17

Pedí otro café y me recosté en aquel sofá verde dispuesto a escuchar a un Mateo que ya contaba con la venia de Moraza para desvelarme su secreto.

—Esto pasó en 1977, justo cuando él se encontraba en Roma, recibiendo instrucciones del Vaticano para otros asuntos. Le llamé varias veces y le mantuve al corriente. Me recomendó calma y silencio. Sobre todo silencio.

—Parece que Moraza tiene mucho oficio en sellar bocas —repliqué.

—Fue en un día como hoy —siguió el librero sin hacer caso de mi comentario—, ya con tiempo del invierno y mucho frío, como ahora. Iba a echar el cierre… recuerdo que en la calle no había un alma. Me quedé un instante fuera, en el portal, y entonces vi cómo avanzaba una figura que, sinceramente, tomé por un mendigo…

—¿Tan mal vestido iba? —le pregunté calentándome las dos manos con la taza de café con leche.

—Más bien era el rostro sin afeitar, los hombros caídos… y aquella mirada que me dejó allí clavado.

—¿Clavado?

—Sí, pero no sé cómo explicarlo… Era… ¡como si no me pudiera mover!

Me vio subir una ceja, en gesto escéptico.

—No me tomo por hombre temeroso y no sé lo que sería, pero había algo de hipnótico en aquellos ojos. ¡Eso te lo juro!

—¿Y le dijo algo?

—Sí, con una voz que a mí me recordaba a algo o a alguien, como si alguna vez la hubiera escuchado por la radio…

—Pero ¿usted oía el famoso Plenilunio? —tercié muy sorprendido.

—Pues sí, alguna vez que me pillaba de reforma en la tienda, o cargando libros hasta las tantas. Contaba historias raras y, bueno, con aquel tono como cavernoso me preguntó si aún se podía entrar. Yo le respondí que naturalmente, siempre que no tardase mucho. Y le abrí.

Noté que el librero temblaba al dejar la taza sobre el platillo y que parte del contenido se derramaba.

—Desde ese momento tuve una sensación rara. Como de peligro. Como si ese individuo me fuese a hacer algo.

—¿Y qué hizo? ¿Qué compró?

—No se llevó nada. No me separé de él en ningún momento. Su rostro blanquecino y chupado no transmitía confianza. Estaba sin peinar y llevaba un abrigo hasta los pies, como una gabardina gorda, negra y descuidada. Le vi las uñas sucias… Me temí lo peor cuando ya estaba dentro. No sé, parecía drogado, no borracho… eso no. Era otra cosa, como si fuese un autómata, un ser sin voluntad. Total, que me preguntó por un libro muy viejo, imposible de encontrar, y me dejó de piedra sólo con pedir aquello. Era una obra para eruditos… algo muy especializado. ¿Para qué demonios lo querría?

Saqué mi cuaderno dispuesto a apuntar. Él, cada vez más nervioso, prosiguió.

—Estudio médico de la peste en los Montes de Toledo, del doctor don Leandro Sárraga. Eso me solicitó, ni más ni menos. Una cosa de los años veinte o treinta para médicos y forenses de aquella época y que por supuesto yo no tenía, ni tenía ya nadie en toda la ciudad. Antes de eso me pidió un mapa de la comarca, pero le dije que tampoco tenía. Recuerdo entonces que señaló ese antiguo que yo tengo enmarcado en la pared de mi librería. ¿Sabes a cuál me refiero?

Asentí recordando un plano grande, justo en la entrada.

—Se acercó a él muy despacio. Y ya temí que iba a liar alguna, y miraba al portal para ver si había gente: pero nada, todo desierto, como se pone siempre esto al caer la noche.

—¿Y qué hizo con el mapa?

—Lo miró un rato y señaló un punto…

—¿Tinieblas?

—Exacto. Puso el dedo ahí, donde aparece el signo de ruinas de Goate, y me dijo que si había algo publicado acerca de este lugar aunque no fuera lo que me había solicitado. Y le respondí la verdad, que no. Que sobre esa zona justamente no. Entonces me miró con odio…

Mateo se llevó la taza a los labios, a pesar de que ya no había líquido.

—Noté que era alguien malo, o loco, y en ese instante creí que se me abalanzaba. Le vi el gesto de una alimaña a punto de lanzarse, hasta vi cómo arqueaba las manos, cómo abría esos dedos largos… Yo me quedé quieto como un cirio, sin moverme, fijo en la barra de hierro por si acaso.

Aquella noche nos quedamos hablando un rato más y él me contó que el solitario periodista en vez de atacarle giró sobre sus talones y se fue diciendo algo que nunca pudo escuchar ni entender…

—Cuentan que pasó un tiempo en una casa de la calle del Hombre de Palo. Se la alquilaron y vivió allí, en un cuchitril, pues en aquel tiempo ésa era una zona sin restaurar, con viviendas muy deficientes y baratas. Allí dicen algunos que estuvo, pero que se le veía muy poco. A veces se oían gritos. Yo jamás volví a cruzarme con él.

—Desapareció…

—Pues se diría que sí. Como tragado por la tierra. Yo me interesé en él, sobre todo después de que apareciese en el camposanto y saliese la noticia en La Tribuna. Incluso hablé con María Lardín tras llamar al periódico. Ella fue la que firmó aquella nota pero poco más sabía la buena mujer. Más o menos lo que le quiso contar la policía. Ya ves que aquí no estamos acostumbrados a investigar…

—¿Y sólo se publicó aquello?

—Únicamente. Llevaba varios días cadáver cuando lo encontraron. Claro, como por allí no va nadie… pues eso. No se dieron más datos, sólo las iniciales, y al día siguiente ya todo se había olvidado. La mujer que le alquiló el piso, doña Amalia, tenía bastantes en toda esa zona, pero ya murió hace mucho y nunca quiso hablar de aquel tipo. Cuando le pregunté no me dijo nada. Era una mujer huraña y avariciosa que no gozaba del cariño de la gente. Yo, como conocía el pasado del poblado y me habían contado que él iba constantemente a Tinieblas y al cementerio, telefoneé a Aquilino a Roma. Me extrañó que tuviera esa obsesión con un lugar que muy pocos conocen y donde habían pasado cosas raras, pero bastantes años antes. Igual quería contar la historia del lugar… Quién sabe.

Eran las dos de la madrugada cuando me despedí. Continué en solitario, dispuesto a dar un rodeo. Toledo de noche se siente distinto, y si uno camina sugestionado —como era mi caso— no es difícil percibir sombras y figuras que parecen huir conforme la luz alumbra las esquinas. Bécquer sintió este embrujo en su leyenda Tres fechas:

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Calle construida en muchos siglos; calle estrecha, oscura, deforme…

Necesitaba oxigenarme y no dudé en dirigir mis pasos hasta la calle del Hombre de Palo, fijándome en los comercios cerrados, con sus escaparates reflejando la oscuridad. En alguno de ellos —jugarretas de la mente— creí ver repentinamente, como en un reflejo, esa mirada a la que todo el mundo se refería. Esos ojos desconcertantes del reportero muerto, vigilando desde su guarida.

Carnicería Garcinuño. Desde 1879.

La cara del cerdo, colgando de un garfio, me saludaba desde el otro lado del cristal con esa risa deforme y macabra de la que aún goteaba un hilo de sangre. Y en el mostrador de piedra blanca se distinguían dos afilados cuchillos. Comercios de otro tiempo, sin duda.

Viejas paredes y buhardillas repintadas, ventanas de madera por donde se atisbaba de nuevo esa negrura entre visillos en la que siempre puede haber alguien observándonos. Y en uno de ellos, quizá aquél, tuvo que ocultarse Galván durante sus últimos días enfebrecido con aquella investigación interrumpida por la muerte.

Al final de la calle vi una placa de cerámica donde se dibujaba un extraño ser y se recordaba la figura de Juanelo Turriano, inventor, ocultista, genio y relojero de Carlos V. Leí en voz baja la leyenda, carraspeando previamente, con el objetivo de romper aquel silencio asfixiante:

Cuenta el pueblo que este insigne inventor construyó un muñeco de madera que, mediante un mecanismo de relojería, caminaba a manera de ser humano. Su creador, mediante la programación de la máquina, le utilizaba para que hiciera cierta clase de recados que el autómata realizaba recorriendo algunas calles de Toledo. Unos dicen que este recado era el de acudir diariamente al palacio arzobispal a recoger una ración o limosna para el propio artífice.

Estaba terminando de leer la inscripción cuando súbitamente noté frío, como una lengua helada que me recorrió desde los tobillos a la nuca en una sola pasada. Paralizado, miré al esquinazo que permanecía iluminado tenuemente con la luz de una farola. Me giré repentinamente y miré la calle larga y completamente vacía, intentando encontrar algo. Pero nada. Ni un mísero gato negro. Al reemprender el camino, ya a punto de abandonar esa travesía, me volví de nuevo, muy aprisa, tanto que entonces la vi proyectándose en la pared, no muy lejos de mi espalda.

Una vieja con un pañuelo en la cabeza avanzaba hacia mí, deslizándose por la pared de la izquierda.

Corrí como si en ello me fuese la vida, sin llegar a cruzarme con nadie, topándome con tiendas y tabernas cerradas desde hacía horas en aquella soledad en la que sólo escuchaba mi sofoco yendo a más. Al llegar frente al Alcázar seguía sin haber un alma. Presa del pánico entré en el parking. Me subí al coche y entonces un lamento horrible, como un chillido prolongado, erizó hasta mi última vértebra. Pisé el freno y comprendí: era la puerta trasera, rozándose de nuevo contra la columna pintada con una franja verde y las siglas K-I8. No le di la menor importancia al estropicio y acto seguido, al tiempo que salía de allí marcha atrás y serpenteando por entre las plazas vacías, metí la mano en el bolsillo para comprobar que la tarjeta que me había dado Moraza estaba a buen recaudo.

Esteban Plaza Marcos

Archivero Diocesano

Teléfono XXX XX XX XX

Encendí las largas convencido de que en cualquier momento esa figura espantosa se iba a recortar de nuevo frente al capó. O lo que es peor, ya en la carretera nacional, imaginándola en el hueco oscuro que siempre queda justo detrás del asiento del conductor. Ese lugar donde ni siquiera llega el retrovisor.