10. EL EBRO: LA BATALLA
Aquí con él fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
HERNÁNDEZ
Hemos dado al lector, hasta aquí, una visión de la maniobra del Ebro y vamos a completarla ahora con otra de la famosa batalla a que aquella maniobra condujo. Es empeño difícil querer condensar en breve espacio el desarrollo de aquel acontecimiento, pues la multitud de asuntos dignos de comentario que ofrece es tan considerable que se precisaría el marco de un libro; mas, como no sería justo omitir en esta selección de hechos de la guerra española uno de tan gran importancia, vamos a abordar aquel empeño y, aunque sólo sea en forma de síntesis, mostrar los rasgos más esenciales y los motivos y enseñanzas que tuvo tan notable suceso.
Fue la batalla del Ebro una pelea cruentísima; un combate que se libró durante tres meses y medio con breves intermitencias en tierra y sin ellas en el aire; una batalla de material, en la que jugaron, en frentes estrechos y con una potencia arrolladora, todas las armas e ingenios de guerra, excepto los gases; una pugna en la que se batían las tropas de choque propias y enemigas de mejor organización y de más sólida moral; una lucha desigual y terrible del hombre contra la máquina, de la fortificación contra los elementos destructores, de los medios del aire contra los de tierra, de la abundancia contra la pobreza, de la terquedad contra la tenacidad, de la audacia contra la osadía, y también, justo es decirlo, del valor contra el valor, y del heroísmo contra el heroísmo, porque, al fin, era una batalla de españoles contra españoles. En ella, nuestro hombre, miliciano de Madrid, combatiente disciplinado de Teruel, es ya soldado y como tal se bate en un régimen de organización y disciplina militares; los jefes, desde el del ejército al de la escuadra, ponen a prueba con éxito, su competencia y son, en todo momento, ejemplo de valor, y la máquina militar, aún imperfecta, pero ya eficaz, responde al cumplimiento del deber movida por ideales patrióticos.
Los ejércitos no logran aniquilar ni vencer al rival: simplemente se baten, y lo hacen con acometividad y encarnizamiento, poniendo en el empeño una pasión desbordante, pero sin que, al fin, se acuse la victoria ni la derrota: un ejército conquista, primero, una posición de terreno; contiene en seguida el contraataque; hace fracasar durante tres meses las ofensivas enemigas y, después de logrado el objetivo de su maniobra, repliega con orden sus medios materiales y sus tropas, sin que se rompa su organización ni su moral se abata. Otro ejército, sorprendido y batido, primero, reacciona y contraataca a costa de ver truncada su ofensiva en otro frente; se estrella por cinco veces ante la tenaz resistencia y, al fin, ve repasar el río a su rival. Los dos se han desgastado bárbaramente, y ambos han logrado sus propósitos: el Ejército Republicano conteniendo una ofensiva que podía dar al adversario la decisión de la guerra en Levante y sujetándole, después, para que no pudiera atacar otros frentes más débiles y peligrosos; el rebelde porque se propuso anular el peligro que le ofrecía nuestra situación al sur del Ebro y no cejó en su propósito hasta vernos al norte del río.
No hay en la batalla del Ebro, como por algunos se ha creído, un triunfo de las fuerzas materiales sobre las morales, porque éstas no fallaron; en realidad, los tres meses de incesante lucha, la pobreza de medios de guerra, la insuficiencia de recursos de todas clases, la inminencia de que se agotasen los elementos de fabricación de puentes y se cortase la relación entre ambas orillas, la tenacidad aérea y terrestre del adversario, el conocimiento de los incesantes refuerzos que el enemigo recibía, la retirada voluntaria decretada por el Gobierno de nuestros combatientes internacionales y ni siquiera la seguridad de que ofensivamente, por su inferioridad, no iba a poder infligir una derrota al adversario, eran argumentos bastantes para que la moral de guerra de nuestros combatientes se derrumbase, pues no llegaron a despertar en nuestros hombres un sentimiento de impotencia que provocase la quiebra de su moral.
Preciso era realizar con frecuencia relevos de unidades para evitar su desgaste; pues bien, los nuevos hombres, lo mismo en agosto que en noviembre, acudían a sus puestos sin que les dominase justificado temor, que podía nacer del conocimiento del peligro y de la dureza de una lucha que habían de afrontar con pobres recursos; más bien sentían la ambición de superar con su heroísmo los ejemplos de los que les habían precedido en la batalla.
No hubo, pues, un triunfo de las fuerzas materiales sobre las morales venidas al suelo, como tampoco una superioridad moral del adversario; simplemente existió una tremenda desproporción en el poder material de los contendientes, y la moral, que siempre es indispensable para sostener la lucha y lograr la victoria, entonces, como siempre, no bastó de una manera absoluta para garantizar la conquista que se había hecho. En tales condiciones la batalla del Ebro tenía que, terminar tarde o temprano, con nuestro repliegue; repliegue que fue previsto desde los primeros días de agosto y que no se realizó hasta que fue estrictamente indispensable, a los tres meses y medio.
Al darse por terminada la maniobra del Ebro quedó nuestro frente, al sur del río, con un desarrollo superior a 30 kilómetros, desde Fayón a Benifallet, y disponíamos de una zona de maniobras de 20 kilómetros de máxima profundidad, cerrada a su espalda por un río caudaloso, sobre el cual se tendió una red de puentes que comprendía: pasarelas ligeras, puentes de madera para seis y doce toneladas y puentes de hierro de 24 toneladas; además, se disponía de medios de paso discontinuos: barcas, lanchas motoras y compuertas.
Veíamos ya detenida la ofensiva enemiga de Levante. Esperábamos una reacción fuerte; pero creíamos que el adversario podría conformarse con fijar nuestro nuevo frente para continuar su actuación contra Valencia o en otro teatro. Para afrontar aquella reacción nos disponíamos a resistir organizando activamente las nuevas posiciones; no podíamos continuar la ofensiva porque no debíamos debilitar excesivamente el frente catalán, único del que podían sacarse tropas; y para resistir tampoco era posible acumular excesivos elementos porque si, caso de revés, nos veíamos forzados a pasar el río, podía originarse una situación de catástrofe, íbamos, pues, a reñir una batalla defensiva.
Pero ¿para qué debíamos realizar en el Ebro una resistencia a ultranza? Ya se ha dicho: se perseguía una doble finalidad militar y política; si el enemigo se empeñaba en expulsarnos al norte del río, mientras se le contuviese, reteníamos allí sus reservas y no podía operar con ellas en otros teatros que para la guerra eran más decisivos por las repercusiones materiales y morales que en ellos tendría su victoria, y en los cuales, además, nosotros habríamos de combatir en más difíciles condiciones por el desgaste existente, mientras que en el Ebro, aunque hubiésemos de volver forzadamente a la otra orilla, nuestro frente quedaría seguro, cubierto por el río, exactamente como estaba el 24 de julio.
Resistir era, pues, continuar desarrollando la idea general que impuso la maniobra. Resistíamos, también, en el orden político, para explotar los efectos morales beneficiosos que la maniobra había tenido en el exterior y en el interior, y para ganar el tiempo que era necesario para mejorar las condiciones en que luchábamos, mediante la reorganización de los ejércitos del Centro y la llegada y distribución del armamento que se esperaba, todo lo cual podía damos la superioridad para lograr la victoria.
Lo primero, es decir, la finalidad militar, se alcanzó durante los tres meses y medio que duró la lucha, rebasando con creces las previsiones de resistencia que se habían hecho; lo segundo, no pudo lograrse, ni poco ni mucho, por causas que no es de este momento analizar; pero no fue eso lo peor, sino que el éxito de la maniobra y la tenacidad de la resistencia que después se hizo, provocaron un crecimiento tan extraordinario de la ayuda que desde el exterior se prestaba al enemigo, que el desequilibrio de fuerzas que ya padecíamos se acentuó gravemente.
Fase de la batalla del Ebro (1.º de agosto-15 de noviembre).
El gráfico adjunto muestra claramente cuánta fue la persistencia en los ataques y la tenacidad en la resistencia. Dos fases pueden señalarse: en la primera son contenidas todas las ofensivas con pocas pérdidas de terreno; se inicia en los primeros días de agosto y termina el 31 de octubre. En la segunda, la caída de las primeras posiciones lograda en un ataque enemigo por sorpresa, provocaría la retirada metódica de todo el dispositivo. La primera fase es la lucha para la defensa del terreno palmo a palmo; la segunda es la maniobra de repliegue.
El enemigo, equivocado en los fines de nuestra maniobra, creyendo que nuestro ataque secundario realizado entre Fayón y Mequinenza era el esfuerzo principal que iba dirigido hacia Caspe y Alcañiz, dirige contra la División 42 su ataque y ésta vuelve a su base, porque su particular misión estaba cumplida.
La segunda ofensiva la lanza el enemigo contra la Sierra de Pandols: en ella se cubriría de gloria rechazando todos los ataques la División 11. Durante seis días se suceden aquéllos con la violencia descrita en otro lugar. Al séptimo día, fracasado totalmente en su empeño de desalojarnos de la zona montañosa, suspende la ofensiva cuando ya tenía una de sus divisiones totalmente deshecha.
Reorganiza sus fuerzas y el día 21 reanuda la ofensiva en la dirección de Fatarella, repitiéndose el proceso; ocho días de ataque le dan la conquista de una pequeña faja de terreno y vuelve a lograrse la absoluta detención del adversario, sin que haya logrado su propósito y quedando deshecha otra de sus Divisiones.
Sus ofensivas cuarta, quinta y sexta llevan las direcciones de esfuerzo que se indican en el croquis: hacia Corbera y Camposines y siempre con las mismas características: gran concentración de medios y aviación atacando frente estrechos y puntos concretos. Sus unidades se renuevan en cada ofensiva y una de las que vienen a participar es la columna motorizada italiana.
De todos los episodios es el más destacado en importancia la pérdida de Corbera; en realidad la actividad toda se contrajo a combates locales encarnizados contra diversas cotas y posiciones. No hay arte; domina en la acción la ciencia del aplastamiento; es problema de número de proyectiles y de relevo de unidades: las bajas no importan; no hay más que una acción brutal, terrorífica, de fuego, tratando de destruir todo lo existente y aplicando la fórmula, tan famosa como falsa, de que «la artillería conquista y la infantería ocupa». La conquista de Corbera la logra el enemigo tras una pelea durísima de la que da idea la lucha sobre la cota 343 que domina la salida del pueblo; fue perdida y reconquistada en la jornada cuatro veces, hasta que al fin, en el último ataque enemigo producido a las 11 de la noche con tropas frescas, logró desalojar de la posición a nuestros extenuados soldados, a los cuales aún no se les había podido relevar[13].
En síntesis puede apreciar el lector en el croquis, donde se muestra la posición del frente el 1 de agosto y la que tenía al terminar la primera fase en fin de octubre, que a los noventa días de contraofensiva el enemigo sólo había podido rechazarnos de las posiciones logradas con la demostración al norte de Fayón y profundizar en nuestra zona de maniobras: dos kilómetros en la dirección de Bot-Pinell, ocho en la de Gandesa-Camposines y cuatro en la de Villalba-Fatarella. En los flancos, el izquierdo, reiteradamente atacado, seguía en sus primitivas posiciones del río Canaletas, y lo mismo el derecho, frente a Pobla de Masaluca, que se había mantenido inactivo.
Desde el Observatorio y Puesto de Mando del Ejército del Ebro situado sobre la venta de Camposines, presenciábamos un día el ataque con el que, partiendo del sector de Corbera, trataba de ampliar el enemigo a ambos lados de la carretera de Corbera a Camposines la bolsa que había formado en su ofensiva. Se dominaba desde aquel lugar el terreno de la acción, como si nos hallásemos en el fondo de un amplio anfiteatro. El ataque había comenzado aquel día a las 10 de la mañana. El fuego de artillería cubría de proyectiles implacablemente y con una precisión extraordinaria, los dos extensos objetivos del ataque, y alternando con tales tiros, la aviación asolaba las posiciones: desde las 10,20 hasta las 12,05 nubes de aviones de bombardeo, formadas sucesivamente por 24, 6, 3, 18, 9, 27 y 2 aparatos, se sucedieron descargando sus oleadas de bombas; en algunos objetivos, antes de que se desvaneciese la nube de polvo, se producía el segundo bombardeo, y el siguiente, sin que nuestra caza pudiera impedirlo. Se ordenó, vista la intensidad del ataque, que saliese toda la aviación de caza disponible para actuar en masa y proteger el frente: a las 12,10 la teníamos sobre nosotros y podíamos hallar un alivio en aquella sensación de aplastamiento que comenzaba a dominarlo todo; pero poco duró el optimismo: nuestros 52 aviones hubieron de librar combate con más de 60 cazas adversarios y, entretanto esta lucha se desarrollaba, un nuevo grupo de 27 trimotores, protegido, persistía en la acción de bombardeo, sin que nada lo pudiese evitar. Tan voluminosos eran sus aparentes efectos y tan precisas las descargas, que creíamos nuestras posiciones absolutamente aplastadas y materialmente pulverizados a los hombres que las defendían; por fortuna no era así. Cuando tras aquella terrible preparación salió la infantería enemiga precedida de sus tanques hacia aquellas posiciones nuestras que creíamos hundidas, y con las cuales no habíamos logrado comunicación porque había quedado deshecha la red de transmisiones telefónicas y no era posible, en medio de aquella terrible barahúnda, emplear otro medio de relación, pudimos apreciar cómo seguía aún el tiro de la artillería macizo y preciso sobre las trincheras y alturas que quería el enemigo conquistar; sin duda consideraba que aquella obra desoladora de dos horas aún estaba incompleta, y realizaba sus últimos tiros hasta que llegase la infantería. Mas, pronto, observamos que nuestra defensa estaba viva y en su puesto, esperando su momento; que se detenían los tanques, que se incendiaba uno, que se dispersaba la infantería enemiga, amparándose desordenadamente en diversos accidentes del terreno y, finalmente, que retrocedía cuando, descubierta por nuestra artillería, recibía de ésta un tiro muy débil, pero suficientemente preciso para obligarla a salir de sus refugios y retroceder. Simultáneamente los partes de algunos observatorios confirmaban lo que con grandes esfuerzos habíamos podido ver e interpretar desde el nuestro. En la Sierra de Caballs el enemigo retrocedía en desorden y con muchas bajas: las cotas del flanco se conservaban y había algunos muertos de los asaltantes en los restos de las alambradas deshechas. Se habían inutilizado tres tanques y había ardido uno y en algunos lugares continuaba la lucha de infantería a menos de sesenta metros. Entretanto, nuestras reservas avanzaban dispersas, decididas; alguna fracción pasaba cantando, y en el atronador infierno de la pelea expresaba aquello la firmeza de la voluntad del hombre ante el sacrificio; avanzaban a reforzar los puntos atacados y a sufrir en ellos estoicamente otras terribles preparaciones y dos nuevos ataques que se repetirían, quizá con mayor saña, a las 15 y a las 17.30, con el mismo resultado. A las 20 horas la jornada de lucha había terminado: un silencio frío, desolador, sólo turbado por algún disparo, devolvía, con la noche, la calma a todo el frente, para volverse a interrumpir poco después con el rodar de coches, camiones y ambulancias; convoyes dé noche, un tanto sombríos, que alimentaban la tropa con víveres, municiones y refuerzos, y la descargaban de heridos y materiales ya inútiles. En otros lugares, los trabajadores proseguían las fortificaciones que estaban convirtiendo en un vivero de obras todas las zonas esenciales para la defensa; y en el Cuartel General, reavivado con la recepción de partes, agentes de información y de enlace, y con la organización de relevos, se redactaban las órdenes para la siguiente jornada. A las 10 de la noche podían ser relevados los defensores de una de las alturas atacadas que se conservaban en nuestro poder, y que había sido defendida por una sección de la que quedaban solamente, combatiendo, un sargento, un cabo y doce hombres: dieciséis heridos, que no habían podido ser evacuados durante el día, por hacerlo imposible el fuego enemigo, y seis muertos, el jefe entre ellos, eran el testimonio elocuente de su heroica resistencia. Al cruzar el río, en las lanchas que reemplazaron a los puentes, destruidos una vez más aquel día, los heridos que se evacuaban sabían olvidarse de su propio dolor para discutir cuál de las unidades a que pertenecían era la mejor.
Ahora, lector, con una dureza mayor o menor y con una duración más larga o más corta, pues de todo hubo, este escueto relato de la lucha y de la actividad de un día, repítelo otro y otro, en el curso de siete ofensivas, durante tres meses y medio; intercala entre unos y otros, breves períodos de descanso de 4 a 8 días, los que se tomaba el enemigo para relevar sus unidades desgastadas y reponer sus medios; imagina el vigor que puede tener el ataque cuando se van relevando hasta 12 divisiones frescas y la columna motorizada italiana, con más de 100 tanques, y añádele más de 200 piezas de artillería y de 300 aviones actuando a plena intensidad, y tendrás una idea de aquella lucha que tenía el torpe designio de destruir un ejército de españoles y de reconquistar unos palmos de terreno.
El 1.º de noviembre lanza una nueva ofensiva el enemigo por el lugar más inesperado y casi inaccesible: era la parte del frente esencialmente abrupta. Al amparo de la noche irrumpe en nuestras posiciones de la Sierra de Caballs, la sorprende y las ocupa, y el sector del frente que se tenía por inexpugnable se viene al suelo. La excesiva confianza que en su fortaleza puso la unidad que lo defendía iba a provocar una amplia e irremediable ruptura. Las reservas, que se hallaban dispuestas para contraatacar en los flancos de la última bolsa extraordinariamente peligrosa que el enemigo había hecho hacia Camposines, llegarían tarde por dificultad de la maniobra en el terreno afectado por la ruptura, y no serían bastantes para cerrar la amplia brecha que en pocas horas se produjo.
Avanza el enemigo resueltamente hacia Pinell y ello obligó a replegar todo el sector izquierdo de nuestro frente, mientras aquél, dueño ya de posiciones ventajosas, podía maniobrar, descendiendo, sobre las fuerzas que se retiraban y continuar sin interrupción su ataque. Sin embargo, la lucha proseguía con tenacidad, sin pánicos, y cada unidad cumplía diariamente la misión que se le daba. Así pudo nuestro frente, admirablemente dirigido por sus jefes, ir cerrándose como las varillas de un abanico, apoyándose en los altos de Camposines y retrocediendo toda su ala izquierda a lo largo del río, desde Benifallet hasta García, quedando en nuestro poder la tercera parte de la zona, por donde se haría sucesivamente el repliegue de todas las unidades, apoyándose para ello, en las dos últimas jornadas, en una cabeza de puente provisionalmente organizada por el ejército y que comprendía Aseó. Flix y Ribarroja.
Se dictaron disposiciones para llevar a cabo la peligrosa maniobra de retirada a la orilla Norte, pensando que habría de hacerse a viva fuerza; así se realizó y en perfecto orden, pudiendo decirse que si el 25 de julio el paso del río fue meritorio por la audacia, la sorpresa y la decisión con que se hizo, y por el rigor técnico desplegado en la preparación y ejecución de la maniobra, la operación llevada a cabo entre los días 7 y 15 de noviembre superó militarmente a aquélla de modo extraordinario, por cuanto el ejército, bajo la presión enemiga, supo replegarse de manera íntegra, con todos sus medios, sin dejar de combatir un solo momento, teniendo los puentes y zonas de paso batidos, y sin que ninguna unidad, materiales ni depósitos fuese destruida ni abandonada.
El día 16 de noviembre nuestro ejército ocupaba en la margen izquierda del Ebro las mismas posiciones que el 24 de julio. Se había escrito una página de heroísmo. La guerra continuaba. La situación exterior estaba más agravada en contra nuestra; la situación interior carecía de unidad. Militarmente habíamos renunciado al empleo de los combatientes internacionales y no se había repuesto nada de cuanto se había desgastado en aquella lucha de cuatro meses. Las bajas habían sido muy inferiores a lo que podía esperarse de una batalla tan intensa y duradera.
Se había luchado con una escasez de armamento tan grave que el propio presidente de Consejo, cuando en una de sus visitas al frente del Ebro fue a felicitar a una de las divisiones que más se habían distinguido en la lucha, al revisarla en los llanos de Mora, pudo comprobar que sólo estaban armados el tercio de sus soldados, porque habían tenido que dejar las demás armas en el frente, a las unidades que habían ido a relevarla y que no las tenían. Aquella división estaba de reserva y, naturalmente, cuando, en el momento de crisis, hubo de ser empleada, sólo pudo participar una de sus brigadas.
En artillería, durante algunos períodos, teníamos en el Parque, en reparación, la mitad de las piezas, sin posibilidad de sustitución, mientras otras habían de mantenerse mudas algunos días por no disponer de más proyectiles que los que se fabricaban diariamente, y los cuales, en los días de verdadero agobio en el ataque del adversario, había que esperar angustiosamente con los camiones a la puerta del taller de Barcelona para recogerlos en cuanto terminase su fabricación y llevarlos urgentemente a las piezas que habían de dispararlos. Tal era la realidad de las posibilidades materiales con que se riñó en algunos períodos aquella larga batalla.
Por ello, si el éxito de la maniobra inicial había sido fulminante y completo en el orden estratégico, la gloria y el mérito que pudiera tener la acción táctica quedaba vinculado a la batalla defensiva que, comenzada en los primeros días de agosto, terminaría el 15 de noviembre. Gloria que si, ciertamente, en el mes de noviembre no iba unida a una resonante victoria militar, esta victoria la habían ganado los jefes de aquel ejército y sus combatientes todos los días de la lucha, cuando veían estrellarse, más ante su heroísmo que ante sus armas, las ofensivas enemigas durante una larga batalla, en la cual todos los factores de superioridad se conjuraban contra el soldado republicano y los factores que determinan las situaciones morales deprimentes se concertaban de igual modo contra él. Pero a todo supo imponerse y de todo triunfó: allí quiso el enemigo aniquilar al ejército de la República, pero sólo pudo, por el heroísmo de los caídos, sembrar la simiente de un ejemplo difícil de superar y engrandecer la gloria del combatiente español.
La maniobra y la batalla del Ebro fueron para la República éxitos rotundos y para el soldado republicano los mejores motivos de orgullo en su obra como combatiente. Pero la realidad iba a ofrecer este contraste desconsolador: mientras aquellos hombres, mal armados, que tenían que cederse las armas para combatir, y mal abastecidos, pues tuvieron que esperar algunos días que se les llevara del barco llegado a Barcelona las legumbres para que pudiesen comer, escribían abnegadamente esas páginas hermosas de nuestra guerra, durante los difíciles días de los ataques de septiembre, en las mismas fechas se fijaba internacionalmente en Munich el destino de España, como si fuera urgente y preciso asegurar el hundimiento de quienes se esforzaban con demasiado tesón en defender su suelo y el ideal de una patria libre y fecunda.
Aquel ejército, salido de la nada, proclamaba demasiado fuertemente que sabía y podía defender las libertades de su pueblo a pesar de la penuria de sus recursos y de sus obligadas imperfecciones. Pero por lo visto la lección había sido demasiado clara e inesperada y resultaba intolerable en el exterior, donde con tanto éxito se lograba que no nos llegase ni un cañón, ni una ametralladora, ni un fusil[14].
El ejército podría triunfar de modo efímero; pero la República, al fin, sería vencida. ¿Qué fuerzas secretas, qué intereses superiores a la voluntad de un pueblo que anhelaba su libertad, su grandeza y su independencia podían exigir e imponer aquel hundimiento? La Historia, que hoy aún no puede escribirse serenamente, dirá, cuando se escriba, lo que quiera. Hoy la conciencia universal se responde con esta sola palabra: injusticia. En la aspiración colectiva de aquellos hombres que defendían una República condenada a perecer y una patria digna de mejor suerte se destacaban, sobre todas, dos ideas: Libertad y Justicia. Exactamente las dos que se perderían en España ante la indiferencia de un mundo corrompido, y que hoy no encuentra Europa por ninguno de sus rincones y el mundo ve amenazadas de desaparición.