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El alma hambrienta y perdida de los muertos puede regresar a su casa terrestre y hacer aullar de terror a los que deben nutrirles, de generación en generación. Sí, maldición a aquellos que permiten que los olvidados puedan convertirse en la sombra negra del Khaivit, gritando sus quejas en el silencio de la noche…

Al abrir la primera página me encontré con algo que, cierta noche del año y en un punto muy concreto de Egipto, se clama a la oscuridad milenaria del interior de la Gran Pirámide. Cómo olvidarlo…

¡Oh Khaivit! ¡Doble primario desgajado del alma pura y el cuerpo terreno! ¡Queda en esta morada y culmina tu misión según está dictado en las letras de la eternidad!

—Lee y recuerda… —me fui repitiendo a mí mismo por la calle oscura, como si Sebastián Márquez aún lo estuviese diciendo con aquella cara tan seria cuando me dio el libro.

Y eso hice.

Tuve que sentarme en un banco, pues comenzaba a hilar aquellas letras con mi segundo viaje a El Cairo. Sí, ahí estaban escritas, palabra a palabra, las expresiones que cinco años atrás pude escuchar en árabe y retumbando en el eco de la Cámara del Caos, en lo más profundo de la pirámide de Gizeh, notando la presión de dos millones de bloques de piedra sobre nuestras cabezas.

—Esto lo hacemos cada año para purificar el lugar y así quedan trapadas aquí algunas almas que pudieran ser dañinas. Lo hacían nuestros antepasados… dejaban comida, amuletos y joyas para que su doble errante quedase un tiempo en el receptáculo, entretenido, sin salir al exterior.

Tras decir eso, nuestro viejo guía Nabbil Arab, tal como lo hicieron sus antepasados en aquel mismo lugar de poder, rezó para no turbar el descanso de las sombras que, según su creencia, allí se concentraban desde el inicio del tiempo. Escucharle con aquella voz tan ronca haciendo eco en las galerías sobrecogía como pocos sonidos pueden hacerlo. Según la antigua liturgia sólo se podía entrar aquella madrugada y no otra; hacerlo dos veces significaría la muerte. Así había sido en los últimos treinta siglos y quizá por ello nos fuimos arrastrando con cierto nerviosismo por el pasadizo de acceso, con el pecho sobre el suelo y el techo raspándonos el cráneo. La oportunidad de asistir a la ceremonia, estaba seguro, merecía la sensación de asfixia y claustrofobia de sesenta metros de auténtico tubo subterráneo. Por un momento, emparedado entre el guía y mi amigo el arqueólogo Ignacio Cabo, pensé lo horrible que podía ser morir allí atrapado, con la piedra rozándote la nariz y la coronilla, sin ver nada y tanteando con las manos para palpar la superficie pulida del embudo que te va tragando.

—Una noche de vuestro año 1000, muchos antepasados míos se reunieron aquí. No se sabe el motivo, pero murieron asfixiados. Por eso en mi familia llamamos a este trecho «el largo sepulcro».

En aquel momento quise reírme del comentario tan oportuno, pero no lo hice para no tragar más el polvo en suspensión que entraba por la boca a cualquier descuido y se me pegaba en las lentilla s produciendo un escozor insoportable.

—¿Estás libre de culpa? —me gritó un Nabbil del que sólo podía ver su inmenso trasero y sus sandalias casi pegadas a mi cara.

—¡Qué! ¿A qué viene esto ahora? —le grité parándome y propinando una patada a la linterna de mi colega que venía gateando justo detrás.

—Es que si no estás puro por dentro es mejor que no entres —replicó el guía taponando como una ballena varada el final del orificio que ya daba acceso a la cámara.

—Pero… ¡Avanza ya, que nos morimos aquí!

—¿Estás libre de culpa?

En aquel momento habría podido cometer un crimen sin el menor problema de haber tenido un cuchillo a mano. Debía de ser cierta la teoría de que las entrañas de la pirámide activan lo bueno y malo que llevamos dentro. En aquel instante se despertó mi lado oscuro sin lugar a dudas…

—¡Sí! ¡Lo estamos! —dijimos periodista y arqueólogo al mismo tiempo, medio desfallecidos y alumbrando hacia el final de aquel agujero.

Así fue como conocí el lugar mágico y tenebroso en el que tenían sentido aquellas frases del antiguo libro que me había dado Márquez con algún motivo para seguir mi investigación. Sólo allí conseguían su efecto.

A veces estas formas que vagan entre los universos de la vida y la muerte se representan bajo la forma de un pájaro con la cara del difunto; en el instante de la muerte esta alma revoloteadora dejaba el cuerpo y se escapaba por los pozos, por las mastabas, y regresaba a visitar los parajes familiares. Y a veces los hijos o la esposa, confundidos y atenazados por los miedos, se topaban con aquella figura que tenía el rostro de su ser querido.

—¡Oh poderoso Khaivit! —gritó con tono angustiado, arrodillándose hasta tocar su negra frente con la arenisca del suelo—. ¡Quede atrapado tu mal en esta caverna y no regreses a otros lugares para amedrentar a los tuyos! ¡Descansa aquí o vuelve al otro mundo!

Se me hacía inquietante aquel recuerdo. Pero ¿qué tendría que ver con la investigación de la muerte de Galván? ¿Qué relación había con las fotografías del cementerio que iban adjuntas a su último artículo? ¿Y con las pinturas de El Maestro? ¿Realmente era necesario viajar casi hasta el inicio de los tiempos?

¡Maldición a los vivos que tan fácilmente olvidan sus deberes para con el alma de los muertos! ¡Maldición a aquellos que se muestran mezquinos acerca de la calidad de los amuletos o los alimentos que les son debidos! ¡Su arrogancia puede hacer que aparezca la Sombra y los atormente generación tras generación! ¡Así sea para los que no cumplen con el ritual sagrado del Caos!

Ya en casa me tumbé boca arriba, acercándome el ejemplar abierto de par en par hasta casi apoyarlo sobre mi nariz. Allí aparecía la figura negra, como una silueta, ausente, flotando a unos palmos del suelo. ¿En aquella efigie reposaría la clave? ¿Eso era lo que Sebastián me quería decir? ¿Eran ésas las larvas que han vivido junto a nosotros desde el inicio de la civilización madre?

Sin embargo, el abandono, o la maldad contenida, pueden generar una sombra perdida entre dos mundos que no alcanza la luz y se queda perdida, sin saber a quién acudir… Rehuidla, no busquéis el encuentro o acudirá hacia vosotros atraída por la luz que os quede en el alma.

En aquel viaje a Egipto fui descubriendo, con el objetivo de hacer un amplio reportaje para la revista en la que trabajaba, distintos pasajes de la Salida del alma a la luz del sol, o Libro de los muertos del escriba real Ani, grueso compendio de textos hallados en las pirámides, unificados hace cuarenta siglos como manual para obtener las enseñanzas con las que pasar al otro mundo.

—El Khaivit debe comprender su destino, ascender a la luz. No quedarse aquí —dijo Nabbil marcando sus manos en el suelo hasta que quedaron grabadas en aquella especie de polvo amarillento.

Cómo olvidar su argumento. La palma abierta, con los dedos bien separados, paralela una a la otra, era un signo ancestral de los que conocían el secreto. De aquellos que estaban en contacto con las sombras. Y al parecer así ha sido durante siglos.

—Aquí quedan mis huellas de conexión con el otro lado. Mi respeto para vosotros y mi veneración eterna…

Cuando llegamos al final de la cámara, iluminados sólo por un reflejo, me estremecí como pocas veces lo he hecho en mi vida. Ahí estaba: el lugar en el que Bonaparte pasó una noche en vilo y del que tras salir demacrado obligó a sus biógrafos a borrar cualquier alusión a lo vivido. Enfocando hacia arriba comprobé cómo las paredes de roca viva, rasgadas como si hubieran sido horadadas por las uñas gigantescas de algún dios primitivo, se perdían hacia un infinito adonde no llegaba la mirada. A mitad de camino se detenía el haz, como si la electricidad no se atreviese a profanar esa zona sagrada y secreta. Entonces el guía se sentó en posición de loto. Yo me limité a presenciar la escena de pie mientras se me ordenaba apagado todo.

—¡A oscuras, todo a oscuras!

A pesar de mi recelo inicial cumplí y así el núcleo profundo de la pirámide volvió a envolverse de una negrura tan densa que, a pesar de moverlo arriba y abajo, no distinguía mi propio brazo.

Reconozco que la sensación era tan asfixiante que creí perder la conciencia por falta de oxígeno. Opté por salir, arrastrándome como un náufrago por el pasadizo, dejando allí, en mitad de la nada y sin verlos, a mi compañero de viaje y al egipcio. Recuerdo que minutos después Cabo salió transfigurado, blanco, sin querer contarme su experiencia, y respeté aquel silencio. Nabbil, sin embargo, sonreía.

Recordé casi en la frontera del sueño como al día siguiente de aquella inolvidable expedición, el arqueólogo, hasta entonces tan ortodoxo y poco dado a la espiritualidad y las creencias, seguía muy afectado, como si hubiese visto algo no deseado. En el desayuno del hotel, junto a la piscina, rompió su silencio, confesándome que había sufrido horribles pesadillas a lo largo de la noche. No me quiso contar más. Una hora después, ya en el Valle de los Reyes, buscó entre los frescos de las paredes la representación que había revoloteado por sus sueños.

—Cuando esa alma queda gobernada sólo por las sombras, por los más bajos instintos, sin tendencia a la luz, se llama Khaivit. Y a eso temían más que a nada en el mundo los antepasados de estos señores —me dijo aterrorizado, señalando un punto concreto de aquella tumba alargada y solitaria.

Jamás supe qué le pasó a Cabo en el interior de las entrañas de la pirámide. Jams volvió a ser el mismo, convirtiéndose en una persona silenciosa y huraña. Recuerdo que aquella misma mañana, al final de aquel muro pintado hace cuatro mil años, encontré un dibujo de un ser oscuro, sin cara, observando a alguien tumbado a su lado y que parecía recién muerto. Era una escena secuenciada, al modo de nuestras viñetas, contando un salto en el tiempo. En la primera parte, a la izquierda, el moribundo tenía el pecho abierto y su propio corazón aparecía con rostro, con una sonrisa inquietante. Al lado, un jeroglífico que el propio Cabo me tradujo para después subir rápidamente en busca de la luz. Yo me quedé allí abajo, anotando en el cuaderno, con una sensación extraña al cruzar la mirada con aquella cara de ojos blancos que surgía del pecho para posteriormente convertirse en sombra:

Khaivit, el que vive en nuestra muerte.

En mi dormitorio, a merced de aquel calor que me nacía de dentro y que se agravaba desde el accidente de mi maltrecha rodilla en el camposanto de Tinieblas, imaginé aquellas entidades macabras tal y como estarían en aquel mismo instante, a aquellas horas de la madrugada, encerradas en su oscuridad de siglos. Algunas estaban desprovistas de cara, de cabeza o de extremidades, como muñones humanos, por el proceso de imperfección de su alma. Habían sido malignos, no habían alcanzado el bien y regresaban así, deformes, tullidos, mutilados.

Recordé el vértigo tan distinto a todos que se apoderó de mí al descender paso a paso hacia la última morada de Ramsés VI, en el corazón del Valle de los Reyes, en aquel viaje a la busca del lenguaje perdido de los muertos. ¡Qué sensación tan parecida a la que me había invadido en aquel cementerio olvidado en mitad de Castilla!

Durante la madrugada, con el sudor recorriendo todo el cuerpo, mi mente repitió la escena constantemente, sin pausa, como proyectada por un motor incansable. Una y otra vez, mezclando imágenes hasta el delirio.

Hasta despertar sin aire y mirando a todos lados. Tenía miedo a recostarme de nuevo en la almohada empapada y caliente. Miedo a la conjunción que se proyectaba nada más cerrar los ojos dentro de mi cerebro; la superposición, como si fueran antiguas filminas, de las polaroid del camposanto y aquellas pinturas de las cámaras funerarias.

Cuando desperté estaba realmente convencido de que lo descubierto por Galván antes de su muerte y lo reflejado en aquellas fotos tenía que ver con aquel fenómeno, con aquel principio activo ya conocido por los antiguos egipcios y que siempre, con diferentes nombres y aspectos, ha atemorizado al hombre.

Me fui a poner en pie y vi el Libro de los muertos en el suelo, abierto por la página 51.

Los vivos, tan olvidadizos, a veces se adentran en un universo que sólo pertenece a las sombras famélicas que buscan alimento. Sólo el sacerdote conocedor de las verdaderas claves y rituales podrá, en un único día señalado en las estrellas, verlos cara a cara. Llegar de otro modo y sin ese conocimiento significa ofrecerse a ellos. Y ellos nunca pierden la oportunidad de arrastrar al incauto. De arrastrarlo hasta más allá de la muerte. Hasta ese lugar maldito donde todo es nada eterna.