Hay un lugar que me da mucho respeto. Quizá por eso busqué una excusa aquella mañana.
—¿Y no podemos vernos en otro sitio?
—Nada —respondió una voz veterana a través de la línea telefónica—, estoy hasta arriba de trabajo. Ha habido un accidente múltiple de unos obreros en Aluche y no voy a llegar a mi consulta hasta muy tarde. Tengo lío durante toda la noche.
El doctor Baltasar Trujillo es uno de los forenses más reputados de nuestro país. Cuatro mil autopsias a sus espaldas son un currículo del que no puede presumir cualquiera. Siempre habla despacio, bajo, seseante.
—Los muertos nos cuentan muchas cosas, nos hablan a su manera. Por cierto, ¿cómo se llamaba el que tanto te interesa?
Curioso empedernido, es uno de esos amigos que valen un tesoro. Un auténtico ESI al que conocí en Radio Nacional de España hablando de un crimen famoso ocurrido en el cortijo de Los Galindos y que había quedado impune después de veinte años provocando una gran polvareda social. En la mesa del estudio, para sorpresa del conductor de aquel programa de sucesos en la madrugada, surgió la química, el chispazo. Es algo así como el enamoramiento intelectual, casi tan apasionante como el afectivo. Hablábamos el mismo idioma, un lenguaje de búsqueda, de pasión por lo desconocido, por las claves, por los misterios y las interrogantes. Y, como suele ocurrir, tras dos cafés y tres horas de charla supimos que la casualidad nos había puesto allí para conocernos y ayudarnos.
Desde aquel instante, el doctor Trujillo se convirtió en un asesor de excepción en mi programa de radio. Cualquier duda solía ser solventada con sencillez y llaneza, cosa que agradecían los oyentes, mal acostumbrados a la pedantería de algunos sabios que ocultan su falta de pasión y compromiso con una retahíla de terminologías incomprensibles. Era respetado por toda la profesión forense y sus tentáculos solían llegar a donde los demás ni siquiera atisbaban.
Siempre se reía del mismo modo, como un ratón, cuando le pedía ayuda.
—Tú y tus aventuras insólitas. ¿Y qué es lo que ocurrió esta vez?
—Pues aún no lo sé muy bien —respondí garabateando en el bloc—, pero igual el cadáver pasó por tus manos y todo. Lo encontraron muerto dentro de un cementerio abandonado hace casi treinta años. Estaba sobre una lápida y transcurrieron varios días antes de que lo hallasen. A lo mejor te acuerdas, pues no deben de darse muchos casos así…
—Pues alguno ha habido, te lo aseguro. En Hendaya, justo en la frontera con Francia, allá por el otoño del 62 fue encontrada una mujer que…
Sonó un chirriar muy agudo. Tan desagradable que sensibilizaba los dientes.
—En fin, que tengo mucho lío. Pásate por la facultad a partir de las diez y media. Aquí seguiré yo con el trajín.
Volví a escuchar la sierra circular mecánica tapando su voz. Percibí su inconfundible cántico al toparse con el hueso humano y cortarlo con limpieza dejando al aire los tuétanos.
—¡Uf! —suspiró antes de colgar—. A ver si a ése le podéis dar la vuelta, que está muy deformado. Te dejo, amigo, ya te dije que había mucha faena.
Un lugar siniestro, sin duda.
Ministerio de Cultura
Biblioteca Nacional
Carné número: 19.415 I Pupitre: 104
Solicitud: Estudio médico de la peste en los Montes de Toledo, Dr. Leandro Sárraga
Signatura: 3/11508
Mi objetivo estaba claro: leer el mismo libro por el que Lucas Galván había preguntado en sus últimos días de vida en la librería religiosa de Mateo. Quizá en sus páginas estaba impresa la clave que le empujó a la muerte.
Rellené la ficha, dejé mi abrigo y mis cuadernos sobre la mesa de madera y antes de salir de nuevo por el pórtico, contemplé el esplendor de la grandiosa Sala Cervantes, donde tantas búsquedas y sorpresas me habían sido desveladas por los libros a lo largo de los últimos quince años. En las mañanas de los días de diario la estampa era siempre parecida: un estudiante universitario aplicado tomando apuntes en una esquina; arriba, vagando por las interminables estanterías, un erudito con gafas de pasta recreándose y hasta declamando entre susurros con algún volumen enciclopédico entre las manos; y más allá, casi en el centro de la escena, el funcionario bostezando mientras coloca un sello sobre impresos de varios colores con los que se solicitan legajos especiales o fotocopias.
Un lugar entrañable, lleno de secretos por desvelar con paciencia, como en una pelea en la que enfrentarse al silencio del tiempo y la Historia que allí duerme en millones de volúmenes…
Al fondo, muy al fondo, estaba yo con mi lamparilla y el pupitre repleto de documentos que a la entrada y como es de rigor la vigilante de seguridad había repasado con cansina actitud. Sobre todos nosotros, rompiendo la penumbra general de tanta madera oscura, un par de pantallas donde van apareciendo dígitos en rojo anuncian a cada visitante que su petición ha sido encontrada, avisándole de que ha de salir a otra sala más iluminada y moderna donde se encontrará con lo demandado…
Miré de reojo el reloj y bajé al sótano, en busca de la familiar cafetería. ¿Cuántas horas de mi vida habría pasado allí con un café, una rosquilla… y la mente siempre dando vueltas, ansiosa por hallar el documento?
Las risas de tres archiveras sentadas en una mesa larga y con la inconfundible bata blanca y la credencial plastificada colgada del pecho me sacaron de mis cavilaciones. Las miré y las escuché: hablaban en aquel momento de relax del último debate televisivo nocturno de gran audiencia. Universo de contrastes, la Biblioteca Nacional.
—Veinte minutos —me dije a mí mismo clavando mis ojos en el reloj.
Volví sobre mis pasos, me miré en el espejo del ascensor comprobando el horrible efecto de la luz blanquecina sobre mi rostro ojeroso y llegué por fin a la sala silenciosa de recogida.
Sin apenas mirarme, la funcionaria me devolvió la ficha llena de tachones. Primer chasco.
—No le podemos servir esta obra —me dijo la bibliotecaria joven, con las uñas recién esmaltadas.
Mi rostro de incredulidad provocó su respuesta inmediata.
—Este libro no está aquí. La signatura es la correcta…, pero la obra, que era ejemplar único, ya no consta.
—¿Que ya no consta? —repetí sin acabar de creerlo mientras otro empleado con acicalada barbita se me acercaba por la derecha exigiendo silencio y bajando las manos.
—Ya lo ha escuchado —respondió autoritariamente el recién llegado, que, sin duda, era el jefe de ese sector—, esto —continuó tras arrebatar la tarjeta rosácea de las manos de su compañera— no se puede consultar. Le ruego que pida otro ejemplar.
—Ya, muy bien. Pero es que el que busco es precisamente ése… y en el catálogo no consta que falte ni se indica nada al respecto.
—¡Pues falta! ¡Falta desde…!
Entonces, como dudando de sus propias palabras, se acercó el rectángulo garabateado a los ojos…
—¡1977! —concluyó mirando a la chica con sorpresa.
—¿Y no lo han repuesto desde entonces? —pregunté apoyándome en el mostrador.
—Pues parece ser que alguien lo pidió… y no lo devolvió. A veces ocurre y es que ni siquiera aquí estamos a salvo de los sinvergüenzas.
—¿Y podría saber —insistí— quién fue la última persona que lo consultó?
—¿Se refiere al delincuente que lo robó?
—¡A ese mismo! Le aseguro que es muy importante para mí.
—Pero… vamos a ver si se explica mejor —dijo mesándose la barbita—, porque eso es una información personal que a nadie concierne. En primer lugar, ¿tiene usted el carné de investigador de esta institución?
Señalé el pequeño fichero antediluviano donde se guardaban las credenciales y donde había que depositar el carné nada más entrar en esa zona.
—Por supuesto. Soy el lector del pupitre 104, puede usted consultarlo ahí.
La mirada de aquel individuo reflejaba desconfianza y algo, creo, próximo al desprecio. El típico hueso. Antes de abrir el archivador dijo algo inquietante.
—Sepa usted que estamos extremando las medidas contra los ladrones de documentos. ¡Y que ya han caído varios!
Miré a la joven funcionaria de bata blanca, que seguía la escena tan estática como una figura de yeso, y me encogí de hombros exageradamente. El jefe me vio de reojo y se giró.
—Comprenda —prosiguió con su tono aflautado— que su tozudez con un libro robado hace tanto tiempo me obliga a…
Repentinamente se detuvo a medio camino y comprobó mis datos una y otra vez en total silencio. Después me miró de arriba abajo y su gesto cambió de inmediato. Una metamorfosis digna de ser grabada en vídeo…
—¡Es el del programa de por las noches! ¿Es usted, verdad? ¡Pero haberlo dicho antes, hombre de Dios!
La providencia me había venido a visitar fiel a su costumbre, siempre al filo y en la última recta. Sonreí forzadamente y le extendí mi mano.
—¡Yo le escucho siempre! ¡Por favor, por favor! ¡Tiene que dedicarle un libro a mi esposa! Se lo pago, ¿eh? ¡Qué regalo de cumpleaños! ¡Qué regalo!
Se deshacía en aspavientos. Y yo allí, parado, esperando que me devolviese mi carné.
—¡Es que no se lo va a creer cuando le diga que he estado aquí con una celebridad como…! ¡Madre mía, si es usted el de las madrugadas de misterio! Pero Eulalia —dijo agitando el brazo de su inmóvil compañera—, no se quede así, mujer… ¿Es que no lo conoce?
A los cinco minutos la situación era bien distinta. Los dos avanzábamos por un lugar secreto para el visitante. Y mi corazón latía con tanta fuerza que creía escucharlo sin aguzar mucho el oído. Daba la sensación de que profanábamos un mundo oculto para el común de los mortales.
¡Los archivos centrales de la Biblioteca Nacional! ¡Kilómetros de estantes! ¡Cientos de estancias! ¡Millones de volúmenes! ¡Billones de palabras, de pensamientos, de soflamas, de aventuras, de amores, de tragedias! Todo dormido en mitad de aquella oscuridad que se abría por vez primera ante mis ojos.
—¿Y qué es lo que se esconde tras este libro, querido amigo? ¿Acaso un nuevo misterio? —me preguntó mientras tomaba una especie de larga escalera metálica y la colocaba en unos raíles que parecían los de un tranvía hacia ninguna parte.
—Hombre, tanto como nuevo no diría yo. Es un libro que interesaba mucho a un reportero que murió en extrañas circunstancias. Un hombre atormentado que quizá descubrió algo en él.
—¡Santo cielo! ¿Lo que leyó le llevó a la tumba?
—Pudiera ser.
Después de mirarme muy fijamente, quizá esperando algún detalle más por mi parte, el amable acompañante se quitó la chaqueta de punto y me la extendió. Acto seguido ascendió con agilidad por los peldaños cilíndricos y el sonido de la chapa al entrar en contacto con el zapato se escuchó varias veces hasta detenerse en seco frente a uno de los casetones que, sinceramente, recordaban a nichos… a los mismos nichos de aquel cementerio abandonado.
—¡Voilà! —le escuché gritar con medio cuerpo metido en esa cavidad.
Tras asomarse de nuevo al exterior, aferrándose con la mano izquierda a la escalera, hizo un aspaviento para alejar el polvo que parecía concentrado desde hacía tiempo en ese lugar. Sostenía una ficha algo más grande que las actuales, de color crema y con signos de haber sido deformada en uno de sus ángulos por la humedad.
—¡Esto es lo que buscábamos! —dijo incorporándose animosamente a la aventura.
Sonreí ansioso.
Tomó el documento con las dos manos y, ahora casi con tanto interés como yo, lo acercó a la luz blanquecina del flexo que alumbraba en mitad de aquel estrecho pasillo…
—Galván Giménez, Lucas. Número de carné 11.267, última visita 3 de octubre de 1977. Pasaporte 18599, pupitre 73. ¡Éste es el ladrón! ¡Éste es!
Al escuchar aquel nombre noté el mareo, la tensión, la pérdida de visión. Y el corazón latiendo muy fuerte. Me agarré a una barandilla.
—¿Es este tipo al que andaba buscando? —gritó desde arriba.
Me aproximó la ficha de su retención por robo y allí vi por vez primera la firma ilegible y las letras angulosas, tan desestructuradas e irregulares como su mente, saliéndose incluso del espacio punteado marcado para las inscripciones. Había sido, antes de desaparecer como un espectro, habitual de dos secciones: arte antiguo y epidemiología. Curioso cóctel.
—¿Se le denunció? —pregunté tomando aquel documento casi como si fuese la última reliquia de un santo.
—No consta aquí. El libro no era un incunable, por así decirlo. Solamente con las obras realmente valiosas se ejercía un seguimiento policial. Este hurto no fue para eso, sin duda. Es un volumen muy especializado que había sido consultado muy pocas veces a lo largo casi de un siglo.
—¿Y cómo hizo para saltarse todas las medidas de seguridad? ¿Dónde escondió el libro? ¿Cómo lo sacó del edificio?
—Tenga en cuenta —respondió mostrándome de nuevo la puerta del fondo— que hace veinticinco o treinta años era mucho más fácil. No había ni siquiera sensores en las salidas. Se lo metería debajo de un jersey o algo así. Mucho debía de interesarle aquel libro, pues sabía de sobra que ya no podría volver más por aquí y que le llegaría una multa a su propio domicilio.
—¿Viene aquí su dirección…? —pregunté releyendo con rapidez aquellas notas.
—Pero, si ya murió, para qué quiere…
—Es importante, muy importante.
El hombre sonrió, como sintiéndose ya dentro de la aventura.
—Ya comprendo. El misterio, la investigación… No se preocupe… ¡Discreción total!
Se acercó el dedo a los labios, tomó la ficha y salió de allí a paso ligero y conmigo detrás.
«Búsqueda completada: calle del Hombre de Palo 66, 1°. Toledo».
Los dígitos en fósforo verde de aquel ordenador antediluviano me hicieron dar un brinco. Por increíble que parezca, aquel armatoste de IBM funcionaba todavía. Cuando vi a mi amigo tomando uno de aquellos discos flexibles de cinco pulgadas, de una época en la que ni se atisbaba internet, me temí lo peor. Sin embargo, el ordenador, dispuesto a echarme una mano, rugió durante un minuto y, como en un parto lento, fue llenando la pantalla pequeña y desenfocada con letras mayúsculas.
—¡Ésa fue su casa! ¡Esto no engaña!
Lo que ni sus más allegados recordaban me lo había revelado aquel artilugio de la prehistoria informática, y sentí una inmensa alegría que a punto estuvo de lanzarme sobre aquel monitor abombado para darle un abrazo.
Me contuve y antes de despedirnos le prometí ese ejemplar para su esposa. En pleno apretón de manos dijo algo que aún incrementó más mi ánimo.
—De todos modos no se dé por vencido. Creo que todavía hay una posibilidad de descubrir más cosas de este sujeto, o al menos de lo que hizo por aquí. Le mantendré informado.