Hertongenbosh, ducado de Brabante, Países Bajos, 13 de junio de 1463
Aquel día murieron setecientas cuarenta y tres personas después de que el techo de paja de la gran cabaña de la feria de ganado se prendiese precipitándose sobre la multitud.
Nunca se supo si fue un incendio provocado.
A las seis de la tarde uno de los laterales de la instalación, situada en un valle a las afueras, comenzó a arder y en apenas un instante el infierno tomó forma allí donde jamás había ocurrido nada reseñable. Los gritos de auxilio, los miembros humanos asomándose y crepitando entre la masa carbonizada y la impotencia de los demás vecinos se quedaron grabados para siempre en lo más profundo de las almas que contemplaron aquel horror.
—Es mejor que vayas a casa, Jerónimo. ¿No me has oído? ¡A casa!
Jan van Acken era uno de tantos que ni siquiera hicieron ademán de correr hacia la fuente pública para llenar los cubos de agua. La hoguera, alimentada por las mantecas de los animales, se había convertido en una montaña roja y cambiante que arañaba como una garra el cielo ya oscuro. Ante aquella fuerza de la naturaleza eran ridículos los pozales y palanganas que algunos —en su buena fe— llevaban colgando de los brazos. En las pupilas de los allí reunidos se reflejó durante horas una de esas escenas propias de los frescos medievales en las cuales las almas caen al averno tras el Juicio Final.
Al menos, eso mismo le parecía estar viendo a aquel muchacho de no más de doce años, a pesar de que esta vez era el infierno el que se había precipitado sobre las cabezas de los habitantes de Hertogenbosch.
—¡No debes ver esto! ¡Márchate ya!
El anciano gritó con furia a su nieto, consciente de que aquella imagen perturbaría su cordura de manera irreparable. Con aquel arrebato también desahogaba su propia impotencia; la misma que compartían los puñados de hombres y mujeres que habían abandonado sus quehaceres dirigiéndose a la gran explanada para contemplar la desgracia en silencio.
Durante varios días se decretó duelo. Desde Amberes y Lovaina llegaron los carros de muertos para ayudar en las tareas de recogida de los cadáveres desperdigados. No se pudo apagar el fuego por ningún medio y hubo que esperar a que las llamas se consumieran por sí solas, manteniéndose la pira durante varios días a gran altura, y llenando toda la comarca de un olor nauseabundo. Algunos hablaron entonces de la maldición.
—¡Ellos son los culpables! ¡Dios ha castigado su atrevimiento y nuestra complacencia! ¡Venganza!
En aquellas noches de violencia pasaron más cosas, y todas ellas las vio el pequeño Jerónimo como testigo privilegiado desde la azotea en la que estaba su camastro, en la parte alta de la casa más próxima al lugar de los hechos.
Cumplido el segundo día de duelo, varias personas aparecieron descuartizadas en la plaza. Eran cuatro cuerpos —tres mujeres y un hombre barbado—, desnudos y apaleados hasta la muerte. El despiece se había producido con total impunidad en el centro del pueblo, seguramente con la aprobación silenciosa de muchos que, a pesar de las súplicas, no quisieron asomarse al exterior.
Al amanecer, el nieto y el abuelo —que avanzaban con sus pinceles y escaleras dispuestos a concluir el fresco de la iglesia— se encontraron de bruces con la macabra sorpresa. El veterano maestro, sintiendo vergüenza de su propio género, agarró fuerte al niño y lo apretó contra él.
—¡Por todos los santos! Volvamos al hogar… Mañana seguiremos con la labor.
—Pero deberíamos terminar hoy el muro derecho y… —¡No mires ahí y hazme caso! ¡Rápido!
Jerónimo sólo le tenía a él en el mundo, al más renombrado artista de la ciudad, con el que se sentía feliz aprendiendo las artes de la pintura. Aquella mañana, al encontrarse con esas figuras descoyuntadas bajo la gran columna de la plaza, fue la primera vez que le vio llorar.
—¿Ellos fueron los culpables? —preguntó el muchacho sin obtener respuesta.
Mientras cambiaban el rumbo, mirando a través de los arrugados dedos que intentaban evitarle aquel horror, pudo ver las efigies deformadas, las cabezas separadas del tronco con los ojos muy abiertos, como si aún estuviesen contemplando a sus verdugos.
Se fijó en que en el suelo habían dejado las ocho manos, cercenadas de un tajo y extendidas para formar una cruz de carne humana sobre el adoquinado. Todas llevaban una especie de marcas en la piel, letras o signos que no pudo identificar y que se perdieron como un mal sueño al doblar la esquina.
Esa misma tarde, en la tienda de comestibles del señor Melchiott, hubo una gran discusión que el joven siguió con suma atención sentado sobre el gran saco de legumbres.
—¡Esto es una monstruosidad! ¿Quién puede aseguramos que han sido ellos? —gritó su abuelo cada vez más indignado.
—Estimado Jan —contestó el orondo tendero terminando de quitarle la piel a una liebre—, la presencia de estos siervos del diablo sólo puede traemos complicaciones… ¡Es un hecho que no desean más que dolor para nosotros! ¡Así ha sido desde hace años y así seguirá siendo si no nos defendemos!
—¿Defendemos? —respondió el pintor agarrando la pieza de caza y metiéndola en su cesta—. ¿Así llamas tú a ese comportamiento de alimañas cobardes?
—Pero es que ellos practican cultos del demonio y llaman a los muertos. Con ese proceder maldicen nuestros campos, nuestros animales… y nos envenenan. Lo que ha pasado es fruto de sus ensoñaciones, de sus conjuros.
—¡Por favor! ¡No sigas diciendo majaderías! ¿Acaso todo el pueblo se está volviendo loco al mismo tiempo?
El hombre delgado y alto que había permanecido callado habló entonces con su voz ronca desde la esquina contraria.
—Defender a los herejes, señor Van Acken, no creo que sea la opción más inteligente por su parte. Esos malnacidos tenían nombre, y apellidos, y las indagaciones tendrán que llevamos hasta el final para exterminarlos. A ellos y a quienes los protegen como la pústula maloliente que son.
—Ésa no es forma de actuar, padre.
—¡Cómo se atreve! ¿Acaso tiene otra idea mejor? ¿O es que se empeña en ir en contra de lo dictado por Dios?
—¡Dios no dice nada de despedazar a nuestros semejantes! —respondió enrojecido y dando un manotazo sobre el mostrador de madera.
—¿Se pone de su parte? ¿Simpatiza nuestro artista con el credo maléfico? —replicó el hombre de la larga vestidura negra a la vez que le señalaba, presa de la ira, con su dedo índice.
En aquel momento, Jan van Acken tomó a su nieto del brazo y zanjó la discusión, consciente de que ahondar en ella sólo le podía acarrear serios disgustos. El portazo fue tan fuerte que la entrada volvió a quedar abierta y allí, entre los faisanes colgados y la gran báscula, se pudo ver a los dos hombres susurrándose cosas al oído. En todo ese tiempo Melchiott no había dejado de acariciar su afilado machete de cortar carne. Les tenía tanto cariño a esos instrumentos que siempre ordenaba al herrero grabar sus iniciales en la hoja. Una curiosa costumbre.
—Tú no hagas caso de lo que dicen esos bárbaros. La venganza nunca trae nada bueno. Acuérdate de lo que te digo… ¿Me estás escuchando?
Durante las noches posteriores a la gran tragedia, Jerónimo se quedó en vela observando lo que pasaba en la explanada oscura. A altas horas, cuando todos dormían, ciertos moradores se aproximaban lentamente a la zona.
La primera vez, algo asustado y aún envuelto por la manta, pensó en avisar a su abuelo. Aquello era tan extraño que no se decidió hasta que estuvo un tiempo observándolos, muy escondido para no ser descubierto.
Entonces se le ocurrió hacer algo.
Con un pequeño candil de aceite junto a la ventana de la buhardilla y una tabla sobre el caballete, el muchacho, que ya había demostrado una singular destreza con los pinceles, empezó su primera obra personal. Le empujaba la necesidad de reflejar aquello tan insólito que estaba pasando a tan sólo unos metros de su casa, y pensó que no estaba dispuesto a dar un disgusto a la maltrecha salud de su veterano y refunfuñón maestro de oficio. Por eso trabajó con los colores durante horas sin ser visto, casi acurrucado, levantándose del jergón cuando todo quedaba a oscuras, asomado a su privilegiado ojo de buey y observando algo que parecía ocurrir al margen de la realidad.
Allí estaban, puntuales a su cita, los enigmáticos paseantes, los carros sin nombre que lentamente cargaban cosas tras rebuscar entre restos aún humeantes y, sobre todo, aquel grupo de personas vestidas con capa que, justo el día de la luna llena, se desnudaron tras bajar por la ladera poniéndose en círculo y diciendo palabras incomprensibles. ¿Quiénes eran? ¿Por qué cogían trozos de personas que nadie había reclamado y los volvían a embadurnar de aceite para prenderlos después en pequeñas hogueras hasta dejados reducidos a polvo?
Quizá fuese la acumulación de espantos vividos en esas fechas, o a lo peor la ensoñación por la falta de descanso. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero cuentan que el resultado fue tan fascinante y asombroso que hasta el propio Jan van Acken, que sorprendió a su discípulo una madrugada, quedó maravillado y horrorizado, mirando fijamente aquella creación, como hechizado por sus formas.
—Sé que he obrado mal, abuelo. La destruiré.
—No, no hace falta que hagas eso. Pero dime… ¿Esto que has pintado… lo has visto realmente? ¿Ha pasado allí abajo, Jerónimo? ¿Estas sombras son ciertas?
Y el niño se quedó en silencio. Un silencio y un aislamiento del que rara vez saldría a lo largo de su existencia.
Aquella semana pasaron muchas cosas en Hertogenbosch, demasiadas para un lugar en el que siempre había fluido todo con tranquilidad. Aconteció el gran desastre, hubo crímenes impunes, extrañas ceremonias, discusiones interminables y un miedo generalizado que hacía correr los cerrojos de las puertas nada más asomarse la noche. Sin embargo, el paso del tiempo borraría todo aquel recuerdo hasta el punto de que muchos se preguntan si alguna vez ocurrió. De lo que nadie duda es de la existencia de aquella primera obra de uno de los más grandes genios de la historia del arte.
En mitad del dolor había brotado la visión particular y única de quien plasmaría cosas sólo imaginadas en los profundos terrores del ser humano. Y quizá adivinando la importancia que iba a tener para otros en los tiempos futuros, aquel niño tomó su pincel más fino y ante la mirada aún ensimismada del viejo maestro local —que tan superado había quedado en un instante— puso su rúbrica con decisión, como en un acto trascendental, deformando su propio yo y agregándole como apellido su lugar de procedencia en un gesto de identificación con aquel paraje desolado.
Así, en el margen derecho del cuadro hoy desaparecido que muchos siglos después los expertos llamaron El carro de la calavera, aparecieron sus tres iniciales bien visibles seguidas de un nombre que nacía para la Historia:
HVA
Hyeronimus Bosch
La tabla se perdió o fue robada en 19II, pero los comentarios del profesor Madariaga nos ofrecen un testimonio inequívoco de los horrores que aquel muchacho plasmó en su siniestra primera obra:
El carro de la calavera
Comentario del ilustre profesor H. Madariaga
Óleo sobre tabla
Medidas: 48 × 35
Ubicación: colección particular, Lieja, hasta 1911 Datación: inscripción en un lateral con fecha de 1462 Estado: desaparecido
En mitad del campo aparece una especie de buhonero tapado con una sotana larga provista de una capucha que le tapa la cara. No vende nada, ni trae de otras lejanas tierras productos exóticos. Lo que hace es llevarse sigilosamente algunos cadáveres en mitad de la noche (quién sabe con qué oscuros fines). En toda la región se escucharon entonces historias terroríficas de sacamantecas que negociaban con el unto y la grasa de los muertos que pudieron influir en esta visión. En el carro que pinta Hyeronimus hay unos cuchillos gruesos que cuelgan en los laterales y una calavera, a modo casi de drakkar de antiguo barco, elevada sobre un palo en la parte trasera. Se ve el cráneo envuelto en un resplandor tenue y se distinguen las anatomías de algunos niños y mujeres calcinados apilándose en la caja descubierta. Sobre las lomas aún se ven llamaradas e incendios más pequeños, como fuegos fatuos junto a los que se observan unas figuras con aspecto de estar meditando. Todo el paraje es de un negro desolado, y el contraste con la luz inquietante de esas hogueras va a convertirse en tema recurrente y en una de las características de su peculiar estilo futuro.
Es la noche de los malos presagios de la que jamás se alejará. El caballo, que dibuja con gran precisión y conocimiento de la anatomía animal, tiene un color que no existe, el color de la sangre, y está lleno de pupas o marcas de algo parecido a la lepra. Hay un detalle sorprendente: el animal tiene un solo ojo a modo de cíclope. Un ojo de color azul.
En 1902, Alexandro Frebauer, a lo largo de un análisis profundo, descubre un curioso detalle que el estado de la tabla no había permitido observar con nitidez. Algunos de los muertos, concretamente tres, abandonados en la llanura, aparecen acompañados de su propia sombra. Una sombra opaca que se perfila con un tono ligeramente más claro que el de la oscuridad reinante y que permanece en pie, como provista de vida propia, sorprendida por el repentino desdoblamiento.
Uno de los detalles más curiosos, precursor de las anomalías que aparecerán a lo largo de toda su creación artística, es la luna. En su lugar aparece la cara de un hombre que nunca ha sido identificado. Un hombre de tez blanquecina que ríe. Para ciertos estudiosos, se trata de una cabeza decapitada y barbada que flota ingrávida contemplando la escena.
Algunas investigaciones del gran experto Klaus Kleinberger, especializado en psicología del arte antiguo, consideran esta pieza una demostración de genialidad precoz que va más allá de todo lo conocido. Incluso especula con que fuese un trabajo posterior acerca de una escena ocurrida en 1462. El asombro es compartido por otros especialistas que no se explican la calidad plástica y la fuerza imponente de esta obra maestra de juventud. Un auténtico enigma que no ha podido ser resuelto por la desgraciada desaparición de la pequeña tabla.
Los biógrafos del gran artista germano Alberto Durero aseguran que éste pudo ver El carro de la calavera al pasar por Hertogenbosch en 1520, cuando Hyeronimus llevaba ya casi una década muerto. Al contemplarlo en la misma habitación donde fue pintado, el genio se arrodilló y después sólo pudo exclamar: «Hay aquí temores y cosas que no fueron vistas ni concebidas nunca por ningún otro ser».