Palacio de los Guevara Malinas,
Paises Bajos, 1593
El padre Atienza puso cara de asco. Después pasó el crucifijo a lo largo de las tablas pronunciando una oración extraña.
—Sabed que a mí esto me parece una absoluta locura —dijo tras ordenar a los guardias que las cubrieran de inmediato con dos mantas para meterlas en el carruaje.
Antes de subirse a él, uno de ellos alargó al joven, hijo y heredero del gran coleccionista don Diego de Guevara, una pequeña bolsa de cuero.
Nada más desatar el cordel, aún sentado en su sillón de terciopelo, Feliphe Saulo de Guevara protestó airadamente:
—¡Esto no es lo acordado!
Atienza, ya con un pie en el peldaño de acceso a la carroza, volvió sobre sus pasos. Su rostro estaba henchido de ira:
—¿Merecen más estas obras del diablo? ¡En la hoguera deberíamos reservar un rincón para ellas y para su creador!
El apuesto muchacho se levantó, quedando su cabeza muy por encima de la del fraile.
—Se pactó el equivalente a dos mil ducados… y eso es lo que me habréis de dar si pretendéis llevároslas. No soy yo quien las desea fervientemente, sino el rey. Discutid con su majestad las dudas teológicas que os inspiren y no conmigo. Yo sólo las vendo al mejor postor.
—Ya veo que todo lo divino aquí sobra. ¡Ya lo veo con mis propios ojos! —rebatió señalándoselos con los dedos.
Efectivamente, el padre Atienza, como primer consejero, y muy a su pesar, se había tenido que desplazar de nuevo hasta la animada y siempre bulliciosa ciudad de Malinas, centro cultural repleto de comerciantes y artistas. Consideraba la orden de Felipe II algo casi humillante; regresar hasta aquel palacio gótico donde se exponían pinturas majestuosas y otras mucho más extrañas y que permanecían bajo llave en algunos cuartos, sólo dispuestas para compradores muy especiales.
—Ya os dije que los cuadros más interesantes no eran los que os llevasteis en vuestra visita anterior —sentenció el comerciante sonriendo, deleitándose con la rabia del comprador.
—¡Estas tablas y quienes sacan beneficio de ellas algún día acabarán ante el fuego purificador, que es de donde jamás tendrían que alejarse! —gritó con toda su alma el encolerizado monje como respuesta.
—Como digáis, pero de aquí no os las llevaréis si antes no recibo lo que valen. Hay otras personas interesadas y sabed que no dudaría en aceptar sus propuestas.
El crucifijo, con el característico temblor que se le reproducía por todo el cuerpo cuando estaba cerca del síncope, se le cayó al suelo sin producir mucho estruendo al verse amortiguado por la alfombra roja. Tras recogerlo chasqueó los dedos y, acto seguido, uno de los dos alguaciles con armadura que le acompañaban se adelantó unos pasos, dejando sobre la mesa otra bolsa de piel anudada idéntica a la primera.
—¿Acaso desoiríais la oferta de un monarca? ¿A tanto llega vuestra osadía de burgués descreído y avaro?
—La avaricia, al menos en mi negocio, la tienen quienes llegan a un acuerdo e intentan burlarlo en el último instante…
El fraile no podía contenerse. Aquellas faltas de respeto en España serían intolerables. Y lo sabía. Pero la orden regia era muy clara: esas pinturas tendrían que llegar a El Escorial a toda costa. Quizá el hecho de desconocer los motivos de esa arrebatadora obsesión de su monarca era lo que en verdad le sacaba de sus casillas.
—Así está bien —dijo Feliphe Saulo tras contar hasta la última moneda—. No sabéis cuánto me alegra que en el corazón del Imperio predomine el gusto del buen arte. ¡Que tengáis feliz viaje de regreso! ¡Y controlad esa bilis tan impropia de un hombre de fe!
El padre Atienza se echó a un lado del asiento corrido. Como si no quisiera tocar bajo ningún concepto aquella compra maldita.
Tras acomodarse, y desde el otro lado del cristal, dijo algo en tono solemne:
—Ya sabéis el destino que espero yo para todo esto. Por cierto, hay una tabla en la que mi señor está también interesado y pagaría una gran suma por ella. Una de este mismo pintor hereje y que al parecer tiene cierta fama…
—Creo que sé a cuál os referís. Llevo años oyendo hablar de ella. Pero jamás ha pasado ni por aquí ni por ningún otro palacio o comercio de todo Flandes. De eso podéis estar seguro.
—¿Y cómo sé que no me engañáis, truhán? —dijo apretando los dientes y con los ojos inyectados de odio.
—Con franqueza, si yo dispusiese de ese cuadro sólo me quedarían dos opciones: loco o muerto. Y creedme que prefiero estar así, vivo y cuerdo.
Durante la noche, a través de los caminos, los caballeros fueron abriendo paso a la comitiva. En el interior del carruaje, ya casi en las primeras tierras de Francia y con el incesante traqueteo, el ofendido consejero se despertó como de un mal sueño. Había luna y todo el entorno se veía con gran claridad. Las arboledas, las lomas, las pequeñas aldeas con sus casas de balcones floreados en la lejanía. Sin saber bien por qué, alargó la mano hasta uno de aquellos envoltorios y, poco a poco, casi con temor reverencial, quitó muy lentamente la manta. La claridad entró por el ventanuco con milimétrica precisión y entonces vio un fragmento del cuadro. Espantado, creyó observar una expresión distinta a la que tan sólo una hora antes colgaba en aquel palacio. Le horrorizó tanto que se acurrucó como si allí mismo estuviese el Príncipe de las Tinieblas. En un acto reflejo, tomó la pequeña cápsula esférica de metal que llevaba al cuello junto con la cruz, abriéndola de un solo giro. El agua bendita de su interior tocó la superficie de madera y acto seguido, en apenas un segundo, un relinchar terrible paró en seco el rodar de la comitiva. Fue tan brusca la detención que el propio Atienza salió despedido contra el otro lado. Las tablas cayeron al hueco abierto entre los dos bancos, a punto de fragmentarse. Afuera, los caballos se negaban a continuar. Miraban al frente, paralizados, ingobernables y con las crines erizadas.
Mientras uno de los alguaciles azuzaba a los excitados animales, otro fue raudo a atender al fraile descalabrado. Lo sacaron un tanto aturdido por el golpetazo, tanteándose la redonda coronilla de la tonsura. Cuando los tres estuvieron con el pie en tierra miraron sin disimulo la ladera y entonces se sintieron tan inquietos que cada uno, sin decir una palabra, volvió a su puesto con un escalofrío inesperado dentro del cuerpo. A los pocos minutos, tras varios latigazos de más, el carruaje volvía a reemprender camino.
Atrás quedaban aquellas siluetas de troncos gruesos alzados en mitad de la explanada sin aparente orden. Eran palos argollados de los que salían varias cadenas y en los que al día siguiente iban a arder varias personas vivas…
Un campo de herejes.
—Reconozco que vuestro segundo viaje ha sido más exitoso. Pero aún falta la obra más importante… ¿Cuándo habré de conseguida?
El rey, caminando de un lado a otro de su biblioteca privada del monasterio de El Escorial, ni siquiera las había desenvuelto de las mantas. Sus doce consejeros en ocultismo, nigromancia y artes toledanas no separaban los ojos de ellas. Cuando por fin ordenó subirlas a un atril para que fueran mostradas, se hizo un silencio absoluto, como si todos contuviesen la respiración.
—Son dos piezas impresionantes, majestad. ¿Seguro que deseáis colocadas en vuestros aposentos? —preguntó fray José de Atienza mirando al resto con desconfianza tras besar de nuevo su crucifijo.
—Mi determinación es absoluta. Pero falta la tabla central para la composición que deseo hacer. Me han hablado tanto de ella que considero que todo aún queda incompleto.
—¡Hemos buscado ese cuadro en seis países! ¿Y si se tratase de una leyenda? —apuntó el bibliotecario Benito Arias Montano desde su lugar, dando la espalda a la única ventana ya oscurecida por la noche.
—No lo es —irrumpió un hombre de larga barba, muy envejecido, vestido con una capa marrón y un cordel al cuello—. Deben saber que mi padre llegó a verla una vez… y acabó loco, arrojándose años después a la laguna.
Atienza se santiguaba cada vez más rápido. El resto de consejeros miraban de frente al rey, el único que permanecía en pie y en el centro de la estancia. Ninguno osó moverse un centímetro en sus sillas alineadas. Fue el monarca quien, intrigado, volvió a preguntar:
—¿Y cómo no me habéis dicho nada hasta ahora, fray Doménico?
—Hay cosas que es mejor olvidar, majestad. Pero viendo vuestro gran deseo, tengo que revelar esta historia por si sirve para hallar esa pintura, a la que me atrevo de calificar de demoníaca.
—¿Por qué decís eso? —replicó el monarca aproximándose hasta quedar cara a cara con él.
—Los sueños y pesadillas se le repitieron durante un largo tiempo después de aquello hasta que al final, perdido el juicio, puso fin a su vida. Eso me contó mi madre ya en Nápoles muchos años después. Ahora tengo ochenta y siete y cuando esto ocurrió no contaba más de uno.
—¡Santo Cristo! ¿Y con tales antecedentes no será pecado albergar ese cuadro en este sagrado lugar alzado a la mayor gloria de nuestro rey?
—¡Al revés! Yo pienso que éste es precisamente el enclave donde debiera estar, pues aquí se podría corregir su poder… e incluso aprender de él —exclamó otro sabio más decidido.
—¡Callad todos!
El grito de Felipe II hizo que las voces se cortaran como si por cada lengua hubiese pasado una reluciente espada.
—Quiero escuchar a Doménico. ¿Y dónde vio vuestro padre esa tabla? ¿Habéis dicho Nápoles?
—No, majestad. Fue en Venecia. En las mazmorras de Venecia donde cumplió pena. Allí estuvo colgada un tiempo muy breve, pues según me contó mi difunta madre hubo un gran incendio y ya nunca más se supo.
—¿Y allí estaba la más terrible imagen que nunca nadie osó imaginar?
—Por lo que gritaba mi padre en sus pesadillas, allí debía estar.
—¡Ordeno en este preciso instante que se encuentre esa pieza a toda costa! ¡Ése es mi máximo deseo! ¡Ofreceré una gran recompensa de por vida a quien arroje pistas veraces sobre su paradero!
Con un movimiento de su mano, enfundada en un guante de terciopelo rojo, dio la orden de disolver la reunión. Todos se levantaron al mismo tiempo, provocando las sillas de madera un gran estruendo al rozar con el suelo. Justo después, un hombre muy delgado y que parecía vestir una túnica blanca no perteneciente a ninguna orden conocida hizo una confesión inesperada, hablando muy despacio, como si meditase cada una de sus palabras.
—Majestad, yo he oído que esa tabla llegó a España un día ya muy lejano. Y que no está tan lejos como imaginamos.
NOTA
Hubo un primer viaje del atormentado padre Atienza, ocho meses antes, hasta Malinas. Allí cumplimentó la primera adquisición, viajando solo como gran conocedor del arte flamenco. Sin embargo, el día de su regreso, se llevó la más severa reprimenda que se recordase en el monasterio. Las obras por las que había optado pertenecían al enigmático autor, pero desde luego eran temas que nada tenían que ver con los que en concreto obsesionaban al rey. Una de ellas era La extracción de la piedra de la locura y otra el Tríptico de la Epifanía —ambas visibles hoy en el Museo del Prado de Madrid—. El religioso las había elegido por consideradas más normales y bellas que el resto de las que había visto en aquel lugar. Las otras, además de desagradarle, las tomó como algo diabólico pintado para los espíritus impuros y desoyó el verdadero encargo:
«Una pintura de Hyeronimus van Acken como no hay ninguna otra, que muestra por vez primera a un espectro diabólico y es capaz de ensoñar y hechizar a quien la mira por mucho tiempo».
Cuando volvió sin ella a punto estuvo de ser encerrado por haber decidido él mismo y no haberse limitado a acatar las órdenes. Obligado a regresar con instrucciones más precisas, llegó de nuevo a El Escorial aquel 2 de junio de 1593, con la cabeza gacha y dos tablas por las que había dado una auténtica fortuna. Los expertos discreparon abiertamente durante horas. La primera noche, Felipe 11 dictaminó que las subieran directamente a su alcoba.
Hoy sabemos que uno de esos cuadros era La tabla de los siete pecados capitales —expuesta también en el Museo del Prado—, una especie de gran ojo divino que revelaba los males del mundo. El otro, que se perdió durante el gran incendio del monasterio tras su muerte, ha suscitado hasta nuestros días la fantasía y las investigaciones de historiadores y coleccionistas. La mayoría coincide en afirmar que se trataba de una de las pinturas de madurez, momento en la vida de Hyeronimus en el que ya habían aparecido e influido ciertos personajes que serían claves en su devenir. Aquella tabla, en el viejo primer inventario de la decoración de los salones regios, aparece con una breve reseña:
«CL7 - El anticristo o La noche sin Cristo. Pintura del pintor de Brabante llamado Van Acken, también conocido por el alias de Bosqui o El Basca. Lugar: aposentos del rey».
De este cuadro hoy desaparecido, el historiador S. Lamarcus reseñó los siguientes datos:
El Anticristo
Óleo sobre tabla Medidas: 120 × 150
Ubicación: El Escorial
Datación: ¿1499?
Estado: desaparecido
Podemos referimos a esta obra gracias a los grabados muy posteriores efectuados clandestinamente por el taller del impresor Heinz Küipper, basados en copias del llamado Círculo Bosch, que permaneció activo a lo largo del siglo XVI.
Estos seguidores, devotos de la simbología y la calidad de El Maestro, recuperaron los temas perdidos de algunos de sus cuadros prohibidos o quemados y son hoy la única clave para conocer la iconografía representada en las tablas originales.
El contexto en el que se realizó esta tabla es el de la Europa apocalíptica, encadenada a un miedo cerval al Anticristo, una antítesis perfecta de Cristo, una figura mucho más oscura cuyo nombre produce escalofríos de terror a cualquier buen católico. Enviado de la antihumanidad, enemigo declarado de Dios, regresa como un rey poderoso a la tierra. Es imaginado como una horrible bestia en algunas fuentes (Apocalipsis 13, 18 y 17) o como este inquietante personaje humano que Hyeronimus van Acken representa fríamente y por vez primera como un recién nacido.
Un niño, apenas un bebé, es la figura central de esta composición. Sonríe mostrando sus dos largos incisivos, a modo de serpiente, como únicos dientes. Sólo tiene mechones de pelo en la cabeza y está sentado en un trono regio que termina en cuatro robustas patas o columnas que son cabezas de león. Sus ojos están desprovistos de pupilas, son globos blancos, pulidos, sin expresión. Tiene un cetro de oro en la mano y viste una larga túnica rojiza, repleta de joyas y medallas. En la cabeza, una corona de pequeño tamaño, tocada con piedras preciosas. En la frente, como grabada por quemadura, una cifra: 666.
Tras él se representa un paraje sinuoso en el cual se ha levantado una hoguera. Entre las llamas, atada por la cintura a la gran estaca, gritando y con las dos manos en alto, mostrando las palmas en una especie de última pose ceremonial, aparece una mujer robusta cuyos pies se asoman ya convertidos en muñones calcinados.
Las investigaciones pertinentes no dejan lugar a dudas: se trata de la representación de la quema de la hereje Margarita Porete en 131O. Precisamente esa fecha, esos dígitos, surgen a modo de rememoración sobre el madero como título mortuorio, a modo de INRI, en números romanos.
Porete fue perseguida, condenada y ejecutada en la hoguera de París junto con las copias de su libro prohibido Miroi des simples ames [«El espejo de las ánimas simples»], un compendio de la doctrina herética de los Hermanos del Libre Espíritu, secta de origen adamítico que combatió duramente contra la Iglesia y que fue reprimida hasta las últimas consecuencias. Practicaban la pobreza y la mendicidad y al mismo tiempo renegaban de la represión del pecado, considerando esta actitud de la Iglesia mucho más negativa que la propia maldad. Dios había creado a los hombres imperfectos y éstos no podían escapar de sus instintos.
La libertad sexual absoluta y la conciencia de que ningún acto primario está mal a ojos del verdadero creador forjaban la inocencia con la que había que ascender a los cielos. En algunas escisiones posteriores de la secta, por la que Van Acken parecía tener ya en esta época una simpatía absoluta, se crean verdaderas escuadrillas de sacrificadores y ejecutores, auténticos psicópatas que no redimen su ansia animal de matar y que enfocan su odio visceral hacia los oficiantes eclesiásticos, a quienes consideran el auténtico enemigo represor del mundo. En Alemania, Italia, Francia y España hay información inquisitorial, no se sabe hasta qué punto exagerada o adecuada para los fines de la persecución, acerca de matanzas e inmolaciones inducidas por miembros de esta agrupación. La vida practicada en total sintonía con el instinto primordial es el único camino hacia lo que definen como Verdad Adámica; el auténtico Paraíso anterior al pecado original.
Temían el malditismo de algunas ánimas, pero anhelaban su información sobre el otro lado. Rechazaban el enterramiento y practicaban la incineración ritual como norma básica ante la muerte.
No se consideraban seguidores de Dios, sino alumbrados por la esencia divina, en un escalón superior al resto de los mortales. No aceptaban ni a la Virgen, ni a los santos, ni ninguna norma de la institución, de la que se consideran enemigos. Su conexión directa era con Dios.
Con todos estos precedentes y la inclusión disimulada —pero apreciable con una simple lupa— del signo de la cruz invertida, además de la presencia en el margen derecho de dos cerdos provistos de tocados propios de las monjas —tal y como volvería a plasmar años después en la misma zona visual dentro de El Jardín de las Delicias—, no es extraño que esta obra fuese incluida nada más ser desembalada por fray José de Atienza en el índice de obras condenables dentro del censo teológico-artístico del monasterio de El Escorial.
Sólo una orden directa de Felipe II la apartó de la destrucción instantánea.
La inscripción que aparecía en la capa del bebé apocalíptico, traducida del gótico, decía:
«El Anticristo será el último hombre y tendrá dos dientes al nacer».