«Reo ajusticiado por el tormento de ahorcamiento en palo».
Acerqué la lámina a una de las viejas lámparas del taller mientras Márquez se lavaba las manos de grasa en un lavabo incrustado en la pared. Tras secarse con el delantal de cuero se aproximó y tocó con el índice la cara de aquel moribundo:
—Un antecedente del célebre garrote vil en un estilo muy parecido a las Pinturas negras de Goya. Ahí lo tienes.
—¿Y vas a hacer un libro sobre un tema tan macabro? —pregunté.
—Ya lo creo. Una serie limitada de las mías, ya me conoces.
Era la enésima visita a la pequeña imprenta de Sebastián Márquez en aquella semana, me dio tanta confianza, y tan ilimitado me pareció su conocimiento en las horas que estuvimos disertando, que no dudé en mostrarle el último reportaje de Lucas Galván, las fotografías y, por supuesto, mi enorme interés en Hyeronimus van Acken. Ya éramos dos los que sentíamos una particular atracción por el pintor de Hertogenbosch.
—Fue uno de los más grandes genios universales, pero, curiosa paradoja, no sabemos cuándo nació exactamente, ni qué escuela tuvo, ni para quién pintó sus cuadros, ni qué quiso decimos con ellos. No hay un solo escrito de su puño y letra. Hasta desconocemos si su célebre autorretrato de vejez es realmente él. Ni siquiera sabemos cómo murió. Ni cuándo. Como ves, nos encontramos ante una anomalía única en toda la historia del arte.
Coleta canosa recogida en una goma, pantalones de pana y gafas a la antigua usanza. Ése era Sebastián. Antiguo seminarista y —desde hacía treinta años— editor para minorías, lo poco que había comenzado a saber sobre su biografía repleta de bandazos ideológicos, de crisis filosóficas y de coqueteos con alguna que otra extraña hermandad bien daría para uno de esos volúmenes con cubiertas en piel de ternera.
—De ese Galván —dijo entornando la mirada como quien hace un esfuerzo para viajar al pasado— algo llegué a escuchar hace más de treinta años, cuando yo era joven. Sí, recuerdo vagamente algún programa de aquellos que hacía de madrugada hablando de historias terroríficas. No le presté excesiva atención quizá porque aún no me había adentrado en ciertas esferas de conocimiento. Nunca sospeché de su extraño interés por El Maestro. Ni creo que lo hicieran ninguno de los expertos e historiadores que conozco. Más bien da la sensación, viendo y leyendo lo último que escribió, de ser alguien que se tropezó con la historia y empezó a indagar en solitario hasta las últimas consecuencias.
Gracias a su amor al oficio —y a una nada desdeñable herencia—, Sebastián era la viva imagen del tipo feliz que disfrutaba con lo que hacía. No quedan muchos como él, con ese brillo de quienes están enamorados de la propia existencia. Cierto es que ya no tenía tanta fe como antes —ni en el catolicismo ni en las doctrinas de algunas sociedades discretas en las que militó—, pero hacía libros, y esos condenados le gustaban más que nada en el mundo.
—Por cierto… Qué mala cara traes. Estás mortecino —me dijo al mirarme fijamente bajo la bombilla.
Mi aspecto aquella tarde no debía de ser el mejor. Horas de angustia y fiebre me habían dejado unas ojeras que parecían marcadas a fuego.
—Lo estoy pasando mal con este asunto. Me están sucediendo cosas… inesperadas.
Colgó su atuendo en una especie de garfio parecido a los de las carnicerías y abrió la puerta. Entró una bocanada de frío intenso que hizo revolotear algunos papeles.
—¿Te han dicho ya algo los de los análisis fotográficos? —dijo pasándome su bufanda escocesa antes de cerrar con llave.
—Parece que no hay fraude. De momento.
Salimos a la calle de las Tres Cruces, vacía a pesar de encontramos ya en plena recta de las Navidades. Muy de fondo llegaba el bullicio de los villancicos, indicando que las concentraciones de gente que atiborraban los grandes almacenes quedaban un poco más arriba. Una muestra palpable de cómo la zona, un tanto sombría, había ido quedando al margen de la ruta comercial. El último reducto del Madrid castizo, detenido en el tiempo y sin apenas adornos, enclave donde aún se podían ver algunas tiendas de artesanos, zapateros o encurtidores. Talleres pequeños, con luces blancas, estantes de madera y el propietario dando martillazos mientras de fondo sonaba la radio colocada en el mostrador. O esos colmados con las cajas de verduras en la acera y la vieja balanza de aguja, a un lado el calendario y, quizá aguardando, algún visitante tan entrado en años como el propio dueño. Nada que ver con la vorágine que se vivía cuatro calles más arriba.
—Estoy muy a gusto en este barrio. Nos conocemos todos. ¿Sabes?, en el fondo somos como una aldea gremial del medievo —comentó tras saludar alzando la mano al peluquero de bata blanca que hizo lo propio sosteniendo la navaja por encima del cráneo del cliente.
Así era Márquez, entusiasta y trabajador, aunque su cuenta corriente no necesitase tamaño esfuerzo diario. Su editorial —especializada en Historia del Arte y en algunos temas más propios del ocultismo— le daba para vivir bien a él y a sus veinte empleados, pero en cuanto podía —algunos lo consideraban patológico— abandonaba el moderno edificio inteligente y acristalado de la zona residencial para perderse en ese pequeño mundo que hubiese fascinado al propio Gutenberg: un microcosmos provisto de planchas, oscuros engranajes, palancas… y el olor de las bobinas de papel nuevo.
En ese ambiente peculiar se ponía a la faena, a eso de las seis, confeccionando y encuadernando algunas ediciones limitadas —cincuenta o cien ejemplares a lo sumo— que eran auténticas maravillas destinadas a los especialistas.
—Aún me sorprende que en este tiempo de internet y televisión por cable haya gente dispuesta a gastarse un dineral en uno de tus libros.
—¡Y menos mal! Agradecidos debemos estar a esas personas que aprecian la calidad y que aún tienen sensibilidad para escapar del borreguismo generalizado —respondió al tiempo que indicaba hacia la esquina.
—Yo os aseguro que si tuviera tantos posibles como vuesa merced, también compraría semejantes joyas con los ducados de mi bolsa. ¡Que conste!
—¿Os quejáis vos de vuestra paga, malandrín? —resopló empuñando una espada imaginaria.
—¡Deteneos en vuestra tropelía! Sólo hago constar que, como buen hidalgo y maestro impresor que sois, merecéis esos opulentos bienes terrenales que ya los quisiera este humilde trovador de cosas raras. ¡Vive Dios que así es!
Nos reímos los dos mientras a nuestra espalda iban sonando las persianas metálicas de los comercios al ir cerrando una tras otra. Todas las bromas se detuvieron de inmediato cuando nos sentamos en una de las mesas del café. El jolgorio anterior dio paso a un rictus preocupado.
—Ayer me despertó el teléfono a las tres de la madrugada, en mitad de mis pesadillas.
—¿Y? —respondió inmutable sacando su pañuelo para limpiar los anteojos.
—Que presentía que iba a ocurrir. ¿No lo entiendes? Me incorporé en la cama con un sobresalto, pensando cosas muy raras y entonces…
—Eso tiene una explicación. Habitualmente la llamada real se produce, nosotros la escuchamos mezclada con el sueño y despertamos. Entonces el interfecto telefonea otra vez y nosotros creemos que se trata de una intuición.
—Ya. Pudiera ser pero…
—¿Y quién te llamaba a esas horas?
—Pues por eso te digo. No sé, tú ya me conoces un poco, con esto no bromearía jamás pero es que…
—¡Que quién demonios llamaba!
Los ojos de Márquez eran muy pequeños. Hasta ese momento no me había fijado bien. Su brillo azul —remarcado por las arrugas que aparecían en el contorno— aguardaba una respuesta inmediata.
—Nada. Cogí y nada.
—¿Que no era nadie? —dijo incrédulo.
Tras ponerse las gafas, las órbitas se dimensionaron y la expresión volvió a ser más cercana y familiar.
—Escuché sólo la señal —dije simulando un auricular invisible—. No debí de llegar a tiempo.
—Eso es alguien que se habría equivocado. Seguro. Y no debes obsesionarte, si no, acabarás mal. Te lo advierto desde ya.
—¿Equivocado? ¿A las tres de la madrugada?
Sebastián se sopló los dedos tras comprobar lo ardiente de la taza blanca recién llegada. Después habló muy despacio, remarcando cada una de sus palabras:
—Con estas cosas no hay que perder los estribos. Ésa es la clave. Conozco personas muy próximas que acabaron en el psiquiátrico. Y no sólo una, ni dos… sino varias. Lo que de algún modo está reclamando tu atención no es un juego.
—Explícate, por favor —respondí cada vez más nervioso.
—Sería muy largo, y habría que comenzar por el principio, remontándonos años, siglos… ¡Milenios!
—Márquez —le corté—, no me vengas con la antigüedad ahora. ¿Qué es lo que sale en esas fotos? Para ti ¿qué es eso?
Al editor no le sorprendió mi repentino ataque de ansiedad. Él, por lo poco que le conocía, no solía enervarse ni en las condiciones más adversas. Dio un sorbo y muy serio dijo:
—Larvas.
Me quedé de piedra, esperando la lógica explicación.
—Los que sabemos un poco del otro lado de la naturaleza hemos oído hablar de ellas. Fravashi las llamaban los persas, eidolón los griegos, tarki los etruscos. Da igual que uno crea o no en esas realidades. Eso a ellas les importa bien poco. Es algo que viene desde que el hombre es hombre, por eso te advierto del peligro. Son larvas de miedo… y de dolor. Son receptáculos en los que, de algún modo, se concentran las dos energías más potentes, las más densas que existen. Las únicas que son capaces de impregnar un lugar si se dan las condiciones adecuadas.
—¿Condiciones?
—Si se dan los tres componentes tenemos clara la ecuación —dijo removiendo la cucharilla muy lentamente.
—Háblame en cristiano, Márquez.
—Querido amigo, si no nos remontamos al principio, al origen, ni puedes entenderlo ni puedes creerlo. Así que te recomiendo que…
—Pero ¿qué demonios es una larva? ¿Y qué tres componentes son ésos?
Me fue imposible obtener más información. Sebastián estaba empeñado en que acudiese a fuentes remotas.
—Tú estás tranquilo porque aún no te he contado lo de la voz que se ha grabado en el camposanto, no sabes lo de…
—Ni falta que hace —concluyó tajante—, ya que en el fondo todo se reduce a una medición de fuerzas. Sólo puedo darte un consejo: si ves que el asunto te puede, es mejor abandonar. Y hacerlo de inmediato. Si sientes miedo, lo dejas. Punto y final. Ya verás como todo comienza a mitigarse hasta desaparecer, como una mala pesadilla que nunca ocurrió.
—No es miedo exactamente, es más bien…
—Eso se llama miedo. Y no hay que avergonzarse por ello —sentenció, quizá con el aplomo de alguien que, alguna vez, había vivido la misma situación.
Mantuve el silencio durante unos instantes, concentrado en la negrura del café y consciente de que mi amigo tenía algo de razón. Él sólo quería lo mejor para mí.
Y yo, efectivamente, tenía miedo.
—Tú has buceado durante años en estos mundos del ocultismo, con rigor, con los mejores maestros… y necesito saber si todo esto es cierto. Eres el único que me puede ayudar. Ahora o nunca.
El editor frunció el ceño, como si no le gustase el término.
—Esto no es ocultismo, ni esoterismo. Es, sencillamente, la naturaleza de las cosas. Lo que ocurre es que hay una cara que nunca se cuenta. La que está ahí, pero no queremos ver porque nos asusta y rompería en mil pedazos nuestro cómodo pensamiento uniforme y racionalista impuesto desde hace un par de siglos por unos científicos tan dogmáticos como los viejos gurús del espíritu. Bajo su nueva doctrina vivimos sin preocupaciones ultraterrenas, como el borrico con orejeras esperando que llegue el dueño con el palo para guiarle. Lo que ocurre, y ahí está el gran inconveniente, es que no hay nada demostrable en todo esto que yo te cuento. Siempre podrán decir que te volviste loco, que malinterpretaste, que todo se debe a la febril imaginación. Así ha ocurrido con muchos. Y si antes se quemaba a la gente, hoy se hace el mismo auto de fe pero con otra inquisición. Y la pena es la misma: muerte social, olvido, despido, descrédito…
—Ahora necesito saber… —repetí, notando cómo la fiebre volvía a palpitar en mis sienes—, y mis oyentes y lectores también. Comprenderás que no podré negarles esa información. Es mi misión.
—Bonito tópico. Pero equivocado —replicó malévolamente.
—¿Cómo?
—Que esto es un camino personal. Estrictamente individual. Te puede cambiar la vida, pero, probablemente, no puedas demostrar nada a nadie. O no podrás hacerlo como el diabólico sistema te exigirá para aceptarlo. Ése es el juego, y el otro lado lo sabe muy bien y mueve ficha. Si siempre haces todo pensando en los que te leen y te escuchan, más vale que ni lo intentes. El precio puede ser demasiado alto. Recuerda que ya les pasó a otros…
—¿Te refieres a Galván?
—A ese mismo, por lo que veo en su último escrito de agonía. ¡No querrás seguir su camino!
—Pero yo —tartamudeé— cumplo una misión como informador. Lo sabes. Tengo que obtener evidencias para ellos.
—Tú lo necesitas. ¡Tú! —gritó apuntándome con su dedo—. Lo demás sobra. Así de claro. Esto es una etapa en solitario y lo que yo puedo enseñarte no es nada objetivo. Son conjuntos de creencias y doctrinas de un universo que siempre ha estado oculto, pero que se rige por unas leyes bien diáfanas y que los iniciados no ponemos en duda. Olvídate de tu concepto aséptico de informador porque en estos mundos esa pose no te va a valer de nada. Esto, mal llevado, puede acabar con una persona. Puede destruirla y convertirla en polvo. Ya te he dicho que hay amigos que ahora mismo están en una habitación acolchada del manicomio, hablando con las sombras en un diálogo que sólo ellos entienden…
En ese momento vi la humedad aflorando en sus ojos.
—Y así pasan meses, años… Con la camisa de fuerza como único vestido. Compañeros míos que se perdieron en el lado oscuro y que ya ni me reconocen.
Le puse una mano en el hombro. Tras casi un minuto de silencio, elevando de nuevo la mirada, prosiguió:
—Tú, ahora, casi por accidente, te has topado con una de las aristas, la punta de un iceberg insignificante. Para ti es un trauma descubrirlo ahora de sopetón. Para mí todo está claro… es una simple cuestión de creencia. De pura fe.
—Pero yo no busco fe, Sebastián, busco pruebas. Soy un investigador.
Mi buen amigo arrojó dos monedas en el platillo y se levantó volviendo a ponerse el abrigo gris de un golpe.
—¿Investigador? Ya, hombre, ya. A eso me refiero. Esto no se puede demostrar, pero está. Eso te lo digo yo y te lo dicen los iniciados del siglo IV, por ejemplo. Está en las pinturas terribles de El Maestro.
—¿Cómo? —pregunté extrañado.
—Esas obras plasmadas con algo maligno y mágico, que ya te demuestran de entrada la prueba del valor, indicándote que es mejor que no te adentres jamás en esas brumas. Obras de hombres que vieron cosas que nosotros no podríamos nunca imaginar.
—Evidentemente, a veces nos olvidamos de que los artistas de esa época tuvieron que presenciar cosas que hoy no cabrían ni en nuestras peores pesadillas: autos de fe, guerras santas, la peste…
—Eso y más. Mucho más.
—Pero ¿te estás refiriendo a las pinturas de Hyeronimus que están en el Museo del Prado?
Al escuchar mi pregunta volvió a dejar caer su peso sobre la silla. Como si la hubiese esperado durante mucho tiempo. Entonces habló muy lentamente, con el tono solemne de quien menciona a un auténtico enviado.
—Por ejemplo. ¿Te has fijado bien en la parte derecha de El Jardín de las Delicias? Esa composición, por la que muchos pasan quedándose sólo en la anécdota superflua de sus figuras y tormentos más o menos célebres, es capaz de transportarte si la miras fijamente y penetras con ciertos códigos en su profundo misterio, en su auténtico reverso. En el otro lado.
Mis ojos eran dos platos que no parpadeaban.
—Pero ya te advierto que si tu interior es muy sensible, si tienes auténtica luz vital, puedes verte arrastrado por algo ajeno a ti, algo que respira todavía en el alma de esos cuadros.
—El infierno de El Bosco… —dije en un susurro, intentando visualizar en mi recuerdo aquel gran tríptico del museo, ese que tiene una parte oscura y amarga que contrasta brutalmente con las escenas del Paraíso bucólico y feliz de los otros dos tercios de la obra.
—Él fue el primero que experimentó y recogió una serie de doctrinas que venían desde muy antiguo y que el largo periodo de la Edad Media había ido destruyendo en una guerra larga y sangrienta. Muchas de esas corrientes heréticas y algunas muy peligrosas por lo primitivas e instintivas se reactivaron a finales del siglo XV de una manera que llegó a inquietar a la Iglesia. Él plasmó la esencia perdida y sólo algunos comprendieron el mensaje, ese mismo que a la vez es la sustancia vital, el principio energético que se refleja en las polaroid del cementerio. Es decir, lo que debió de atormentar a tu reportero loco hasta matarlo.
Creo que el propio Sebastián se quedó un rato en silencio, queriendo analizar lo que había soltado a borbotones. Yo, por supuesto, hice lo propio, callar intentando proyectar en la pantalla del cerebro alguna de las criaturas de los cuadros de aquel artista tan extraño.
—Para conocer bien lo que ahí se esconde —prosiguió mi amigo al ponerse en pie— hay que remontarse muy lejos, penetrando en un mundo que otorga pocas pruebas, pero que con la recta actitud es capaz de darnos certezas.
—¿Certezas sin pruebas? —respondí ya en la calle oscura.
—Exacto. Y eso…
Apretó los dientes.
—Eso vale más que cualquiera de tus libros.
Sebastián, como un sereno antiguo, fue alejándose pausadamente por el adoquinado, dejándome allí plantado. Pensé que se iba a detener, pero no. Ante la puerta iluminada del café, cuando estaba a punto de llegar a la primera bocacalle, le grité:
—¡Ayúdame!
Ni siquiera hizo ademán de volverse, pues sabía perfectamente que era yo el que me iba a acercar. Lo hice en una pequeña carrera para ver su perfil sonriente.
—No cambiarás nunca —sonrió mientras se ponía un cigarrillo en los labios—. Acompáñame al taller, quiero enseñarte algo.
Nada más llegar encendimos de nuevo las lamparillas. Con cada una de ellas se iluminó un sector y comprobé cómo el grabado del reo ajusticiado, subido en el atril y serpenteando en el contraluz, daba otra impresión muy distinta. Como si alguna de sus facciones agarrotadas hubiese cambiado. Era el fantasmagórico efecto de la luz y la sombra que tan bien manejaron los antiguos maestros…
—Yo tan sólo soy un pequeño conocedor del universo de Hyeronimus, sin embargo, tengo el honor de mantener fluida correspondencia y amistad sincera con una de las mayores eminencias en el estudio de su psique y misterio. El gran especialista vivo, constantemente nombrado en cualquier trabajo sobre El Basca. Incluso le traduje y publiqué este trabajo inédito hace algunos años, el único que se atreve a adentrarse en su verdadero sentido oculto.
Me alcanzó un tomo grueso en cuya portada aparecía el retrato de un individuo de piel muy arrugada y mirada firme y serena, tocado con un traje abotonado y una especie de gorro de tela. Debajo, el título: Viaje al mal. Análisis psicológico de las pinturas de H. van Acken (El Basca), por Klaus Kleinberger.
—Ésta —prosiguió el editor pasando suavemente las yemas de los dedos por la portada— es la única representación que queda de El Maestro. Fue un grabado, realizado por sus seguidores, hallado después de su muerte en la biblioteca de Arrás. Aún discuten los historiadores si realmente es él.
—Es… inquietante —dije sin apartar la vista de aquella efigie tan parecida a la que Lucas Galván había dibujado en los márgenes de su último escrito.
—Lo que te aseguro es que a pesar de que no sepamos casi nada de él, ni de su método ni de su mensaje, hoy es uno de los más cotizados artistas de todos los tiempos. Tuvo un círculo, un taller que realizó algunas copias en grabado de cuadros que fueron prohibidos. Sus obras, de la noche a la mañana, pasaron de ser favoritas de reyes como Felipe IIn a piezas heréticas prohibidas. ¡Triste destino el de la hoguera!
—¿Las quemaban?
—Sí, y no sólo los grabados. Algunos impresores, como Heinz Küipper, fueron condenados, prendidos con muchos papiros garabateados de los seguidores del Círculo Bosch, a ser pasto de las llamas. Le acusaron de ser el principal difusor de las ideas de El Maestro. Así de cara se puso la cosa y, como suele ocurrir, toda aquella producción desapareció casi al instante, como devorada por un gran agujero negro. Por eso hoy son tan valiosos.
—Gracias por el libro. No sé qué relación puede haber con las fotos del cementerio, pero te prometo que lo empezaré a leer esta misma noche.
—¡Quieto, quieto! —replicó arrebatándomelo como si le fuese la vida en ello.
—¿No me lo dejas?
—No, querido amigo. Creo que no has comprendido bien. Tú debes ir más atrás para empezar a entender. Todo tiene un camino y no se debe empezar por el final. Has de rebobinar en el tiempo a gran velocidad hasta llegar al mismo núcleo primigenio de donde bebió él. Es el único modo de alcanzar auténtico conocimiento, y eso es lo que te propones. ¿O me equivoco?
—Esto es de locos. ¿Pero no aseguras que éste es el mejor experto del asunto? ¿Qué problema hay? Lo leo y así me entero.
—Ya tendrás tiempo de conocer al señor Kleinberger. Te lo presentaré cuando proceda, si es que procede. Fue catedrático de Lovaina y ahora está en la Sorbona de profesor emérito. Estoy seguro de que te gustaría escuchar lo que sabe… A veces viene por aquí, pero dentro de unas semanas seré yo el que tenga que ir a Venecia para intentar comprar uno de mis sueños. Si no haces de las tuyas, iremos juntos.
Asentí, sin saber bien a qué se refería y sin dejar de apartar la mirada de aquel retrato hipnótico, atrayente.
—Voy a cazar un grabado del Círculo Bosch sobre una de aquellas obras de El Maestro desaparecidas tras el incendio que se produjo en El Escorial justo después de la muerte de Felipe n. Se trata de una oportunidad única, increíble, en la que tendré que batirme el cobre con varias alimañas que tienen la misma afición y bastante más dinero que yo. ¿No es emocionante?
—Sí, pero… ¿Por qué sonríes?
—Porque es curioso que el fuego de aquella Navidad de I598 se cebase sólo con determinados autores heréticos y respetase pulcramente a los otros, ¿no crees?
—¿Entonces fue algo provocado?
—Bueno, eso mejor te lo contará Klaus.
Sebastián rió como un niño, alejando la mueca de preocupación que había tenido a lo largo de toda la conversación.
—Oye, ¿y qué aparece en esa obra que quieres comprar?
—¡Ah, amigo! Quieres saberlo todo y ya te he dicho que eso no puede ser —respondió dejando el volumen en la pila exacta de donde lo había tornado—. ¡Tiempo al tiempo!
Tiempo al tiempo. Una de las frases predilectas de mi erudito colega. Dicho esto se ausentó perdiéndose en el fondo del local, un lugar en el que jamás me invitaba a entrar. Cinco minutos después llegó con los anteojos llenos de polvo y bien ufano con un ejemplar de tapas verdes entre las manos. Era tan viejo que casi no se leía nada en su desgastada cubierta.
—Llévatelo a casa, lee y recuerda. Hace falta poco más… aquí empieza todo.
—Pero —respondí algo decepcionado— ¿esto es lo que me va a revelar la verdad sobre el origen de lo que aparece en las fotos?
Al escucharme, se sentó en su taburete y me dio la espalda.
—Eres incapaz de ver un poco más allá —gritó— y ése es tu gran problema. El problema de todos los que vivís al día. Tanta saturación, tantas noticias, tanta novedad. No reposáis en lo que de verdad importa. En lo esencial…
—¿Y lo esencial es esto? ¿Jeroglíficos? —pregunté sin salir de mi asombro.
—Lee… y recuerda. Tú me dijiste que has estado en Egipto varias veces y yo te digo que esto refrescará tu memoria de inmediato. Haz la prueba y ya hablaremos mañana.
Dejé allí al veterano impresor, entre sus ruidos chirriantes y sus láminas de hace siglos. Ni se despidió.
Caminando hacia casa, luchando contra el sopor de mi malestar, intenté descifrar su consejo. Y empecé a recordar, retornando en el tiempo como él me había insinuado, con aquella antigua edición del Libro de los muertos entre las manos.