El horrible sonido del portero automático me despertó a las nueve de la mañana y sin apenas haber pegado ojo.
El mensajero se disculpó al ver aquella estampa propia del caballero de la triste figura bajo el umbral: pantalón de pijama y pelo revuelto propio de estar aún vagando por otra dimensión ajena a lo terrenal. Casi no podía ni abrir los ojos.
—¿Aníbal Navarro? —preguntó embozado en un anorak gordo y azul mientras sacaba algo de su mochila.
Asentí con un sonido gutural, sin abrir la boca. Debía de tener mala cara porque notaba en el cuerpo, como si fuese una larga paliza, el efecto de las pesadillas repetidas a lo largo de las tres horas en las que me había sumergido en el sueño. Eché una rúbrica notando que apenas podía leer aquel formulario.
—No, ahí no —me indicó con el índice un recuadro diferente al que yo había comenzado a marcar.
Se me nublaba la vista y en un momento temí caerme redondo. Cerré de un golpe, sin decir una palabra, dispuesto a sentarme en la mesa de la cocina, pensando que estaba forzando el cuerpo en exceso. Justo al final del pasillo noté algo raro en el espejo. Me detuve y lo confirmé. Era mi espalda.
—Joder.
Me asusté y entré de nuevo al dormitorio, que aún permanecía a oscuras y con las persianas bajadas. A un lado de la cama palpé varios libros abiertos e intuí rotuladores fluorescentes sin tapar. Restos de una noche de documentación. A tientas, cogí las gafas que siempre utilizaba para leer y me metí en el baño. Allí pude ver, girando el cuello al máximo, las dos marcas rojas que bajaban como un zarpazo de tres dedos, desde el mismo hombro hasta casi los riñones. Debía de haber estado arañándome a mí mismo durante toda la madrugada, como peleando con alguien.
Pero… ¿con quién?
Miré mis manos abiertas y no encontré el rastro de sangre en esas uñas que yo mismo me tenía que haber clavado hasta rasgar la piel.
Mientras intentaba averiguar qué había sucedido, noté la familiar llegada del bajón de tensión invadiéndome poco a poco. Me arrastré hacia el frigorífico en busca de un trago de cafeína y al llegar agradecí el frío de la puerta plateada tocando mis pómulos.
—Sebastián… —acerté a decir en un balbuceo mirando el remite del paquete recién llegado.
Terminé con la lata de un golpe y me senté, esperando el efecto reparador. Fue entonces, moviéndome a cámara lenta, cuando lo rasgué.
Como te conozco, sé que habrás dado el primer paso con el Libro de los muertos en unas pocas noches y habrás comprendido que las sombras están ahí desde siempre.
Ya es el momento de leer lo que hizo El Maestro. Suerte.
La nota era escueta y misteriosa, muy en el estilo de Márquez. Junto a ella, otro paquete más pequeño, que presentí de inmediato, sobre todo por el tamaño, que sería el libro del profesor Klaus Kleinberger; el mismo que tanta curiosidad me había provocado en el taller-imprenta de mi amigo días antes. El mismo que llevaba el enigmático retrato de El Bosco grabado en su portada.
Lo que no entendía era lo del mensajero, pues nos veíamos casi cada día y me lo podía haber dado en mano con total comodidad. Aquello del sobre dentro del sobre parecía algo propio de las muñecas rusas. Sólo comencé a entender al fijarme en el matasellos y en el segundo remite:
«Centre Panthéon. 14 Rue de la Sorbonne. 75005 Paris». Saqué la obra y, tal y como ocurriese días atrás, volví a quedarme prendado por aquella efigie grabada en su tapa. La boca pequeña, las cejas arqueadas, los ojos expresivos pero perdidos en una extraña melancolía, las arrugas de la frente, la larga nariz y el pelo escalonado cayendo sobre las orejas. Aquel hombre se parecía a mí. Quizá a como seré yo dentro de unos años. Aquel hombre… se parecía a mí.
Volví a acercarme al espejo y me miré muy despacio, colocando aquella portada junto a mi cara…
¿Qué ve, Jerónimo, tu ojo atónito?
¿Qué la palidez de tu rostro?
¿Ves ante ti a los monstruos y fantasmas del infierno?
Diríase que pasaste los lindes y entraste en las moradas del Tártaro,
pues tan bien pintó tu mano cuanto existe en
lo más profundo del averno.
Leí la inscripción hallada en el reverso de aquel su único retrato. Venía en la primera página. Al pasarla, negro sobre blanco y a pluma, se podía leer una dedicatoria:
Querido amigo:
El compañero Márquez me ha informado con detalle de sus apasionantes pesquisas. Le dedico este volumen con el firme deseo de que lo utilice como guía para sumergirse en el mundo oculto de Hyeronimus y revele las cosas que nadie más se atreve a contar. Yo creo que El Maestro pudo estar en España en una etapa de su vida y con un objetivo concreto, aunque la Historia del Arte lo niegue. Algunas de sus pinturas guardaban una clave mágica capaz de hacer enloquecer.
No le adelanto más, pues sé que a usted lo que le gusta es descubrir.
Con afecto, y esperando el pronto encuentro,
K. KLEINBERGER