Yo tengo que ir precisamente a la Feria del Libro Antiguo de Bilbao, así que si quieres, adelanto mis planes y vamos juntos…
Las palabras de Sebastián Márquez en su moderno despacho de la editorial me reconfortaron.
—Además he leído esas últimas hojas de Lucas Galván que me pasaste y creo que, dentro del aparente desorden caótico, efectivamente hay cierta lectura para iniciados.
—¿Y has llegado a comprender algo de todo eso?
—Sí, y me ha apasionado. Creo que, de algún modo, poseía información privilegiada. Merece la pena que te lo explique… durante el viaje. Ya sabes que no me gusta hacer kilómetros solo.
—No sé —respondí lánguido—, se me acumula el trabajo en la emisora y me van a dar un toque cualquier día.
Mi amigo se desató la coleta y sacó de la cajonera las fotocopias del último texto del reportero muerto. Era la única persona que las tenía aparte de mí y estaban marcadas con círculos rojos, llenas de flechas que conectaban unas palabras con otras, repletas de aspas para llamar la atención sobre determinados aspectos.
—Pues ahora empiezo a creer sinceramente que aquí hay algo interesante. Esto es, a su manera, una especie de testamento, y merece la pena que lo hablemos tranquilamente… rumbo a Bilbao, por ejemplo.
—¡Que me van a echar de la radio, Márquez! —repliqué sonriendo.
—Entonces escribes algo para mí y santas pascuas. Algo por ejemplo sobre el Imprimatur. Algo que interesaba mucho a tu amigo el reportero.
Le miré con gesto escéptico.
—Ten fe en la búsqueda… y confía en mi corazonada. Creo que algo vas a encontrar allí. Es un pálpito. Galván estaba al corriente de varias cosas que de algún modo pueden entroncar con todo lo que te conté de viejos cultos animistas. Es probable que descubriese algo importante. Venga, te recojo dentro de dos horas en tu casa.
—¿Y a ti qué se te ha perdido precisamente en Bilbao?
—Quiero comprar unas cosas raras de esas que me gustan a mí —respondió guiñándome un ojo.
—¿Libros?
—Libros malditos.
Le sostuve un rato la mirada y de inmediato volví a centrarme en aquella tarjeta de visita, la del comercio de un fotógrafo que no sospecharía ni remotamente que andaba tras sus pasos como un sabueso. Ese pedazo de cartón fue lo único que pude encontrar después de una frenética búsqueda durante toda la noche entre los polvorientos archivadores del Anatómico Forense. En los ficheros correspondientes a Toledo, casi vacíos para mi decepción, lo único que merecía la pena era esa lejana referencia a quien en los años setenta se encargaba de realizar y revelar todas las copias para la autoridad judicial. Foto Ridaura fue un estudio de los de toda la vida que, tras las gestiones y telefonazos pertinentes, descubrí que se había trasladado a los márgenes de la ría bilbaína hacia I980. Allí había que buscar.
—No se hable más. Y ahora déjame que tengo la visita de un distribuidor que viene de Sevilla. A la una y media en tu portal.
Aún envuelto en dudas salí en dirección a mi barrio con el fin de preparar el equipaje básico. La verdad es que era un viaje kamikaze… ¿Se acordaría aquel señor del macabro cadáver del camposanto? Y de acordarse, ¿estaría dispuesto a hablar? ¿Conservaría las fotografías o se habrían perdido en algún oportuno trámite burocrático? ¿Sería tan morboso para haberse guardado unas segundas copias? Y de haberlo hecho, ¿por qué demonios me las iba a dar a mí treinta años después?
Esa misma mañana, durante un par de horas y con el neceser sobre la cama, volví a llamar al teléfono que me dieron en Toledo los comerciantes de móviles que ahora ocupaban el sitio en el que en su día se ubicó Foto Ridaura. Era un número que siempre contestaba igual, con aquella voz femenina repetitiva y que ya odiaba con toda mi alma.
«El teléfono marcado no se encuentra operativo en estos momentos».
«A Bilbao 427»
El Jaguar Sovereign verde de Márquez pasó como una centella junto al cartel, enfilando la Nacional 1 con ese estilo propio de los coches de más de diez millones y deslizándose elegante hasta dejar atrás los bloques de piedra para empezar a vislumbrar el campo. Contrastaba la imagen campechana de aquel editor en camisa de cuadros capaz de pasarse horas en un taller grasiento del centro de Madrid y el lujo británico aderezado con cuero y maderas nobles.
A la altura de San Agustín de Guadalix ya estábamos enfrascados en un intenso debate.
—Esa fórmula que tanto te inquieta y a la que sin duda se refiere el último escrito de Galván no es apta para todos los públicos —dijo gritándome sobre el ruido de fondo del camión al que adelantábamos.
—¿La triple llamada? —recordé acercando mis manos a la rendija por la que salía el aire de la calefacción.
—Quiero decir —prosiguió Márquez— que es conocida tan sólo por determinados grupos de heterodoxos. Y si está ahí es por algo. Es una adaptación más o menos libre de lo que en algunos círculos conocemos como trilogía del llamamiento.
Abrí al máximo los ojos, sorprendido por el término.
—Es como recrear una serie de condiciones en tres pasos concretos para generar un estado, un espacio, una dimensión donde pueden aparecer energías que moran en un plano paralelo desconocido para nosotros pero que está ahí. Eso siempre que se efectúen en el lugar adecuado.
—¿Lugar? Creo que él escribió algo así como «epicentros del ensueño». ¿Se referiría a un enclave especial elegido por algo?
—Seguro. Hay entornos muy precisos donde ocurren desde siempre cosas anómalas, conjunciones caprichosas de fuerzas telúricas que recorren la tierra y que se cruzan en nudos complejos en los cuales, utilizando las fórmulas concretas, podremos vislumbrar el otro lado e incluso penetrar en lo más oscuro de nosotros mismos.
—¿Otro lado?
—Oye —insistió—, que te estoy hablando completamente en serio. Yo lo he visto y he sabido siempre bordearlo, respetándolo, no arriesgándome. Ya no me interesa más que en el sentido de la evidencia personal, pero comprendo que a otras personas, sobre todo si poseen una sensibilidad especial, aquello les empuje al abismo. Ya te he alertado del peligro del torbellino, del embudo que poco a poco te atrapa y te va sumergiendo en un lugar que está ahí fuera pero que también radica aquí…
Se señaló la cabeza.
—Y aquí… —hizo lo propio con el corazón.
—No comprendo del todo, Sebastián. Perdona pero…
—Pues es relativamente sencillo. Este periodista se dejó llevar poco a poco hacia ese magma de lo oscuro, esa otra dimensión que convive con nosotros queramos verla o no. En determinados puntos esa fuerza está ahí, activa, y se puede experimentar. Desde muy antiguo algunas culturas incluso trazaron rudimentarios mapas para poder calcular la ubicación de estos lugares de poder. Dicen que Felipe II encargó uno a su séquito de nigromantes.
—Ya estás con lo de siempre. ¿Gente que enloquece tras acercarse a algo? ¿A un tema en concreto? ¿A un sitio?
—Pero no es la locura tal y como la conocemos. Lo que ocurre es que ahí adentro, en nuestro cráneo y en nuestra alma, ocurren cosas… y no siempre sabemos cómo vamos a reaccionar. Son fuerzas que gravitan sin que conozcamos sus leyes más profundas. Y te juro que gravitan con más intensidad en ciertos entornos en los que ha habido tragedias superpuestas. Es ese dolor que no se va, en el que se queda impregnado el Imprimatur. Existen esos puntos, y en ellos, habitualmente, se alzaron determinados templos y corrientes heréticas. Es probable que alguien receptivo lo pase mal allí, se maree, vomite, tenga visiones, incluso varios factores podrían conducir a un fin trágico. Con franqueza, la aldea esa que aparece en las fotografías de Galván…
—Goate, la vieja alquería muerta junto a Tinieblas de la Sierra —apunté sin dejarle terminar.
—Eso. Pues ese enclave sería, por determinadas circunstancias como ubicación, magnetismo o dolor acumulado, una especie de batería en permanente carga. Eso los viejos sabios lo conocían muy bien. Si la gente huyó de allí, si lo abandonaron, sería por algo. Lo que se adivina en esas imágenes, esos niños que parecen casi vaho entre las tumbas mirando al objetivo, pone la carne de gallina.
—Pero si eso fuese así, casi todo el mundo estaría repleto de lugares con Imprimatur. ¡Tragedias las haya patadas cada día y en los cinco continentes!
Mi amigo desatendió la carretera y por más tiempo del recomendable volvió a mirarme fijamente a través de aquellos anteojos de médico antiguo.
—No es sólo eso, tiene que haber más condicionantes. Los antiguos creían que determinado tipo de piedra, el granito por ejemplo, tenía facultad para retener esas energías densas.
—Pues anda que no tenemos granito en…
—¡No te quedes sólo con lo superfluo, caramba! Además de eso tiene que haber un pasado de apertura de puertas…
Antes de dejarle proseguir impartiendo cátedra, le señalé al frente, a la fila correspondiente para pagar el peaje. Al abrir la ventanilla entró un viento que helaba hasta los ojos. Se elevó la barrera, aceleró y continuó…
—Tú has investigado muchos casos de supuestas casas encantadas, ¿me equivoco?
—¿Y?
—Pues ahora haz memoria, amigo reportero; en esos casos, en los reales, en los que tienen denuncias policiales, intervenciones de jueces, sacerdotes…, en los que pasa algo de verdad, ¿qué antecedentes te encuentras? ¿Qué es lo que ha pasado en esa casa precisamente? ¿A que hay dos cosas que casi siempre coinciden?
En aquel momento pasaron por mi mente, como en una rápida proyección, las caras de gente de toda condición y creencias que habían declarado ante el micrófono en los últimos quince años. Personas atormentadas con algo que parecía haberse adueñado de la vivienda. Personas que no sabían a quién acudir, que tenían miedo de llegar cada noche a su propio hogar.
—Crímenes y espiritismo —dije muy serio, como si en parte no me gustara darle la razón con mi experiencia.
—¡Exacto! ¿Lo ves? No sólo es la sangre. En muchos de esos casos los jóvenes, sobre todo mujeres, habían practicado el mal llamado juego de la OUlJA, habían pasado horas tomándoselo a broma y quizá como medio para intimar con sus amigos, invocando a supuestas presencias. ¿Me equivoco?
—Pero el espiritismo oficialmente nació en el siglo XIX y estamos hablando de un pueblo mucho más antiguo que…
—Esos sistemas de contacto han existido desde siempre.
—En España eso estuvo muy controlado por la Iglesia.
—Ya. Pero sus deseos y represiones no pudieron evitar la presencia de algunos grupos heréticos que bebían de aquellas doctrinas antiguas. ¿Recuerdas a los Hermanos del Libre Espíritu y similares? Pues lo tenían muy claro; no querían saber del reino de los cielos, o del infierno, por lo que dijese el párroco. Querían experimentar por ellos mismos. Y entonces, en determinados lugares donde se asentaron…
—Quedaron abiertas las puertas.
Tras pronunciar estas palabras, que desde luego se alejaban de mi máxima periodística de objetividad en estos temas, recordé la estampa de Galván, siempre cubierto con su gabán oscuro, siempre imponente en su mirada de águila.
—Pero Lucas —irrumpí rompiendo el breve silencio— era un tipo avezado y además zorro viejo. No creo que se obsesionase fácilmente con un par de polaroid por extrañas que sean y un pueblo donde ya no hay nadie. Le tuvo que pasar algo más, algo que nunca llegó a contar y que quizá le mostró lo que no esperaba.
—¿Algo más? Mira, hay una delgada línea —hizo lentamente un trazo con su índice en el aire— que, en un momento dado, todos podemos pasar. Es esa que hace que el hombre normal, querido por los suyos, padre ejemplar, novio ideal, esposo amantísimo, de pronto coja un hacha, como dominado por una fuerza ajena a él y despedace a su familia entera. Después es consciente de la barbaridad que ha cometido y llora como volviendo en sí, pero durante unos minutos ha sido gobernado por algo que…
—Pero hombre, ¡para eso la psiquiatría tiene un diagnóstico!
—Claro —dijo separando sus ojos del parabrisas—, ¡qué fácil! Así lo arreglamos todo. Los psiquiatras son los primeros, si son honestos y buenos profesionales, que saben que penetramos en un universo completamente desconocido. Que existen fuerzas misteriosas que forman parte de nosotros y que a veces parecen proceder o emerger inesperadamente sin que haya ningún síntoma interno o externo para su predicción. Es una cosa terrorífica que no sólo se explica con una bata blanca y un historial médico. Hay algo más que nos ronda, que se cuela por los intersticios, que es capaz de acudir si le trazamos un puente de acceso… algo que es capaz de llamarnos por nuestro nombre. Una voz que se acerca en la oscuridad.
—Y entonces, ¿crees que Galván llegó a conocer la fórmula de la triple llamada y que la ejecutó en aquel lugar donde apareció muerto?
—Pienso que todo es un proceso, una profundización. Va más allá de lo orgánico y lo mental. Y ocurre constantemente. Vamos a ver… ahora yo muevo así el volante, así, sólo un poco, de este modo…
Lo aferró desde la parte de abajo y nos cimbreamos tanto que tuve que poner el antebrazo para no dar con mi cabeza en la ventanilla.
—¡Estás loco! ¡Nos vamos a matar!
—Tranquilo, hombre… Imagínate que nos damos contra la mediana y tú quedas malherido…
—¿No podrías poner otro ejemplo o qué demonios te pasa? —le grité.
—Escucha, escúchame atentamente. Quedamos mal parados y tú sufres un EAC…
—¿EAC?
—Sí, Estado Alterado de Conciencia, una percepción de que tu cuerpo se queda atrapado entre los hierros pero al mismo tiempo puedes tener la visión panorámica completa…
—¿El viaje astral?
—Bueno, sí. Notas entonces cómo algo, esa alma, ese ka del que hablaban los egipcios hace tanto tiempo, se va elevando hasta contemplar la escena con total detalle. Eres tú, pero realmente estás ahí abajo… ya sabes a qué me refiero.
Lo sabía perfectamente. Los casos de experiencias cercanas a la muerte habían protagonizado en alguna ocasión mis reportajes en prensa y el debate central del programa de radio. Recientemente había departido en antena con un doctor sevillano, Enrique Mazas, que había compilado un estudio asombroso de treinta y cinco pacientes que habían sufrido experiencias muy parecidas de visión remota de su propio cuerpo tras sufrir accidentes gravísimos. El suceso más inquietante de aquel listado, ocurrido en Córdoba en 1981, había llegado a manos de ese médico por la imposibilidad de darle explicación por parte de los facultativos de dicha ciudad. En la mesa de operaciones, tras un penoso accidente de tráfico, una mujer de treinta y cinco años se había «despegado de su anatomía» y había descrito, a su regreso y tras cuatro días de inconsciencia en la UVI, lo que ocurría en la sala de operaciones. Según su testimonio, en ese estado de aparente no corporeidad su otro yo había logrado salir al exterior y observar incluso el entorno del edificio, detallando un terrible choque entre una motocicleta y una camioneta de reparto del propio centro hospitalario. A consecuencia del impacto, el chico de la moto había resultado con una pierna amputada traumáticamente por desgajamiento. Aquella mujer no sólo describía el color de la cazadora del joven —naranja—, sino el de la piel del conductor —negra—, e incluso el lugar exacto del atropello, en la misma entrada del parking.
—En algunos de estos casos los pacientes, de diferentes culturas, religiones y condición social, han descrito lo mismo, exactamente lo mismo…
—Claro, claro —respondí uniendo mi pulgar con el índice—, una esfera de luz que se acerca y se transforma en un túnel; la visión repentina en segundos de escenas que retroceden en la propia vida y la aparición de unos seres de tipo bondadoso o angelical que dicen que no es tu momento…
—Exacto, pero no siempre ocurre así. Hay otro tipo de apariciones, otro tipo de visiones de las que, y me parece hasta lógico, no se habla por no asustar…
Supe a qué se refería, y no pude evitar el escalofrío a pesar de la temperatura que ya alcanzaba el habitáculo empañando mi parte del cristal. En ocasiones, al final de ese túnel lo que aparecían no eran precisamente individuos llenos de luz que incluso podíamos identificar con nuestros antepasados más queridos.
No.
Y fue Márquez, con esa facultad que parecía telepática, quien puso palabras a mi pensamiento.
—En ellas aparece una sombra negra al final del túnel. El moribundo se aproxima y ve allí a alguien que sufre, a veces es un niño deforme o un anciano decrépito, desdentado, que se aproxima acortando la distancia hacia nosotros; a veces es el rostro arrugado, con ojos hundidos, de una vieja que extiende sus brazos para acogernos en un universo al que no queremos ir. La sensación es inversa a la de los otros casos. ¡Radicalmente inversa! Queremos frenar, nos agarramos hundiendo las manos en las paredes inmateriales de ese conducto que nos lleva allí donde hay algo que no nos gusta. Podemos ver incluso lo que parecen personas malheridas, con miembros que faltan, que nos llaman, que nos gritan, que nos cogen por las piernas y nos arrastran con ellos… A veces es un torso humano con los brazos descoyuntados el que emerge como única imagen, sin cabeza, sin piernas, para damos la bienvenida a ese infierno. Así ha ocurrido muchas veces según la neuropsiquiatría. Y yo te pregunto, querido amigo, ¿dónde has visto eso antes?
—Egipto —contesté mirando al frente y sin dudar ante el repentino test—, las tumbas, los seres sin cara, las sombras perdidas a las que les faltan miembros, partes del cuerpo, troncos humanos ingrávidos… Almas sin acabar su proceso de realización.
—¡Ahí están! ¡Aguardando! Y ellos, hace cinco mil años, lo sabían y ya experimentaban con sus propias fórmulas, con su modo de ver todo eso sin someterse directamente a un trance entre la vida y la muerte.
—Se colocaban en ese umbral para observar…
—Exacto. Incluso uno de los sistemas era lanzarse al vacío, golpearse el cráneo con la fuerza exacta para entrar en el coma y permanecer el mayor tiempo posible en ese estado. Algunos nunca regresaban, claro. Pero otros sí y narraban al grupo de iniciados, después de la lenta recuperación en la que se involucraban los sumos sacerdotes, lo que habían visto y sentido. Todo eso se plasmaba en jeroglíficos y tablillas de arcilla, como un archivo del conocimiento del Más Allá. Algunas escisiones del cristianismo primitivo también ejercían estas prácticas peligrosísimas dando un paso más, generando largas ensoñaciones provocadas por la visión hipnótica de ciertas pinturas, por las músicas repetitivas… casi un estado de trance místico que a veces era agudizado por días sin comer ni beber.
Márquez me abrumaba con su conocimiento. Las espigadas torres de la catedral de Burgos quedaron atrás, allí abajo, al otro lado de las ventanillas. Casi ni me fijé en su grandeza, absorto en aquel universo totalmente nuevo para mí.
—Para los etruscos, por ejemplo, si el experimentador tenía pecado y mal en su interior, si en lo más profundo de su ser residía la sustancia negra de la ruindad, la envidia o el crimen impune, en mitad del viaje surgía inesperadamente esa sombra, ese Khaivit egipcio, ese fravashi de los persas arrastrándolo de verdad hacia la muerte. El testigo sufría entonces convulsiones y era presa de un horror indescriptible.
—¿Eran siempre enterrados en las afueras?
—Por supuesto. Y de eso se cuidaron mucho todas las culturas. A partir de ese instante algunos recintos quedaban marcados para siempre —respondió taxativo mi amigo.
—Entonces fue precisamente la Iglesia la que atacó duramente este tipo de prácticas por toda Europa hasta que las hizo desaparecer…
—Las reprimió durante siglos, cierto, pues eran muy conscientes de que ofrecían unas realidades que pertenecían al estricto ámbito del saber supremo que jamás debían ser reveladas a los pobres mortales si no era por medio de las sagradas escrituras. Pero nunca llegaron a derrotarlas del todo. Precisamente algunas de las más violentas, como los Hermanos del Libre Espíritu, consiguieron muchos adeptos con la promesa de estas visiones del Más Allá que eran muy sugestivas para los hombres y mujeres de aquella época.
—Tu amigo Klaus Kleinberger dice en su libro que esa secta estuvo en España y que El Bosco pudo influir en algunos pintores que transmitieron esas creencias nuevas.
—Es más que probable, pero eso es mejor que te lo cuente él. Es innegable que ciertas obras de Hyeronimus causan una reacción inesperada, o esperada, pues eso nunca lo sabremos con certeza. Esas pinturas mostraban una verdad, una forma de organizar los ritos que era toda una guía para adentrarse en un universo tabú. Incluso dos tablas que precisamente se llamaron Visiones del Más Allá representan por vez primera en la Historia la ensoñación del embudo, es decir, todo lo que te he contado paso a paso. La misma que mataba y permitía ver el otro lado reflejada pincelada a pincelada con una técnica de profundidad que El Maestro inventa justo para esa creación con una tridimensionalidad nunca antes vista en el arte. Hoy están expuestas en Venecia, en el Palacio Ducal, pero falta la tabla central.
—¿La tabla central?
—Exacto. Una tabla que fue arrancada por los goznes y que por vez primera representaba el Imprimatur. Así fue bautizada por el genio. No podía ser casualidad.
—¿Y llegó a estar entre las del monasterio de El Escorial?
—Sabemos que estuvo allí, precisamente en otro granítico lugar de poder. Sin embargo, tras la muerte de Felipe II, se perdió para siempre. Otras obras aparentemente más inocentes, curiosamente, se salvaron de la quema.
—Creían ver aquellos mensajes en todas ellas…
—¡Y tanto! Los dominicos y el padre Atienza, tal y como cuenta la Historia, fueron inmisericordes. Creían que provocaban locura, ensoñación… y que atentaban contra el cristianismo como si fueran un arma arrojadiza de los herejes. Unos herejes entre los que ya consideraban a Hyeronimus, que, por fortuna para él, llevaba muerto casi un siglo.
—No acabo de explicarme la relación de un hombre tan ortodoxo y defensor de la fe católica como Felipe II y los cuadros de El Bosco.
—De eso Klaus sabe más que yo. Hay quien cuenta que el gran monarca tuvo remordimientos tras algunas represiones contra los Hermanos del Libre Espíritu. Quizá sintió interés por las víctimas y fue cuando algún consejero, probablemente el gran Benito Arias Montano, bibliotecario y sabio en la alquimia y la astrología, le contaría la existencia de unos cuadros casi mágicos en los que venía todo el conocimiento oculto de aquellas personas tan decididas a morir por su fe.
—Claro, porque, aunque totalmente confundidos para la Iglesia, aquellos hombres y mujeres se comportaban en ocasiones como auténticos mártires. Por lo poco que he leído para documentarme, parece que esas gentes se introducían en las llamas danzando, se autoinmolaban cuando presentían que llegaban las tropas para obligarles a renunciar a su fe. Un comportamiento digno de aquellos santos primitivos del cristianismo.
—No temían a la muerte violenta, se arrojaban al fuego con cánticos misteriosos.
—¿Es cierto que esos cuadros le acompañaron en su lecho de muerte? ¿Que su agonía fue provocada o aumentada por ellos?
—Hombre, eso es ya hilar muy fino… pero también es cierto que no pocos estudiosos hablan de temores y no de remordimientos. Fue una agonía horrible.
Como a veces sucede en los viajes, la conversación se cortó por unos instantes. El silencio, a pesar de todo, no era total. El ruido del potente motor nos permitía a cada uno adentrarnos en nuestros propios pensamientos dejando a un lado la capital alavesa y viendo ya como el paisaje se iba transformando en montaña verde y redondeada.
Entonces, una nueva duda se me presentó repentinamente.
—Hay unas pinturas en el interior de la ermita de Tinieblas que de algún modo…
—¿Las que tú fotografiaste en tu viaje al camposanto?
—Sí, ésas. Me producen una extraña sensación y he visto que hay ciertos paralelismos con esas obras prohibidas de El Bosco. Sé que están ejecutadas de manera muy tosca. Quizá un grupo de iniciados o…
—Puede haber cierta conexión, aunque deben de ser un poco más antiguas, creo yo. De esas dudas es más probable que te saque Klaus. A ver si viene dentro de poco, pues está entusiasmado con tus hallazgos y podréis verlas in situ.
—Querrás decir podremos…
—No, amigo. Yo puedo ayudarte con lo que sé, pero no me pidas eso.
—Bueno, igual si te enseño la fotografía aérea que un amigo mío policía me ha conseguido hace unos días aún tengas más ganas de ver este lugar. Son sepulcros puestos en cruz, fuera del pueblo, decenas de tumbas muy antiguas que…
Hice ademán de girarme para buscar mi cuaderno, que reposaba en el asiento de atrás. Márquez me detuvo agarrándome el brazo.
—No te molestes. No iré jamás allí. Tu siguiente paso es otro más urgente: hablar con ese fotógrafo.
Delante de nosotros se veían los primeros edificios de Bilbao, casi echándose sobre el mismo asfalto de la carretera. Al llegar al centro neurálgico de la ciudad, la plaza de Federico Moyúa, puso el freno de mano justo frente a la entrada del lujoso Hotel Carlton.
—Ahora urge encontrar a ese tipo, hazme caso. Yo tendré lío hasta bastante tarde. Ya hablaremos mañana con más calma.
Autobús urbano 8. Calle Autonomía-Baracaldo.
Los milagros ocurren y Foto Ridaura aún existía. En el industrializado Baracaldo, una tienda pequeña llevaba aún ese nombre, y su dueño había llegado hace mucho desde Toledo.
No podía fallar.
Consternado por la charla anterior bajé del autobús ya de noche. Los bloques de viviendas, uniformes y oscurecidos por décadas de exposición a los humos de los Altos Hornos de Vizcaya, encendían sus luces blanquecinas sin orden ni concierto entre descampados. Al fondo, como recuerdo de otro tiempo, se asomaba por encima de los tejados una grúa gigantesca, con un garfio oxidado en su extremo, naciendo de las mismas entrañas de la ría. Se veían sin dificultad las grietas surcando fachadas enteras y debajo algún niño solitario, jugando a la pelota contra la pared y vigilado de cerca por las cuerdas con ropa tendida.
La imagen enmarcada que precisamente ocupaba gran parte del escaparate del estudio fotográfico era una toma aérea de la ciudad obtenida en los años setenta. Al lado, otra del equipo de fútbol local, enfundado en apretadas camisetas blancas y amarillas y con la publicidad de un restaurante en el torso. Las chimeneas echando fuego en mitad de la oscuridad iluminan en la vieja toma el cauce por donde pasaba el agua de color rojizo y químico. Las casas ya aparecían con su corteza negra de polución y una bruma que se intuía tóxica se expandía por toda la urbe a través de tuberías y conductos que convivían apretados con los coches y los colegios.
—¿Cuánto vale? —pregunté señalando el cuadro al entrar y encontrarme al presunto dueño de pelo cano mordiendo una boquilla de plástico sin cigarro y anotando algo encima de los sobres del revelado.
—No se vende —me respondió extrañado, mirándome sin disimulo de arriba abajo.
Por lo menos estábamos solos. Carraspeé y miré hacia el suelo.
—Vamos a ver cómo se lo explico… ¿Es usted el señor Ridaura?
Lo que vino después fue una conversación de dos horas. Una larga charla en la que brotaron recuerdos y coincidencias en aquella trastienda llena de botes con líquido fijador y focos apagados. Por un momento, me dio la sensación de que aquel hombre había esperado casi treinta años a que alguien como yo llamase a la puerta. Noté que se le había quedado algo dentro —una duda, un miedo, una pregunta— desde la misma tarde lluviosa en la que vio aquel cuerpo tirado en el camposanto de un pueblo de Toledo. La rapidez de la autoridad en dar carpetazo al asunto, las constantes peticiones de que fuera especialmente discreto, y lo extraño de aquella muerte le habían generado un puñado de interrogantes que ni siquiera el cambio de vida y los kilómetros habían podido borrar.
Como digo, los milagros existen.