2. MADRID
Con las bambas que tiran los aviones
se hacen las madrileñas tirabuzones.
ANÓNIMO
Terrible noche la del 6 de noviembre de 1936 en Madrid. Al atardecer caían sobre la capital de la República los primeros cañonazos enemigos, que parecían anunciar el principio del fin. A los efectos deprimentes de los antiguos reveses que se sufrían y a la desconfianza en el triunfo que irradiaba de las alturas de la dirección política, venían a sumarse los efectos desalentadores de aquellos primeros disparos que presagiaban la inminencia de la batalla en la ciudad.
El Gobierno había decidido aquella tarde su salida para Valencia. Todos los organismos del Estado recogían febrilmente los documentos y enseres indispensables para continuar su trabajo lejos de la lucha, y desde las primeras horas de la noche, largas caravanas de vehículos —que se harían interminables durante dos o tres días— cubrían las carreteras que por Vallecas, Tarancón y Aranjuez siguen la ruta general de Valencia.
El frente de combate prácticamente no existía. Las columnas que venían conteniendo al enemigo por las carreteras de Toledo y Extremadura estaban deshechas; de una de ellas, calculada en más de 3500 hombres, apenas pudieron localizarse unos 300. En los distintos grupos de combatientes que sostenían la lucha o, cuando menos, el contacto, quedaban grandes espacios que nadie siquiera vigilaba; se sostenía una lucha muy débil con el adversario; pequeños núcleos de combatientes, con algunos jefes decididos, lograban aún cerrar el paso a la capital, mientras buen número de unidades de milicias, unas dispersas y otras relativamente compactas, en grupos más o menos numerosos refluían hacia la ciudad. Era la última fase de la retirada que comenzaran nuestras tropas de milicias en Talavera y que sólo había conocido pequeños lapsos de descanso en Maqueda, Olías e Illescas.
En la ciudad latía el estado de desmoralización que era consecuente a los reveses, acentuado en aquellos momentos por la sensación de peligro que se derivaba de la marcha de los organismos superiores del Estado; sin embargo, la infinidad de pequeños focos de actividad militar, política y social, que eran los comités de barrio y de los diversos partidos políticos, los cuarteles de las principales unidades de milicias y del ejército, los sindicatos y organizaciones obreras de diversa índole, desplegaron un trabajo inusitado reuniendo afiliados y enviándolos al frente de una manera arbitraria, pues se limitaban a orientarlos hacia los lugares donde se sospechaba que era mayor la presión enemiga.
Dominaba en aquella conducta un gran desconcierto por falta de una acción directora que sólo suplía el entusiasmo de los mejores hombres; pero empezaba a manifestarse el pánico, no sólo por los acontecimientos que pudieran sobrevenir en el orden militar y en el político, como consecuencia de un fuerte ataque enemigo sobre la capital, sino porque en las últimas horas de aquella tarde se producían las primeras manifestaciones de los elementos hostiles al Gobierno (quinta columna), los cuales iniciaron tiroteos en diversos lugares de la población, y también por los nuevos síntomas de indisciplina que aparecían, y de los cuales iba a ser el más significativo la detención de los ministros y de diversas autoridades en Tarancón, a su paso para Valencia, cuya noticia se extendió como pólvora encendida.
Pero paralelamente a esas manifestaciones lamentables, aparecía también una ola de entusiasmo, vigorosa reacción moral difícil de apreciar en su magnitud, y la cual partía de los más bajos peldaños de la organización política y social, de la entraña del pueblo mismo. Merced a ella fueron sofocados localmente aquellos tiroteos, se encaminaron hacia el frente los pequeños grupos de milicianos que pudieron recuperarse, y se veían surgir por doquier propagandistas y agitadores que en las sociedades o en la vía pública excitaban los sentimientos combatientes; hasta las propias mujeres se empeñaban en rechazar en los linderos de Madrid a los que del frente trataban de pasar a la ciudad y daban ejemplo comenzando a levantar las primeras barricadas.
Adoptaba la ciudad un tono belicoso desconocido hasta entonces; se purgaba de pesimismos y de miedo con la marcha de una considerable masa de dirigentes hacia Levante, y los que quedaban, a medida que eran menos, mostraban más resueltamente su exaltado espíritu de sacrificio. En definitiva, en aquella crisis que iba a durar tres jornadas, la derrota moral de una minoría iba a ser superada por la reacción más vigorosa de cuantas se han conocido en nuestra contienda.
En el ministerio de la Guerra la orden de partida se había conocido a última hora de la tarde, y hacia las veinte comenzaron a darse las órdenes para la constitución del Estado Mayor que había de auxiliar al Mando Especial creado para la defensa de Madrid y que recayó en el general don José Miaja, por quien fue designado el que esto escribe para la jefatura de dicho Estado Mayor.
Cuando a las diez de la noche se nos hizo entrega de las tropas, medios y elementos que se habían de manejar, la confusión y el desconcierto eran tan extraordinarios que difícilmente pudimos saber de qué recursos se disponía, ni siquiera cómo y dónde se hallaba constituido aquel día en fin de jornada el frente de combate: no se nos daba nada organizado, pues lo que lo estaba quedaría totalmente desarticulado con la retirada, pero en cambio se nos daba todo, ya que se nos dejaba libertad de acción; faltaba lo formulario, pero existía lo esencial, disperso, perdido: había que encontrarlo, primero, y aprovecharlo después útilmente.
Se pasó la noche procurando salir de aquella confusión inmensa, tomando contacto con las fuerzas existentes, averiguando de qué otras podíamos echar mano, dando órdenes para reorganizar las columnas del frente, enviando las unidades que se improvisaban en los cuarteles de las milicias a los lugares adecuados, designando mandos nuevos, situando las fuerzas reorganizadas en los puestos de mayor peligro en razón de la amenaza que pesaba sobre la capital, estableciendo un sistema de transmisiones que hiciese posible la dirección de conjunto; en pocas palabras, organizando un desorden, ordenando un caos.
Concretamente, en el aspecto orgánico, se formaron dos nuevas columnas que habían de cerrar el paso entre las que cubrían Carabanchel y Villaverde, para tapar el boquete abierto hacia el Puente de la Princesa, una, y otra entre las que cubrían Pozuelo y el Puente de Segovia, para cerrar el paso a través de la Casa de Campo. Se formaron además otras tres pequeñas reservas de hombres, de que después se tratará.
Al frente se enviaban cuantos hombres y armas se encontraban, a fin de evitar su mal empleo en la retaguardia, donde suelen comenzar los pánicos y la represión, quedando solamente en ella unidades y jefes de confianza. A las tropas del frente se les ordenó aquella misma noche resistir sin ceder un solo palmo de terreno, y, entretanto, se adoptaban las medidas para crear un dispositivo de combate medianamente lógico y se daba comienzo a la organización de las obras precisas para la defensa del lindero de la ciudad.
La colaboración humana que de una manera amplia y entusiasta comenzaba a manifestarse no podía ser explotada por falta de armas y, por ello, con las pequeñas reservas antes citadas hubo de seguirse el expediente de situarlas a retaguardia de las columnas que con mayor urgencia pudieran precisarlas, constituyendo núcleos de hombres que tenían por todo armamento una o dos granadas de mano, y por misión detener a los que retrocediesen, recogiendo sus armas, o bien relevar a los hombres de las unidades más desgastadas cuando fuese preciso.
Se nos habían prometido fuerzas, pero ninguna llegaba a Madrid; hacia Las Rozas se reunía una brigada de las de nueva formación; sobre Vallecas[2] se desplazaba la 1.ª Internacional procedente de Albacete y cuya unidad ya tenía en aquel pueblo su cuartel general que, por cierto, había recibido la consigna del jefe del Gobierno, según manifestaciones del jefe de dicha unidad, de no actuar a las órdenes del jefe de la defensa de Madrid por tener que intervenir en otras operaciones que el Gobierno preparaba para facilitar la defensa.
De Barcelona iban a venir también refuerzos en armas y tropas, pero se ignoraba cuándo llegarían. Estaban por último terminando su organización y desplegándose hacia la zona del Jarama otras cuatro brigadas con las cuales se iba a realizar, cuando estuvieran reunidos los medios, un ataque por la margen occidental de dicho río, sobre el flanco derecho de las columnas que avanzaban hacia Madrid; pero aún se ignoraba la fecha de ese ataque y nosotros teníamos solamente la prohibición terminante de utilizar aquellas fuerzas no obstante tener ya al adversario a la puertas de la capital.
El día 7 el enemigo prosiguió su avance sin gran aparato; sin duda se proponía solamente ocupar su base de partida para lanzar el día 8 el ataque sobre la capital; sin embargo, las tropas que quedaban en el frente y los refuerzos que durante aquella primera noche se pudieron enviar ya respondieron admirablemente a la orden que se había dado y lucharon con tenacidad, especialmente en el sector Villaverde-Carabanchel, y con tan buena fortuna que en las primeras horas de la noche llegaba a nuestras manos la orden de operaciones enemiga hallada en poder de un jefe de tanques, muerto en la acción.
Dicha orden se había dado por el mando adversario dos días antes, estableciendo el plan de ataque para una fecha indefinida, pero que por la marcha que tenían los acontecimientos se deducía que era el día 8, es decir, diez horas después de la llegada de aquella orden a nuestro poder.
El enemigo iba a realizar el ataque a la capital con siete columnas. Dos lo harían en el frente comprendido entre los puentes de Segovia, Toledo y Princesa, pero sin misión de pasar el río; su objeto era atraer hacia ese frente las fuerzas de Madrid, mientras las principales columnas entraban en la capital por el Oeste. A tal efecto el verdadero ataque iba a desarrollarse a cubierto, por la Casa de Campo, con tres columnas, una de las cuales ocuparían buenas posiciones que dieran seguridad al flanco izquierdo, por la carretera de La Coruña y en la Ciudad Universitaria hasta el Clínico; las otras dos por el Puente de los Franceses y el del ferrocarril pasarían a ocupar la base de partida dentro de Madrid, que era el frente comprendido entre la Cárcel Modelo y el Cuartel de la Montaña, ambos incluidos.
No podía perderse tiempo y era preciso aprovechar la noche para que las fuerzas que se habían podido reunir, gracias a la febril actividad de toda aquella jornada, se situasen del modo más útil para que el ataque quedase detenido. Se disponía de pocas fuerzas medianamente organizadas y aunque el mando superior, ante aquella situación, consintió que se usase la Brigada Internacional, los medios resultaban muy pobres para contener la maniobra que intentaba el adversario.
¿Qué podía hacerse con los elementos que se tenían? Taponar las direcciones de ataque; no bastaba, porque si el enemigo arrollaba aquellas inconsistentes unidades en algunas de las varias direcciones de ataque que iba a utilizar, nos faltarían medios y tiempo para cerrar la brecha. Más interesante que la creación de una línea de resistencia difícil de improvisar en unas horas, era aprovechar la reacción moral ya iniciada en nuestros combatientes exigiendo la resistencia a ultranza a todos y, en donde fuera posible, el ataque, pues éste, en medio de aquella situación de inferioridad, era lo único que podía dar solidez a la defensa y frenar la maniobra enemiga.
Tal fórmula, como solución militar, ciertamente podía parecer tan vaga y simplista como ilusoria; pero en verdad era la única capaz de reunir, captar y explotar, bajo una acción directora, aquellas fuerzas morales que desde la noche del 6 salían a borbotones.
Madrid quería batirse: carecía de armas, de organización, de fortificaciones, de jefes, de técnica; poseía en cambio una superabundancia de moral exaltada y de pequeños caudillos, y una masa ciudadana dispuesta a cumplir un deber histórico a costa de cualquier sacrificio.
La mutación era tremenda: parecía como si al marchar el Gobierno a Valencia, llevando consigo el manto de pesimismo y desconfianza que todo lo cubría, hubiera salido a la luz una verdad dormida en el fondo popular, un espíritu de lucha hasta entonces ignorado, y era esto la fuerza mayor que teníamos en la mano, porque representaba la voluntad colectiva de defenderse, sostenida por una fuerza moral que no se detenía ante el sacrificio.
Resultaba inocente pensar en mandar, como puede mandarse un ejército, en reñir una batalla, como debe reñirse una batalla; en reorganizar en un día lo que llevaba cinco meses desorganizándose…; y sin embargo si Madrid había de salvarse era preciso mandar, dirigir una batalla y organizar no sólo un ejército sino una plaza de guerra y un pueblo sumido en el caos. Todo ello fue posible por la presencia de un jefe responsable y de dos órganos auxiliares: la Junta de Defensa y el Estado Mayor.
El Estado Mayor comenzó a trabajar a las 10 de la noche del día 6; la Junta de Defensa a las 8 de la noche del día 7. A las 12 de la mañana del día 8 estaba contenida la entrada del enemigo en Madrid, porque la fuerza moral y el espíritu de sacrificio de la masa popular habían podido ser encauzados en forma útil. Las columnas que cerraron el paso a la ciudad fueron las siguientes: Comandante Líster (Villaverde-Entrevías); Teniente Coronel Bueno (Vallecas); Coronel Prada (Puente de la Princesa); Comandante Rovira (Carabanchel); Coronel Escobar, después, al ser éste herido, Teniente Coronel Arce (Carretera de Extremadura); la articulación de las tres anteriores columnas, disponiendo de una pequeña reserva sin armas en el Puente de Toledo, estuvo a cargo del coronel Mena.
Coronel Clairac, después, al ser éste herido, Teniente Coronel Galán, F. (Casa de Campo y Puente de la República); Comandante Enciso (Casa de Campo); Comandante Romero (Puente de los Franceses); la articulación de estas tres columnas, disponiendo de una pequeña reserva sin armas en el paseo de Rosales, estuvo a cargo del coronel A. Coque.
Comandante Galán, J., con la 3.ª Brigada (Humera-Pozuelo) y Coronel Barceló (Boadilla del Monte).
El mando y organización de la defensa artillera estuvo a cargo del comandante Zamarro; la dirección de los trabajos de fortificación al coronel Aldir y la organización del servicio sanitario al doctor Planelles.
Las fuerzas que reforzaron la defensa antes del día 15 fueron: 4.ª Brigada (Arellano) (Estación del Norte); Columnas Ortega, Durruti, Tierra y Libertad y Motorizada Socialista, después 5.ª Brigada (Sabio) (Ciudad Universitaria); su articulación quedó a cargo del coronel Alzugaray; 1.ª Brigada Internacional y columnas Mera, Perea y Cavada (Frente Oeste, desde la Ciudad Universitaria incluida hasta Humera); 2.ª Brigada (Martínez de Aragón) (Clínico), y 2.ª Brigada Internacional.
El enemigo realizó su ataque en la forma antes bosquejada y se vio sorprendido al percibir cómo nuestras fuerzas, las mismas que venían retrocediendo desde Talavera, no sólo le hacían frente, sino que además le atacaban enérgicamente en su flanco izquierdo y retaguardia, viendo así entorpecido indirectamente su avance por la Casa de Campo.
La actitud ofensiva no se abandonó ya: el día 8 todo el frente de la defensa de Madrid resistía briosamente y además seguía atacando sobre el flanco izquierdo adversario. Los días 9 y 10 se persistía en la misma conducta y se le atacaba también por el flanco derecho; los días 13 y 14 se producía nuestro ataque en todo el frente, desde Carabanchel hasta Pozuelo y se recuperaba terreno dentro de la Casa de Campo.
La progresión del enemigo era lentísima y en realidad a los siete días de pequeños avances y de inútiles esfuerzos por entrar en Madrid el ataque estaba fracasado. Varió entonces el enemigo su dirección de esfuerzo tratando de romper hacia los puentes de la Princesa, Toledo y Segovia, y también se estrelló. Al fin logró, los días 15 y 16, penetrar en la Ciudad Universitaria, por efecto de un pánico local cuando se reunían en ella nuestras tropas para el ataque que se preparaba para el día 16; pero la reacción fue tan inmediata y tan intensa que allí quedaría definitivamente contenido su avance sobre Madrid.
Todos sus nuevos esfuerzos y tentativas resultarían estériles. Después llevaría su embestida por el exterior del lindero, en los flancos de la ciudad, atacando sobre Pozuelo, Las Rozas, el Jarama… hasta que, fracasada la última tentativa de abatimiento de la ciudad por envolvimiento al producirse la derrota italiana de Guadalajara, renunciaría a la conquista de Madrid a viva fuerza.
Maniobra de las fuerzas rebeldes en el ataque a Madrid. Primera quincena de noviembre de 1936.
¿Cómo respondían las tropas y los mandos subalternos a la conducta que se imponía? Digamos que la obediencia era efectiva y citemos uno solo de los numerosos episodios que pudieran relatarse, reveladores de la abnegada resolución de los defensores. El enemigo, una vez dueño de parte de la Casa de Campo y del alto de Garabitas, quiso forzar el paso del Manzanares por el Puente de los Franceses: desde el amanecer no cesan los ataques; una bandera del Tercio, otra; un tabor de regulares, otro, tres más; seis tanques, diez, veinte; ataques insistentemente reiterados con toda clase de medios; todo es rechazado; algunos núcleos logran pasar, pero inmediatamente salen nuestros sostenes, contraatacan y hacen volver a los asaltantes al otro lado del río.
Cuando felicitamos al jefe de aquel pequeño sector, el comandante Carlos Romero, le anunciamos que se le enviarían, para compensar sus bajas, algunos refuerzos en cuanto pudiéramos disponer de ellos[3]; pero él sabe que no los hay y responde: «Gracias; ha visto usted que somos bastantes; si necesita alguna compañía para algún punto débil dígamelo y la enviaré, pues estos hombres combaten como leones». En verdad como tales luchaban. No sólo evitaron el paso por el Puente de los Franceses, el punto más importante de los elegidos por el adversario para penetrar en Madrid, sino que cuando logró introducirse en la Ciudad Universitaria y trató de ampliar la bolsa por la base de la Moncloa, allí quedó frenado por aquellos mismos hombres que durante varias jornadas se cubrieron de gloria luchando en la zona del monumento a los Mártires.
Pues bien, digamos como inciso que, para poner de relieve tan extraordinaria conducta, la única recompensa que fue otorgada por el jefe de la Defensa de Madrid, en los meses de noviembre y diciembre, fue el ascenso del jefe citado: el Gobierno consideró la concesión como un exceso de atribuciones y no la aprobó hasta año y medio después. Aquellos hombres de gobierno cuya incapacidad había sido manifiesta para imponer el cumplimiento de la ley ante actos reprobables cometidos por vulgares delincuentes, se convertían en celosos guardadores de aquélla cuando su energía se podía manifestar desautorizando a un jefe cuyo prestigio podía resultar peligroso.
Volvamos a las operaciones: ¿qué había ocurrido en Madrid para que en pocos días y de manera tan eficaz se produjese ese ejemplar proceso de resistencia?
Laborioso empeño sería explicarlo; bastará que consignemos lo esencial, lo que podía pulsarse en el ambiente de Madrid en aquellas jornadas: fue beneficiosa la salida del Gobierno y de las organizaciones superiores del Estado, porque su falta de entusiasmo y de confianza entre las personas y los organismos, sus rivalidades o celos y su incapacidad directora, hubieran hecho imposible la cohesión de la masa y ahogado o torcido la reacción moral operada los días 6, 7 y 8. La marcha, necesaria para proseguir la dirección de la guerra, simplemente resultó inoportuna por lo tardía.
Esta reacción no sólo haría posible la resistencia, sino lo que valía más, la extirpación del morbo represivo en la retaguardia, que terminaría para siempre en Madrid, antes de que el enemigo pusiera su pie en la Ciudad Universitaria. Se habían acabado las derrotas; había que batirse y vencer, renunciando, para ello, a cuanto fuese preciso y a las preocupaciones ajenas a la propia lucha contra el adversario. Se había acabado también —por desdicha sólo accidentalmente— la particular voluntad de cada comité y de cada partido. Se habían acabado las exigencias arbitrarias que condicionaban la acción con servidumbres absurdas. En cambio aparecía la confianza y con ella la abnegación y la fe; y un Estado Mayor técnico podía trabajar, no como un organismo fríamente calculador que maneja unas fuerzas organizadas, las articula y las dirige, sino como el germen de vida de un pueblo que renace, que quiere batirse y triunfar, dirigido por un jefe responsable, impulsado en todas sus actividades por una Junta de Defensa que no rehuía esfuerzos ni responsabilidades y sobreexcitado por una pasión que crecía a tenor de la dureza de los ataques adversarios.
Madrid expresaba así la voluntad de sacrificio de un pueblo; y al actuar aquélla en un marco de obediencia, disciplina y orden, hacía pasar la guerra de su fase de heroicidad individual y anárquica, a otra de heroísmo colectivo consciente, transformando el cuadro y el carácter inorgánico de la lucha en otro de cohesión dirigida.
Madrid era la revelación de que nuestra guerra tenía algo más que pasión política malsana, pues se había producido espontáneamente una resurrección del espíritu ciudadano que lo desbordaba todo y se imponía a todos, motivando la comprensión y con ella la posibilidad de articular aquellas infinitas fuerzas morales y materiales dispersas, perdidas. Así, un sentimiento nacional y patriótico prendía en el ideario de libertad y democracia que movía a nuestras muchedumbres, y el pueblo, al batirse, podía volver a gritar con toda la efusión de su alma «¡Viva España!», dignificando la lucha en que se había empeñado y haciendo que se extinguiese el sabor amargo de la represión.
Y al fin Madrid, por la ejemplaridad de su conducta y de su heroísmo y por la grandeza de la mutación que se operaba en la mentalidad de los hombres y en los sentimientos populares, podía con justo derecho pasar a la Historia.
Nadie busque en el mérito del pueblo madrileño de aquellos días, que era el pueblo español, la bondad de una doctrina, la voluntad o la inteligencia de un hombre, la eficacia de un ideario, ni siquiera la obra de una «élite». Es inútil desfigurar la realidad. En Madrid no hubo más que un ansia popular de lucha por la libertad, de redención, de sacrificio; grandezas morales de ese ser impersonal y colectivo que es la muchedumbre con su alma y con sus pecados y que, como el hombre mismo, sabe en los momentos difíciles elevarse al plano de lo sublime. Proceso moral y psicológico por virtud del cual reapareció nuestro pueblo, digno en sus reacciones morales y políticas, ejemplar en sus manifestaciones heroicas y con la voluntad firme e inquebrantable de ser dueño de sus destinos. Por eso Madrid volvía a ser en la historia de todos los pueblos que luchan por su independencia y su libertad, el ejemplo.