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No tardé mucho en descubrir el lugar que buscaba. Bordeé la tapia, abrí la cancela de barrotes oxidados y, tras santiguarme, emprendí con paso firme el camino hacia el interior del camposanto.

Anduve unos treinta metros en línea recta y con la fotografía entre las manos me fijé en el crucero que se alzaba justo en el centro. Una columna gruesa, coronada por la figura, muy primitiva, de Cristo crucificado. Un Cristo sin cara, con los rasgos borrados por el tiempo, con los pies y las manos desproporcionados clavados en la piedra. Debajo, en un bloque de piedra, la inscripción:

A LAS ÁNIMAS DE LOS H…

El resto de las letras apenas se intuían, como si el tiempo y las inclemencias hubieran convertido aquel trozo de piedra en una clave ilegible para siempre. Me dio la impresión, como se la daría a cualquiera con un mínimo sentido de la estética, de que la talla de piedra era muy anterior al conjunto de la columna y la base sobre la cual alguien había grabado ese texto. La frase sería del siglo XIX y lo más seguro es que la efigie se remontase a lo más profundo del románico.

Una reutilización curiosa.

Saqué del bolsillo de la cazadora otra de las viejas imágenes y comprobé si se adivinaba algo más. Pero no hubo suerte. Aquello, tres décadas antes, estaba igual de borroso. Harto de mis primeras indagaciones, bloqueado por periodistas que callaban, sacerdotes y montañeros que repentinamente lo ignoraban todo, o antiguas novias a las que el recuerdo les impedía en cierto punto seguir articulando palabra, decidí poner la directa y plantarme allí al caer la tarde de un día de diario.

Tinieblas de la Sierra, se le escapó al librero de marras. Y de allí fui al mencionado barrio o alquería de Goate, situado al otro lado del monte, semioculto ya por la maleza. Muerto.

A pesar de que los dos lugares no aparecían en ningún mapa de carreteras y de que el padre Moraza y su amigo me intentaron disuadir a toda costa, un buen amigo de la policía científica me dio la descripción exacta el día anterior con un plano militar en las manos. Y allí estaba, completamente solo, intentando observado todo y comparar.

Serían las cinco de la tarde cuando lo vi.

Giré ciento ochenta grados y entonces tuve la completa certeza. Ahí fue. Ahí se inmortalizó por última vez, con la cara hinchada, con la mirada perdida, con arrugas prematuras, pálido y amoratado, embozado en el gabán raído de siempre, los cuellos subidos, el pelo sin lavar y las huesudas manos de calavera asomando por las mangas.

Ahí fue donde se fotografió para su último reportaje, consciente de que a su nombre ya le acompañaba una cruz. Una cruz idéntica a la que dominaba todo el viejo camposanto.

—Una mano.

Lo dije porque fue lo que vi. Y me extrañó. ¿Dónde había visto yo algo parecido?

Sí, una mano pintada de blanco y de pequeño tamaño —como si un niño la hubiese plasmado en el cemento antes de fraguar— sobre la lápida que estaba pisando. La fotografié varias veces y el aire, como un soplido helado, se hizo de pronto tan presente que ni siquiera escuché el pulsar del disparador. Toda aquella naturaleza sin vida comenzó a moverse, a agitarse, a emitir el lamento del viento como un cántico. De pronto pareció despertar.

Sería mi imaginación, pero noté que cuando dejé de pisar la lápida todo volvió a la calma. Mi inquietud, quizá mi principio de obsesión, iba ganando enteros.

Galván se había retratado justo allí. Y lo había hecho por algún motivo. Quizá buscando explicación para aquellas dos polaroid que completaban el lote de imágenes anexo a su último artículo y donde se reflejaba algo que parecía imposible.

Que era imposible.

Me coloqué en cuclillas y verifiqué cada uno de los detalles. Los restos de la verja con pinchos al fondo, la loma, el muro posterior… Con la excepción de un montón de escombros que aparecían ahora en un lateral, todo era idéntico. Como si el reloj del tiempo no hubiese avanzado un solo segundo en aquel lugar.

Todo es un inquietante ciclo, pensé al colocar el aparato digital sobre una piedra para hacer de trípode. A él, hacía más de treinta años, le llegaron unas imágenes que alguien por algún motivo tomó allí. Después, desahuciado y a la deriva, se fotografió justo en ese punto para comprobar algo. Y ahora me tocaba a mí, sin saber muy bien lo que buscaba.

Siempre allí.

Durante toda la tarde di vueltas, respirando aquel aire tan frío que casi hacía daño al entrar en los pulmones. No me encontré con las otras lápidas que se intuían en las tomas del argentino, pues los matojos habían cubierto toda la zona creciendo durante décadas en completa libertad. Sólo se podía ver aquélla —la de la mano abierta—, un rectángulo pequeño, sin inscripciones, donde no había una brizna de hierba. El resto permanecía casi selvático, dominado por el abandono. Sobre todo en algunos sectores, por ejemplo, delante del solitario crucero, la vegetación estaba muy alta y llegaba casi a la cintura. A pesar de las reticencias, ya atardeciendo, avancé muy lentamente, procurando llegar a la zona de la tapia tanteando con las manos. Entonces vi arañas de considerable tamaño, translúcidas y de patas muy largas, tejiendo su tela en los huecos de los nichos. Una de ellas, quizá alertada por mi llegada, se fue metiendo en la gruta artificial, que se adivinaba profunda. Aquella visión me produjo desagrado, una presión, una necesidad de alejarme inmediatamente.

Justo sobre ese hueco, una pequeña placa:

SECTOR NIÑAS. 1819

Confieso que no llegué hasta aquella colmena gris repleta de orificios, ya que cuando me encontraba a unos tres o cuatro metros mi rodilla derecha se topó con algo duro, con filo, que me hizo retroceder. Ni siquiera aparté los matojos para identificar el obstáculo, pues noté como se me hinchaba al tiempo que un reguero caliente de sangre bajaba por el pantalón hasta llegar a la bota.

Al alejarme cojeando creí ver una cruz partida, o un cilindro de hierro, pero no quise comprobado. Una sensación interna de mutismo absoluto que hacía daño a los oídos, como activando esa alarma que todos llevamos en lo más profundo, me indicaba que había que marcharse de allí cuanto antes.

Al salir del recinto, subí a la pequeña loma y lo noté con más claridad; ni un pájaro, ni el viento, ni el silbar de las ramas.

Nada.

Desde allí, a punto de ser devorado por las nubes grises que avanzaban desde el norte, vi lo que quedaba del pueblo muerto. Los esqueletos que en su día fueron casas, casas en las que se amó y se lloró hasta que llegó este silencio eterno.

Girando la vista a la derecha, más al fondo y ligeramente elevada sobre un promontorio, aparecían, como dormitando, los restos de la ermita completamente derrumbada en su sector sur. Una edificación, al parecer del siglo XII, que una hora antes había fotografiado de arriba abajo. En el exterior pude observar capiteles deformes, con escenas de hombres y animales convertidas en muñones limados por la lluvia y el aire. Había amplias zonas antiguas pero reformadas, y anatomías absurdas que parecían haber sido picadas en varias ocasiones. Arrancadas por manos anónimas en algún momento de la Historia. Las mismas que no pudieron borrar los signos esquemáticos, grabados profundamente en los recios muros, que aún estaban ahí, en pie. Los mismos que a buen seguro llamaron la atención de Lucas Galván. Los mismos que según mi amigo el cura y su ayudante montañero ya no existían hace años.

De nuevo, plasmada en el centro de algunos bloques, la mano pequeña como de niño albino. En la parte alta aparecían dos figuras, una tenía el cuerpo partido y la otra observaba sin inmutarse. Aquello podía ser de todo… menos marcas de cantero. Había otra en la que un hombre flotaba ingrávido, tumbado en paralelo al suelo, sujeto por una especie de liana o tentáculo que salía de su tripa a modo de largo cordón umbilical. Nunca había visto iconografía parecida.

En el interior, ocupando la zona donde presumiblemente estaría ubicado el altar, aún permanecía parte de un gigantesco fresco con una representación del purgatorio, ese espacio etéreo donde según la creencia cristiana las almas flotan entre el cielo y el infierno. Ánimas atormentadas entre dos mundos a la espera del Juicio y, junto a ellas, una gran parte completamente oscura, negra, repintada en tiempo posterior.

En una zona de la bóveda que aún se mantenía en pie algo atrajo mi atención como un imán: un Padre Celestial de gran tamaño, sentado, con una mirada que daba la impresión de volver repentinamente a la vida a cada contacto con el flash. Paralela a él había una parte deformada y abstracta, una gran mancha quizá repintada, quemada y negruzca. El cuerpo había sido borrado con saña y sólo se distinguía la horrible cabeza de un demonio. Un cráneo abombado, con dos orificios a modo de nariz y una expresión incompleta que helaba la sangre.

Dios alzaba una mano, de nuevo abierta y blanquecina, hacia el cosmos con su dedo índice desproporcionado. En la otra, del mismo color, tal y como si llevase un arcaico guante, sostenía un libro abierto. En su interior leí: Ego sum lux mundi. «Yo soy la luz del mundo».

A través del visor digital me fijé en la boca sonriente, entreabierta, que le cruzaba el rostro dándole un aspecto terrible. A sus pies, gigantescos, deformes y emergiendo bajo la túnica blanquecina y recta, gente desnuda quemándose en las hogueras del infierno y algunos cuerpos mutilados entre las llamas. Juro que en aquel silencio casi pude escuchar, rebotando en las bóvedas desgajadas, el grito de los que allí aparecían sufriendo martirio; serrados vivos por la mitad en manos de los demonios que sencillamente aparecían como siluetas oscuras, despedazados en cuatro partes, cocidos en calderos de aceite… Todo vigilado por ese pantocrátor inmisericorde y justiciero con el pelo a mechones sobre la cabeza calva y esos ojos grandes, sin pupilas, que te siguen vayas a donde vayas.

Mires a donde mires.

—¿Y dice que esto se lo ha hecho en Tinieblas?

El rostro de la veterana enfermera del dispensario cambió en cuanto pronuncié ese nombre, como si le sorprendiese que un forastero se desplazase hasta aquel rincón en vez de disfrutar con otras reconocidas atracciones turísticas de la comarca.

—Allí, como mucho, quedarán diez o doce vecinos… Quise responderle, inventarme algún motivo, pero una punzada me hizo apretar los dientes…

—Ya le dije que iba a doler. Aguante…, aguante un poco que ya está.

El frío líquido del alcohol enseguida se convirtió en un ardor que me subía por toda la pierna hasta la ingle. La buena mujer, algo nerviosa, pinchó en hueso antes de acertar con el lateral de carne por donde debía empezar a coser. La herida no era muy grande pero…

—Es bien profunda. Yo le recomendaría que fuese a la capital y que allí le revisen esto a fondo. ¿Con qué se lo ha hecho exactamente?

En un principio no supe qué decir.

—Con un trozo de hierro oxidado.

Puso otra vez cara de incredulidad. Un gesto que ya me empezaba a molestar.

—¿En Tinieblas? ¿Con un carro o algo así?

Su curiosidad rayaba en la indiscreción.

—Más bien con una máquina agrícola. Me tropecé y caí sobre ella.

—¿Usted tiene tierras allí?

Sin duda me había topado con el detective privado de la región.

—No, mire, es que estoy haciendo un trabajo sobre la vida en los pueblos de la zona. Soy fotógrafo —dije meneando el diminuto estuche de la cámara.

—Pues da la impresión —respondió al tiempo que cortaba el negro hilo de sutura— de que lleva varias horas abierta y eso no es nada bueno. No sé si con el alcohol bastará. Le repito que debe ir al hospital y que allí le pongan la antitetánica cuanto antes.

Respondí afirmativamente con una sonrisa. Me bajé de la mesa apoyándome en la pared de azulejos verdes y ya a punto de salir estuve tentado de preguntarle por la historia de aquel pueblo. Me quedé mirándola.

—¿Sí? —respondió ante mi fijeza, metiendo las gasas en un bote metálico.

Me contuve y decidí zanjar la conversación con un apretón de manos. Al fin y al cabo ella no iba a saber más que las tres únicas personas que anteriormente me había cruzado en Tinieblas de la Sierra. Tres ancianos, de los cuales dos se limitaron a guardar silencio bajo el vuelo de la boina. Sólo uno, casi centenario y sentado sobre una silla de paja frente a su vivienda, señaló decidido al otro lado del monte, indicando un lugar donde, bien lo sabía, se alzaba el llamado camposanto viejo, recinto al que nadie iba, perteneciente en realidad a una pedanía —Goate— que fue importante en su tiempo pero que acabó desapareciendo y ya sólo era un recuerdo borroso.

—Allí ya no quedan ni los muertos —me dijo antes de levantarse de su asiento en mitad de la calle desierta sujetándose con su garrota.

—Pero en su día eso fue un pueblo… casi como éste de grande.

—¿Como éste? Eso nunca —contestó indignado alzando el bastón—. Sepa usted que Tinieblas ha sido cabeza de partido desde que yo tengo uso de razón.

—¿Usted llegó a conocer a alguien de allí? —insistí.

—¿Del barrio abandonado? Yo no…, pero mi difunto padre sí llegó a tratar con uno que dejaba el ganado allí.

Aquello me animó. Pero cuando me apoyé en la pared, haciendo ademán de acomodarme para escucharle, cortó por lo sano.

—Joven —dijo oteando las alturas—, pronto se hará la tormenta… Yo que usted cogía carretera. Y rápido. No son buenos estos caminos. Oiga, ¿qué le pasa en la pierna que la tiene engarrotada y con sangre?

—Nada importante. Pero escúcheme, es que me interesa mucho saber…

Después de hacer oídos sordos y darme la espalda, fue arrastrando las zapatillas de cuadros hasta desaparecer devorado por el umbral de la puerta de piedra.

Como una araña metiéndose en el nicho.