Napoleón, última individualidad de otros siglos, sucumbió ante España y la Rusia, primeras colectividades de los siglos del porvenir.

VILLAMARTÍN

Para nadie que haya hecho la guerra de España puede constituir este libro una novedad. A todos los que la han vivido tal vez les permita restituirse mentalmente siquiera sea por unas horas, al sano ambiente que se respiraba en los frentes de combate durante nuestra contienda. Para quienes fuera de España siguieron aquella lucha sin batirse, pero apasionadamente, con simpatía hacia la causa de los leales, pueden servir las páginas escritas para saber que no erraron al prestar su calor, su entusiasmo y sus recursos a unos hombres que merecieron el triunfo. Para los adversarios bastará que sea un motivo de reflexión que les consienta deshacer algunos de sus errores. Y, en fin, en el hombre amigo, adversario o indiferente, quienquiera que sea, si con estas páginas hubiésemos logrado lo que nos propusimos, excitar esos sentimientos nobles, que necesariamente han de entrar en actividad, cuando la razón fracasa, para poder salir de un estado de barbarie, no dudamos que alguna utilidad reportaría a la causa del pueblo español el haberlo escrito.

Decíamos en la introducción que, a lo largo del calvario pasado y presente de España, la verdad del sacrificio del hombre español es la lección que se perpetúa para alumbrar los derroteros del destino de nuestro pueblo. Al terminar el libro es obligado añadir que esa verdad se revela también en nuestros días: el hombre español se batió en Francia (Rethel, Dunkerque), con los «comandos» ingleses en Narvik, con las fuerzas expedicionarias británicas en Grecia, en el frente oriental europeo, con los franceses libres en Siria y Palestina y, en los días que se escriben estas cuartillas, han acusado su presencia en la heroica defensa de Bir-el-Haheim en Libia.

No les ha llevado a ninguno de esos puntos un sentimiento mercenario[15]; tal vez, sí, su espíritu aventurero y belicoso, y seguramente su Ideal. Se baten por la Libertad, con el íntimo convencimiento de que por el camino que siguen encontrarán la de su Patria; y luchan, como lo hacían en España, porque lo sienten, no porque se lo mandan. Su grandeza de hoy es idéntica a la de ayer y siguen siendo, desde su anónimo, ejemplo tan grande como universal es el ideal que defienden.

Mas, si no queremos convertir estas páginas en un sofisma estúpido, necesario es que dejemos puntualizadas las enseñanzas de orden moral y práctico que hayamos podido encontrar en la conducta colectiva del hombre español y en el cuadro de la guerra que le correspondió librar con un doble significado nacional e internacional.

Al reducir estrechamente el drama de España al problema de sostener un régimen, o una constitución, o un programa social o político, o una inclinación internacional de esta o aquella dirección, o una creencia religiosa, se empequeñecen las causas y los fines de una tragedia en la que pesan todos esos motivos y más, y cuyo epílogo no admite soluciones arbitrarias o superficiales sino nacional e internacionales. El vencedor no ha podido hallar las soluciones justas porque su victoria no ha sido la del pueblo español, ni puede satisfacer las aspiraciones de éste; pero los demócratas tampoco podríamos hallar esas soluciones justas siguiendo los viejos derroteros que nos llevaron a la guerra y a la derrota. Tal realidad no hay quien pueda destruirla, y la han proclamado algunos dirigentes republicanos, por ser una consecuencia de los hechos, a cuyas lecciones debemos acudir.

En la contienda se ha revelado categóricamente, superando aquellas concepciones particularistas, la general aspiración de lograr una patria más libre y justa para el pueblo, y éste no defendía otra cosa que unos derechos dignamente conquistados y un ideal consubstancial al hombre español: la Libertad y la Independencia patrias. Si para esto se batió aquel hombre con tenacidad, no se debió a que le impulsase tal o cual matiz social, político o religioso, que no era esto cosa substantiva, sino accidental; se debía a que era español y como tal, con sus cualidades buenas y malas luchaba por sus derechos y libertades, y buscaba, apasionadamente, la satisfacción de sus aspiraciones.

Ese hombre pudo ser colectivamente heroico porque aquellas cualidades le llevaron, como tantas veces en su historia, a luchar hasta el sacrificio, contra lo imposible, triunfando de éste y haciendo perdurar una lección moral cuya grandeza no tiene nada de ficticio.

Imposible parecía que una muchedumbre abigarrada detuviese a las puertas de Madrid un ataque perfectamente organizado, realizado con soldados diestros y aguerridos, históricamente acreditados por su acometividad; y se venció el imposible pasando Madrid a la Historia, como ejemplo de lo que puede la voluntad de un pueblo. Imposible parecía parar una ofensiva pacientemente montada, con medios abrumadores, con materiales y técnicos extranjeros, y obligando a combatir en campo abierto a un ejército improvisado, cuyo frente era deshecho en la primera embestida, y la ofensiva quedó sangrientamente contenida, perpetuándose el Jarama como lección del sacrificio consciente de unas tropas bisoñas que habían hecho carne de su deber. Imposible parecía que los 50 000 hombres de cuatro divisiones italianas motorizadas, magníficamente pertrechadas, que atacaban un frente endeble y lo pulverizaban en sólo dos días, pudieran ser contenidos por tropas agotadas, y el milagro se hizo, no sólo deteniéndolas, sino batiéndolas y persiguiéndolas, para perpetuar cuánto puede la pasión de un ejército popular imperfecto, rudimentario, cuando le mueve al sacrificio el sentimiento de independencia nacional. Imposible parecía que ese ejército improvisado realizase empresas ofensivas rompiendo el frente enemigo, profundizando en él, envolviendo al adversario, haciendo caer resistencias sólidamente organizadas; y Quijorna, Villanueva del Pardillo, Brunete, Quinto y Belchite eran ejemplo de que se vencía lo imposible, dejando además escrita otra lección: la del sacrificio que se afronta con riesgo de la propia derrota, para salvar otros lugares del territorio que se veían en mayor peligro. Imposible parecía abatir una organización defensiva solidísima donde se habían estrellado muchos ataques; y se abatió en Teruel, dando inesperado ejemplo de calidad y destreza el nuevo ejército, pero también, lo que tenía mayor trascendencia, de magnanimidad, de grandeza moral, la que había alcanzado el soldado de la República. Imposible parecía detener una maniobra como la iniciada en el frente de Aragón, que alcanzó el mar y llegó a las puertas de Valencia salvando la más difícil región española, el Maestrazgo; mas, cuando el ejército parecía más agotado y deshecho, se contenían las últimas y más poderosas embestidas, gracias a la reacción moral que se produjo en la masa de combatientes, idéntica a la que se operó en Madrid, quedando nuevamente las tropas rehabilitadas de largos meses de reveses con la victoria de Levante. Imposible parecía pasar un río a viva fuerza en un frente organizado, y se pasó; y no menos imposible era resistir una batalla de tres meses y medio, sin municiones y con hambre; pero el ejército se cubrió de gloria resistiendo y poniendo de relieve el poder de la voluntad del hombre frente al poder material abrumador del adversario. Hay, pues, un largo proceso de heroicidad en la conducta colectiva del hombre español: tal es la sobresaliente lección de estas páginas.

Sin embargo, sus gestas magníficas no hacían otra cosa que alargar el colapso; llegaría la derrota; la pérdida de la guerra; la esterilización de una obra gigantesca; la realidad del fracaso general, evidente, certísimo, con el que se testimoniaba que aquella obra era imperfecta e incompleta, que tenía fallas y que estaba minada por circunstancias adversas internas y externas, para remediar lo cual el combatiente nada podía hacer con su heroísmo. Esta amarga verdad no excluye, ni destruye, ni amengua siquiera, la calidad del pueblo que supo afrontar aquellos imposibles y triunfar de ellos durante 33 meses.

Cuando un político del relieve y de la representación que como dirigente correspondió al señor Prieto, siendo Ministro de Defensa, sintetizó las causas de la derrota[16] en la región Norte de España diciendo que se debían a antagonismos políticos; intromisiones de la política en el mando militar; insuficiente solidaridad entre las regiones afectadas por la guerra dejando que resentimientos pueblerinos tomaran carta de naturaleza en el ejército; injerencias intolerables de los comisarios; apartamiento del ejército de excesivo personal para emplearlo en funciones auxiliares y burocráticas; conducta errónea de la retaguardia, y cultivo de recelos injustificados en tomo a los mandos… nosotros no necesitamos añadir una sola palabra porque eso mismo se reprodujo, quizá con otros tonos, proporciones y matices, aunque cabalmente, en el resto de la España leal.

En cambio, sí debemos, para que la enseñanza que pueda contener España heroica no quede incompleta, incorporar a la verdad del heroísmo de que han querido ser testimonio las páginas anteriores, esta otra: la de la cobardía; Heroísmo y Cobardía no son dos cosas ocasionales como puede entenderse en la filosofía de la duda; individual y colectivamente se fomentan, se excitan y al fin se crean, manifestándose como una realidad que no tiene nada de accidental ni de incidental. El hombre y la colectividad, como la experiencia prueba, pueden ser en un mismo período histórico, heroicos en la acción y cobardes por inacción, y ése es nuestro caso.

De cierto libro militar[17], leído hace muchos años, recuerdo este pasaje, impresionante por lo duro y aleccionador. Era el escenario la Escuela de Guerra de París, donde se instruían las generaciones de jefes que siguieron al desastre francés de 1870. Un comandante profesor, joven, culto, probablemente de la «élite» que los franceses siempre han sabido encontrar como guía para salir de sus situaciones adversas, explicaba a sus discípulos, viejos jefes encanecidos en la lucha, las causas de la derrota vergonzosa de Sedan, donde se rendía un Emperador con 100 000 hombres y se hundía un Imperio. En el silencio de la sala, ante la pesadumbre de aquellos hombres que, recogidos sobre sí mismos, meditaban sobre el suceso, las últimas palabras del profesor venían a resumir el proceso de las meditaciones, fundiendo el pensamiento de los alumnos en esta sola afirmación que caía sobre las conciencias como una losa de granito: «Perdimos la guerra de 1870 porque fuimos cobardes». La afirmación no era justa, ni absolutamente cierta; pero contenía una verdad. Naturalmente, el profesor no podía referirse a la cobardía del hombre francés, ni a la de la colectividad armada, ni al pueblo del cual ésta había salido, pues los hombres y las unidades se habían batido con heroísmo ejemplar en Forbach, en Saint Privat, en Sedan mismo, con la famosa carga de la muerte de Margueritte; se refería seguramente a otras cobardías, a las que germinaron en la dirección del Imperio que se hundía corrompido por los que habían especulado con fáciles victorias anteriores cubriéndose de gloria, pero sin hacerlas trascender útilmente a la nación francesa, y por los derrotistas incapaces de sacrificio que, amilanados ante el sorprendente poder de la fuerza adversaria, no dudaban en aceptar para el pueblo francés una ominosa derrota, cuyo precio podía ser la salvación de los privilegios de unas minorías. La cobardía provenía de la inacción y sus derivados: la conducción torpe, la corrupción, el derrotismo, antes y durante la guerra, y era independiente del hombre y de la masa combatiente que sufrían los reflejos.

Pues bien, al contemplar el cuadro del drama español, también podemos decir nosotros que hemos perdido la guerra porque fuimos cobardes por inacción política antes de la guerra y durante la guerra: al no tener valor para destruir corruptelas, venalidades y toda la gama de vicios de que no supo curarse la República conformándose con la sanción fácil y el menor esfuerzo; al no afrontar resueltamente las nacionales aspiraciones de regeneración, respetando, en cambio, servidumbre o influencias de poderes extraños, y al preferir egoístamente que se perpetuasen los mezquinos intereses partidarios, o personales, o de secta, o de casta. Todo ello creaba la desunión, la desconfianza, el descrédito, la desmoralización y la discordia, haciendo imposible que se pudieran recoger, exaltar y manejar útilmente, antes de la guerra y durante ésta, las virtudes y características raciales de nuestro pueblo y, con el inmenso poder creador que éste ha demostrado, realizar la obra ansiada por la nación española.

Así fue posible una guerra innecesaria y conjurable, y, con ella, la derrota fatal, a pesar del heroísmo del hombre, de la justa razón que le asistía en su lucha y de los fines elevados que perseguía su obra, pues en ese género de lucha en que no se esgrime la fuerza sino la razón nada tiene que hacer el combatiente. Por esto mismo podía llegar la derrota sin que hubiera fracasado el sentimiento popular y sin que desapareciese el ideal ni se hundiesen las aspiraciones de nuestro pueblo: tal es la segunda lección que era conveniente dejar consignada en estas páginas.

Vivimos ahora la posguerra española. Tiempo es de pensar que los pueblos sobreviven y progresan porque aceptan y explotan útilmente las lecciones de su pasado; y la doble lección moral de ese pasado próximo que es nuestra guerra, como hemos visto, es: la del heroísmo del pueblo que se sacrificaba, y cuyo ejemplo bien merece seguirse, y la cobardía por inacción, los vicios y errores en que incurrió, y en lo cual vale la pena no reincidir. La insistencia no es ociosa porque el contraste aún se manifiesta vivo: mientras los hombres anónimos, la masa (pese al estado pulverizado a que la ha llevado el destino) a través de los auténticos defensores de la Libertad y del espíritu democrático español, se baten, como ayer, heroica y abnegadamente, no se percibe una voluntad española democrática y colectiva, coherente, poderosa y organizada. Por el contrario, subsisten las pugnas y discordias, se aferran los hombres al partidarismo y al «caudillaje», haciendo prevalecer el interés de los menos sobre el de los más, con daño para éstos.

No hay ningún pueblo en la historia que haya podido resurgir guiado por ese peregrino sistema de entendimiento y de acción; y así puede notarse, en este desdichado período español que atravesamos, que la unidad, indispensable para poder esperar una solución democrática nacional del drama de España, no sobreviene, ni podrá alcanzarse porque seguirán haciéndola imposible el odio y el cerrilismo, y los mismos personalismos e influencias que provocaron la guerra, los horrores de la lucha, la derrota y el exterminio de los españoles en los campos de concentración, a las mismas puertas de su patria. Y así llegamos a la tercera lección: que se persiste en el error por cobardía y se olvida el noble ejemplo, lo cual nos llevará de la mano y naturalmente a una nueva derrota, que ya no será la derrota de los «rojos» o los «azules», de las izquierdas o las derechas, pero que podrá ser la derrota definitiva de España.

Por ser este proceder tan irracional la realidad viva de nuestros días, no nos ha parecido ocioso proponernos en este libro hacer vibrar los sentimientos nobles de las gentes, por entender que cuando se sale del campo de lo razonable es indispensable apoyarse en el del sentimiento para poder después volver a usar la razón nuevamente.

Algo más es necesario añadir antes de terminar este libro. Decíamos antes que las soluciones justas del drama de España debían ser nacionales e internacionales. En este segundo aspecto es obligado pensar que se habrá de llegar por algún camino, que no vamos a tener la ingenuidad de apuntar nosotros, a una España encuadrada en el concierto mundial, como país libre y dueño de sus destinos, nunca como una provincia de imperios viejos o nuevos, a cuya situación podían condenarla las soluciones de esta guerra.

Dramáticos fueron para los españoles los resultados obtenidos de su lucha hace tres años; pero los de mañana pueden tener mayor gravedad porque, con más abundantes motivos y razones que durante nuestra contienda, se ventila en la del mundo el destino de muchas generaciones españolas. Y sería tristemente lamentable, más que lamentable inicuo, que España, habiendo sido la primera víctima de esta odiosa guerra, pudiera ser tratada mañana como pueblo vencido, al serlo los países totalitarios y los que le sean afines; o bien que se perpetuase, por razón de los mismos convencionalismos internacionales que contribuyeron a nuestra derrota y que aún no han sido abandonados, una solución arbitraria del drama español.

No dudamos que hay quienes velan, o creen velar, por los destinos españoles, aunque sea evidente que lo hacen, si lo hacen, a espaldas de la opinión nacional; pero no hay duda tampoco que a quienes ayer nos batíamos por la independencia de una patria invadida, contra unos vínculos extraños que se le querían imponer y por un ideal de Libertad y Justicia universales, mañana no nos podría satisfacer albergamos en una colonia o mandato de otros imperios o en los escombros de la España que quisieran entregamos los vencedores de la guerra actual, si nos los entregan, y que es lo que mereceríamos si volviéramos a ser cobardes por inacción.

He aquí por qué dijimos que este libro era oportuno. La lección del pasado tiene ahora su momento crítico de aplicación. Si deseamos a España porque es nuestra y porque la llevamos en el corazón y en el pensamiento, hagamos lo que debemos para merecerla y ganarla, sosteniendo firmemente la voluntad de ser consagrada por nuestro pueblo con su sacrificio, imitando su ejemplo, redimiéndonos de los errores de la derrota y defendiéndonos de aquellos dos peligros. Nuestra generación no tendrá otro momento mejor. Las que nos sucedan llegarán tarde.

AD AUGUSTA PER ANGUSTA