Ni me inmuté al raspar la puerta del coche contra la columna de piedra.
El sombrío parking que se alza frente al Alcázar es, más que un lugar para estacionar, un verdadero examen de precisión, y yo aquella tarde estaba nervioso. Muy nervioso.
Metí la marcha atrás, escuché el chirrido del metal y sin ni siquiera pararme a mirar el estropicio salí de allí como alma que lleva el diablo en busca de mi objetivo.
—¡Serán bandidos!
Subí las cuestas casi bufando, ansioso por encontrarme con mi amigo Aquilino Moraza y su compañero, el librero explorador que respondía al nombre de Mateo. Si hay algo que me indigna en esta vida es que me tomen por idiota.
Y ellos lo habían hecho.
Al pasar junto a la puerta del reloj y fijarme en la mirada vigilante de una de sus gárgolas no pude evitar un escalofrío: de algún lugar de esa misma calle estrecha y vieja que quedaba a mi espalda debió de partir la última llamada telefónica de Lucas Galván. Aquélla a modo de despedida en la que, según oyó Helena al otro lado del auricular, reía como un loco y decía palabras en un idioma desconocido.
—¡No hay nada que más despierteeee…!
La voz ronca de una anciana enlutada detuvo mis pasos. Por un momento me sobresalté al cruzarme con una escena que parecía de otro tiempo. Con las manos arrugadas hizo tañir de nuevo la campanilla oxidada.
—¡Que pensar siempre en la muerteeee…!
De inmediato imaginé una de esas obras de teatro que reproducen en plena calle ciertos romances medievales o pliegos de cordel. Sin embargo, aquella mirada, aquella cara que se me aproximaba…
—¡Apiádese de la moza de ánimas! ¡Apiádese!
Avanzando con pasos cortos pero muy rápidos, cruzó la calzada y yo sentí una repulsión inmediata. Su rostro estaba lleno de pupas sanguinolentas. En la parte de la cabeza que no cubría el pañuelo se veían calvas y costras. Al abrir la boca, ya junto a mí, vi un solo diente descolocado, roto, afilado. No pude evitar, a pesar de mi escorzo, que me agarrase de la muñeca. Intenté zafarme de aquella escena absurda, pero al primer tirón comprendí que aquello era más bien una garra de alimaña que ya se me había clavado con sus uñas infectas. Una tenaza que me sujetaba.
—Hay que protegerse de las ánimas… Usted las ha despertado y lo necesita más que nunca. ¿No escucha a las almas del purgatorio chillar? ¡Óigalas!
Aquellos ojos tenían casi la misma fuerza que la mano que me asía. Ojos abombados, como huevos cocidos, con la pupila gris y borrosa por las cataratas. Ojos que parecían querer salir de las órbitas. Giré la cabeza varias veces buscando a otros peatones, pero, a pesar de la hora, nadie pasaba por allí.
Nadie.
—¡Ellas siempre están esperando! ¡Protéjase o le harán daño! ¡No vuelva por sus dominios! ¡Jure que no va a regresar!
La anciana, de muy baja estatura, tomó la oxidada medalla que colgaba de su cuello y la besó. Después extendió su palma sucia sobre la que caía el agua lentamente.
—¡Lo lamentará si no me ayuda ahora! ¡Ellas están aquí! ¡Vigilándole!
¿De qué hablaba aquella mujer? ¿Por qué me estaba apretando tanto? ¿Por qué su rostro apergaminado reflejaba algo tan maligno?
—Yo puedo salvar… o condenar. ¿Quiere ponerme a prueba? En un movimiento automático saqué un billete del bolsillo y sin mirar su valor lo inserté entre aquellos dedos huesudos. En uno de ellos distinguí un grueso anillo dorado, tan ajado como lo que se había llevado un instante antes a los labios. Las uñas frotaron el papel moneda de modo instintivo, como si no pudiera verlo, y yo aproveché ese momento para salir a la carrera al tiempo que escuchaba su risa a mi espalda.
—El purgatorio nos espera… ¡No acuda a él antes de tiempo!
Al doblar la esquina me sentí más seguro. Por un momento estuve tentado de volver sobre mis pasos y vigilar las acciones de aquella vieja para comprobar si hacía lo mismo con otros viandantes. Sin embargo, la inquietud me empujó a seguir adelante y alejarme. Cuando entré en la librería religiosa ya no caía aquella lluvia fina y silenciosa que había dejado las calles de Toledo completamente desiertas.
Bajé la escalinata y allí los encontré, charlando amigablemente uno a cada lado del mostrador.
—Imagino que esto tampoco lo conocían, ¿no? —dije sin saludar siquiera y tirando sobre el mostrador dos folios impresos con la imagen aérea del viejo camposanto.
Ambos me miraron en total silencio. Mateo se adelantó:
—¿Qué es?
—¡Ah! ¿Todavía quedan ganas de guasa? —respondí.
El silencio se hizo más denso. Cogí uno de los papeles y lo agité con fuerza poniéndomelo a la altura del pecho.
—¡Creo que se ve bien claro! ¿O estamos tan ciegos como la vieja pedigüeña de ahí fuera?
Me miraban con el mismo asombro de quien hubiese visto aterrizar a un marciano.
—¡Tumbas de piedra! ¡Cientos de antiguos nichos horadados en la roca! Y no lo sabían, ¿verdad? Nunca habían pisado aquello, ¿verdad? Es un lugar sin el menor interés, ¿verdad?
El padre Moraza, tranquilo y sobrio, se ajustó el alzacuellos y terció sin ni siquiera mirar el documento.
—No dudes de que nuestra intención era buena. Lo que ocurre…
—¿Intención? —le corté de inmediato—. Aquí no hablamos de eso, padre. Ya veo que no me puedo fiar de ustedes… ¿Por qué no me dijo nada de la secta? ¿Por qué no me dijo nada de lo que pasó allí en tiempo remoto? —grité golpeando las hojas con rabia.
—¡No te hemos engañado! —intervino Mateo sin dejar de fijar su vista en el papel donde se mostraba aquella cruz de sepulcros horadados en la piedra vistos desde cien metros de altura—. Simplemente pensamos que lo mejor…
—¡Lo mejor siempre es contar la verdad! —sentencié.
Moraza, tan inmutable como el granito, tomó los documentos y los dobló con delicadeza. Después abrió mi propia carpeta de donde un minuto antes habían salido y los metió dentro.
—Comprendo tu irritación…, pero en verdad te digo que hay asuntos que no conducen a nada, sólo a perder el tiempo.
—¡Le rogaría que me permitiese decidir en qué invierto mi propio tiempo! —respondí apretando los puños—. Si a uno le mienten y no le cuentan la verdad, si lo desvían en su investigación con engaños… ¡Entonces es cuando se pierde!
—Pero es que… —dijeron atropellándose al iniciar una frase a la vez.
—¿No es cierto —proseguí sin escucharles, mirando fijamente al sacerdote— que en esa zona se instalaron los herejes? ¿No es cierto que al preguntarle por ellos y por el paralelismo con la simbología de los muros de la ermita que aparecía en aquellas fotos que les traje hace menos de una semana usted sólo me respondió con silencio?
—¡Pero no te mentí…! —dijo inmediatamente y mostrándome las palmas de las manos…
—Cierto —apuntó Mateo saliendo del mostrador—, sólo te confirmamos que no conocíamos bien la zona ni aquellos signos. Y ésa es la pura verdad.
—¡Marcas de cantero! ¡Me dijeron que aquello que he visto con mis ojos en la ermita eran marcas de cantero!
El librero, ofendido, quiso responderme en el mismo tono, pero se contuvo mirando la alta figura ensotanada de Moraza.
—Todo esto es un malentendido. Mateo, como tanta otra gente de la región, tiene un poco de aversión a esa zona. Son sus cosas y hay que respetarlo. No gusta por aquí que hablen de ese sitio. Dicen los viejos que no es un lugar bueno, y quisimos ahorrarte el viaje y el esfuerzo. ¿Qué interés pueden tener estas absurdas creencias de los aldeanos?
—Sería fatal para la comarca que volviesen a escribir de todo aquello —suspiró Mateo—, pues con el tiempo ya está superado.
—Y supongo —dije entre dientes— que también me engañaron con lo de Galván…
—¿A qué te refieres? —me respondió el sacerdote.
—Estoy seguro de que llegó hasta aquí mismo dispuesto a revelar lo que ocurrió. Y usted le conoció. ¿Me equivoco? Su amplia frente se arrugó.
—Sería largo de contar y es necesaria tu total discreción.
—Ya sabe que soy periodista, y que no puedo prometer nada. Mucho menos después de que me haya ocultado una valiosa información.
—Muy bien. Ten en cuenta que podría seguir callando. Calibra lo que pierdes… y lo que ganas.
—No se preocupe —repliqué de inmediato—, si persiste en su silencio de algún modo obtendré esos datos que con tanto celo se guarda. ¿Tampoco sabían nada de extrañas fotografías obtenidas dentro del camposanto? ¿Ni de lo que aparecía en ellas?
Hubo un silencio corto pero absoluto. Calculado.
—Estimado amigo —dijo poniendo su mano en mi hombro—, te doy mi palabra de que nuestra disuasión nació con un espíritu positivo. Hay hechos que, te repito, no llevan a nada. Sólo a crear una polémica que no beneficiaría en absoluto a la zona. Mitos sobre mitos. Ya sufrieron bastante aquellas gentes y a los pocos que quedan por allí hay que dejarlos descansar en paz. ¿No lo entiendes?
—En paz ya están, padre. Allí sólo hay muertos. Noté que el librero bajaba la mirada.
—Sospecho que todos esos enterramientos que forman una cruz se debieron a la represión y aniquilación de ciertos cultos antiguos de la zona. ¿O también me van a negar eso? —insistí.
—Algo pasó… pero en Tinieblas nadie querrá recordarte nada —remarcó Mateo, ya situado a mi vera y poniéndose el abrigo—. ¡Son tan herméticos!
—Todo esto es un poco complicado como para narrarlo en forma de cuento, que es lo que os gusta a los periodistas —dijo Moraza con aire de suficiencia al entreabrir la puerta haciendo sonar las campanillas situadas en el quicio.
—Debe serlo, para engañarme de esa manera.
Noté que el espigado sacerdote sintió la estocada. Alargó el brazo y después agitó su mano para describimos el frío del exterior. No llovía, pero el aire helado cortaba. Al invitarme a salir clavó sus ojos azules en los míos.
—¿Seguimos hablando frente a un café?
El corto trayecto hasta La Perdiz lo hicimos sin hablar.
Nada más llegar y acomodamos en el reservado saqué de mi maletín el libro Herejías medievales en la península Ibérica —el mismo que me había embebido en tan sólo una noche— y lo abrí de par en par por la página 333. Se lo mostré a ambos, aunque estaba seguro de que conocían muy bien aquella Imagen.
—¿Y qué explicación tiene esto?
En la hoja se veía una especie de medallón oscuro con dos personas toscamente grabadas en una postura erótica. El pie de foto era de lo más sugerente.
Pieza 304 R. Detalle de colgante de bronce del siglo XIV con escena de fornicación hallado tras unas excavaciones efectuadas en 1903 en la pedanía de Goate, alquería o barriada perteneciente al municipio de Tinieblas de la Sierra. Se atribuye a alguna de las familias que se desgajaron del movimiento herético conocido como Hermanos del Libre Espíritu y que tuvieron predicación en determinados núcleos del sur de Castilla.
—Efectivamente, tal y como ahí pone, esto se encontró allí. No vaya negar la evidencia —dijo un Moraza al que por vez primera noté nervioso—. Sólo te advierto que es peligroso extraer conclusiones precipitadas.
—Los herejes estuvieron allí. ¡Esos mismos que me describió al hacer un repaso por las sectas más peligrosas! ¡Por eso buscaba Lucas Galván algo precisamente allí!
Me indicó calma con las manos, al tiempo que preparaba su respuesta, quizá sorprendido por la documentación fidedigna que había obtenido sin hacer caso a sus recomendaciones.
—¡Estuvieron! —proseguí a voz en grito—. La prueba es que dejaron aquellos signos que usted bien conoce sobre las paredes de la ermita.
—Como muestra de mi talante, te daré algo que podrá ampliar tu perspectiva. Utilízalo bien y ya hablaremos cuando sea necesario.
—¿Quiénes son todos esos muertos? ¿Quién los enterró fuera del camposanto y dejando esa forma? ¿No era ése precisamente el modo de volver a purificar un lugar que había sido corrompido por la secta?
—No corras tanto, tranquilo —dijo haciendo de nuevo el gesto de aminorar—. Hubo algunos conatos, como en otras partes de España, con ciertos alumbrados y grupos de locos que se negaban a recibir la fe cristiana. Fueron un problema para la Iglesia, pero también para cualquier buen ciudadano.
—¿Cómo? —pregunté nervioso y queriendo tirarle de la lengua.
—Esos grupos se convirtieron en una comuna licenciosa que renegaba de todo lo sagrado, que llegaba a matar a los ministros de Dios, que practicaba la orgía, los rituales prohibidos, el contacto con los muertos… ¡Que atentaba contra todos y cada uno de los principios de nuestra fe!
—Entonces me confirma que esos sepulcros son de los propios herejes… ¿Acaso se acabó con todo el pueblo?
—No. La Iglesia no actúa jamás con esas represalias. Eso es a causa de una peste que asoló la región. Una terrible maldición… merecida.
—¿Y por ella desapareció la aldea de un día para otro?
—Claro. ¿No lo has escuchado? —apostilló Mateo.
—La muerte negra —continuó Moraza— diezmó la población hasta reducirla a cero. Eso pasó en otros muchos pueblos y no hay que darle mayor importancia.
—¿Y los frescos de la vieja ermita? ¿Qué representan exactamente? ¿De quién son?
—¿Acaso también tienen misterio para ti? —replicó con sorna.
—Depende. ¿Qué le dice el nombre de El Bosco? —pregunté a bocajarro al ver que el sacerdote apuraba su taza y hacía ademán de levantarse.
—¡Ése es el que pintó el Jardín de las Delicias! —soltó un Mateo al que respondí con una sonrisa indicándole lo evidente de su ocurrencia.
Le noté apretar los dientes.
—Ya me dirás qué tiene que ver. Yo lo desconozco por completo —respondió quedándose quieto en el sofá, como una estatua petrificada después de escuchar aquel nombre.
—Pues parece ser que pudo estar en España en algún momento del periodo que va de 1500 a 1505; un tiempo vacío en el cual se supone que viajó a algunos puntos del sur de Europa.
—¿Insinúas que El Bosco pintó los frescos de Tinieblas? —replicó alzando la voz como si yo hubiese afirmado una monumental osadía histórica.
—No he dicho nada semejante, padre. Y usted lo sabe muy bien. Lo que ocurre es que él era algo más que un pintor y…
—¡Ah! —irrumpió—, pues hasta el momento que yo sepa es un simple artista y nada más. Olvídate de esoterismos baratos. Y, por cierto, nunca estuvo en España según la historia oficial.
—Creo poco en lo oficial, padre. El Bosco fue el propulsor de unas ideas heréticas reprimidas duramente por la Iglesia. En esos cinco años enseñó su mensaje a través de sus obras y hubo un pequeño grupo de seguidores llamado Círculo Bosch que llevaron después esa doctrina a otros muchos lugares a través de frescos e iconografías muy concretas. ¿No ha barajado la posibilidad de que…?
—Amigo —interrumpió con la sonrisa cada vez más tintada de amargura—, estás pecando al considerar una serie de leyendas como algo real y verdadero. En esa época pudo estar en Italia y por un periodo de tiempo muy corto. Nunca aquí. Lo más probable es que jamás saliese de su pequeña ciudad provinciana. Eso dicen los documentos y has de saber, en honor a ellos, que no es bueno leer majaderías de iluminados si se pretende ser objetivo en una investigación…
—Veo que conoce muy bien al personaje —respondí como si le hubiera sorprendido in fraganti al escuchar aquellos datos sobre El Bosco, sólo al alcance de un especialista.
El rubor en el padre Moraza fue evidente e imposible de disimular. Viendo el apuro, el hasta entonces ausente Mateo quiso salir al paso con tan poca fortuna como siempre.
—Es un auténtico ilustrado y sabe de todo. ¿Qué misterio hay en eso?
—¿Ha leído este libro? —dije sacando de mi maletín la obra de Kleinberger con el retrato de El Maestro en la portada.
—Ante todo, conozco de primera mano la catadura del autor.
—¿Cómo dice? ¿Conoce personalmente a Kleinberger?
—Hay cierta gente de la que es mejor ni acordarse —sentenció al tiempo que extendía la mano dando por finalizada la charla en aquel preciso instante.
—Me da igual que se marche. Yo voy a continuar indagando —concluí.
—Tranquilo —contestó girándose—, me han hablado de tu proverbial tozudez y mejor será no disuadirte más. No quiero que digas que obstruyo tus pesquisas, pues conociéndote no me extrañaría que dijeras que la Iglesia toledana te ha puesto la zancadilla…
—Esa sensación tengo…
—Mira, Navarro, como muestra de buena voluntad te indicaré dónde tienes que dirigirte para saber un poco más. Aunque ya verás que todo tiene una explicación triste y terrena: la peste bubónica. Yo en estos días voy a estar muy ocupado. Toma esto y ahora, si Mateo quiere, puede contarte lo que él sabe.
—¿A qué se refiere? Me están liando entre los dos una madeja que…
—Al loco ese de Galván que tanto te interesa. ¿A qué voy a referirme? —dijo antes de desaparecer cerrando con violencia la puerta de servicio.