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Estoy seguro de que se refería a ellos al escribir esto de «Hermanos Electricistas».

Sobre la mesa del lujoso bar del hotel, repleto de maderas oscuras y clientela selecta, reposaban aquellos últimos papeles de Lucas Galván que había leído mil veces y escrutado milímetro a milímetro. Sebastián, con su conocimiento inmenso y su aplastante seguridad, siempre descubría nuevas claves indescifrables para el profano. Por eso asentí maravillado. Señaló con el dedo una frase concreta de aquel reportaje póstumo y como si ahora tuviese otro significado la leí en alto:

Muchos años después, los Hermanos Electricistas del pasado también aportaron su luz con la triple llamada para invocar al retrato que nos espera. Bebieron de los códigos y pudieron recrear el espejo de las ánimas.

—La de Andrew Crosse —prosiguió el editor apurando su vermut— y su selecto grupo es una historia triste, pero entronca perfectamente y da sentido a todo esto. De algún modo fueron los continuadores de aquellos experimentos antiguos de los que hablábamos ayer. Son iniciados del siglo XIX que añaden la magia de la naciente electricidad para atisbar en la oscuridad de las dimensiones. Lo que ocurre es que los que se Sumergieron de verdad, los que quedaron atrapados por el otro lado, acabaron muy mal. Terriblemente mal.

Durante una hora de disertación, en aquel ambiente británico que hacía mucho más fácil sumergirse en el ambiente de la historia que me relataba, conocí a un personaje que sin duda también debía de haber sido importante para el infortunado reportero argentino.

—No te quepa duda de que este desgraciado leyó los trabajos de Crosse. Estoy convencido de que quizá, en lo más profundo de su locura, los quiso poner en práctica. Y así acabó.

Desde el siglo XIX, junto a otros pioneros de la novedosa energía que maravillaba al mundo, en laboratorio y ante testigos, Andrew Crosse efectuó experimentos concretos para la captación de lo que denominaba bajos astrales, elaborando así las bases de lo que llamaron trilogía del llamamiento: un rudimentario sistema que empleaba luz directa sobre los ojos, provocación de estados alterados de la conciencia y recreación de condiciones de tormenta estática electromagnética en determinados lugares previamente seleccionados. Este tipo de sesiones finalizaron con la muerte de Crosse el 26 de mayo de 1865 tras los sucesos que comenzaron a vivirse en su propio caserón de Fyne Court. Un lugar que quedó maldito e incluso fue exorcizado por un reverendo a petición de los vecinos poco después de quedar deshabitado.

—¿Y qué le pasó realmente? ¿Cómo murió? —pregunté al sabio al salir de la gigantesca puerta giratoria.

Sebastián Márquez se quitó uno de los guantes con la otra mano para pagar a la señora ciega a la que acababa de comprar un número de lotería. El mediodía era muy frío y ya caminábamos rumbo al casco viejo en busca del restaurante donde había sido concertada la cita.

—Se volvió loco y falleció.

—¿Y todos aquellos científicos que trabajaron con él?

—Las ratas del barco siempre son las primeras en huir. Al final, aunque eso sólo lo sabríamos si se encontrasen las últimas páginas de su diario personal, se quedó solo, completamente solo.

—¿Escribió un diario?

—Se subastó en su día por una buena cantidad, pero faltaban las últimas 34 páginas. El encabezamiento, en su época ya de delirio final, es histórico… decía algo así como «la suma de todos los conocimientos humanos no es más que ignorancia».

—No es mala frase.

—Pues que conste que fue autor de descubrimientos muy interesantes, pero acabó maldecido por la comunidad científica, ya sabes el mecanismo. En su tumba, junto a la entrada de la mansión, pone The Electrician, en honor a esa energía mágica que prácticamente se estaba descubriendo en su época.

—Es decir, que algo se acabó apoderando de su mente… —dije reflexionando en susurros.

—Es lógico que desvariase en su última época, pues sus experimentos con el lado oscuro acabaron devorándole.

—¿En qué consistían aquellas visualizaciones?

—Por lo que dejó escrito en las actas de su última ponencia ante la Sociedad de Bioelectromagnetismo de Londres, tras un proceso de «fosfenismo» o dilatación de la visión a raíz de determinadas exposiciones a la luz directa, en un habitáculo a oscuras y activando rastreos luminosos con un foco concreto en un lugar cargado, aparecían fugazmente rostros, cuerpos, siluetas.

—¿Y cómo determinaban si había carga o no en un lugar?

—Ya te dije que las culturas primitivas han sabido diferenciar lugares telúricos con energías positivas o negativas. Crosse y su grupo tenían predilección, a tenor de sus trabajos, por determinados centros megalíticos antiquísimos y por lugares donde habían tenido lugar violentas batallas o en los que la peste había diezmado drásticamente a la población.

—¿Y allí se llevaban sus equipos para experimentar?

—Exacto. Él, junto con Townsend, Szarmach, Faraday… Les apasionaba aquello, pero la mayoría abandonó en el momento justo. Llevaban los primitivos focos y los laboratorios portátiles de la época. A veces actuaban sobre sus propias retinas, permanecían horas hasta alcanzar un estado de ensoñación muy concreto, después iluminaban sectorialmente algunas zonas de oscuridad y entonces, en ocasiones, aparecían las sombras, las caras avanzando, los niños…

—Le dejaron solo…

—Cierto, todos le abandonaron y él siguió. En aquella última acta se especificaba que quería plasmar esas visiones con la recién nacida ciencia de la fotografía. Por lo que sabemos, nunca lo logró. Ninguna cámara se puso a su servicio. Finalmente, lo encontraron en su propio laboratorio, frente a los focos ya apagados, como si en su última noche hubiese visto algo que le reventó el corazón. Había muerto de miedo.

—¡Santo cielo!

—No es el único caso ni será el último. ¿Acaso no recuerdas a Jurgenson o tantos otros? Pues ahí está la advertencia, tan clara como el agua.

Claro que lo recordaba. El documentalista Friedrich Jurgenson tenía el dudoso honor de ser el descubridor oficial de las psicofonías, las supuestas voces que aparecen —como a mí me había ocurrido en el camposanto de Tinieblas— grabadas en soportes magnéticos o digitales sin haber sido escuchadas previamente por nuestro oído. En 1959, con sus bobinas de cinta abierta en un paraje solitario en las cercanías de Mülnbo y con el fin de registrar la voz de los pájaros para la banda sonora de un reportaje, percibió en la posterior audición que se habían registrado unos vocablos lejanos. Una especie de frases entrelazadas en un grito que parecían llamarle o recriminarle. Sin embargo, allí no había absolutamente nadie en kilómetros a la redonda. Al ampliar su volumen oyó claramente las palabras «Friedel… Friedel… ¿Puedes oírme?», que identificó inmediatamente y sin género de dudas con el timbre y tono de su propia madre ya difunta. Ella era la única que le llamaba así.

A veces eran palabras amables sueltas en el éter, en otras ocasiones eran amenazas que se filtraban aún poniendo como barrera las más severas condiciones de hermetismo sobre el aparato magnetofónico.

Amenazas de muerte.

En su última época, tal y como les ocurrió a sus compañeros, aquella causa no identificada que hablaba desde algún punto del tiempo y el espacio comenzó a adivinar hechos de su vida pasada o futura, e incluso establecía cierto diálogo respondiendo a preguntas pregrabadas. De ahí se pasó a las alucinaciones auditivas, al permanente estado de alerta… y al miedo.

Murió completamente obsesionado, fuera de sí, concentrado únicamente en aquellas voces sin rostro que, de algún modo, lo habían arrancado de la realidad.

¿Habría sufrido Galván un proceso similar al de Crosse? Tras las palabras de Sebastián era evidente que indagar en el lado oscuro era peligroso y, si se iba demasiado lejos, podía llegar a ser… mortal.