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A Basilio, veterano celador del Instituto Anatómico Forense de la Ciudad Universitaria, le costó reconocerme a través del cristal por culpa del violento aguacero.

Finalmente, abrió la puerta de barrotes de hierro y tras indicarme el camino se metió en su cuarto, más bien garita, donde se adivinaba una televisión encendida con la última edición del Telediario.

Llegaba tarde, pero estaba seguro de que Baltasar Trujillo seguiría allí, sin descanso, buscando secretos entre los muertos.

La pared de azulejos verdes, larga y cortada por amplios ventanales desde donde se veían los jardines interiores, daba la bienvenida y obligaba a hacer un giro en seco de noventa grados. A partir de ahí un cartel en forma de flecha con letras despintadas:

MEDICINA LEGAL / SALAS DE DUELO

Avancé escuchando mis propios pasos, con esa luz muy clara, como de hospital antiguo de posguerra. De pronto, me sobresalté al percibir un resplandor afuera.

Un relámpago.

Al fondo, una escalera oscura que subía en caracol y otra Indicación:

A SEGUNDA PLANTA / MORGUE

Convenía agarrarse a la baranda de madera y casi tantear, pues la negrura solía ser total en este tramo. Y más por la noche y sin alumnos subiendo y bajando. Preferible, desde luego, era no mirar las paredes, donde colgaban ciertas fotos espantosas. Imágenes de otro tiempo que siempre vigilan al caminante, escenas en blanco y negro como las que acompañaban el reportaje postrero de Lucas Galván. Rostros contraídos, con la boca abierta, mutilados, acuchillados, tiroteados, ahogados… que siguen ahí, atrapados en un purgatorio enmarcado al que ya nadie hace caso.

Teruel, octubre de 1922, autopsia del doctor Escalante-Villanueva; mujer campesina electrocutada. Óbito por impacto por quemaduras generalizadas provocadas por precipitación de esquirla de centella.

Era una espalda oronda, los brazos en cruz, tumbada en la hierba. La cabeza, tan abrasada, aparecía reducida al tamaño de una muñeca. Desde la nuca al cóccix una especie de zigzag quemado y remarcado en la piel, grabándose en lo más profundo como un tatuaje mortal. Al acercarse podía comprobarse que la propia columna vertebral había hecho de último pararrayos. Me fijé en la última frase del texto.

Se le da entierro en tumba de tercera categoría.

Tres o cuatro escaleras más, y apareció la cara de un monstruo que mira fijamente con su cabeza aplastada y deforme abriéndose paso entre la oscuridad. Un rostro casi quemado por el flash del fotógrafo judicial. Junto a él, un oxidado raíl de tren que atravesaba la noche. La ficha de este caso estaba rota por la mitad y sólo se podían leer poco más de dos líneas escritas a máquina:

Atropello ferroviario con víctima mortal en Tocina, Sevilla, 1931. Decapitación traumática y pérdida de masa encefálica. Autopsia del doctor Fuentes León. Víctima sin identificar que…

Reconozco que caminé aprisa evitando mirar a mi derecha. En la segunda planta, al final del pasillo, aparecía la vitrina solitaria, iluminada por un foco directo. Si uno se aproximaba no hacía falta leer el texto que la acompañaba para sentir una honda inquietud.

Tarancón, Cuenca, 1904, bebé cíclope con nariz tubular probóscide que vivió dos días.

Flotando ingrávido en su bote de cristal relleno de formol ya sucio, con los brazos acabados en manos translúcidas en las que se vislumbraban cartílagos y venas rojizas, con dos dedos agarrotados a modo de tenazas y un solo ojo de iris azulado en mitad de aquella cara, el ser parecía el olvidado centinela del lugar. Cruzando ante su mirada se penetraba después en una sala alargada donde las impresiones, desgraciadamente, continuaban.

—¡Venir aquí en plena noche es como acudir a la casa de los fantasmas! —grité descongestionando mi ánimo al entrar.

—¿Eso va por mí? —respondió una risa que le agradecí al instante.

Fui a abrazarle, pero enseguida me contuve y él lo entendió. Su bata estaba manchada de sangre y sobre la mesa de metal, con el tétrico sonido de los fluidos escapando por los orificios de desagüe, un cuerpo, o más bien la mitad de una anatomía humana, estaba siendo diseccionada con precisión milimétrica.

El doctor, más que acostumbrado, parecía no sentirlo, pero yo noté el mareo potenciado por ese olor, esa atmósfera de disolvente o lejía muy fuerte que solapaba cualquier otro aroma poco recomendable.

—Ya lo tapo, ya lo tapo…

A pesar de que sus manos enfundadas en guantes de color crema actuaron con rapidez, vi perfectamente, antes de que la lona de plástico lo cubriese, el torso completo de una mujer sin cabeza que ya solamente era un dígito, un expediente dentro del inmenso archivo.

—De verdad que es un trago venir aquí, doctor. ¡Me pongo lívido!

Baltasar Trujillo, sesenta y cinco años, profesor emérito y catedrático además de doctor honoris causa por tres universidades, cogió varios utensilios semejantes a tornos de dentista y los puso bajo el chorro del grifo. El ruido del agua terminó antes que el de los otros líquidos que aún se vaciaban lentamente por los sumideros.

—Mientras vengas como periodista vivo… todo irá bien. Espero no recibirte nunca de otro modo.

Jamás he comprendido ese humor negro tan característico en algunos forenses. Después de mi mueca, parecida a una risa, se quitó el atuendo, incluido una especie de gorro transparente que le daba aspecto de manipulador de alimentos, y tras doblarlo lo dejó sobre uno de los tableros vacíos. Había cuatro con bultos sospechosos.

—Un andamio cedió y fíjate. Todos son de Europa del Este, sin papeles. Un drama del que pocos periódicos han hablado. ¿Te apetece un café?

Respondí negativamente con la mirada. En aquel momento ni una gota de saliva hubiera cabido por mi estómago sin producirme un vómito. Salimos y decidí ir al grano.

—¿Sabes ya algo de lo mío?

—No he tenido mucho tiempo de mirar nada —respondió tras aporrear la máquina que se acababa de engullir medio euro—, pero por fortuna he constatado alguna cosa que quizá pueda interesarte…

En aquel momento, como por arte de magia, todo mi malestar se alejó. Acepté hasta la invitación al descafeinado.

—Parece ser que el individuo ese, el tal Lucas, estaba en bastante mal estado cuando lo encontraron. Debió de pasar por aquí —señaló con el pulgar hacia atrás la puerta de la morgue— justo cuando yo estaba en la facultad de Dublín. Por eso yo no me acordaba con detalle. Ya sabes que todo lo raro se me queda y eso no se me hubiese escapado fácilmente.

—¿Y quién le practicó la autopsia? ¿Lo conoces?

—Era un magnífico profesional.

—¿Era? —le interrumpí.

—A eso voy. Falleció en 1983. Y te va a parecer increíble, pero va a ser muy difícil encontrar esos expedientes.

Estrujé el vasito marrón de plástico y lo lancé con furia contra la papelera. Fallé. Al acercarme para depositarlo dentro escuché la voz de Baltasar a mi espalda.

—No te voy a contar nada nuevo: nula informatización, archivos antiguos desastrosos, dejadez… Sólo los casos más relevantes fueron rescatados y pasados al programa CDEI, o lo que es lo mismo, Catálogo Digital de Expedientes de Clasificación. Si no tenemos ni siquiera los números del registro de defunción, es imposible encontrar nada.

—Galván no era de primera categoría ni de lejos, ¿no?

—Desde luego que no. Un pobre diablo muerto de infarto en un camposanto no constituye un crimen de Estado ni un motivo para exhumar nada. Una simple muerte natural como tantas otras.

—¿Y cómo sabías que llegó en muy mal estado?

El forense dio un último sorbo al café y volvió a enfundarse, muy lentamente, otros guantes de goma inmaculados.

—En el Juzgado de Toledo tengo un viejo amigo que se acordaba de algo y me confirmó lo que yo ya conocía, que allí no realizaban apenas ningún trámite sobre las anatomías. Él no estaba allí cuando ocurrió y ahora, ya jubilado, ha tenido tiempo para consultar alguna nota de la prensa, o recordar el comentario de un ayudante del juez que debió de hacer las primeras fotos. Poco más. Según me confirmó, en un camposanto muy apartado, en desuso, se encontraron un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Tanto es así que parecía un muerto al que hubieran sacado de su propia tumba en una noche de profanación.

Escuchando las palabras de mi interlocutor, como transportándome en el tiempo y el espacio, imaginé repentinamente aquel lugar, aquella soledad, aquellas pinturas románicas de ojos vacíos.

—De todos modos —insistí saliendo de mi ensoñación—, se podría mirar en los archivos de aquí por si acaso.

—Es tiempo perdido, amigo. Si te enseño el cuarto donde se guardan los expedientes que no retornaron o por los que nadie preguntó te puede dar algo. Hay que tener, por lo menos, los dígitos de su primer expediente. Eso es algo básico para…

—Enséñamelos.

Baltasar Trujillo, con su amplia calva y sus mechones de pelo blanco sobre las orejas, se quedó de una pieza.

—Pero hombre, te digo que son montañas de papeles desperdigados que…

—¡Enséñamelos!