Taller de Hyeronimus Van Acken 1500
La buhardilla a oscuras y un punto rojizo y pulsante en una de las esquinas. Un espejo y, frente a él, la cara desencajada de El Maestro aproximándose. Todo es silencio en la vieja casa en la que vivió con su abuelo y que es ahora un estudio de acceso prohibido hasta para su propia mujer, la bella y joven Aleyt.
Lleva cuatro días sin comer, tal y como manda el credo secreto, integrado en las sombras, navegando por ellas repitiendo una letanía, viajando a lo más profundo de su propio abismo en busca de algo que la mayoría de los hombres desconocen y que sólo podrán contemplar cuando ya no haya posibilidad de regreso.
De la única ventana en forma de ojo de buey cuelga una manta gruesa, que impide saber si fuera es de día o si ya ha caído la negrura de la noche. Así permanece hora tras hora, acompañado tan sólo por la palangana de agua, los libros prohibidos de arcanas sabidurías y algo parecido a un hierro candente en forma de herradura alumbrando un poco más allá.
Hyeronimus está desnudo. Su piel blanca es recorrida por goterones transparentes de sudor que serpentean hasta el suelo de madera. El ambiente es asfixiante y en momentos imprevistos, sin cálculo ni medida posible, todo se pone a girar, a girar como las agujas del inmenso reloj imparable que mide el tiempo y la vida. La cara del espejo se mueve, viene y va, cambia su expresión, se deforma como la de un monstruo. Ya se presenta otra vez el torbellino que da vueltas en un vértigo que nunca se detiene, en una pendiente pronunciada, cuesta interminable, lengua que desciende y sobre la que el pintor se precipita, se cae, se desploma como un saco lanzado desde el mástil de un barco hacia la mar, chocando, explotando contra una barrera densa que duele y después de la cual nota la respiración contraída, el tapón en los oídos.
Empieza a rodar por el suelo, la melena desmadejada, hasta darse con la pared tan fuerte que rebota en un golpe seco para volver de nuevo. Una y otra vez su mente cae en picado, notando que el estómago sube hasta el pecho, que no se puede respirar porque entra tanto aire que la nariz y los pulmones ya se han bloqueado. Todo es rojo, oscuro, infinito. Y de pronto, la calma.
Ha traspasado la barrera del dolor, ha perdido los sentidos y El Bosco se siente desdoblar muy lentamente, se ve a sí mismo ascendiendo como una pluma balanceante e ingrávida, blanquecino y fibroso, nadando en mitad de un abismo sin estrellas. Los brazos se hunden en el aire, desaparecen, regresan como si nadasen en el éter.
Es entonces cuando surge la cara.
¿Un hombre?
¿Un animal?
Es hombre y animal a un tiempo, un monstruo que avanza, que va a su encuentro. Es una araña con cara de anciana que sonríe y va escalando para alcanzarle metiendo sus patas ponzoñosas en el éter, muy rápido, portando su cuerpo abultado coronado por una cruz amarillenta. Él se mira y ya no nota sus pies, ni sus manos. Han desaparecido y en vez de extremidades es todo una bola hedionda y brillante. En un esfuerzo supremo empuja sus hombros, pero sus manos no salen de ese aire que ahora pesa como el barro denso de la ciénaga. El arácnido letal de ocho ojos hace un ruido parecido al zumbar de los panales. De la boca le surgen dos puñales afilados, gruesos, relucientes, como colmillos de metal sobre una boca abierta en la que, muy al fondo, como asomándose desde el estómago, se ven caras. Caras de niños atormentados que se funden unas con otras, que lo llaman, que le reclaman desde lo más hondo de aquellas entrañas infectas.
Lucha por salir de la trampa gelatinosa, suda, respira hondo, vuelve la asfixia, se mira el abdomen y entonces comprende que se ha convertido en una mosca, en una pútrida mosca caída en la tela y que va a ser engullida de inmediato.
Un golpe fuerte en la sien y el frío en la cabeza hacen que repentinamente todo se disuelva, que la escena se contraiga y se desarticule como un paño que se dobla, que la sabandija venenosa se pierda a lo lejos, catapultada hacia alguna dimensión incomprensible y lejana. Quiere volver en sí agarrándose al cordón umbilical plateado que surge de su ombligo, tirando de él como si fuera el nexo con otro mundo. Otra vez, al cogerlo con las manos, nota la sangre acelerada corriendo por su interior, siente el golpe en el esternón, el estallido que se tiene cuando, ascendiendo de las profundidades, ya casi sin aire en los pulmones, se alcanza al fin la superficie.
Las manos se tocan el cráneo tanteando la herida. Apenas tiene fuerzas para levantarse. Al abrir los ojos comprueba que todo sigue igual: el hierro emitiendo su calor junto a una pequeña luz brillante y acristalada, la ventana tapada, el vapor asfixiante.
Las yemas de los dedos recorren el cuero cabelludo calculando la longitud de la abertura. Se arrastra con mucho esfuerzo hasta la gran tabla que reposa sobre el caballete. Está casi acabada, quizá tan sólo falte la firma.
Es un cuadro oscuro, con multitud de personajes jamás antes imaginados. Hay un cristiano descabezado, danzando en mitad de un círculo de alimañas nunca catalogadas por la ciencia. En un esfuerzo doloroso se estira para, con el pulgar manchado de sangre, redondear el óvalo del cráneo tirado en el suelo. Después se desploma antes de lograr llegar a la palangana de agua. Entra en un profundo sueño y se siente despegar lanzado con furia hasta dar con el techo a dos aguas y quedar allí, justo en el vértice, adosado de espaldas. Las nalgas permanecen pegadas a los tableros y el cabello y el sexo cuelgan hacia abajo. Es un estado de relajo absoluto, viéndose a sí mismo en mitad del suelo, como reflejado en un espejo gigante.
Entonces, transcurrido un minuto, el zumbido vuelve y se apodera de todo. Es como una turba que anuncia el subir de varias personas. Una marabunta de chillidos, instrumentos desafinados y frases incomprensibles que van ascendiendo por el hueco de la escalera y que ya están ahí, pidiendo paso.
¿Cómo es posible si solamente Jacobo tiene las llaves de ese lugar sagrado? ¿Acaso se trata de un grupo de bandidos que ha matado a su gran amigo y que acude ahora para ajusticiarlo a él? ¿Se habrá difundido su pertenencia a la agrupación?
Asustado, intenta descender del techo, pero nota que los maderos se han recubierto de algo tan pegajoso como la pez. Un engrudo que quema y que lo mantiene allí sujeto, como una lapa a las rocas. Presiente que necesita regresar a su anatomía de inmediato y dotarla de fuerza y sentido, que debe regresar el ánima que mueve el motor de la carne inerte tirada allí abajo para volver en sí y hacer frente a los bandidos que suben cada vez más aprisa. Pero es inútil, se siente fijado hasta los huesos, adherido por completo, los brazos en cruz y las piernas separadas, mirando hacia la puerta, ladeando la cabeza tanto como puede y notando ya un sonido de trompetas al otro lado. Han subido y están ahí. Sabe que van a matarle, aprovechando su estado inconsciente, sudoroso y desnutrido, abandonado de juicio y de razón.
Menea la cabeza para apartar sus cabellos y ve que nadie ha abierto, pero los visitantes ya están dentro. No son vecinos con ansias sanguinarias, es mucho peor. Se trata de la tropa de las sombras, el batallón de las criaturas jamás imaginadas y vistas por otro hombre. La comitiva de los horrores que se padecen en el purgatorio. Los mismos que tantas noches percibió tras efectuar ciertos rituales en la campa en la que años atrás ocurrió el gran incendio. Los mismos que aparecían acompañando a las sombras del purgatorio.
Un enano con pico de pato, sombrero de metal y manos acabadas en tenazas como las del cangrejo, es el primero en abalanzarse sobre el cuerpo; lo pincha por los pies y lo zarandea hasta hacerle rebotar entero, de bruces contra el suelo. Siente entonces, ahí arriba, el golpe, el dolor, la punzada atravesando el pie de parte a parte como si acabasen de entrarle por el empeine los clavos de Cristo.
Aquellos seres grotescos, escuadrilla del mal perdida en el confín de los universos y las conciencias, le apalean sin piedad, riendo y haciendo sonar sus instrumentos arcaicos. Un arpista cadavérico, faz de cordero sin piel ni carnes, toca y toca como si fuese el músico del infierno. Va embozado en una capa verde que oculta el espantoso anfibio que lo transporta en su lomo, salamandra viscosa que se acerca y muerde una oreja del pintor abandonado. La arranca de cuajo y la devora dejando los tendones al aire. Hyeronimus siente que le abrasa un lado de la cara, intenta ponerse instintivamente la mano para tapar la hemorragia, pero no puede. El engrudo del techo es más fuerte. Ahora, de su densidad ocre surgen diminutas manos, miles, millones de pequeñas manos de niño que lo sujetan ahí arriba, desdoblado e impotente, observando el delirio que se está produciendo en mitad de la oscuridad del estudio.
Un pez gigantesco, con piernas negras de humano y tocado con una corona de huesos, corretea de un lado a otro de la estancia, emitiendo un sonido gutural, un grito que hace daño a los oídos hasta hacerlas estallar. Otro individuo, peón del ejército de las tinieblas, se sube a su lomo resbaladizo y grasiento. Es un pájaro picudo con gafas de erudito. Tiene el cuerpo fino, de serpiente, y calza botas con cuchillas de hielo en su punta. Recorre dos o tres veces el largo del habitáculo y saca de debajo de su túnica roja un libro viejo y grueso. Lo abre y lee unas palabras extrañas que hacen que el resto de la comitiva se detenga como si escuchasen una orden irrebatible.
Se hace el silencio, el gran animal marino se detiene y el ave maldita se precipita desde la altura escamosa, enfilando su pico largo y letal. Cae poco a poco, con parsimonia, revoloteando aún con el tomo satánico entre las manos. Al final de su trayecto, daga de otro mundo, se clava en el pecho del pintor desolado con tal ímpetu que lo atraviesa de parte a parte, llegando a traspasar la madera del suelo. La punzada es un dolor tan grande, tan intenso, que todo se vuelve negro, como un tubo, un tubo donde no se ve nada ni a nadie, donde todos han desaparecido. Gira, se retuerce, va arriba y abajo como si fueran las entrañas abisales de un gigantesco reptil.
Al final aparece un círculo, una luz. Algo intenso, blanco, que brilla hasta hacer daño en la mirada, en cuyo interior se pierde la noción del todo y de la nada. Donde sólo hay una claridad sin límite, angustiosa en su inmensidad que nunca termina. Así pasan horas y quién sabe si días enteros. Sólo al final se percibe un grupo de sombras que muy a lo lejos elevan sus brazos hacia las alturas. Después todo se apaga poco a poco.
Cuatro golpes secos en la puerta le despiertan. Antes de abrir los ojos, acurrucado en mitad del suelo y con todo el cuerpo lleno de moratones y arañazos, nota como las escenas se van despegando de su cerebro, de sus sesos, que aún siente envueltos en capas de diversos grosores que poco a poco se desgajan hasta quedar todo como estaba. Es un proceso tan rápido que apenas se puede retener nada. El ombligo, de donde antes partía el grueso cordón de plata que se balanceaba entre dos mundos, ya no está y su presencia ha dejado un halo rojizo. Siente el mismo dolor de quien ha sido linchado sin piedad, a merced de las huestes del averno.
—¡Hermano Hyeronimus! ¿Estáis ahí?
No tiene fuerzas para incorporarse y escucha descorrerse el cerrojo. Después, nota el alivio al encontrarse una silueta familiar: un hombre alto vestido completamente de negro, con calza, medias y traje de terciopelo, además de elegante bonete de fieltro y botones redondos que reflejan el punto rojo que sigue candente en una esquina. En el pecho, un escudo dorado; en el rostro, un bigote inmenso y unos ojos profundos.
El individuo es Jacobo de Almaigen para el común de los habitantes del condado de Brabante, sin embargo, para el pintor es, sencillamente, el Gran Maestre, el único que puede acudir a ese lugar y compartir ciertos secretos.
Hablan unos minutos, sin que en ningún momento el hombre le ayude a levantarse, como si fuese sabedor de que cualquier contacto con la piel en esos momentos podría ser mortal al encontrarse el viajero de las sombras aún bajo los influjos de unas energías muy poderosas. Se aproxima el elegante visitante al cuadro circular y lo ve ya terminado. Sonríe y asiente con la cabeza, mientras el pintor, poco a poco, consigue apoyar su espalda desnuda contra la pared y contemplarlo maravillado, como si no fuese fruto de su mano privilegiada, como si otros lo hubiesen acabado en esas horas o días de delirio y visiones. No sabe a ciencia cierta cómo lo ejecutó, recuerda trazos, fragmentos, luces y sombras en mitad de la pesadilla recién vivida. Sobre un círculo de sangre ahora aparece un rostro maligno, tan diabólico que es imposible sustraerse a su expresión. Las piernas acaban en garras dobles parecidas a rígidos tentáculos cercenados en su mitad; igual ocurre con las manos, a modo de tenazas.
Almaigen se aproxima aún más, hasta casi mojar su nariz en el óleo, y se sobrecoge, es la viva visión de un imprimatur atemorizando a un hombre suplicante. De un enviado de la oscuridad interaccionando con el mundo terrenal, llegado desde algún lugar desconocido pero próximo, para infundir temor y locura.
En algún momento de esas noches enteras, en un estado de trance inexplicable, lo ha terminado, con tanta fidelidad al horror que bien pareciera que ese diablo retratado se hubiese personado en el estudio para posar ante los ojos de El Maestro.
—¿Puedo pasarle el diamante?
El Bosco asiente acurrucado en su rincón. El hombre toma la herradura de bordes rojizos e incandescentes y echa un poco de agua de la palangana. Acto seguido la humareda renace y suenan los extremos convertidos en ascuas de hierro pulsando su energía. Sobre una de ellas aproxima el punto acristalado, un gran diamante que, a riesgo de abrasarse, coloca en el vértice. Después, poco a poco, va pasando a prudente distancia el artilugio de hierro ardiente y material precioso, envolviéndolo con su vapor. En plena oscuridad el calor infiere sobre el cristal puro y un estallido de cromatismos lo invade todo. Entonces, por un instante, sólo por un fragmento minúsculo de tiempo, sobre el cuadro se ven cosas que a simple vista son imperceptibles. Un símbolo, la palma de una mano oscura, una cruz invertida un poco más allá, elementos etéreos que subyacen en profundas capas de pintura escondidas al común de los mortales.
—¡Magnífico! —exclama Almaigen con los ojos relucientes, teñidos de rojo por el fulgor que invade toda la estancia asfixiante y cerrada.
Después de un buen rato, el hombre de negro, orgulloso de la capacidad de plasmación del genio, le alcanza una especie de camisón blanco y le habla emocionado de una próxima invocación en pleno campo.
Hyeronimus sonríe, y ambos disertan en torno a su próxima obra, viendo la última ya finalizada, alargada y triunfante sobre el caballete. En sus entrañas ya duermen ocultos unos signos secretos. Pero, excepto los elegidos, nadie lo sabrá jamás.
Por eso ríen satisfechos.
Para el próximo tienen otras ideas y otros riesgos previstos. Será algo definitivo y asombroso. Una obra que, como la que acaba de ejecutar, nadie comprenderá en su sentido más profundo y de la cual también se conjeturará por los siglos de los siglos. Un cosmos con cielo e infierno. Un espejo de las dimensiones que permanecen a ambos lados de la realidad cotidiana y que sólo podrá ser interpretado por los verdaderos iniciados.
Antes de cerrarse la puerta, de nuevo en aquella soledad oscura, El Maestro siente un nombre rondando por la cabeza al ver sobre el caballete la última parte del edén primigenio al que hay que regresar y que reivindican a toda costa todos los Hermanos del Libre Espíritu. Se concentra a la busca de un término, de un bautismo que lo englobe todo, que sea el resumen de sus inmersiones en otros mundos.
Algo como El jardín de las Delicias.
—Y después, querido maestro —le dice ya en el umbral—, después de esa gran obra que resume nuestro espíritu y que sin duda lo hará trascender a través de los siglos, quiero plantearos una misión que va más allá de todo lo conocido. Os invito al encuentro que ningún artista tuvo jamás. Vos mismo, en el lugar que voy a proponeros, lo retrataréis para mostrarlo a todos aquellos que lo sepan leer. Os doy mi palabra de que será la experiencia definitiva que tanto tiempo llevabais buscando.