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Tras despedirme de Helena y dejar atrás su calle, repleta de setos y muros blancos al estilo mediterráneo, me decidí a buscar un restaurante por la zona. No encontré más que una amplia cristalera donde se veía a gente departiendo y dando cuenta de sofisticados platos. Me planteen la puerta, precedida por una ostentosa alfombra, y, para mi sorpresa, me despacharon sin disimulo alegando que el recinto era sólo para socios.

—¿Tiene usted tarjeta oro del club? —escuché mientras me miraban de arriba abajo, conscientes de que jamás había puesto el pie allí y por lo tanto era complicado que tuviese nada de ese lugar.

Lo mío no eran los maitres de la zona, desde luego. No había empatía. Contrariado, seguí caminando, con mil historias peleándose en mi mente, hasta que ya en las lindes de un barrio menos exclusivo me topé con las puertas de madera de Can Faba, lugar que, a primera vista, me pareció idóneo. Un menú del día abundante, buen café y poca gente. Un cóctel perfecto. La hora avanzada me proporcionaba silencio gracias a la ausencia de comensales. Y así, acurrucado en la esquina, junto al ventanal por donde se colaba el inesperado sol de invierno, empecé a recopilar lo que sabía hasta el momento de aquel personaje que ya se había convertido en mi obsesión. Recortes, anotaciones en el cuaderno, dibujos y teléfonos… Toda la vida de aquel hombre atormentado estaba atrapada entre dos tapas duras.

—¿Otro solo con hielo? —dijo el camarero viendo la cantidad de papeles y viejos documentos que afloraban de pronto sobre la mesa.

—Un irlandés, por favor. Voy a pasar aquí bastante tiempo —respondí sonriendo.

—¡Marchando!

La llamada a la que se refería Helena y que tan grabada se había quedado en sus pensamientos fue efectuada una madrugada del último mes del 77 desde una vieja casa de alquiler en pleno casco antiguo de Toledo. Tan sólo un año antes de esa breve y aparentemente absurda comunicación, el periodista, afincado en España pero nacido en Tucumán, llegaba como cada noche a la emisora más prestigiosa y potente del país acompañado de su chófer. Llegó a ser una estrella de la radio y lo tenía casi todo.

Los seguidores que se concentraban cada madrugada a través de su recordado programa a nivel nacional, aguardando siempre la sorpresa y el misterio, se llevaron la más grande cuando un día, sin previo aviso, sonó música clásica durante la hora y media que correspondía al célebre Plenilunio.

¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba la voz cavernosa de aquel contador de historias? ¿Dónde el suceso, el misterio, el crimen o el hallazgo que él casi había convertido en cotidiano?

La sinfonía número 4 de Mozart y varias composiciones de Juan Sebastián Bach sustituyeron a aquellos largos monólogos de Galván. Una de las piezas que sonó fue, precisamente, la marcha fúnebre.

Oficialmente todo aquello desapareció de un día para otro por una inesperada renovación de la parrilla. Extraoficialmente, su mal genio, su egolatría, sus excentricidades habían llegado al límite. Contaban los viejos del lugar cómo se peleó con algunos compañeros, vieja costumbre que, mala suerte, llegó a practicar con el hijo del principal accionista de la emisora.

Fue lo último que hizo allí.

Lo que tampoco supieron sus incondicionales, porque nada de esto salió en antena, es que bajó muy rápido los peldaños que conducen al más absoluto olvido. Convencido de que era él y sólo él la figura imprescindible, se marchó enfurecido con sus bártulos, sin despedirse de nadie, ni siquiera de sus oyentes, seguro de que a la mañana siguiente la noticia de su situación haría pelearse al resto de radios, que no dudarían en poner el talonario encima de la mesa.

¿Quién iba a dejar la oportunidad de contratar a quien había llegado a ser líder de audiencia de las madrugadas?

Durante tres meses, como cura de humildad, Galván accedió a regresar a Cadena Intercontinental, vieja emisora que no creía en los avances de la técnica pero que aún tenía una implantación robusta entre los oyentes de más edad de la capital de España.

Ésa fue la única propuesta en la mesa vacía. Increíble pero cierto. Un puñetazo en lo más profundo del ego. Nadie más se interesó por él.

Era eso o abandonar Madrid. Y los que le conocieron dicen que no estaba dispuesto a lo segundo. En Barcelona, de donde procedía, no había dejado amigos. Su temperamento violento es lo único que, según mis indagaciones, se recordaba treinta años después. Por encima incluso de su innegable genialidad para la escritura, para la comunicación. Una pena.

De un plumazo, las presumibles disputas de los grandes grupos, las imaginadas ofertas a precio de oro y hasta el chófer que conducía diligente el Seat 1430 azul marino, se convirtieron en un rincón, ni siquiera despacho, una Olivetti sin dos teclas y un tercio del sueldo.

Así es la vida.

El resto del país dejó de escucharle. Las conferencias y congresos bien pagados desaparecieron como por arte de magia, y las llamadas que su secretaria seleccionaba entre decenas al día se habían convertido de pronto en un teléfono negro, mudo, sobre una mesa pegada a la ventana que daba a un sucio patio interior.

Como un azucarillo en el agua se fueron disolviendo todos y cada uno de los sueños que tenía ya en la palma de la mano. Alguien, en mi búsqueda de información por la Ciudad Condal, me confesó que los del programa Fantástico, el gran éxito de la televisión de la época, estaban pensando en ficharle como colaborador, después de haberlo llevado dos veces a su plató. Hasta una revista del corazón le llegó a tentar —si los rumores eran ciertos— para realizar una sección fija semanal en la que respondiese por escrito a los lectores.

Su particular efigie, su frialdad algo altanera y su atuendo siempre oscuro hacían girar las miradas cuando subía por la Gran Vía, y eso le encantaba. Sobre todo, según cuentan los que vivieron junto a él esos momentos, cuando esas miradas procedían de jovencitas.

De todo aquello no quedó nada. Ya nadie le reconocía. Ya nadie le reservaba sitio en el restaurante o en la zona preferente cuando acudía con alguna señorita a la sala de fiestas Boccaccio. Dicen las malas lenguas que un día regresó, creyendo que aún le quedaban amigos allí adentro, y el portero —hacía no mucho colega de palmadas y risotadas— no le dejó pasar. Tampoco tenía tarjeta del club.

Se indignó y quiso pagar su entrada, pero al final, tras tumultos y gritos, abandonó el recinto con un ojo morado. No debió dolerle el hematoma. Dolía la humillación. Y el olvido, y las risas de los compañeros, antaño tan amigos, que se regocijaban en corrillo mientras se alejaba.

Pasé página y me topé, emborronando una cuartilla entera, con la transcripción de las palabras de la directora de la Intercontinental, Carmen Castillejo, simple becaria en la época, que también se refirió a él en el mismo tono cuando la entrevisté en su despacho:

—Una vez me lo encontré en la Gran Vía, delante de la puerta de la Casa del Libro, mirando al frente con la mano sobre los ojos, para protegerse del sol. Tenía la vista fija en el edificio de su antigua emisora, a la que tanto añoraba. Parecía no creerse lo que le estaba pasando. ¡Él, que tan alto concepto tenía de sí mismo! Era duro reconocer que nadie se acordaba, que nadie lo quería. Siempre había sido irascible, lejano, cortante… pero en los últimos meses, casi hasta principios del 77, ya empezó a hacer cosas muy raras. Se le despidió poco después de Reyes. Al parecer habían hecho un gran esfuerzo para nuestras posibilidades y todo lo consideraba poco. El programa era un delirio y no cumplió las expectativas. Algunos insinuaban que estaba drogado. No sé, lo que le debía de pasar es que creía que seguía estando en su antigua radio y la realidad no era ésa. Nunca supo aceptarlo.

«Lucas Galván, nacido en una aldea de la provincia más pobre de Argentina, llegó a Barcelona en 1973 tras comprobar la buena acogida que tenían sus reportajes sobre antiguas culturas y aventuras varias enviados por correo con dirección a España. «Periodismo de anticipación», lo llamaba. Conoció el estrellato radiofónico concentrando a varios millones de personas con su estilo inconfundible, directo, único, sin concesiones.

«Se preguntaba lo mismo que el hombre de la calle. Ésa era la clave de su éxito. Y lo hacía con una gran modulación de voz, pero con la sabiduría suficiente como para transmitir en el mismo lenguaje del pueblo, haciendo las cosas comprensibles. Era un momento de explosión de lo desconocido y lo pilló de lleno. Después de un año haciendo radio aquí, en Barcelona, en la Onda Peninsular, le llamaron de Madrid con un contrato importante. Se fue dando un portazo y a mí me dolió, pues me consideraba su amigo. Quizá fui el único por el cual sintió algo de simpatía. Eso quiero pensar. Se marchó de aquí y no llamó ni una vez. Yo sí lo hice, y siempre me salía aquella secretaria suya diciendo que el señor Galván tenía muchos compromisos. ¡Si hasta el nombre del programa lo puse yo!

«En fin… Guardo este vinilo de Vangelis como recuerdo. Era el que siempre ponía al comenzar. Lo alucinante es que sigue habiendo gente que aún hoy nos pregunta por él».

Eso me dijo sin vacilar Jorge Bustos cuando me presenté ante él en los inicios de esta búsqueda. Él fue su mano derecha en aquel tiempo lejano. Tampoco conocía bien las circunstancias del óbito. Ni parecía querer saberlas cuando le entrevisté cuaderno en mano. Así quedó reflejado.

«Creo que acabó en un albergue de mendigos, con la mitad del cuerpo paralizada. No tenía familia, y murió de cirrosis o eso me contaron».

No era cierto. Versiones sobre la muerte del genio de las ondas había muchas, pero sólo una era la verdadera.

Tenía un rictus de dolor aún grabado en la cara y estaba encogido, en decúbito prono según el forense y en posición fetal en palabras de la única periodista que cubrió el suceso.

Su esquela fue una breve nota perdida en la sección local de un periódico de provincias. Muy poco para quien durante un lustro había sido la inconfundible voz del misterio.