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Durante los siglos II y III había, por supuesto, cristianos que creían en un solo Dios. Pero también existían en la misma comunidad quienes aseguraban la existencia de dos. Algunos insistían que los dioses eran treinta. Otros hablaban de trescientos sesenta y cinco… y todos ellos eran seguidores de Jesús.

Al ver que Aquilino Moraza —veterano sacerdote de la parroquia toledana de San Pedro Mártir— había dado buena cuenta de la perdiz escabechada, levanté la mano para advertir al camarero. Tras pedir los cafés, sentados en el discreto reservado adornado con aperos de labranza colgados de la pared, seguí anotando, escuchando su voz quemada por el tabaco.

—Al mismo tiempo, muchos creían que Dios había creado el mundo… pero otros pensaban que éste había sido formado por una divinidad subordinada e ignorante. Algunos, siempre dando por única su verdad y yendo un poco más allá, no tenían dudas de que la tierra era un error cósmico generado por una entidad malévola como prisión para encerrar a los humanos y someterlos al dolor y al sufrimiento. Y todos ellos…

—Eran seguidores de Jesús —concluí.

—¡Tan verdad como este cuchillo! Y te preguntarás —alzó la voz enérgicamente—: ¿cómo demonios estas gentes con creencias que hoy parecen tan extravagantes no consultaron las sagradas escrituras para salir de sus propias dudas?

Me miró con unos ojos azules muy abiertos.

—Pues no lo hicieron —prosiguió— porque no había aún Nuevo Testamento. Los libros que lo integrarían sí existían ya… pero todavía no habían sido reunidos en un canon autorizado y reconocido. Es más, te diré que junto a las célebres crónicas de Lucas, Mateo, Marcos y Juan, convivían otros escritos, otros evangelios perdidos que revelaban cosas bien distintas. Algunos aseguraban que uno de ellos estaba dictado por el discípulo más cercano de Jesús, Simón Pedro, quien bajó a los infiernos para ver el tormento de las almas. Hay quien otorga otro al apóstol Felipe o a la propia María Magdalena. Y lo inquietante es que hoy por hoy no hay manera de saber cuáles contenían parte de la verdad.

En el primer plato ya tenía decidido que Moraza, por fuerza, tenía que ser uno de mis guías en esta aventura. No me costó determinado, ya que fue la primera persona —al margen de Helena, que tras la comida en Fresh poco más quiso contarme— a quien llevé el sobre con aquellas imágenes en las que, entre otras cosas, aparecía una ermita vieja y símbolos en las piedras que, sin duda, debían de pertenecer a comunidades religiosas muy antiguas.

Se quedó en silencio en cuanto las vio.

—En esto no creo que te pueda ayudar. No creo ni que sea la provincia.

—Sí lo es, padre. Lo pone aquí, en el artículo.

Noté que quería evitar el asunto a toda costa. Por eso las guardé en su sitio y seguí escuchando como quien asiste a una clase magistral. En definitiva, me habían asegurado que era la voz más autorizada de toda la región en torno a un asunto siempre oscuro: las primitivas familias o sectas, antaño unidas bajo el seguimiento a las palabras del Nazareno, y su inicio de fragmentación hasta hacerse irreconciliables.

—Algunos hubo por estas tierras que en su locura degradante acabaron convirtiéndose en asesinos de sacerdotes. ¡Como lo oyes!

—Lo imagino. Se ha matado demasiado en nombre de Jesús a lo largo de los siglos… y creo que no sólo lo han hecho los herejes.

La mandíbula le temblaba. Antes de responder abrió el pastillero plateado que había dejado sobre la mesa y se llevó una cápsula a la boca. Después prosiguió.

—La saña que demostraron algunos de ellos, empeñados en sus artes diabólicas, no tiene parangón ni es comparable a nada. Estaban movidos por Satán y eso, al menos para mí, justifica la reacción de algunos buenos cristianos. En ese tiempo o acababas con ellos… o te devoraban.

Hacía cierto tiempo que un compañero de Radio Toledo me había informado de que Moraza, tan espigado y vehemente, había sido doctor en la Sorbona —especialidad en Cristianismo Primitivo— y durante tres lustros miembro destacado de la CCS (Congregación para la Causa de los Santos), con sede en la mismísima plaza de San Pedro en el Vaticano. Al parecer, sus últimos años quería pasados en su ciudad natal y se le concedió el capricho gracias a su buena labor.

—Era una batalla sin cuartel. En ese tiempo algunos sostenían que Jesús era al mismo tiempo divino y humano. Otros cristianos lo consideraban absolutamente humano, pues ambas eran categorías incomparables. Y un buen número pensaba que era un ser de carne y hueso, como nosotros, habitado temporalmente por la esencia divina que lo abandonó tras la crucifixión…

—¿Poseído por Dios? —irrumpí mientras él cogía la cajetilla de Bisonte y se llevaba un cigarro hacia la boca.

—No exactamente…

—Creo que incluso existieron —proseguí— ciertos grupos que creyeron que nunca murió. ¿O lo que estoy diciendo es una aberración?

—En absoluto. Unos pensaban que su muerte traía consigo la salvación del mundo y otros aseguraban que su óbito nada tenía que ver con la salvación de nadie. Unos pocos, a los que te refieres, pensaban, efectivamente, que jamás falleció. Al final, en el siglo IV, se tomó conciencia de lo que era «inspirado» y lo que pertenecía al mundo de lo apócrifo, de lo falso… de lo prohibido.

—Por lo tanto, a partir de entonces ya coexistirán para siempre una verdad absoluta y unos herejes…

Frunció el ceño y apuró de un trago el café.

—Dos mundos irreconciliables. Sólo se salvaron por decreto los veintisiete libros considerados sagrados. El resto fue tragado por la tierra y el fuego. Y como es natural, pero reprobable, algunas de aquellas corrientes muy primitivas, que evolucionaron en distintos sentidos y con la sombra de un poder establecido acechándoles, buscaron otros lugares, otras salidas, escribieron sus textos, algunos de ellos imposibles de descifrar, y adoraron un cristianismo completamente distinto. La mayoría de esos movimientos fueron destruidos y olvidados. Otros, que se resistieron, merecieron el fin que tuvieron.

—¿Cómo?

—Ya sé que no es políticamente correcto lo que acabo de decir, pero se convirtieron en escuadrillas de asesinos. Así de claro. Eran malignos y ofendían a Dios.

—Imagino que no se podrá generalizar…

—¡Digo lo que es! Y por cierto, creo que ya es hora de…

Antes de terminar la frase, de un manotazo certero —pues aún tenía fibra y nervio para eso y mucho más— el padre Moraza hizo desaparecer una mota de ceniza de su larga sotana. Él era de los que aún la llevaban, y doy fe de que su estampa, embozada en tan negro ropaje talar, y más aún con su altura, propia de un coloso, generaba expectación al caminar por el viejo Toledo. Tardamos en abandonar el restaurante, pues en cada mesa alguien le saludaba cortésmente. Al salir tuve que subirme el cuello de la cazadora hasta las orejas. Amenazaba nevada.

—Me aseguraron que usted lo conoce todo acerca de las antiguas herejías en la zona…

—Lo que ocurre, amigo —dijo mostrándome las palmas de las manos en un gesto de sinceridad—, es que se ha fantaseado mucho. Tampoco hubo grupos de importancia.

—No sé, a mí todo esto me extraña. No sé si sabe que este reportero murió allí.

Su silencio se alargó.

—No sé mucho de la historia, pero al parecer se trataba de un hombre fantasioso. Le debió de dar un infarto. Otorgarle mayor importancia sería caer en el sensacionalismo… y usted huye de eso, ¿verdad?

—Ya que no me puede ayudar le pediría por favor que me indicase dónde vive este señor. Me han dicho que acudiese a él en caso de necesidad.

Le mostré el papel arrugado que guardaba en el bolsillo.

Después de leerlo su gesto cambió.

—Esta persona es amiga mía desde hace más de treinta años. ¿No ha estado nunca en su librería?

—¿Es una religiosa? ¿La que está a un lado de la catedral?

—Esa misma.

—Ésa es la pista que me dio mi compañero de la radio. Me dijo que este hombre conoce cada palmo de la comarca y que a lo mejor…

—Lo dudo. Ha pasado mucho tiempo de aquello.

—Perdone que le insista, pero estas ruinas son bastante peculiares. ¡Un lugar así tiene que serle familiar!

—Cuando tengas mi edad lo comprenderás. ¡Esta memoria mía falla cada vez más! Si me haces caso, podría confundirte y darte datos erróneos. El tiempo no pasa en balde para nadie.

—Estas marcas y signos… ¿No los identifica con alguna escisión del cristianismo?

—Yo ahí sólo veo una ermita como miles que se alzaron en esta tierra.

—Pero en los archivos parroquiales constará algo sobre…

—¡Nada! —gritó sin mirarme.

Insistió mucho en acompañarme a ver al librero, detalle que agradecí y que tomé por una especie de amable compensación ante su falta de datos. Con paso firme avanzamos por las callejas estrechas de la judería hasta desembocar en el recinto sagrado de la catedral. Entramos en ella y, como siempre, quedé prendado de ese gigante pintado al fresco que habita en una de las paredes laterales. Desde niño me había causado una enorme impresión y hasta algo de miedo. Aquellas barbas, aquella cara…

—Es san Cristóbal —dijo Moraza sin volverse y caminando hacia la salida opuesta—, santo patrón de las muertes repentinas. El que lleva la fe y el mensaje a la otra orilla, al otro lado… Aceleré mi caminar para ponerme a su vera.

—Entonces, padre, si no lo he entendido mal, todas las herejías o cristianismos marginados surgen de esa escisión inicial hacia el siglo IV y se vuelven irreconciliables… hasta hoy.

Escuché su respuesta mezclada con el eco de nuestras pisadas en el suelo de piedra rebotando en las bóvedas:

—Valdenses, dulcinistas, cátaros, humillados…

La retahíla de nombres, como sacados de un oscuro túnel del tiempo, sobrecogía en aquel lugar… Tanto que dudé si sacar el cuaderno y apuntar. Al final seguí tras él, escuchando términos desconocidos e intrigantes que parecían surgir de una crónica antiquísima, percibiendo cómo su rostro se crispaba cada vez más, como si en cada uno de aquellos movimientos de hace siglos residiera todavía un misterio y quizá una ofensa…

—Joaquinitas, perfectos, fraticellis, beguinos, utraquistas.

En línea recta, sin pestañear, el padre Moraza enfiló dirección hacia la puerta de madera. El revoloteo de su faldón se detuvo. Me adelanté y abrí. Él seguía recitando aquella especie de letanía cuyo recuerdo le tensionaba presionándole las venas que quedaban por encima del alzacuellos…

—Taboritas, patarinos, bogomilos, menonitas y…

Hizo una larga pausa, como dudando si cerrar la boca, y esperó a que la luz del exterior hiciese acto de presencia tras el crujido de las bisagras. Sólo cuando los rayos de sol cubrieron nuestras anatomías terminó, con un gesto de rabia escapándosele entre los dientes:

—y los Hermanos del Libre Espíritu.

Tras mencionarlos subió por la calle de la Puerta Llana sin volver a abrir la boca. Parecía sumido en sus propios pensamientos, inmerso en un autismo que le hizo incluso pasar de largo ante el portalón ojival, justo debajo del arco de piedra.

—¡Padre, que es aquí! —le grité.

Mateo, el librero, era además un montañero experto, de los que no habían dejado de patear las colinas ni un solo fin de semana. Hasta dentro de su amplio local, al que se accedía por una escalinata que se adentraba bajo el nivel de la acera, llevaba puestas sus chirucas de vistosos cordones.

—Aquí mi amigo el periodista —dijo Moraza nada más entrar—, que está empeñado en saber algunas cosas y ya le he dicho que tú conoces cada palmo de estos andurriales.

—¡Algo hemos caminado en todo este tiempo! —respondió el aludido con la sonrisa asomando bajo el bigotillo recortado.

—Bueno, en realidad me interesa saberlo todo de un lugar muy concreto…

El librero no me dejó continuar.

—Un momento, un momento… Como veo que te interesa la naturaleza te voy a regalar el libro que hice en el 81 Y que fue todo un éxito provincial.

Tras acercarse a un expositor giratorio de metal, tomó una especie de folleto de no más de veinte páginas con un sorprendente título: Toledo desconocido y subterráneo, rutas e itinerarios.

—Lo leeré con mucho interés. Gracias.

—Y si me lo comentas en tu programa de radio mejor que mejor, ¿eh? —concluyó con una sonora carcajada.

Tras mi mueca forzada, queriendo ir al grano de una vez, puse sobre el mostrador de cristal una de las fotografías en blanco y negro pertenecientes al último artículo de Galván y que llevaba en mi carpeta bajo el brazo. El hombrecillo, visiblemente nervioso por la novedad, echó un vistazo…

—Pero esto…

Sin decir nada más entró en el cuarto oscuro que a modo de trastienda se abría a su espalda para regresar al instante con una pequeña lupa de las que utilizan los filatélicos. Nada más escrutar una de ellas se le disiparon las dudas.

—Tinieblas… Tinieblas de la Sierra.

Al pronunciar el nombre noté que los pasos del padre Moraza se detenían en seco. Mateo le miró muy fijamente, como si hubiese cometido un error al dar la respuesta. Tras acercar la copia al flexo encendido de su derecha, fue aún más explícito:

—Me da a mí que esto debe de ser el viejo barrio de Goate… Sí, eso es. Pero hay un problema: todo lo que se ve aquí ya ni existe. No quedó piedra sobre piedra casi desde el tiempo de mi difunto padre. El resto de pueblos se las llevaron. Y, por cierto, ¿quién las ha sacado?

El sacerdote ensotanado, cuya figura veía reflejada en la vitrina donde se custodiaban los libros de texto, se adelantó en la respuesta. Escuché su torrente de voz abriéndose paso desde atrás…

—¿Ya no te acuerdas de aquel periodista extranjero que estuvo por aquí hace treinta años?

El librero asintió con la cabeza, sin decir nada, pero con un gesto de asombro difícil de disimular. Acercó su ojo a la lupa metálica volviendo a repasar durante un buen rato la superficie brillante de la fotografía en blanco y negro con bordes dentados. Transcurridos un par de minutos, cortando el silencio que ya era violento, dijo:

—Quién sabe si el loco aquel estuvo desenterrando algo… porque, mirad, son los cimientos más primitivos de una ermita de la que ya no debe quedar ni la sombra.

—Pero ¿y esto de aquí? —dije señalando unos símbolos grabados que aparecían nítidos en la superficie de la construcción.

Moraza tosió dos veces. Mateo volvió a mirarle, con gesto cada vez más preocupado. Puso el cristal de aumento encima y aquellas figuras extrañas crecieron, como queriendo despegarse de las rocas.

—Bueno, esto deben de ser marcas de cantero… La verdad es que justo esta zona no la he peinado como se merece. Realmente no tiene el mayor interés.

Mi cara debió de reflejar incredulidad. Quizá por eso el voluntarioso montañero volvió a cortarme.

—Sé cómo acabó aquel infeliz, pero no conocía estas fotos. Eso no. De todos modos, ya no hay nada que rastrear allí. En 1977, cuando estuvo, quedaría algo, pero apostaría a que las fotos no las hizo él mismo, sino que se las dieron de otro tiempo mucho más antiguo. Así, en blanco y negro, con este grano… Pueden ser los años cuarenta perfectamente, y entonces sí que habría algo.

—¿Y cómo acabó ese periodista? —respondí al instante. En aquel momento repicaron las campanas de la catedral.

Y, justo es reconocerlo, los tres dimos un respingo al mismo tiempo. Después nos miramos sonriendo, conscientes de lo absurdo del sobresalto.

Como si no hubiese pasado nada.