—¿Qué te parece?
—Tiene que ser un error o un efecto óptico —respondí sin soltar el auricular.
—En absoluto. Es más, creo que se trata de una forma que sólo se percibe desde cierta altura. Algo imposible de detectar a ras de suelo.
Para comprobarlo me acerqué hasta casi meter la nariz en aquella fotografía aérea, entornando los ojos ante el brillo parpadeante del monitor.
—Instala de nuevo el programa y vuelve a probar por si acaso —escuché con el teléfono aún pegado a la oreja—, aunque si te sirve de algo yo he repetido la operación cinco o seis veces esta noche…
—¿Y este software es fiable?
—Totalmente, la base la han hecho unos compañeros míos. Colgué sin dejar de mirar cada píxel de aquella pantalla y comprendí por qué Sergio, jefe de guardia de la división informática de la policía científica, me había dejado varios recados en el contestador de casa después de analizar las polaroid que acompañaban el artículo de Galván.
Jamás llamaba al móvil si la cuestión era importante. Decía que hasta un niño puede pincharlos y doy fe que de eso sabía un rato.
Reinicié el ordenador frotándome los ojos. Eran las dos y media de la madrugada y estaba todo tal y como lo había dejado antes de marcharme en el puente aéreo. María, la mujer que dos veces por semana me ayudaba a mantener las cosas en orden, había depositado varios sobres en la mesa del hall. Uno de ellos era un libro —Herejías medievales en la península lbérica— que dejé a un lado del teclado. En ese momento lo que urgía era descubrir si aquella anomalía era algo más que una simple casualidad. Ya habría tiempo para la lectura y la revisión de ciertos datos.
Llené un vaso de leche y, como es costumbre en mis dominios, apagué todas las luces de la buhardilla encendiendo después el flexo. Anoté, tal y como se me indicó antes de colgar, unas claves para confirmar, con un novedoso pero aún poco conocido sistema, si aquella imagen sorprendente se correspondía con la realidad. Abrí el navegador y como si de un ritual se tratase introduje la dirección http://sigpac.mapa.es/cibeles/visor. Acto seguido apareció la península Ibérica copando casi toda la pantalla. Debajo, un sencillo panel de herramientas para seleccionar el área que quería observarse desde el aire. Aquello parecía magia de las alturas al alcance de cualquiera.
Mis dedos, sin perder un segundo, introdujeron las coordenadas exactas que me había indicado mi buen amigo: X-P7940.60
El recuadro viajó hasta un punto concreto del mapa y sobre él cambió de color. Después se me solicitaron otros dígitos para acceder a la imagen prefijada: Y-4733190.46
Esperé unos segundos y lo que hasta entonces era un dibujo pixelado se convirtió en una espléndida fotografía tomada desde el cielo. En la parte inferior apareció la herramienta «lupa» y se me invitó a ir aumentando. Poco a poco, pulsando «intro», acabé teniendo una privilegiada vista de la zona en cuestión. Entonces, como si anteriormente no hubiese tenido aquella misma anomalía ante mis ojos y apareciese repentinamente y por sorpresa, volví a enmudecer.
—¿Ves como era cierto? —señaló Sergio respondiendo a mi nueva llamada.
—¿Sigues teniendo la imagen delante?
—La tengo y en tres ordenadores distintos, con definiciones diversas.
—No hay margen de error… —sentencié cada vez más inquieto.
—Compañero, lo que está ahí no es ninguna aberración de la técnica. Es real. Tan real como tú y como yo. Por eso se refleja del mismo modo en todas las pantallas. Está ahí y parece que desde hace muchos siglos. Quizá marcando algo.
Apagué entonces la única luz, cogí un cuaderno y a base de rayajos intenté reproducir lo que veía sin apartar los ojos del monitor.
—¿Sigues ahí? —gritó mi amigo desde el otro lado.
—Claro… Pero, oye, este programa de confirmación, exactamente ¿para qué sirve?
—En realidad —replicó de inmediato— es un modo de control de la parcelación agraria. Está escaneado y fotografiado todo el territorio nacional. El objetivo es determinar las lindes, catalogar tipos de suelo, etcétera.
—¿Y las tomas aéreas cuando se hicieron?
—Hace tan sólo un año.
Volví a utilizar la «lupa virtual» para alejarme. A unos quinientos metros de altura, según el medidor lateral, ya se distinguía la mancha cruciforme, algo oscuro y rotundo en mitad del secarral.
—¿Lo máximo que podemos acercamos es a cien metros? —pregunté al comprobar que el aumento se bloqueaba irremediablemente en ese punto.
—No lo sé. Creo que había un sistema para… espera un momento.
Escuché el chirriar de las ruedas de su silla y después el aporrear de diversas teclas.
—Nada… Lo han debido desactivar. Cien metros justos; ése debe de ser el límite con el que se puede radiografiar el país entero sin peligro. De todos modos es bastante evidente que eso no es una casualidad del terreno.
—Pero es que toda la loma está repleta de…
—Lo estoy viendo como tú, amigo —dijo sin dejarme terminar—. Por cierto, ¿eso de ahí es una iglesia?
—En realidad es la ermita, que está medio derruida. Aún conserva algunos frescos en el interior.
—¿Y a simple vista tú no recuerdas nada de lo que aquí aparece?
—Absolutamente nada. Pero ten en cuenta que yo bajé por la otra ladera. Y hablando de eso, ¿se puede medir la distancia que hay de un punto a otro?
—Es algo más complicado, pero dime qué área quieres calcular y lo voy procesando desde aquí.
Acerqué mi huella dactilar a la pantalla hasta tocarla y la deslicé a lo largo de unos centímetros.
—Bien —proseguí—, ¿ves que junto al montículo hay un recinto cuadrangular que se destaca en oscuro?
—Lo tengo, ¿y eso qué es?
—Eso es el cementerio abandonado del que te hablé. Allí se hicieron las fotografías que tiene ahora tu jefe en su despacho.
Mi amigo resopló.
—Me gustaría saber la distancia concreta desde esa estructura hasta la pared de la ermita.
—O sea, toda la zona donde aparecen estas hileras de…
—Exacto.
Durante un minuto escuché el rápido cliqueo de ratón al menos cien veces…
—Ya está. Ciento once metros —dijo con total seguridad—. Y todo repleto de sepulcros.
—Sí, todo lleno de tumbas cavadas en la piedra formando una gran cruz.