que…
—¿Qué? —respondí sin poder contenerme y volviendo al estado inicial de tensión.
—Pues ya le digo, abrí las carpetas, vi las fotografías y sentí miedo. No sé, algo insano que no me ha abandonado desde ayer.
—Pero ¿de qué va a tener miedo usted a estas alturas? —dijo Márquez al tiempo que depositaba los dos cubiertos en paralelo sobre el plato limpio.
—Mi mujer me ha dicho que he pasado una noche horrible… Ella misma se ha asustado. ¡Me ha tenido que despertar a golpes!
Tragó saliva, como si aún no tuviese confianza para narrarnos lo ocurrido con detalle. Nosotros, quietos como muñecos de cera, aguardábamos.
—Me dijo, llorando, que a eso de las tres me había despertado dando un alarido.
—¿Que usted se había despertado? —matizó mi amigo.
—Sí, yo. Que me había erguido, o sea, que me había sentado apoyando la espalda en el cabecero y que había empezado a reírme. Pero a reírme de una manera muy rara… sin parar. ¿Lo entiende?
En aquel instante, noté el lento ascenso del escalofrío por mi espalda.
—Estuve así un buen rato y ella, según me dice, me miraba entre las sábanas, sin saber qué hacer, porque al parecer es muy peligroso despertar a un sonámbulo…
—¿Pero usted lo es? —dijo de nuevo Márquez.
—¿Yo? ¡Qué va! ¡Ni de niño! Por eso estamos asustados. Dejé de reírme y estuve un tiempo en silencio, mirando al frente, fijo en el umbral de la puerta. Mi mujer me llamó por mi nombre, me tocó en el hombro y nada, como una figura de cera. Ni sentía ni me movía. Y claro, ella empezó a pensar que era un ataque o algo…
Hizo una breve pausa y bebió media copa de un trago, temblándole la mano en el trayecto.
—Al minuto o así comencé a hablar con alguien, pero tenía los ojos abiertos, sin parpadear. Era como si una persona invisible se hubiese presentado de pronto en mis sueños para decirme algo. Mi esposa empezó a agitarme y a llamarme por mi nombre… pero nada. Según parece, dije palabras y cosas extrañas, sin sentido… y hablaba con alguien a quien yo miraba en el umbral de la puerta.
—¿Y sus hijas? —pregunté—. ¿Se despertaron?
—Eso es lo peor y lo que me da miedo de verdad.
En un momento los ojos de aquel hombre se llenaron de lágrimas que se contenían en el último instante antes de abandonar la retina. Noté que la mandíbula se le tensaba.
—Aparecieron las dos por el pasillo, llorando. Serían las tres de la madrugada y es entonces cuando me desperté…, como si todo hubiese sido una pesadilla, un sueño terrorífico. Yo no recuerdo nada y lo que me encuentro es a mi mujer presa de la histeria, abrazándome, y mis dos hijas ahí, temblando Y muertas de miedo. A mis niñas también les había pasado algo…
En aquel instante juraría que a Márquez, a pesar de su pose seria mesándose la barbilla y mirando fijamente a nuestro interlocutor, también le latía el corazón tan fuerte como a mí.
—Explíquese, por favor…
—Ellas no se habían despertado por mi voz… ¡Qué va! Según me dijeron, histéricas y sin dejar de gritar, escucharon algo parecido a un llanto, pero no el de su madre, sino el de un hombre, muy cerca de ellas. Casi bajo la cama, avanzando poco a poco a ras de suelo… Era alguien que las llamaba a cada una por su nombre. Así lo sintieron.
—Pero ¿lo habían escuchado estando dormidas? —preguntamos casi a la vez.
—No sabían decirlo, pero algo las había despertado y como su cuarto da a un patio interior pensé en lo peor, en algún ladrón… Total, que cogí el hacha que guardo en el armario y fui para allí dispuesto a todo. No había nadie, pero mis hijas, mis dos niñas, no dejaban de repetirme que habían visto algo, que habían soñado algo, que algo las había despertado a la vez, al mismo tiempo… Algo que era la cara de un muerto, sólo el rostro, blanquecino, con la boca abierta, torcida, y los ojos muy abiertos. Eso es lo que vieron, acercándoseles muy lentamente desde la ventana, como flotando, hasta situarse justo encima de ellas. Las dos describían exactamente lo mismo. Al mismo hombre.
Los dos goterones cayeron por las mejillas, en silencio. Tras sacar un pañuelo del bolsillo de la chaqueta de cuadros y hacerlos desaparecer, agarró con decisión la bolsa de piel negra y la depositó en el suelo. Después, con fuerza, la arrastró bajo la mesa hasta casi ponerla bajo mis piernas.
—No quiero saber nada más de esto. Mi propia familia no sabe lo que hay aquí y yo jamás conté nada. Me da miedo y sé que algo tiene que ver. Sé que ese sueño y lo que vieron mis hijas tiene que ver con esto. Yo les doy lo que contiene a cambio de un solo favor…
Asentimos con la cabeza sin pronunciar palabra.
—Jamás vuelvan a preguntarme por nada de esto. Les juro que no sé qué pasó ni entonces ni ahora, ni estoy dispuesto a saberlo. Todo está ahí, las fotos que hice y nada más. Ustedes se lo llevan y si a mí en un futuro alguien me pregunta algo, que no creo, diré que me robaron en casa y que no sé nada. ¿Estamos?
El maitre regresó en silencio. Nuestras caras debían de ser un poema y le dejaron sin ganas de exaltar las delicias de las natillas y los barquillos que traía en tres pequeños platos calientes.
—Pero yo creo que no debe zanjar el asunto así como así. Lo que nos ha contado es un sueño, una sugestión…, suele pasar y le aseguro que tenemos preguntas importantes para resolver un caso que nos intriga. Se las debemos hacer, pues usted estuvo allí y pudo fotografiar ese cuerpo antes de que las autoridades se lo llevasen. Ayer no tenía el menor problema y es importante que…
Mi disertación fue cortada de raíz con un gesto hosco.
—Creo que he sido claro. Hoy no es ayer. Por si no le basta, mire esto.
En su mano izquierda tenía un trozo de papel cuadriculado. Tras desdoblarlo vimos una palabra escrita a trazos de rotulador grueso. Noté de reojo cómo la cara de mi amigo Márquez se ponía tan blanca como la leche.
—Esto es lo que anotó mi mujer en mitad de mi crisis, en el momento en que no me podía despertar de mi pesadilla. Es lo que yo repetí más de cien veces, sonriendo, con los ojos abiertos, mirando al umbral de la puerta y dialogando con algo invisible que al parecer estaba allí mismo. Yo sé lo que significa y ustedes también, pero mi familia no. Ahora, si me permiten y son tan amables…
Un sorbo y dos apretones de manos. La bolsa bajo mis pies Y la sombra del atormentado señor Ridaura desapareciendo del comedor entre el tumulto y las apreturas de aquel lugar viejo y estrecho.
Los dos nos quedamos, uno junto al otro y sin saber qué decirnos, mirando aquel rectángulo en el cual se podía leer claramente una palabra en mayúsculas. Un lugar que, desde luego, conocíamos muy bien: TINIEBLAS.