En un piso del Ensanche barcelonés, Ramón Gisbert, quien fuera el último director de la mítica revista Universo, puso en mis manos un texto que jamás llegó a la imprenta. Supe que estaba allí por el chivatazo de un miembro de la redacción, quizá algo resentido, que trabajó en aquel medio de comunicación en un día ya lejano.
—El viejo se lo guardó todo en su casa. Y aquello también. Dos folios. En realidad, más que una crónica, se trataba de una retahíla de frases aparentemente inconexas, escritas a máquina con una vieja Olivetti y acompañadas de algunos documentos gráficos —unos en blanco y negro de apariencia más antigua y dos polaroid instantáneas a color— adosados con un clip.
Honestamente, yo esperaba más a tenor de los crípticos comentarios de algunos compañeros. Pero eso era todo.
Oficialmente, las dudas sobre el estado mental del autor, sus problemas constantes con el alcohol y su despido inmediato provocaron que el dossier quedase en su día enclaustrado, abortado en un cajón de aquella oficina situada en el subsuelo y que hoy, sin que nadie recuerde las exclusivas que desde allí se lanzaron al mundo, es un centro de estética dirigido por dos señoritas rusas.
Tras el hundimiento de la publicación, Gisbert había mantenido en su domicilio todos los restos de aquel naufragio de papel, hasta llenar con ellos un armario aparcado en su trastero. Entre ellos, como algo muy personal, se escondía el último artículo de su mejor y más polémico reportero. Algo que, muy a mi pesar, parecía decidido a llevarse a la tumba.
Con setenta y cinco años, pensionista y conectado cada tres horas a una bombona de oxígeno médico, se negó en redondo a aceptar los billetes que puse sobre su mano.
—Esto no tiene por qué interesar a nadie —dijo sin apartar la vista de los euros que aún seguían sobre mi palma.
Por fortuna, quien sí parecía dispuesta al trueque era su mujer. Avanzando por el pasillo con su bata de guatiné, farfulló que aquello sólo era basura y que ya era hora de desprenderse de todo por la mala suerte que les había traído. Ella se refería también a los archivadores, a las carpetas, a las diapositivas. A todo lo que se hallaba encerrado en el armario.
—A ver, ¿cuánto te ofrece el joven por esos papelajos?
Noté que les hacía falta el dinero y reconozco que me sentí violento mostrando aquella cantidad. Recuerdo que él repitió esa misma palabra, «¡Basura!», entre dientes y dirigiéndose a mí. Eso es difícil olvidarlo.
Con su pelo blanco cortado a cepillo y mostrando una permanente cara de odio, no le enterneció un ápice mi arenga de joven periodista de otra generación que confesaba admirarle. No me creyó. Al revés. Sus ojos mataban en silencio.
—Tú llevarías pañales cuando aquí hacíamos periodismo auténtico. No te compares.
Hasta el último momento, con expresión de derrota, sostuvo aquel sobre viejo contra el pecho. Me apenaba, pero yo no podía quitar mi vista de aquel rectángulo de papel sucio, como si en ello me fuese la vida. La ecuación era muy sencilla: él no me lo quería dar… y yo no me iba a ir de allí con las manos vacías.
—Estoy dispuesto a doblar la oferta si usted me cuenta todo lo que pasó. Ayer, por teléfono, estaba prácticamente de acuerdo.
La mandíbula apretada le vibraba, como si fuera un perro guardián que quiere soltar la dentellada contra el intruso que viene a robar lo que no es suyo. Al final, ante la presión de su encorvada esposa, me dio lo que yo tanto deseaba, acompañando la entrega con una particular posdata personal.
—Para que te cuente lo que sé… no hay dinero en el mundo. Y ahora vete de aquí.
Ella contó el dinero y Gisbert, aún respirando fuerte con la boca abierta, se negó a pronunciar una sola palabra sobre él, sobre su recuerdo, ni siquiera para desmentir las leyendas que circularon en el gremio y que a buen seguro eran obra colectiva de envidiosos y mediocres. Todo era silencio en torno al autor de aquel último artículo interrumpido.
Cerró la puerta muy despacio y me solicitó, mientras oía correr el cerrojo desde el otro lado, que jamás volviese por allí.
Al bajar las escaleras de cuatro en cuatro me dio la impresión de que le había robado una parte del alma. ¿Tan importantes y reveladores serían aquellos escritos? ¿O la clave residiría en el puñado de fotografías?
Aquella noche, en un discreto hotel de la misma zona, desplegué sobre la cama y bajo la luz de la mesilla las notas manuscritas. Las leí en voz baja y sentí que aquella investigación volvía a cobrar sentido. Que ni el tiempo, ni el olvido, ni los tristes sucesos que acontecieron y que nadie quería recordar podían impedir que yo continuase su labor truncada sumergiéndome treinta años después en aquellas frases llenas de angustia que nadie comprendió.
TRAS LA HUELLA DE ADÁN
Por Lucas Galván
Ningún ser humano debería ver lo que yo he visto, ni siquiera saber de ello. Y si ya lo ha visto, lo mejor sería que muriese pronto.
Mis investigaciones están llegando a su recta final. Ya sé por qué el pueblo condenado quedó en la sombra. Sé quiénes lo habitaron y quiénes impidieron por la fuerza del fuego que las almas puras llegasen a su auténtico paraíso.
Fue la venganza de las manos blancas.
Todas mis suposiciones han acabado conduciéndome a una Certeza que sólo puede ser comprendida por unos pocos. Atrás quedan los escritos sin valor, los sucesos cotidianos, las disputas y la envidia de los críticos. Sólo importa la gran misión, la única que realmente merece la pena, la que me ha hecho aprender de la luz y las tinieblas. La que, después de tantos años de búsquedas, me ha dado por fin evidencias para no dudar jamás.
Ellos eligieron la comarca por sus condiciones idóneas. Esas que sólo saben percibir los iniciados y no los falsos profetas. Descubrí, gracias a la involuntaria ayuda de personas que allí vivieron una serie de experiencias, que ése era el auténtico lugar de poder. Las dos fotografías lo mostraban sin margen de duda. Ellos, por pura ignorancia, sintieron temor ante esas figuras que son capaces de asomarse a nuestro miedo… Esa reacción es humana; sin embargo, la primera impresión sólo es la puerta. Al vencer el pavor y realizar las fórmulas precisas, lograremos atravesar el umbral del prodigioso túnel de luz.
Todo me demuestra que el dolor permanece y vuelve, nos refleja su enseñanza si conocemos la clave. Por eso se alzaron templos remotos en los epicentros del ensueño y se dieron las normas para que nada se olvidase. La Iglesia quiso borrados de la faz de la tierra y El Maestro HVA, viajero de los abismos, cronista de las oscuridades del alma, los resucitó cuando nadie lo esperaba. Su contacto definitivo en las catacumbas es la clave de esta verdad antigua y nueva.
Reivindicar su labor mágica es mi cometido a partir de este instante. Que se traslade a los hombres del futuro a través de mi testimonio, mi sagrada misión.
La falsa cruz creía que habían erradicado la verdad pura, cercenándola a sangre y fuego con sus apócrifas palabras y leyes divinas; pero entonces surgió el hombre que concentró todo el conocimiento perdido y los desafió. Lo hizo de tal modo, con tan maravillosas visiones, que otros muchos después de él pudieron seguir la tarea. Los Hermanos Electricistas del pasado también aportaron su luz con la triple llamada para invocar al retrato que nos espera. Bebieron de los códigos y pudieron recrear el espejo de las ánimas. Así hasta hoy. Hasta mí.
Ahora, desarraigado y mísero, no me muero porque camino hacia la última verdad. Aquella que ni la peste mentirosa que las sotanas inventaron pudo borrar de esta tierra. La triple llamada, en las circunstancias propicias, me permitirá caminar hacia el Más Allá con paso firme y a la búsqueda de un conocimiento nuevo para así convertirme en un auténtico hombre-árbol que observa el transcurrir de todas las dimensiones desde su atalaya. Ya parto hacia las dimensiones eternas.
Y a partir de aquí, una serie de letras sin sentido ni conexión hasta completar el folio. En la parte de atrás aparecía una quemadura de cigarro en la esquina superior derecha, algunas marcas de bolígrafo —que parecían bordear la silueta de su propia mano— y, finalmente, unos números sueltos. Hileras de dígitos en el reportaje delirante de un hombre que —oficialmente— se volvió loco y desapareció.
Adán, dios padre del mundo puro que se perdió.
Con esta frase se ponía punto final, en el reverso, a aquel breve trabajo que, por razones obvias, no se publicó nunca.
A lápiz, en un lateral, el boceto de una cara arrugada de alguien muy mayor tocado con un extraño sombrero. Lo más curioso es que del cuello nacían raíces y ramas gruesas que casi llegaban al límite de la hoja.
Al sacar las fotos que acompañaban al papel me sentí intranquilo. Una de ellas era una vieja iglesia derruida parcialmente. Detrás, a bolígrafo, una anotación:
Ermita de San Miguel, epicentro de una serie de fenómenos que tiñeron de sangre todo el valle durante el pasado siglo. Hasta aquí llegaron las influencias de El Maestro.
Dentro de lo que cabe, ése sí era un documento «lógico», incluido por el reportero y acompañado de un pie de texto para poder ser insertado en la publicación. Lo anómalo residía en las otras instantáneas en color, dos polaroid obtenidas en un lugar que parecía un cementerio abandonado.
¿Qué demonios era aquello? ¿Qué había visto aquel hombre en sus últimos días?
Dejé todo sobre la mesilla, apagué la luz y mirando fijamente las sombras del techo, que cambiaban de forma una y otra vez con el pasar de los coches en la calle, intenté conciliar el sueño. A las cinco y cuarto de la madrugada —así lo atestiguaban las manecillas fluorescentes de mi reloj—, algo me hizo dar un brinco.
—¡Dios mío!
¿Ponía realmente aquello o se trataba de una confusión por la apresurada lectura? ¿Acaso lo había escrito con sus propias manos profetizando su final? ¿Y cómo no me había percatado antes de aquel signo?
Me incorporé de golpe y encendí la lamparilla a tientas. Tomé de nuevo el sobre enviado desde Toledo en 1977 a la dirección de la revista Universo y lo giré para observar mejor el remite, con la tinta algo emborronada.
Allí, en el breve espacio de la solapa triangular y sin poner ninguna dirección, el propio reportero había escrito su nombre y le había añadido algo:
Lucas Galván (†)