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Vino a buscarme a la máquina del café, al final del pasillo. Eran esos pasos rápidos que hacen sonar la tarima del suelo y que siempre preceden a una noticia importante.

—¿Qué? —le dije nada más girarme.

Como respuesta hizo un gesto grave, llamándome con la mano.

—¿Has encontrado algo? —repliqué sin moverme.

Dicho esto volvió a meterse en el estudio de grabaciones A 5.

Quedaban pocos minutos para que empezara el programa y no quería distracciones. Sin embargo, como es lógico, le seguí intrigado.

—¡Ahí está!

Los dedos de Javier Bravo, técnico de sonido de la emisora, se movieron con la rapidez que otorgan las décadas de oficio. Tres golpes de ratón con la mano derecha abrieron una pantalla donde aparecía el gráfico de una onda.

—Se ve claramente… Fíjate como nace en este punto y se diferencia de lo demás.

Yo permanecía atento a la superficie del monitor, que proyectaba con su brillo blanco la única luz dentro del aquel habitáculo. Se trataba de la grabación digital que había efectuado a lo largo de mi estancia en Tinieblas de la Sierra con intención de ir comentando lo que veía. Como el ulular del viento y otros ruidos de la naturaleza eran muy interesantes, el técnico siempre tenía la costumbre de extraerlos para ambientar dramatizaciones y futuras emisiones.

—Vamos a escucharla de nuevo, y ponte éstos mejor… —dijo alcanzándome por encima del hombro unos cascos negros unidos a la mesa por un cable en espiral.

—¿Subo el volumen con la ruedecilla? —pregunté.

—Sube.

11 seconds, 8 seconds, 3 seconds…

El programa Dalet 5.1 de alta tecnología no necesitó mucho tiempo para convertir aquellos datos en algo audible. La grabadora había captado algo en el camposanto; algo que parecía un lamento pero que en la primera revisión resultaba incomprensible.

¿Sería aquella ráfaga de viento?

Después del proceso de depurado sonoro, a pesar de escucharse mis palabras y mi propio caminar, todo parecía mucho más claro…

¡Purgatorio! .

El reloj digital del techo marcaba las 1:03 horas de la madrugada. No hizo falta preguntar si lo habíamos oído; el grito era tan claro como si uno de nosotros, a la distancia a la que nos encontrábamos dentro de aquel cuarto, hubiese mencionado la palabra de manera angustiosa. Una voz cantarina, no sé si de hombre o de mujer. En todo caso alguien anciano, como arrastrando el final, surgiendo muy de fondo pero nítida, clara.

Presente.

—Esto no puede ser. Ponla otra vez, Javi, haz el favor. Después de repetir el proceso me asaltaron las dudas. Me senté, me levanté, me apoyé en la pared sin saber qué hacer.

Al hacerlo me palpé instintivamente la rodilla, que aún permanecía entumecida tras la inyección que me habían suministrado en Toledo. Ante el gesto de dolor mi compañero se preocupó…

—¿Por qué no dejamos enlatado el programa y te vas a casa?

Negué con la cabeza mientras colocaba la pierna recta sobre un taburete. Él miraba la pantalla todavía incrédulo…

—Para mí —dijo señalando los trazos angulosos que reflejaba la pantalla plana— es una auténtica psicofonía. Un grito de alguien que sufre, como en otro plano…

—Déjate de historias —le corté—. ¡Ésa puede ser mi propia voz! El técnico, ofendido, saltó como un resorte.

—Macho, si después de trescientas semanas contigo no sé distinguir tu voz y diferenciarla de una psicofonía mejor me dedico a repartidor de pizzas. ¿No crees?

—Vamos a ver, Bravo. Yo iba con el mini-disc —dije señalando el artilugio plateado— caminando por ese lugar en pleno día y fui describiendo los lugares. Hay trozos donde se me escucha hablar y por eso digo que igual eso soy yo divagando… o hablando solo.

Bravo no respondió. Se limitó a teclear dando una orden precisa a la computadora:

Audio repeat

El lamento, esta vez al máximo volumen, retumbó en los bafles. Después me miró muy serio.

—Ésta no es tu voz. Y lo sabes.

Al revuelo provocado por el extraño sonido se acercaron varios compañeros que hacían guardia de informativos. Cristina, la jefa, se puso el índice en la sien haciéndolo girar, indicando que nos faltaba un tornillo.

Le respondí asintiendo a través del cristal, pero ya convencido de que la fría e implacable informática demostraba que a la hora y diecisiete minutos de grabación se colaba aquella inserción que, sinceramente, no se parecía en nada a mí. Ocurrió, si mis cálculos no fallaban, justo cuando me coloqué frente al crucero del camposanto.

Incluso se me escuchaba, después de tomar aire y caminar unos pasos, decir:

—¡Aquí fue!

A trancas y barrancas, desoyendo el consejo de mi amigo, me senté durante hora y media ante el micro para cumplir la cita con los oyentes. Al llegar a casa el dolor se agudizó. Cogí el portátil y me lo llevé a la cama dispuesto a leer mi correo electrónico. El sexto mensaje, para rematar la accidentada jornada, llegaba con sorpresa:

[DE: SergioZabalaGn55@grupozo.com]

[P ARA: anibalnavarro@yahoo.es]

[ASUNTO: RE: Fotos camposanto]

Hola Aníbal,

Acabo de recibir los análisis de los laboratorios de criminalística y pronto terminará el que te estamos haciendo aquí. De momento puedo decirte, y no es poco, que queda descartada la manipulación de la imagen. Lo fotografiado, o se trata de un efecto natural complejo que provoca ilusión óptica, o realmente es algo muy extraño. Ellos, en el grupo 21, han hecho un trabajo bastante extenso sobre las copias escaneadas que me remitiste.

Desde luego que no estamos ante un fallo del autorrevelado, ni ante un foco de luz que genera esas formas. Tampoco es una superposición intencionada. Te paso copia del informe completo.

La verdad es que todo esto ha fascinado a mi superior, que ya sabes que es uno de los mejores expertos en el análisis y el retoque fotográfico, además de escéptico radical en torno a las cosas misteriosas. Por eso su dictamen tendrá un especial valor. Él cree que eso que parece un niño pudiera ser un elemento real. Es decir, un niño de carne y hueso, vestido de forma extraña, que repentinamente pasó por el lugar sin que el autor de la imagen lo supiera. Alguien que gastó una broma pesada quizá. De no tratarse de eso… vamos a tener un quebradero de cabeza.

Te informaré pronto. Un abrazo,

SergioZabalaGn 5 5@…

Para un periodista interesado en lo extraño, como yo, ese correo contendría unas extraordinarias noticias. Sin embargo, aquellas palabras, cerca de las cuatro y media de la madrugada, me intranquilizaban.

Desconecté el ordenador y apagué la luz. A la media hora me desperté sobresaltado creyendo escuchar algo.

Algo dentro de mi cuarto.

Miré al largo espejo frontal y me vi a mí mismo con cara febril, pelo desmadejado, sudando. Una faz mortecina.

Quizá me había puesto la antitetánica demasiado tarde. Quizá notaba el lento ascenso de la fiebre en mi cuerpo. Quizá no tenía que haber ido a aquel lugar bajo ningún concepto. Quizá…

Miré hacia la mesilla de la derecha y no me pude resistir. No sé por qué, pero lo hice. Allí estaba el mini-disc con la grabación en su interior y los cascos. Me los acoplé a los oídos y, como un robot, pulsé el play vigilando mi propio reflejo como si de un momento a otro fuese a hacer algo con voluntad propia.

¡Purgatorio!

Fue una sensación extraña y desagradable. La fiebre, probablemente… Así que volví a hacerlo…

Play

01.17.32…

Me miré, como si aquel yo fuese otro, escuchando el tono que, efectivamente, era un lamento. Un lamento que casi cortaba mis palabras reales como queriendo responder a mi «¡Aquí está!» de la grabación.

Se hacía presente justo en ese instante y la sensación del miedo ya fluía por todo el cuarto. Es algo que se percibe, que se siente. No se puede medir en un laboratorio, pero se sabe a ciencia cierta. Noté que mi propia alcoba me era desconocida y que mis ojos no querían ni siquiera mirar al umbral de la puerta que daba al pasillo.

Y en el cristal, aquella cara de loco flotando en la oscuridad. Esa que era la mía y que en aquel instante tanto me recordaba a la del propio Galván.

¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Por qué demonios hacía aquello?

Me quité los cascos de un tirón, me incorporé y a punto estuve de levantarme. Había escuchado algo. Algo al otro lado de los auriculares, allí mismo, como cuando desperté sobresaltado minutos antes.

El volumen me había impedido percibir con nitidez lo que creí que eran unos golpes. O unos pasos.

¿Cómo saberlo?

Quizá era alguien llamando con los nudillos a la puerta. A mi puerta.

Eso me pareció. Alguien que a aquellas horas llamaba y nada más…

Me cubrí con las sábanas, con ese absurdo instinto que creemos que nos puede salvar de la visita en mitad de la noche.

Noté mi sudor, lo caliente de mi piel. Y las punzadas palpitantes de la rodilla. Sonreí entonces a pesar de la fiebre.

Procuré conciliar el sueño, achacándolo todo a la enfermedad y enfocando racionalmente la situación. Al menos, intentándolo, consciente de que, en aquel instante, lo más probable es que acabase pensando en lo que no quería: la visión que una madrugada ya lejana tuvo Helena, la secretaria de Universo.

A ella también la despertó algo: la imagen de un hombre descuartizado que vagaba. Esa imagen grabada a fuego en mi inconsciente y que mi consciente quería evitar a toda costa en mitad de la oscuridad.

Fue entonces cuando sonó el teléfono del salón. Tal y como había temido.