20

California del sur era presa de un diciembre insólitamente frío, con vientos cortantes que hendían el valle de San Fernando y torvas nubes negras que se reunían sobre las montañas de Santa Mónica. El aire estaba cargado de hostilidad e incertidumbre; una violenta tormenta estaba formándose.

Era miércoles por la noche, la Navidad se encontraba a una semana de distancia; los adornos ya estaban puestos e iluminaban la casa de los McFarland. Ted pasaba la velada fuera, Amy se hallaba con las Girl Scouts, Lucille estaba preparándose para acudir a la reunión del Altar y el Rosario, y Mary se encontraba en su habitación envolviendo regalos. Se produjo un movimiento en su abdomen —un giro, un remolino, algo se volvió y volcó—, y cuando sus manos bajaron, sintió que las cosas habían cambiado. Mientras ponía cinta adhesiva en los paquetes y se preguntaba si sería eso a lo que el doctor Wade se refería cuando hablaba de que «la cabeza encajaba», sintió el afluir de una humedad tibia que se extendía por el trasero de los pantalones.

Se levantó con lentitud y permaneció de pie durante un momento, cuando un agudo calambre le aferró el vientre, luego pasó. Mary caminó con calma hasta la puerta del dormitorio principal, desde donde pudo ver a su madre luchando con la cremallera del vestido.

—Ya es el momento —dijo Mary.

—¿El momento para qué? —preguntó Lucille sin mirarla.

—El bebé.

Lucille quedó inmóvil, con los brazos doblados hacia atrás por encima de la cabeza, la cremallera del vestido a medio subir. Luego la soltó con lentitud y dio media vuelta.

—¿Qué?

—He roto aguas y acabo de tener una contracción.

—Pero si es demasiado pronto.

—No puedo evitarlo. —Luego se rodeó con los brazos y dijo—: Aquí viene otra…

—¿Estás segura? Podría ser un falso parto.

Haciendo una mueca de dolor, Mary negó con la cabeza.

—El doctor Wade me dijo qué pasaría, qué sentiría, y tengo los pantalones mojados.

—Con la primera contracción, ¿qué sentiste?

—Calambres.

Lucille estudió la cara de Mary durante un momento.

—Siéntate, Mary Ann —dijo—, y llamaré al doctor Wade.

Mary se dejó caer en el taburete del tocador mientras su madre iba hasta el teléfono de la mesilla de noche. Mary miró su imagen en el espejo mientras Lucille buscaba el número en su pequeña libreta, marcaba y esperaba contestación.

«Es demasiado pronto —pensó Mary—, pasa algo malo…»

—¿Mary Ann?

Ella alzó los ojos. Reflejada en el espejo estaba Lucille sentada en la cama de dos metros de ancho, con los pies descalzos y el vestido a medio cerrar.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, mamá.

—Su sustituto dice que no saben dónde está pero que dado que es una emergencia intentarán encontrarlo. Entre tanto, Mary Ann, tengo que llevarte al hospital. Él dijo que iba a enviarte al Hospital Encino, ¿no?

Mary cerró los ojos y pensó: «Esto es. Lo que hemos estado esperando. La razón de todo…».

—¿Mary Ann? —De pronto, la madre se encontró a su lado, mirándola con preocupación—. ¿Estás segura de que te encuentras bien? ¿Otra contracción?

—No…

—Bueno. Tenemos que hacer tu bolsa y llevarte al hospital. Les haré una llamada para que sepan que vamos hacia allá. —Regresó junto al teléfono mientras hablaba—. Las contracciones suelen venir cada diez o quince minutos al principio, y por lo general pasa un buen rato antes de que estés ni cerca de dar a luz con el primero, así que tenemos tiempo.

Mary continuó mirando fijamente a la muchacha del espejo como si fuera una desconocida.

—¿Sabes? Me pareció sentirla darse la vuelta. Ya no tiene la cabeza hacia arriba, está aquí abajo. El doctor Wade me dijo que también eso sucedería, así que supongo que es realmente el parto.

Lucille marcó el número de información.

—¿Podría darme el número del Hospital Encino, por favor? —Lo escribió en una libreta de notas.

Mary contemplaba el espejo mientras su madre pulsaba el botón para cortar y escuchaba el tono de línea libre. Cuando comenzó a marcar el número, Mary dijo:

—No los llames, madre. No voy a ir.

El disco giraba al marcar Lucille cada número.

—¿De qué estás hablando?

—Quiero decir, madre, que no voy a ir al hospital. Por favor, cuelga el teléfono.

Lucille miró a su hija por un momento y luego colgó el receptor.

—No quiero tener mi bebé en un hospital. No quiero estar dormida cuando suceda, mientras la traen al mundo unos extraños. Es algo que tengo que hacer por mí misma. Yo lo comencé, y yo tengo que acabarlo.

—¿Puede saberse de qué estás hablando?

—Quiero tener a mi bebé aquí.

Lucille se puso en pie de un salto.

—¡No puedes hablar en serio!

Mary se levantó también, con dificultad.

—Yo no iré al hospital y tú no puedes obligarme. Estoy teniendo otra… contracción. ¿Deberían llegar tan seguidas?

—¡Dios mío, niña, ¿no lo entiendes?! ¡El bebé es prematuro! Tienes que ir al hospital. Podría salir mal cualquier cosa. Llamaré a una ambulancia…

—¡No!

Lucille comenzó a marcar el número.

Mary se movió con toda la velocidad de que era capaz mientras se rodeaba el vientre con un brazo. Arrebató el receptor de la mano de su madre y lo dejó en su sitio.

—¡No puedes hablar en serio! —gritó Lucille.

—Ella tiene que nacer aquí. ¿No entiendes…? Por favor, ayúdame.

—Mary Ann, escúchame. —Lucille cogió a su hija por los hombros—. No puedes tener el bebé aquí. No es seguro, ni para ti ni para la niña. Necesitas una sala de partos como debe ser. Necesitas cosas estériles y un médico adecuado y anestesia.

—¿Por qué? Las mujeres han tenido hijos durante siglos sin ninguna de esas cosas.

—¡Sí, y cuántas de ellas morían! ¡Escúchame, Mary Ann, pueden suceder cosas durante el parto! ¡Complicaciones! Mary Ann —Lucille sacudió a su hija—, el bebé llega demasiado pronto. Eso significa que algo va mal.

—No, no significa eso, madre. Sencillamente es su momento de nacer. Me duele la espalda. Allí es donde tengo los dolores. Quiero tenderme. Y me siento incómoda con los pantalones.

—Déjame llamar una ambulancia…

—No. —Mary se dejó caer sobre el borde de la cama—. Me siento bien entre las contracciones. Madre, no puedes obligarme a ir. Y si lo intentas, lucharé y gritaré durante todo el camino.

—Oh, Mary Ann… —Lucille se sentó junto a ella—. No aquí. No de esta manera. ¿Por qué, por el amor de Dios?

—Porque quiero ser parte de esto. Quiero sentirlo.

Lucille tocó ligeramente el cabello de Mary, y bajó el brazo en torno a los hombros de su hija.

—No entiendo por qué estás haciendo esto.

Mary apoyó todo su peso contra la madre, y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Lucille.

Permanecieron sentadas en silencio durante un momento, Mary tremendamente reconfortada por la sensación del brazo de su madre en torno de sí.

—Quiero quedarme con el bebé —dijo luego.

—Lo sé. —Lucille giró el cuello y besó la frente de Mary; luego dijo—: Venga, vamos a meterte en la cama.

Mary tuvo dificultad, para caminar, aun a pesar de la ayuda de Lucille. Tuvieron que detenerse en el umbral y sujetarse al marco para descansar.

—¿Con qué intervalos las tienes?

—No lo sé —jadeó Mary—. Unos cinco minutos, creo.

—¿Son regulares?

—Sí.

—¿Aumentan de intensidad?

—Sí…

Avanzaron trabajosamente pasillo abajo, Lucille soportando la mayor parte del peso de Mary, hasta que por fin llegaron al dormitorio. Mientras Mary se dejaba caer sobre la cama, la madre revisó los cajones en busca de un camisón. Mary gruñó mientras se quitaba los zapatos de una patada y tiraba trabajosamente de la blusa por encima de la cabeza. Lucille la ayudó con los pantalones de maternidad y la ropa interior, abrumada por la vista del cuerpo desnudo, hinchado de su hija; luego, con el camisón puesto, Mary se deslizó dentro de la ropa de cama y cogió las manos de su madre.

—Ojalá el doctor Wade llegue.

—Déjame llamar una ambulancia, Mary, por favor.

Mary sonrió.

—¿No deberías estar haciendo algo, madre? ¿Como hervir agua y rasgar sábanas?

Mientras luchaba para contener las lágrimas, Lucille profirió una risa forzada.

—¡No tengo ni la más ligera idea de qué hacer!

—Vuelve a llamar al doctor Wade.

—De acuerdo.

Pero cuando empezó a levantarse, la presa de Mary en sus manos se hizo más fuerte.

—Madre…

Lucille desvió la mirada, incapaz de observar cómo el rostro de su hija se contorsionaba de dolor. Cuando la contracción cedió, Lucille miró su reloj.

—Cada cuatro minutos.

—Está sucediendo demasiado deprisa, ¿verdad? Madre… —Mary estaba sin aliento—. Quiero… que papá esté aquí. Él no debe perderse esto.

—De acuerdo. —Lucille retiró sus manos de las de Mary—. Lo llamaré.

Cuando su madre se puso de pie, Mary recordó súbitamente y se apresuró a decir:

—¡No, espera, no tiene importancia! Hay tiempo; llegará. Puede que esta noche no esté en el gimnasio…

—No te preocupes, tesoro mío, tú relájate y deja que yo me haga cargo de todo.

Mary se apoyó sobre los codos, esforzándose por oír; desde el dormitorio principal llegó el débil sonido del disco del teléfono. Luego la voz de Lucille que hablaba con suavidad; preguntó por Ted, habló durante un momento y colgó.

Cuando reapareció en la puerta del dormitorio de Mary, tenía el rostro gris.

—Ahora viene.

Mary cayó contra las almohadas.

—Oh, madre…

—Nunca pensé que llegaría a hacer eso.

Cuando Lucille volvió a sentarse en el borde de la cama, Mary vio lágrimas en los ojos de su madre.

—Estás enterada de lo de Gloria —susurró.

—Desde hace cinco años.

Mary apretó las manos en forma de puños y se frotó los ojos con ellos.

—No llores, tesoro mío.

—¿Cómo has podido soportarlo? —gritó Mary mientras las lágrimas manaban por debajo de sus manos y corrían hasta la almohada—. ¿Por qué no hiciste nada al respecto?

Sin molestarse en enjugar sus propias lágrimas, Lucille cogió las muñecas de Mary y atrajo las manos de la muchacha hacia su regazo.

—Porque lo amo —dijo al tiempo que intentaba sonreír—, y quiero conservarlo, y si ésa es la única forma, lo aceptaré.

Mary volvió la cabeza hacia un lado y cerró los ojos con fuerza.

—Lo odio…

—No, no lo odias. No es culpa de él. Y, Mary Ann, no le digamos que yo lo sé, ¿de acuerdo?

Mirando a su madre por el rabillo del ojo, Mary dijo:

—¿Cómo puedes hacer eso? Acabas de llamarlo.

—Le diremos que tú sabías que esta noche estaba con un cliente en lugar del gimnasio, y que dio la casualidad de que oíste el nombre y que yo lo busqué en la guía telefónica. ¿Puedes hacer eso, Mary Ann?

—Él no se lo merece.

—¡No es por él, hija, es por mi! ¡Prométeme que lo harás!

Mary volvió a alzar la cabeza y miró, desconcertada, el rostro de su madre.

—Lo siento tanto… —susurró.

—No te preocupes, y es nuestro secreto. Ahora creo que deberíamos prepararte.

—Oh… —Mary apartó las manos y se presionó suavemente el abdomen.

—Ahora es más fuerte —susurró—. ¿Cuánto tiempo, madre?

—Unas cuantas horas aún, creo.

Lucille bajó los ojos al promontorio que había debajo de la colcha de felpilla y vio un leve movimiento al subir la pared abdominal y luego volver a hundirse.

—Madre…

—Sí.

—¿Te has arrepentido alguna vez de que no haya abortado?

Lucille alzó la cabeza con brusquedad.

—¡Mary Ann! ¡¿De dónde, si puede saberse, has sacado esa idea?!

—Os oí a ti y a papá discutiendo, en el mes de junio. Te oí decirle a papá que buscara a alguien para que se librara de…

—¡Oh, Mary Ann! ¡No lo dije en serio en ningún momento! ¡Eso lo sabes!

—Pero por eso yo me corté las muñecas. Pensaba que tú y papá me obligaríais a pasar por eso.

—Oh, mi pobre, pobre bebé. —Lucille acarició la frente de Mary—. Yo estaba borracha. A estas alturas, ya deberías saber que nunca hay que tomarle la palabra a una persona borracha.

—¿Crees que mi bebé será un monstruo?

Lucille se chupó una mejilla y le dio un doloroso mordisco. Cuando el salado sabor metálico saltó a su lengua, dijo:

—Por supuesto que no. Será una bonita niña.

—¿A pesar de que es prematura?

—No te preocupes de absolutamente nada, tesoro mío. Escucha, voy a poner un poco de agua a hervir en la cocina. No sé para qué, pero es lo que hacen en las películas.

Cuando el cuerpo de su madre se levantó de la cama, Mary cerró los ojos. Se sentía aturdida y eufórica; flotaba en un mundo amniótico propio.

Cuando, pocos minutos más tarde, la madre estuvo de vuelta y sentada en la cama, Mary dijo, con voz perezosa:

—Madre, tengo un recuerdo… ¿o fue un sueño? —Mantenía los ojos cerrados—. Me parece estar en una cama con barrotes y mi habitación está a oscuras. Oigo voces que provienen del otro lado de la pared. Oigo gritar a una mujer. Grita: «No quiero morir». Y luego habla un hombre pero yo no le entiendo. Madre… ¿eras tú?

—Tú tenías cuatro años —susurró Lucille—, y entonces vivíamos en la otra casa.

—¿Qué sucedía?

Los ojos de Lucille permanecían cerrados mientras ella hablaba.

—Yo nunca debería de haber tenido hijos, Mary Ann. Los médicos dijeron que tenía problemas internos. Tu parto fue difícil. Después de cuarenta y ocho horas, tuvieron que sacarte con una operación de cesárea. Después de eso yo tenía miedo. Tu padre y yo no creíamos en el control de la natalidad, así que cuando volví a quedar embarazada, eso me asustó.

—¿Qué ocurrió?

—Mis plegarias fueron oídas y mi útero salió junto con Amy. Eso fue mi salvación. —Lucille miró los diáfanos ojos azules de su hija y sintió que la invadía la paz mientras hablaba—. Verás, Mary Ann, a mí nunca me gustó el sexo. Supongo que se debe a que tuve una crianza ortodoxa. La iglesia me enseñó que era pecaminoso que una disfrutara con el sexo, aunque estuviera casada, y mi madre, pobre alma ignorante como era, me dijo que el embarazo era el castigo de las mujeres por disfrutar del sexo. Se me metió en la cabeza que el celibato significaba verse libre del sufrimiento. La verdad es que no lo sé. El acto sexual me aterrorizaba. Amo a tu padre, Mary Ann, y de una forma extraña también lo deseo, pero…

Lucille bajó la cabeza.

—Cuando me hicieron la histerectomía, me alegré; de hecho me regocijé, porque lo único que eso significaba era verse libre de más bebés, pero también me libraba del deber de tener que someterme al acto sexual. El padre Crispin nos dijo, después de la operación, que tu padre y yo tendríamos que vivir como hermanos, y eso me satisfizo. Me sentí aliviada. Ya no tenía que ser una esposa de verdad. También hizo que me sintiera culpable. Amo desesperadamente a tu padre, pero no quería tener que hacer con él lo que hace una esposa. Y supongo que lo alejé de mí. Los hombres tienen estas necesidades, Mary Ann…

Sorbió por la nariz y se pasó una mano de través por los ojos.

—Será mejor que vaya a ver cómo está el agua.

La casa estaba envuelta en el cálido fulgor de las luces de Navidad y el aroma fuerte y picante del pan de jengibre caliente. A pesar de que un pino Ponderosa llenaba la ventana de la sala de estar, cargado de guirnaldas y adornos, una bella menorah de bronce se encontraba sobre la repisa de la chimenea, preparada para la celebración de Hanukkah en la casa de los Schwartz.

Los dos hombres se encontraban cómodamente sentados en la sala de estar, bebiendo un eggnog[15] con ron mientras Esther Schwartz mantenía una interminable «cadena de montaje» de repostería en la cocina.

—Es la época de estar alegres —dijo Bernie mientras vaciaba su copa y advertía que Jonas no había tocado la suya.

—Lo siento, Bernie. Tengo cosas en la cabeza.

—Conseguirás solucionarlo. Ella sólo está pasando por una etapa.

Jonas contempló con tristeza las nubes de algodón que rodeaban la base del árbol de Navidad. La noche anterior, Cortney había llamado para decir que no iría a casa por Navidad. Estaba pensando en marcharse del piso del valle de San Fernando y trasladarse a San Francisco, donde tenía amigos que vivían en un área llamada Haight-Ashbury. Quería especializarse en la vida, había dicho, y el mundo sería su universidad, y mientras que Penny había tenido un ataque de histeria, Jonas había sentido que su impresión se transformaba primero en enojo y luego en melancolía. A pesar de las trivialidades de Bernie, Jonas sabía que no habría forma de convencer a Cortney; si lo hubiese visto venir, si hubiera intervenido dos años antes, puede que hubiese servido de algo. Pero ya era demasiado tarde; había estado ciego ante los síntomas.

—Estás siendo demasiado duro contigo mismo —dijo Bernie, mientras regresaba al sofá con otra bebida—. Los adolescentes son una especie impredecible. No tienes forma de saber hacia dónde irán.

—He estado tan condenadamente preocupado con ese artículo sobre McFarland… —Jonas por fin probó su eggnog—. Tal vez Penny tenga razón. Debería de haberme plantado en eso de que se fuera a vivir fuera de casa, no sé.

Bernie contempló el espolvoreado de nuez moscada que giraba lentamente en la superficie de su bebida.

—Respecto al artículo, Jonas, ¿has obtenido ya el permiso de ellos?

—No. Lo retraso constantemente. Mary, según creo, estará de acuerdo con ello, y tal vez también su padre, pero la madre… —Jonas sacudió la cabeza—. Tendré que convencerla de lo noble que es el proyecto.

De pronto, Esther Schwartz bloqueó la puerta de la cocina mientras se limpiaba las manos en el delantal de tela de toalla.

—Jonas, Penny está al teléfono. Dice que tienes una emergencia.

Él dejó el vaso sobre la mesa y la siguió al interior de la cocina; un minuto más tarde atravesaba corriendo la sala de estar y cogía su impermeable.

—¡Ya está, Bernie, Mary Ann McFarland acaba de ponerse de parto!

Un coche entró por el sendero de vehículos unos pocos minutos más tarde, la puerta frontal se abrió y cerró sonoramente, y unos pasos pesados avanzaron por el corredor; luego, Ted apareció de pie, sin aliento, en la entrada del dormitorio, con el impermeable a medio resbalar por los hombros.

—Hola, papá.

—¡Gatita! —Corrió junto a ella y tomó las manos de la hija en las suyas—. ¿Estás segura de que es el momento?

—Estoy segura.

—¿Por qué no quieres ir al hospital? ¿Dónde está el doctor Wade? ¿Dónde está tu madre?

—Aquí mismo, Ted.

Él se volvió. Lucille se hallaba en la puerta con una brazada de sábanas y toallas; ya no llevaba el vestido a medio cerrar sino una cómoda bata de casa. Mientras entraba en la habitación y depositaba la ropa sobre la mesita de noche, dijo:

—Tu hija está a punto de tener un bebé. ¿Por qué no te quitas el abrigo y haces algo útil? Nos vendría bien un buen fuego en la sala de estar. Ahora está comenzando a llover con mucha fuerza.

—Lucille…

Ella no lo miró al pasar por su lado.

—El doctor Wade está de camino; acaba de llamar. Primero pasará por el hospital y luego vendrá hacia aquí. Ahora, si haces el favor de dejarnos espacio para que pueda ayudar a Mary Ann…

Él se puso de pie, con la cara gris y conmocionado, e intentó hacer que ella lo mirase.

—Cuando llamaste…

Mientras estiraba con las manos algunas toallas y se volvía de espaldas a él, ella dijo:

—Dejémosle un poco de intimidad a tu hija, ¿te parece? ¿Sabes, Mary Ann? Sin duda fue una suerte que conocieras el nombre del cliente con el que estaba tu padre esta noche. ¿Puedes levantar el trasero para que pueda deslizarte estas toallas debajo?

Una contracción le provocó a Mary una mueca de dolor y ella inspiró profundamente, contuvo el aliento y lo dejó escapar con lentitud. Cuando abrió los ojos, dijo:

—Oigo un coche…

Para cuando sonó el timbre de la puerta, Ted ya corría por el pasillo. Dejó entrar a Jonas Wade, cogió el impermeable y chorreante paraguas del médico, y lo condujo de vuelta al dormitorio donde encontraron a Lucille sentada serenamente en una silla de respaldo recto con la mano de su hija entre las suyas.

Mary, ahora sudorosa, le dedicó una amplia sonrisa al médico.

—¡Sabía que llegaría usted a tiempo!

Lucille se puso de pie y retrocedió.

—Comenzó alrededor de las seis, doctor —informó—, cuando rompió aguas. Las contracciones son regulares y a intervalos de unos cuatro minutos.

Mientras dejaba sobre la silla su maletín negro y un bulto envuelto en verde, el doctor Wade dijo:

—He oído que te has negado a ir al hospital.

—No podrían arrastrarme hasta allí ni unos caballos salvajes.

Él le dedicó una forzada sonrisa torcida, pero su voz fue grave.

—Deberías dejarme que te llevara, Mary. Es por el bien del bebé…

—No, doctor Wade.

Él la estudió durante un momento, sintiendo que un nudo de miedo comenzaba a formársele en el estómago.

—De acuerdo —dijo luego—. Echemos un vistazo.

Lucille permaneció cerca, de pie en severa vigilancia, mientras Ted se excusaba y el doctor Wade realizaba un largo examen de sondeo. Su voz salió seca y algodonosa cuando dijo:

—Hasta el momento todo va bien. La cabeza del bebé está en la posición correcta. Buenos latidos cardíacos. El cuello del útero está dilatado unos ocho centímetros. —La tapó con la ropa de cama—. Ahora esperaremos.

—¿Cuánto tiempo?

Jonas Wade sintió que una nueva tempestad golpeaba contra las ventanas y se estremeció de forma involuntaria.

—No lo sé. El parto está avanzando con rapidez para ser una primeriza. Un par de horas, tal vez. Mary, déjanos llevarte al hospital.

Pero la sacudida de la cabeza de ella era firme.

—¿Puedo traerle algo, doctor? ¿Café?

—No, gracias, señora McFarland. —Recogió el atado que había pasado a buscar por el hospital y lo depositó a los pies de la cama—. Un tal doctor Forrest se reunirá pronto con nosotros. Es un pediatra, y traerá una incubadora. Tendrán que despejar un espacio para ella. También me tomé la libertad, cuando pasé por el hospital a buscar el paquete de obstetricia, de hacer una llamada al registro de enfermeras…

Poco rato más tarde el timbre volvió a sonar y unas voces apagadas rompieron el silencio. Luego se oyó una vacilante llamada en la puerta del dormitorio.

—Adelante —dijo el doctor Wade.

Mary se sobresaltó al ver que el padre Crispin, que olía a frío, abría la puerta; llevaba una sotana negra con una birreta, todo lo cual estaba cubierto por una capa de gotas de lluvia. Tenía las mejillas al rojo vivo.

—¡Padre! —dijo ella, sin aliento—. ¿Cómo lo ha sabido?

—Yo lo llamé —dijo el doctor Wade mientras habría el paquete de emergencia—. Creo que debe estar aquí.

Los ojos de Mary bajaron hacia el bolso negro que llevaba el sacerdote y su expresión fue, por un momento, aterrorizada. Pero él se le acercó de inmediato hablando con un tono tranquilizador, y se arrodilló junto a la cama sonriendo.

—No he venido para asustarte, hija mía, sino para consolarte.

El rostro de ella se encendió cuando una contracción fuerte le aferró el abdomen. A través de los dientes apretados, Mary dijo:

—No habrá ninguna extremaunción, padre…

—Sólo he venido a bendecirte a ti y bautizar al bebé.

Al oír la fragilidad de la voz de él, Mary miró largamente al interior de los ojillos del sacerdote y la sorprendió el absoluto miedo que había en ellos. Él se retiró con rapidez y tomó asiento junto a la puerta. Mientras abría el bolso sobre sus rodillas, el padre Crispin miró a Jonas Wade, y por un instante los dos hombres intercambiaron una breve mirada acosada.

Una contracción llegó y pasó, y Mary abrió los ojos.

—No se preocupe, padre Crispin. Pronto tendrá la respuesta a su pregunta.

Las enmarañadas cejas de él se alzaron.

—Está empezando, doctor Wade. —La cabeza de Mary se hundió en la almohada, se volvió del mismo blanco puro de la funda; los ojos se le arrugaron hasta ser apenas dos rayas, la boca se le comprimió en una línea sin labios—. ¡Oh, Dios! —gritó.

Se afanaron durante dos horas.

Lucille estaba sentada junto a la cabeza de su hija, con las manos de Mary entre las suyas y enjugándole la frente mientras el doctor Wade vigilaba la llegada del bebé.

También él sudaba profusamente y daba gracias a la serena presencia de la madre. Nunca en su vida se había sentido tan condenadamente mortal; nunca antes había hecho esto fuera de la seguridad del hospital. Jonas Wade se sentía como si fuera el último hombre de la tierra. Una sensación de devastadora soledad lo invadía, una soledad que lo hacía sentir desnudo y frágil. Escuchando el suave susurro de las frenéticas plegarias del padre Crispin, provenientes del rincón, Jonas le envidió al sacerdote su solaz. Él no tenía ninguno. Sólo el paquete de emergencia obstétrica esparcido sobre la cama con sus fórceps, jeringuillas y escalpelo. Ni enfermeras, ni anestesista, ni equipo de emergencia. Sólo sus manos y sus conocimientos.

Jonas sudaba tan profusamente como Mary.

De vez en cuando, entre las contracciones de un minuto de duración, alzaba la mirada hacia Lucille y veía la pregunta en sus ojos. ¿Será normal? ¿Vivirá mucho tiempo? ¿Se reproducirá a sí misma como lo hizo Mary?

Y en su rincón, entonando con los ojos cerrados, el padre Crispin rogaba con absoluta desesperación para que le quitaran de encima la tremendamente temida decisión. Asperges me Domine hysopo, et mundabor; lavabis me, et super nivem dealbabor.

—Haz fuerza, Mary. ¡Empuja!

Los dientes de ella se cerraron y las venas del cuello se hicieron prominentes.

Jonas vio que la vagina se abría. La parte superior de la cabeza del bebé, con el pelo mojado, se movió hacia él. Luego Mary se relajó y la cabeza volvió a retroceder.

—Ella… —dijo Mary sin aliento— no puede esperar para nacer…

—Sí, Mary. —«Éstos no son los descendientes de Primus

—Está ansiosa por comenzar a vivir…

Sancta Maria, Santa Dei Genitrix, Santa Virgo Virginum…

—Muy bien, Mary, vuelve a empujar.

Ella dobló el cuello para mirar a Lucille.

—Madre… éste es nuestro milagro…

Mater Christi…

—¡Vamos, hazlo para mí! —dijo el doctor Wade.

Mater divinae gratiae…

El rostro de ella se puso morado; entre sus apretados dientes escaparon gruñidos.

—¡Otra vez!

—Y voy a quedarme con ella… —gimió la muchacha mientras clavaba las uñas en las muñecas de su madre.

—No hables —«son Primus»—, ¡¡empuja!!

La abertura se hizo más amplia por un instante, el suave cráneo sobresalió, luego volvió a deslizarse al interior.

El padre Crispin se deslizó de la silla y cayó de rodillas. Sus rezos se hicieron más sonoros.

Mater purissima…

Mary jadeaba. Por el cuerpo le corrían grandes ríos de sudor. Sacudía la cabeza de lado a lado sobre la almohada empapada de transpiración.

—¡No puedo soportarlo! —gritó—. ¡Dios, ayúdame!

—¡¡Empuja!!

Mater castissima…

La cabeza salió.

Jonas Wade pasó apresuradamente un dedo por el cuello para asegurarse de que no tuviera el cordón umbilical enredado; luego guió delicadamente al bebé para rotarlo; lo sujetó con una mano por debajo y presionó contra el perineo de Mary para evitar que se desgarrara.

Mater inviolata!

La voz del médico era ronca. Las manos le temblaban de forma incontenible.

—¡Una vez más, Mary! ¡Saquemos el resto! ¡Y, Cristo, no dejes que la mate!

Un empujón más, un borbotón de sangre rojo oscuro —Mater intemerata—, y la niña se deslizó en las expectantes manos de Jonas Wade.