—Tuvo una novia que ahora es… ¿No sabes a quién me refiero?
Me quedé muy sorprendido, pero luego hilé nombres, datos y sí… podría ser. Hay que ver de lo que se enteraba uno en una apresurada comida ya en el mismo aeropuerto de El Prat gracias a un colega que decía haber trabajado en aquella revista.
—¡Ya no puedo cambiar el billete! ¡Habérmelo dicho antes y me hubiese quedado para entrevistarme mañana mismo con ella!
No supe si el gesto de aquel periodista —hoy reconvertido en empresario del mundo audiovisual— transmitía extrañeza por mi excesivo interés o si sólo quería demostrarme que hablar con esa persona no iba a ser tan fácil como me imaginaba. Sin hacer mucho caso de la mueca, pues la televisión le había ido convirtiendo en una especie de monigote que abusaba constantemente de ellas, me despedí dándole una palmada en el hombro. Durante todo el vuelo diseñé mi estrategia y recién llegado a Barajas me puse tras la pista.
—La directora se encuentra reunida en este momento. Si es tan amable puede dejamos su mensaje y personalmente…
El simple trámite de concertar una cita fue una odisea que me demostró a lo largo de la tarde lo solicitada que estaba Elena Casado. Lo intenté por e-mail y sonó la flauta en el último instante.
[DE: directora@womanpf.com]
[PARA: anibalnavarro@yahoo.es]
[ASUNTO: RE: Entrevista]
Estimado amigo:
Me ha sorprendido enormemente su mensaje, pues pocos conocen esa antigua faceta mía como secretaria de una revista tan… ¿peculiar? La verdad es que no sé cómo ha sabido que era yo, pues ha pasado mucho tiempo. Estaré encantada de recibirle en Barcelona, aunque en fechas próximas tengo que viajar a Francfort y Milán por negocios. Le adelanto que no sé si le podré ser de alguna utilidad, pues, como le digo, ha transcurrido todo un mundo desde aquello. Sí le rogaría discreción total por el momento. No es que reniegue de mi pasado, sino que ahora estoy inmersa en otras cosas muy diferentes. Comprendo su interés por Lucas Galván, pues fue un personaje muy especial que a veces, aunque no lo pretenda, reaparece en mis recuerdos.
Para mayor seguridad establezca cita con mi secretaria personal, Erika Gufftansen.
Un abrazo,
HELENA C. SARASOLA
Con veinte años justos, recién salida del centro de mecanografía, se convirtió en la secretaria de Universo, publicación que trajo el «periodismo de anticipación» a España y en la que permaneció hasta su hundimiento. Tres décadas después era la directora de un pujante grupo editorial con ramificaciones en diversos medios y países. Moda, tendencias, belleza… prensa femenina de alto nivel encabezada por Perfect Woman, la revista en cuyo inmenso vestíbulo el más out era yo. Dos días después de aquel mensaje noté que mis botas y mi chaqueta de pana no pegaban nada con la fauna que invadía el espacio diáfano, con mucha luz y muy pocos muebles, tal y como al parecer mandan los cánones de lo último. Una hilera de modelos —hombres y mujeres—, con caras de sueño y anatomías recién sacadas de un catálogo de la Grecia clásica, ocuparon conmigo los dos ascensores de cristal que, como un gigantesco tubo de escape doble, conectaban la primera planta con los estudios de fotografía y el despacho de mi objetivo. En aquella galaxia de la belleza mi aspecto contrastaba un poco.
—Helena estará encantada de recibirle. Espere aquí cinco minutos, por favor.
Aquello era como penetrar en la zona de alta seguridad del Pentágono. Una nueva salita, minúscula, me separaba del recinto donde Helena —ahora con hache— dirigía con mano de hierro aquel imperio. A través de la puerta escuché su voz, o más bien su grito:
—¡Te dije que era para las diez! ¡Ten o’clock, Fabricio! ¡Lo de Custo no puede esperar ni un minuto! ¿Queda claro?
La valquiria de uno ochenta que hacía guardia en un atril con el logotipo del grupo me miró con cara de circunstancias al tiempo que se llevaba un buche de agua Evian a la boca.
—¡El reportaje debe estar mañana! ¡Así que a ver cómo os arregláis! ¡Adiós!
Desde luego que la mujer que ocupaba el inmenso despacho debía de ser, tal y como me habían avisado, todo un carácter.
A los cinco minutos exactos, tal y como comprobé en los dígitos del modernísimo reloj de plasma situado en la pared, pude pasar. La nórdica pulsó un botón y la puerta corredera de madera oscura se abrió de inmediato para mostrar un espacio gigantesco decorado con gusto exquisito. Había tres estantes de libros —novelas en su mayoría— y varias piezas de arte oriental. Por fin tenía ante mí a aquella mujer moderna y poderosa que tanto había cambiado desde sus inicios, la directiva —premio Ejecutiva del Año concedido por el programa Empresas— que en su día trató muy estrechamente al prematuramente fallecido Lucas Galván.
—Yo, si no estoy de viaje fuera de España, escucho de vez en cuando tu programa. A pesar del miedo que paso… ¡me gusta!
Noté un alivio inmediato. Era una de esas personas vitales, de entre cuarenta y cinco y cincuenta años y aspecto cuidadísimo, que, acostumbradas a bregar con yuppies, balances y reuniones internacionales, hasta amedrentaban un poco con su enérgica forma de hablar. Pero aquella inicial declaración de intenciones relajó los ánimos.
Daba la impresión de que íbamos a llevamos bien.
—¿Te va lo macrobiótico? He reservado en Fresh.
Me quedé en silencio, tanto que la mente se me fue por otros derroteros, campando libre, intentando imaginar a una chiquilla de veinte años, de cara asustadiza y blanquecina —nada que ver con el bronceado ligero que ahora doraba su piel a pesar de encontramos en pleno invierno—, tratando de tú a tú al reportero argentino. Recordaba su rostro en algún número de Universo, donde aparecía fotografiada con toda la redacción y juraría que había ganado en aplomo y belleza con los años. Observando el contraste de aquella cara inocente peinada a flequillo, me imaginé muchas cosas en esos segundos, mirándola fijamente. ¿Habría asistido a los episodios alucinatorios de los que me hablaron algunos veteranos colegas? ¿Y a los destrozos de material? ¿Y a las peleas? ¿Y a los intentos reiterados de suicidio? ¿Sabría algo de esa muerte de la que nadie hablaba? Y de saberlo… ¿estaría dispuesta a recordar?
—¿Nos vamos? —dijo, al tiempo que abría una polvera circular y plateada para retocarse la nariz.
Comprendí que aunque lo más difícil, encontrarla, ya estaba hecho, no iba a ser sencillo sumergirla en los abismos del pasado de aquel hombre, sobre todo ahora que, después de tanto tiempo, se había convertido en una persona célebre y reconocida. Solicitarle información sobre aquella época, y más aún en torno a una serie de sucesos oscuros, suponía sacarla de ese ecosistema glamouroso en el que tan bien se desenvolvía.
De todos modos, tampoco pedía tanto, sólo quería saber cómo murió un periodista… ¿O perseguía inconscientemente algo más?
Al final, fue el sonido de las ruedas del flamante Audi A3 negro saliendo del garaje lo que me sacó de mis cavilaciones. Para mi sorpresa fue ella quien abrió el fuego sin disimulo:
—Te habrán contado muchas cosas de él… La mayoría, seguro, falsas.
Asentí en silencio, colocándome el cinturón. Era demasiado violento responder que sí, que efectivamente en estos casi treinta años sólo habían hablado unos pocos, y los que lo habían hecho era para asegurarme que le reventó el hígado por cirrosis, o que hubo un error en una transfusión de sangre desesperada; otros afirmaban que lo mataron, que se clavó un cuchillo él mismo contra una pared o que se desnucó en el proceso de un delírium trémens en el que siempre veía a unos niños muertos que se le aproximaban hasta los pies de su propia cama.
—Él no era mala gente… sólo sensible. Y los sensibles acaban pasándolo mal en este mundo de mierda. Muy mal. ¿O no?
No me esperaba una memoria tan clara, tan presente, tan viva. Me sorprendió lo directo de sus maneras. Las evasivas de otros me habían acostumbrado a sacar las respuestas con tenazas, pero esta vez intuí que no iba a hacer falta. Todo fluía y yo me limitaba a escuchar mientras, veloz, aquella mujer adelantaba a toda prisa por la Diagonal. La sombra de Galván, de algún modo, seguía presente después de tanto tiempo.
—Agárrate.
Iba a volver a preguntar aprovechando el aparente viento a favor cuando sonó una melodía robótica.
—¡Te digo que doscientos mil! —gritó nada más colocarse el diminuto cacharro en la oreja—. Al final vamos a tirar eso como primer número de Elegance… Tenemos que apostar fuerte para llevamos el mercado. Así que la imagen de portada ya sabes de qué modelo tiene que ser.
Una llamada inoportuna, sin duda.
En un abrir y cerrar de ojos ya estábamos en la parte más exclusiva de la ciudad, con sus palacetes y sus vehículos señoriales en segunda fila, muchos de ellos custodiados por guardaespaldas y hasta algún que otro chófer uniformado. El aparcacoches, tras saludar reverencialmente, tomó las llaves y nos indicó la puerta de entrada a Fresh, lugar de lo más in que, por descontado, no había pisado en mi vida.
—Disculpa —dijo mientras avanzábamos por el suelo de mármol—, es que estamos a punto de sacar dos nuevas cabeceras…
El maitre, traje italiano de raya diplomática, nos saludó con una sonrisa excesiva.
—¿Su mesa habitual? —preguntó mientras nos acompañaba a uno de los extremos del local.
La decoración del restaurante, confeccionada toda ella en blanco y negro, encajaba perfectamente con su traje de chaqueta ajedrezado. Quizá por eso, pensé, había elegido el sitio. Con esta gente nunca se sabe…
—Yo tomaré ensalada de tres sojas y sashimi —señaló mi acompañante casi sin tomar asiento.
—Lo mismo —dije sin llegar a abrir la elegante carta.
—¿Acompañamos con Chardonnay Pensec? —me preguntó ella señalando una botella verdosa de la que estaban dando buena cuenta en otra mesa.
—¡Faltaría más!
Helena sonrió, consciente de que yo no tenía la menor idea de lo que acababa de pedir, pero su gesto amable se quebró de inmediato cuando pasé a la carga:
—No te engaño si te digo que quiero saberlo todo sobre él. Descríbemelo, por favor. Su forma de ser, su forma de…
—Ha pasado mucho tiempo —cortó sin dejarme acabar— y todo ha cambiado tanto que lo recuerdo como una imagen lejana… Como de otro mundo. Quizá como alguno de esos sueños de la infancia que no se olvidan pero al mismo tiempo no se pueden recordar con total nitidez. ¿Sabes a lo que me refiero?
Asentí al tiempo que llegaba el vino.
—La señora —indiqué— lo probará; ella es la que sabe. Gracias. Sonó el líquido vertiéndose en la copa.
—Por lo menos —proseguí— no lo has olvidado, como otros. Gisbert, el editor de Universo, me dio su último trabajo a regañadientes. Te aseguro que vi odio en sus ojos. Se despidió casi echándome una maldición.
—¿Gisbert? —respondió casi sin terminar de catar—. ¿Aún vive el viejo? ¿Y cómo le va?
—No tan bien como a ti…
—¿Todo a su gusto? —interrumpió el insistente maitre.
—Sí, perfecto, como siempre.
Cuando su hierático caminar estuvo bien lejos, agarré mi maletín y lo abrí.
—Por cierto, Helena, ¿tú sabes qué quería decir con todo esto? —pregunté sacando el sobre de color cartón.
El rostro de mi acompañante se llenó de sorpresa. Juraría que había algo de miedo en aquella cara.
—¡Santo cielo! ¡Aún lo guardaba!
—Claro, ya te dije que me dio su último escrito.
—Ya, ya —dijo casi sofocada y sin apartar la vista del material que puse sobre la mesa—. Es que yo, lógicamente, pensé que te referías a la revista. A lo que salió publicado. No a esto…
—¿Lo conocías? ¿Sabes lo que contiene?
En aquel momento, en aquel minuto exacto, supe que la mujer que dirigía Perfect Woman y tantas otras revistas, agencias de publicidad, páginas web y catálogos de moda estaba procesando una gran cantidad de información en su cerebro. No esperaba aquel detalle y estaba seguro de que a la velocidad de la luz miles de datos se estarían entrecruzando en las celdas de su memoria, al tiempo que sopesaba los inconvenientes de abrir la boca o dar por zanjada —amablemente, eso sí— aquella conversación que nada tenía que ver con su mundo de éxito y prestigio.
La respuesta llegó rápida.
—Cuando llegó eso desde Toledo él ya… había desaparecido.
—Y tanto —dije, dando la vuelta al sobre y mostrando el remite con la cruz fúnebre que lo acompañaba—. Ya ves… Él se daba ya por muerto al meterlo en el buzón.
La noté tragar saliva, angustiada, al ver aquello escrito de puño y letra del hombre a quien había amado hacía casi treinta años.
—Siento traerte estos recuerdos, pero deseo saber qué pasó, qué le ocurrió justo cuando…
—Eso fue lo que le destruyó —me cortó de inmediato—. Que no te cuenten otra cosa. Lo que estaba investigando, lo que quería escribir le mató.
—Pero no acabo de comprender —repliqué—, parece un simple reportaje histórico sobre herejías en una zona concreta de Toledo. Porque esto… —dije sacando la foto de la ermita semiderruida— es un pueblo de la provincia, ¿verdad?
Helena bajó la mirada y luego, poco a poco, la fue fijando en la copa. En ese instante llegó el primer plato.
—Creo que sí. Allí llevaba por lo menos dos meses, en la capital. No supimos apenas nada más de él. Decía que había descubierto algo y allí se fue. Era así.
—Pero ¿nunca supisteis el nombre concreto de este lugar?
—No, bueno… No. Él estaba obsesionado con aquel tema y abandonó definitivamente la revista a pesar de que había vuelto después de varios fracasos en la radio como buscando un último refugio. Las cosas no le iban bien y aquella historia que descubrió porque alguien le debió de informar con unas fotografías, le hizo alejarse de todo y de todos. Algo le había arrebatado la cordura. Como te decía, una mañana se trasladó a Toledo y allí montó su campo de operaciones. No sé bien cómo, pues no tenía un duro. Lo había perdido todo en apenas unos meses.
—¿Y no le seguisteis la pista?
—Nunca. De todo lo que pasó nos enteramos mucho después. Intenté ponerme en contacto con él varias veces pero fue inútil; deliraba, iba como un pordiosero… Hablaba solo y siempre del mismo tema, cada vez de forma más confusa. Fue horrible. Eso empezó incluso antes de marcharse allí, en la última época, en la que ya andábamos muy distanciados, cuando se refería a una gran historia que había descubierto por accidente. Yo intuí que caminaba hacia algún lugar del que ya no iba a volver nunca. Y acerté. No me tomes por loca, pero sabía que ya no iba a verlo más. Y empecé a sentir miedo. Un miedo que a veces, en mitad de la madrugada, noto cómo llega hasta mi cuarto y me despierta…
Iba a preguntarle por Hyeronimus van Acken, por su presencia en aquel último escrito, por si ella le escuchó pronunciar su nombre o sabía algo más. Sin embargo, me quedé en silencio. Helena estaba hablando en presente, como si ese temor impreciso al que se refería aún la atormentase. Entonces deseé con toda mi alma que el maldito sashimi tardase más de la cuenta, para que no rompiese con su llegada el repentino viaje al pasado.
—Una noche, a las tres de la madrugada, me desperté de pronto… Es algo que me pasó y que no se va por más que quiera…
Traté de tranquilizada sirviéndole un poco de agua y ella bebió de un trago.
—Era invierno de aquel mismo año y ocurrió algo horrible… Algo que aún no sé cómo explicar…
—Inténtalo, por favor…, sólo inténtalo.
—Me sobresalté porque yo vivía en un piso con una amiga y esa noche estaba sola. Soñé que me despertaba en mi propio cuarto, viendo todo el entorno tal y como era en realidad y… ¡Dios mío!
Se puso las manos sobre el rostro y noté que varios comensales dejaban de dar cuenta de sus viandas para mirarnos. Era una situación incómoda.
—Tranquila, mujer, si quieres lo dejamos para otro día, yo no quería…
—Te juro que vi a un hombre… muy claramente, mirándome con los ojos abiertos. Muy abiertos.
Sentí el característico golpe en mitad del pecho. Me quedé helado.
—¿Una persona en la habitación? ¿Y quién era?
—Es que no era…, perdona, pero no sé cómo explicado. No era nadie… Eran más bien trozos. Trozos de alguien… ¡Allí!
¿Trozos? Mi mirada se volvió un inmenso interrogante.
Ella prosiguió cada vez más apurada.
—Una cabeza, una pierna, un brazo, una mano… La imagen de un cuerpo descuartizado, con gesto de dolor, flotando en la negrura. Y un sonido como un grito, como un lamento constante, cada vez más fuerte… Algo que a veces noto cómo regresa…
En aquel instante yo ya no podía ni abrir la boca. Sólo escuchaba.
—En el sueño podía oír perfectamente, mientras aparecían aquellos restos avanzando lentamente por el pasillo, un «ring», un sonido de teléfono muy fuerte y repetitivo. Entonces me desperté sudando, como si alguien me golpease. Llegué a notar aquellas manos, aquellas palmas agrediéndome… En ese momento me quedé con la espalda contra el cabecero, muy asustada, mirándolo todo y supe… —Aguardé apretando los puños—. Supe que iba a llamar. Eran las tres de la madrugada pero yo lo sabía. De pronto el teléfono de la sala se puso a sonar… Esto ya era absolutamente real. Estaba pasando, pero tenía conexión con mi sueño. A pesar del terror, me levanté.
—¿Que te levantaste? —dije rompiendo mi silencio y sin casi dar crédito.
—Lo hice, te lo juro, y es como si ahora mismo volviese a notar el frío de aquellas baldosas en mis pies. Intenté encender el interruptor y…
—¿Y? —pregunté ansioso.
—La luz se había ido… y aquel teléfono no dejaba de sonar. Entonces sentí un miedo como nunca antes había imaginado. Iba avanzando y pensaba en lo que había aparecido en el sueño, aquella cara deformada, como aplastada, con la boca torcida… El corazón me empezó a latir fuerte, tanto que pensé que se me salía por la garganta… Sabía que era Galván, que era él quien llamaba, lo sabía pero no sé cómo. Eso es lo que me daba pánico.
Otro trago, esta vez de vino y sin disimulo. Los ojos se le habían humedecido con una película de lágrimas que de un momento a otro iba a romperse.
—Allí, de pie y sola, empecé a notar un frío terrible, como si se hubiese abierto una ventana en mitad de la noche. Giré hacia la sala y sí, allí estaban las cortinas revoloteando con el aire helado que entraba. Me acerqué y miré al exterior. Vivíamos en un barrio de las afueras y vi las calles desiertas y las farolas encendidas… El apagón debía de ser sólo en nuestra casa, sólo en la nuestra.
—Pero… ¿Al final respondiste a la llamada?
Se lo pregunté a bocajarro, sin darme cuenta de que las grandes pupilas de Helena C. Sarasola se habían convertido, empequeñeciéndose hasta casi desaparecer en su particular viaje al pasado, en las de Elena Casado: la chica para todo, la secretaria, la mecanógrafa, la de los cafés a media mañana del grasiento bar. Los mismos ojos que habían visto cosas que nada ni nadie iban a poder desterrar de su alma. Dos goterones cayeron mejilla abajo y sentí un gran pudor. Noté que la gente de las otras mesas, atildada y de punta en blanco, la misma que había sentido curiosidad al vemos entrar conformando tan extraña pareja, nos escrutaba inquisitivamente. Daba la impresión de que yo, el extraño de ropa mediocre, estaba haciendo sufrir a tan elegante y familiar clienta.
Y eso sí que no podía ser.
—¿Todo en orden, señora? —se acercó el maitre sin dejar de mirarme con gesto de bulldog.
Helena negó moviendo la mano y él, enfurecido por no poder echarme a patadas, le acercó un pañuelo que no cogió, pues prefirió secarse con el suyo. Quise disculparme, pero fue ella quien se adelantó.
—Perdóname, lo siento. Ahora vuelvo.
Al tiempo que sus tacones repiqueteaban camino de los servicios, el hombre del traje italiano detuvo su afilada mirada en el sobre. Por precaución lo volví a meter en el lugar del que quizá no debiera haber salido nunca. Entonces, como una premonición, intuí que, para aquella mujer asustada y frágil, el reportero muerto había sido alguien muy importante.
Alguien cuyo recuerdo aún flotaba como flotan a veces las apariciones en mitad de la madrugada.