12

Aquélla fue la última vez que escuché su voz. Respiraba muy fuerte y decía cosas incoherentes. Cosas propias de alguien que ha perdido la cordura.

Helena me recibió en su imponente apartamento de la zona alta de Barcelona. Ya me había recuperado de la fiebre e intenté estar a la altura poniéndome mi mejor traje… Mi único traje.

—Me dijo que ya lo comprendía todo… y se empezó a reír. Yo le gritaba, le llamaba por su nombre… pero él sólo respondía con palabras que parecían árabe, como si estuviese rezando o algo así. Reconozco que le colgué llena de miedo.

Pensé mucho el movimiento y al final actué con cierta brusquedad. Extraje un libro de mi maletín y lo coloqué sin más preámbulos sobre la mesa.

—¿Qué opinas de esto?

Es difícil olvidar su gesto. Las manos se le agarrotaron e instintivamente se echó hacia el respaldo.

—Tranquila… Es sólo un pintor. No sé si Lucas te habló de esto en sus últimos días; en caso de haberlo hecho quisiera saber si…

—El Maestro —me cortó.

—¿Cómo has dicho?

Helena pareció asustarse aún más ante mi expresión de alucinado… Estábamos entrando, sin quererlo, en la espiral del miedo…

—Recuerdo que eso es lo que gritó varias veces en su última visita a la redacción. Yo le escuché decírselo a Gisbert en su despacho, a viva voz, asegurando que en esos cuadros estaba toda la verdad y que iba a descubrir algo que le haría inmortal. Desvaríos de ese estilo.

—¿Y no te llegó a decir nada más?

La directora del emporio PW volvió a angustiarse. Por un momento temí que rompiera a llorar de nuevo. No debía de ser frecuente verla así. Algo le ocurría. Algo que no podía olvidar, que se había quedado enganchado en el corazón como un imperdible que atraviesa la carne, un dolor escondido en alguna parte de sus recuerdos que tenía que exorcizar…

—Mira, Aníbal, esto para mí es muy doloroso. En realidad, ya en aquel instante era otra persona completamente distinta.

—Helena, quiero que sepas que todo tu esfuerzo es muy importante para mí. Podemos estar cerca de saber qué es lo que le ocurrió, ¿comprendes?

—A veces no sé si es mejor dejado todo como está. Eso pensaba antes de llamarte. No me siento bien reviviendo todo esto.

Alargué mi mano y cogí la suya con fuerza.

—Te doy mi palabra de que creo que estamos a punto de descubrir algo importante.

Asintió en silencio, con la tristeza brillando en sus ojos. Después se sirvió otra copa. Y acepté la invitación para volver a preguntar, apoyándome en el gigantesco sofá de cuero. Ya casi a su lado.

—En aquella discusión durante su última visita a la revista, él ya se había marchado a Toledo, ¿no?

—Sí. Llevaba ya tiempo fuera de Universo. Y de la radio. Desligado de su mundo. Había cortado con todo. Con todos.

—¿Y vivía en la indigencia?

—Creo que el pobre Lucas ya no tenía ni para comer… y eso tuvo que afectarle también para acabar como acabó.

Si mis datos eran los correctos, la tarde que lo encontraron llevaba el gabán raído de siempre, unos pantalones de pana, sin camisa, y le faltaba un zapato.

Dios se apiade de mi pobre alma…

—Yo le quise a mi manera. Pero sabía que no había futuro —dijo a bote pronto Helena, como arrojando de su interior algo que no había querido confesar hasta entonces.

Aquella frase me la esperaba. Cogí las tenazas de plata y saqué otro cubito que cayó ruidoso sobre la mesa.

—Encarnaba al aventurero —prosiguió ella con una sonrisa espontánea al percatarse de mi destreza—, al intrépido, al loco. Eran otros tiempos y nos engatusaba con su forma de hablar, apasionada y feroz. Era de los que se bebía la vida a tragos… sin pensar qué ocurriría al día siguiente.

—Muchos tragos, por lo que me han contado —apunté mirando hacia la botella de whisky de doce años que había abierta sobre el mueble bar.

—Sí, pero no tanto como algunos te habrán dicho. Este mundo del periodismo ya lo conoces. Todo es ego, envidias… puñaladas al que brilla, al que lo vive, al que se atreve. Un mundo de mediocres que reprimen su frustración en corrillos, criticando al que hace cosas distintas. Y él fue diana de muchos, claro.

—¿Por qué era tan diferente al resto?

Cerró los ojos un instante, como volviendo atrás a gran velocidad.

—Se comprometía con las cosas. Creía ciegamente en el Más Allá, en lo extraño, en… ¿Has leído algún reportaje suyo?

Asentí y tomé la iniciativa, queriendo deslizarme hacia un terreno más personal.

—¿Es cierto que tenía éxito con las mujeres?

Helena bajó de inmediato la mirada hacia sus zapatos, quizá por mi repentina indiscreción mal calculada.

—Era extraño, de cara rara, siniestra…, pero gustaba porque era diferente. Tenía una aureola que es difícil de describir. Eso que transmite sólo alguna gente. No sé cómo definirlo; se metía en cada historia que le encargaban o le proponían, y sólo vivía para ello. Se dejaba llevar hasta el límite y a veces, muchas, soltaba discursos vehementes que eran capaces de hacer enardecer al grupo que estábamos escuchándole. Otras, cuando aún estaba bien, nos narraba en la redacción terribles sucesos que había conocido… los recreaba, ponía voces… gesticulaba. Recuerdo como si fuese hoy el día que, queriendo contamos la historia de un brujo ajusticiado, simuló un garrote vil, sentándose y vendándose los ojos. Todos alucinábamos, pues él era de esos que no se limitan a contar las cosas sino que se meten dentro de ellas. Recuerdo que hizo que Andreu, el maquetista, se colocase detrás, para hacer de verdugo.

Los labios de Helena sonreían como pocas veces.

—Ahora que lo pienso, la verdad…

—¿La verdad? —la animé a continuar.

—Es que cuando ya dejó la radio de Barcelona y lo ficharon de Madrid… Sí.

—¿Sí? —repetí sin comprender.

—Quiero decir que entonces llegó a ser algo parecido a una estrella, empezó a ser conocido por más público y no sólo por el gueto en el que se movía por aquí… Y ya se sabe cuáles son los peligros inherentes a la capital.

—Ya me imagino. ¿Fue entonces cuando lo dejasteis?

Dio un sorbo y remató su vaso de whisky. Después se le escapó una mueca amarga. Sentí que me estaba precipitando de nuevo.

—Lo dejó él. Se marchó él. Y no supe más… No hubo ni un hasta luego. Tampoco me prometió nada. Él era así: ave de paso, nómada de la existencia, decía. Le perdí la pista por completo hasta que un tiempo después, cuando le habían despedido, regresó. Eso no lo esperaba.

¿Se presentó en la redacción de nuevo? ¿Con qué objetivo? ¿Sólo pretendía hablarle de los cuadros de El Bosco a Gisbert?

—Andaba ya inmerso en la locura. Con esa espantosa demencia que lo arrastraba. Era otro…

—Y por supuesto ya no…

—¿Si ya no tuvimos relaciones? —hizo una breve pausa—. Por supuesto que no. Era algo extraño… sus ojos no tenían luz. Me da espanto recordado, pero aquella cara era como las que aparecen en esos reportajes sobre gente poseída o hechizada. ¿Has visto alguna vez las fotografías de los zombis de países africanos? Él tenía esa misma expresión helada…

—Los sin alma —mascullé entre dientes.

—Exacto. Más que hablar, balbuceaba. Dijo al entrar que practicaba el ayuno, como para justificar su alarmante delgadez. En tan sólo unos meses todo aquel prodigio de la oratoria se había convertido en alguien que apenas articulaba bien las palabras. También su agilidad felina era ya acartonamiento, rigidez. Simplemente, ya no era él.

—¿Y te dijo algo especial en esa última visita?

—No —respondió apenas con un hilillo de voz—, habló sólo con Gisbert, el editor. Se gritaron, se pelearon. Un redactor, Agustín, tuvo que entrar a separados. Galván sólo insultaba, profería maldiciones y daba puñetazos al aire. Al chico este le dio uno en toda la cara, pero al final lo pudieron reducir.

—¿Que se liaron a tortas en el despacho? —pregunté incrédulo.

—Tal y como te lo estoy contando. Creo que no le dieron más importancia y al final, en plan limosna, le firmaron un cheque como adelanto por algo que iba a traer. La gran exclusiva, ya sabes. Él siempre estaba detrás de la gran exclusiva. Da igual que no tuviera donde caerse muerto. En ese aspecto era indomable.

—Y jamás regresó —sentencié.

Al salir del portal y despedirme agitando la mano supe, mirándola en la ventana, que aquélla no iba a ser nuestra última entrevista. Quedamos en llamamos, en cenar. Algo vago e impreciso que no intenté forzar. Me limité a comprometerme a seguir informándola de todas mis pesquisas. La confianza era cada vez mayor, pero tenía claro que aquella mujer aún guardaba recuerdos bajo siete llaves. Recuerdos que temía compartir con un recién llegado como yo. A fin de cuentas, ¿qué diablos me empujaba a revivir la historia de aquel hombre muerto hacía tanto tiempo?

¿Qué perseguía yo en realidad?