Monasterio de San Lorenzo del Escorial 1598
Las últimas noches de Felipe II fueron terribles. La alcoba estaba repleta de reliquias protectoras, de fémures y clavículas negruzcas, de cráneos desdentados de santos que habían sido comprados con fervor ante el lento avance de la muerte. El fiel consejero quiso adecentarlas, limpiarlas, quitarles la mugre que presentaban. Sin embargo, el rey se negaba a restarles propiedades; temía algo y no le afectaba el hedor de aquellos restos humanos que se balanceaban silenciosos colgando de los cortinajes.
Su efecto de escudo contra el mal era lo único que parecía importarle.
—Dicen que el perro negro ha regresado…
El padre Atienza negó con la cabeza sin dejar de mirar al suelo. Luego, con un hilillo de voz, intentó explicarle que aquello eran sólo habladurías, leyendas propias del populacho inculto y fantasioso. Pero el monarca insistía…
—No tengáis duda de que las sombras de los herejes me esperan al otro lado para atormentarme. Es su venganza.
El fraile, queriendo alejar al rey de aquellos pensamientos delirantes, le deslizó la Biblia a través de la sábana hasta la mano izquierda, cadavérica y llagada, pero aún con fuerzas para cerrarse en un puño. Sin mirarla siquiera, la apartó suavemente con los nudillos y prosiguió su angustiosa confesión.
—Cuando el fin está próximo él vaga por esos riscos… ya lo ha hecho otras veces y lo he visto a través de los ventanales. Es ése, ese de ahí.
Su dedo señaló justo al frente, hacia uno de los cuadros que había ordenado adquirir cinco años antes, desoyendo a los expertos que sintieron unánime desagrado ante aquellas composiciones. En el esquinazo inferior de uno de los trípticos aparecía, oscura como la noche sin luna y tan famélica que parecía esqueleto cubierto de piel, una alimaña con largas manos humanas. Como si quisiera abandonar el lienzo, miraba a través de su único ojo redondo y azul mientras devoraba las entrañas de un cristiano que suplicaba clemencia.
—Nunca debí haberlo hecho. Ellos, desde entonces, aguardan ahí, entre dos mundos, en su territorio, sabedores de que mi momento tiene que llegar muy pronto…
Atienza temió la nueva visita del fantasma de la fiebre y, sin mediar palabra, extrajo de una palangana varias cataplasmas frías que colocó en la frente del enfermo. Sobre ellas, a modo de amuleto, un hueso menudo y tan encorvado como los oxidados garfios marineros: la falange incorrupta de un mártir.
—Majestad, durante este tiempo siempre habéis defendido la única fe verdadera del peligro de los falsos profetas. Yo tengo la certeza de que esa esforzada labor os será recompensada en el Paraíso por Nuestro Señor Jesucristo. Podéis entregar vuestra alma sin temor alguno.
Los dedos que aún gobernaban el Imperio se tensaron y, en un esfuerzo supremo, llegaron a coger con rabia la larga sotana:
—No sabéis de qué estoy hablando. ¡No lo sabéis!
El grito hizo que el monje se encogiera instintivamente, como un animal asustado.
—Hasta dentro de estos aposentos le he llegado a ver. ¿No entendéis?
Le costaba hablar y su boca pareció desencajarse por lo forzado de la mueca…
—Se transforma en un niño… Un niño recién salido de su tumba prematura, con tierra en el pelo, las uñas negras y los dientes podridos, esperándome paciente ahí… Ahí mismo…
Y allí miró el consejero, al punto preciso donde aquellos ojos acuosos se dirigían una y otra vez, para encontrarse sólo con lo evidente: los cuadros del artista loco, del plasmador de delirios que con el extraño poder de sus obras parecía haber hipnotizado al hombre más poderoso de la tierra. Las pinturas, que se mostraban desde hacía una semana todas juntas formando una gran cruz, habían sido traídas de diferentes salones siguiendo instrucciones muy precisas del monarca, con el fin de crear un tenebroso mosaico frente al lecho de muerte.
—He escuchado ya los avisos, las carcajadas, las voces retumbando en mi cabeza. Sólo pretenden debilitarme para que llegue indefenso ante ellos. Por eso no puedo abandonarme al sueño ni por un instante. Sé con certeza que a través de esa oscuridad, por breve que sea, se adentrarán en mi alma… Por ello debo reunir mis últimas fuerzas para seguir en esta vigilia cristiana, haciéndoles frente y acostumbrándome a los espantos que me aguardan en el Más Allá.
—Bien sabéis que es mi sagrada obligación velar vuestra enfermedad. En honor a esa labor, aunque os contradiga, debo deciros que llevo de guardia seis noches y os puedo asegurar que en estos aposentos no ha pasado nada que…
—¿Acaso desautorizáis mi palabra? ¿Osáis insinuar que estoy perdiendo la cordura?
Tras el furioso estallido, la calma volvió a apoderarse de la habitación como si nunca se hubiese producido la conversación. El moribundo, cada vez más hundido en el almohadón, luchaba por no entornar la mirada, siempre clavada en el corazón de aquella tabla central. Así llegó el más absoluto silencio.
—Majestad, ¿apago el candil?
No respondió con palabras, sino con una negación repetitiva moviendo la cabeza. Un gesto de miedo.
Fue ya muy entrada la madrugada cuando el religioso notó cómo la respiración del rey se aceleraba. La repentina agitación le sacó del estado de duermevela en el que se había sumido, echándole hacia atrás y casi haciéndole perder el equilibrio sobre la silla.
—Majestad, ¿qué os ocurre…?
La mirada de Atienza también se tiñó de pavor. Ahora las dos coincidían en la misma dirección y daba la impresión de que…
—¿Quién anda ahí?
Fue tan sólo un segundo, un reflejo, una ensoñación de los sentidos abotargados por la larga espera. ¿Qué podía ser si no aquella figura oscura, carente de rostro, que se aproximaba lentamente a los pies de la cama, cada vez más cerca, con los brazos en alto y las negras manos muy abiertas?
El monje, descompuesto, abandonó la habitación dejando a Felipe II inmóvil en mitad del inmenso tálamo. Caminó aprisa, con el crucifijo aferrado entre las manos y dispuesto a atravesar el pasillo repleto de cuadros que, observados a través del temor, parecían transformarse y variar su gesto como si estuviesen sometidos a algún influjo maligno.
Al llegar a la biblioteca, suspiró aliviado al encontrar en la última mesa a un hombre menudo, con poco pelo y anteojos, leyendo un grueso libraco abierto de par en par.
—Lo ha vuelto a ver y en esta ocasión juraría que yo… Benito Arias Montano, científico erudito y astrólogo, se puso el índice en los labios obligándole a cortar en seco la frase. A pesar de su abandono del monasterio hacía nueve años, retirado como eremita a unas cuevas del sur, había sido requerido por la Inquisición para expurgar de ciertos libros prohibidos aquel templo del saber que él mismo había erigido tiempo atrás. Tras el obligado regreso siempre, o al menos eso creía, había un censor del Santo Oficio pendiente de sus pasos, confundido entre los estantes, detrás de las puertas corredizas o en la discreta penumbra que nunca iluminan las antorchas. Desde hacía un tiempo estaba convencido de que lo adecuado en torno a ciertos asuntos era actuar con suma cautela y jamás alzar la voz.
Pero Atienza no podía contenerse.
—Era una figura que como un fogonazo se presentó allí y…
—No siga, pues conozco de sobra la experiencia —replicó con tono cortante y mirando a ambos lados sin disimulo.
—¡Dios misericordioso! Surgió de pronto… Mis ojos lo han visto como ahora le contemplan a usted.
—¿Ha avisado a la guardia?
Negó presa del pánico, con las manos repiqueteando sobre la mesa por el temblor incontrolado, aún sorprendido por la frialdad de aquel hombre.
—Mejor. Por cierto, ¿le hizo saber la existencia del pergamino?
—Sería fatal para su estado… Lo mejor es que vaya al encuentro del Paraíso sin conocimiento de ese espantoso detalle. Después de lo que he visto… Hasta yo mismo dudo de que todo fueran delirios. ¡Santo cielo! ¿Estaremos perdiendo el juicio?
Besó el cristo de marfil con devoción y se levantó dispuesto a regresar a la alcoba. Antes de alejarse, Arias Montano dijo algo casi susurrando:
—Todo tiene que ver con lo vivido hace seis años. Y no sé si hacemos bien omitiendo la llegada de ese manuscrito. No deberíamos guardar un secreto así a nuestro rey.
—Pero ¿y si sólo se tratase de un bromista macabro?
—No sea iluso, padre; lo que el jinete anónimo tiró al Jardín de los Frailes hace seis noches en el preciso instante del cambio de centinelas es cosa muy seria. Son ellos, y han vuelto desde las sombras. Tal y como prometieron aquella tarde aciaga.
—Pero ¿me confirma que usted llegó a ver la rúbrica antes de que se destruyese el documento?
—Con mis propios ojos y un instante antes de que la guardia lo arrojase a la chimenea. Allí estaba el inconfundible emblema de los herejes, advirtiéndonos a todos.
—¿A todos?
—Sí, a los que propiciamos aquella atroz matanza de hombres, mujeres y niños.
Disuelta la reunión clandestina, subió el fraile a los aposentos del rey quizá con el objetivo de narrar aquel extraño episodio que, por temor, había pretendido obviar hacía menos de una semana.
Fue justo en ese momento, poco antes de enfilar la última hilera de peldaños, cuando creyó escuchar —en mitad de la negrura— una risa. La inconfundible carcajada de un niño que se alejaba como un mal sueño. Aceleró su carrera y al abrir la puerta de par en par se dio de bruces con la visión de la faz del monarca. Tenía la boca quebrada en un gesto de dolor y los ojos abiertos aún clavados al frente, reflejando el inconfundible color de la muerte.
Todo había ocurrido muy rápido, aprovechando la breve deslealtad de su ausencia.
El 13 de septiembre de 1598, a las cinco de la mañana, el cirujano regio Victoriano Morgado firmó el acta de defunción. Lo que la historia oficial jamás ha querido revelar es el tumulto ocurrido media hora antes. El galeno tuvo que reclamar la inmediata presencia de los tres alguaciles del comedor con el fin de sujetar a un padre Atienza que fue sorprendido encaramado a uno de aquellos trípticos. Iba provisto de una daga en su mano derecha y tenía la mirada inyectada en sangre.
Benito Arias Montano, alertado por el escándalo, vio cómo reducían a su amigo tumbándolo en la alfombra mientras gritaba con rabia palabras que carecían de sentido para el resto. Desde el suelo, echando espumarajos y presa de la histeria, no dejó de vociferar como si estuviese dirigiéndose al mismísimo demonio:
—¡Hay que acabar con ellos! ¡Están todos malditos…! ¡Han regresado…! ¡Hijos de Satanás!