18

El viento la recibió en el escalón superior y se arremolinó en torno a ella como para llevársela; era el cálido Santa Ana de octubre pero, por alguna razón, esta noche tenía un deje de frío cortante. Mary se subió el jersey y se rodeó el cuello con él, y tras llamar al timbre metió las manos dentro de las mangas. Con la barriga prominente, los pies tan hinchados que parecían panes y los cabellos agitándose al viento como finas cuerdas, Mary se sentía enojada, como una niña que fuera a pedir caramelos una semana antes de la noche de Halloween, y esperaba, en desafío de su deseo por conocer a esta mujer cara a cara, que la puerta no se abriera.

Cuando lo hizo, arrojó una hogareña luz amarilla que silueteó a la mujer que se hallaba en el umbral e hizo que Mary entrecerrara los ojos por un instante.

—¿Señora Renfrow? —dijo con un hilo de voz.

Una profunda voz gutural manó de la silueta.

—Tú debes de ser Mary. Pasa. ¡Señor, qué noche!

Al ser arrebatada al interior y cerrarse la puerta, el rugido del viento quedó repentinamente fuera y el cabello le cayó laxo en torno a la cara; Mary intentó conferirles a su rostro y voz un carácter maduro mientras preguntaba:

—¿Cómo sabe quién soy?

—Ted me habló de lo sucedido la otra noche. Tenía la sensación de que vendrías por aquí.

Mary se sintió decepcionada con el aspecto de Gloria Renfrew, de hecho, estafada. Su imaginación no se había preparado para una mujer de baja estatura, rolliza, de unos cuarenta años, cuyo pelo no estaba teñido y cuyo rostro no tenía pintura. La amante de Ted era sorprendentemente sencilla, como una mujer que estuviera tras el mostrador de una tintorería.

—Entra, cariño. Haré un poco de café.

Mary fue conducida del pequeño vestíbulo de entrada a una diminuta sala de estar que tenía la apariencia de su dueña. Los muebles estaban gastados y no hacían juego; había una moderna librería china abarrotada de libros en rústica y revistas; una mesa de café de estilo danés moderno color marrón claro con patas torneadas; y el televisor estaba alojado en un armario de madera de arce. Un ambientador Robert Wood de esencia de bosque colgaba, en su contenedor de los grandes almacenes Woolworth, sobre el sofá; un cuenco de frutas de plástico, con los rebordes del acabado claramente visibles, se hallaba sobre la mesa de café; sobre el televisor se agazapaban dos lustrosas panteras negras con vidriosos ojos verdes. En un rincón había una jaula de pájaros con un periquito dentro; cubriendo el fondo de la misma se veía una primera plana con el titular: LOS DODGERS GANAN EN SERIE CUATRO PARTIDOS CONSECUTIVOS.

Mary se sintió repentinamente incómoda. Esto no era lo que había esperado; la mujerzuela y el nido de amor contra los cuales había deseado encolerizarse no estaban aquí. Mary se sintió estafada.

—No tardará más que unos minutos —dijo Gloria al entrar en la sala de estar—. Déjame coger tu jersey.

—No, gracias. —Mary se envolvió más en él.

—De acuerdo. Sentémonos, ¿te parece?

Después de que Gloria hubiera ocupado su sitio en un sillón junto a la librería china, Mary se deslizó en el sillón excesivamente mullido que estaba al lado y lo encontró engañosamente cómodo.

—Empuja hacia atrás, cariño, empuja los posabrazos hacia atrás.

Mary lo hizo y el sillón se reclinó un poco al tiempo que la acolchada plataforma para los pies subía bajo sus pantorrillas.

—Eso tiene que ser mejor. Yo sé que cuando estaba embarazada de mi primer hijo los pies se me hinchaban tanto que parecía que llevaba botas llenas de agua hasta la cintura. ¡Y tenía calambres! ¡Que me hablen a mí de calambres!

Mary se miró los pies hinchados que se le salían de las zapatillas como panecillos.

—Te diré lo que es bueno para eso —dijo Gloria—. Una taza de sal de Higuera en un cubo de agua caliente y los dejas un buen rato dentro. Aprendí eso con mi segundo hijo. Y come muchos espárragos. Son un diurético natural.

Mary continuó con las manos sobre los posabrazos del sillón y se observó las puntas de los pies mientras las acercaba la una a la otra y volvía a separarlas… cualquier cosa con tal de no mirar a Gloria Renfrow.

Se quedaron sentadas en silencio durante un rato. En un momento, Gloria hizo un comentario sobre el tiempo atmosférico, diciendo que era un signo seguro de duro invierno; los ocasionales piares del periquito y su dar vueltas por la jaula eran los únicos sonidos que podían oírse por encima del viento. Luego, un silbido agudo rasgó el aire, sobresaltando a Mary y haciendo que Gloria se levantara de un salto.

—¡El agua está lista! —Fue hacia la cocina arrastrando los pies y luego se detuvo para decir—: ¿O prefieres una taza de té? Tengo un poco de Constant Comment.

Mary asintió con la cabeza aunque no tenía ni idea de lo que era eso, y continuó mirándose fijamente los pies mientras escuchaba los sonidos provenientes de la cocina.

Unos pocos minutos más tarde, Gloria regresó con una bandeja pequeña sobre la cual había dos tazas humeantes, una jarrita de crema, un cuenco de azúcar, y un plato de pastel de mantequilla según la receta de Sarah Lee, generosámente cortado. Lo colocó entre los dos sillones, luego se sentó en el brazo del suyo y vertió crema en su café.

—¿Quieres azúcar, Mary? ¿O lo prefieres al estilo inglés, con crema?

Mary apartó finalmente la mirada de sus pies y la dirigió hacia su taza.

—Dos de azúcar, por favor —murmuró mientras se estudiaba las manos, que estaban rojas a causa del frío y tenían las uñas desparejas.

Gloria, después de dejar la taza de la muchacha de forma que Mary pudiera cogerla y colocar una porción de pastel sobre una servilleta junto a la taza, volvió a sentarse en su sillón para beberse el café.

Pasado un momento, Mary cogió el té y, llevándoselo a la boca, inhaló el embriagador aroma de especias.

—Bueno, Mary —dijo Gloria con voz suave—, ¿de cuánto estás ya?

Mary tuvo que aclararse la garganta.

—Seis meses.

Gloria sonrió con admiración.

—¡Seis meses y ya es tan grande! Va a ser una bebé saludable.

Mary contempló a la mujer con cautela gatuna.

—Yo he tenido cuatro —continuó Gloria—. El mayor es abogado en Seattle. El segundo es sargento de las Fuerzas Aéreas en Misisipi. El tercero va a la universidad de California en Santa Bárbara, y el cuarto murió de leucemia cuando tenía tres años.

La taza de Mary se detuvo ante sus labios.

—Lo siento —dijo.

—Lo sé. Todos lo sentimos. —Gloria le dedicó a Mary una mirada melancólica—. ¿Tienes ya nombre para la niña?

Una vez más, la taza se congeló ante su boca.

—¿Le ha dicho mi… le ha dicho mi padre que va a ser una niña?

—Me lo ha contado todo al respecto, cariño. He estado siguiendo la historia de Mary Ann McFarland desde el mes de junio, como si mirara «Mientras el mundo gira».

Mary le lanzó una mirada de indignación, pero en el rostro de la mujer sólo vio una sonrisa de paciente diversión. Mary dejó la taza sobre la mesa.

—¿Se lo ha contado todo?

Gloria asintió con la cabeza.

—No tenía ningún derecho.

—No seas tonta. Por supuesto que lo tenía.

La mirada de Mary se convirtió en una de desafío.

—¡No es asunto suyo!

Las cejas no depiladas de Gloria se alzaron.

—Disculpa, pero todo lo que afecta a tu padre es asunto mío.

—¿Por qué?

—Porque le quiero.

—No diga eso.

Mary intentó que el sillón regresara a su posición erguida, pero éste no se movió.

—Mary —dijo Gloria con voz firme y la sonrisa desaparecida—, ¿no te parece que ha llegado el momento de que hablemos? Se lo debemos a tu padre.

Mary alzó las piernas y las dejó caer.

—Yo no le debo nada.

—Seguro que sientes compasión de ti misma, ¿verdad?

Mary continuó luchando con el sillón.

—Tengo… buenas… razones…

—Coge los posabrazos y estira. ¡Dios, pareces una tortuga patas arriba!

Mary aferró los posabrazos y tiró con tal fuerza que la plataforma para los pies cayó con un sonoro golpe.

—Espero que no hayas roto mi sillón.

Ella miró a Gloria con ferocidad, excavando con los dedos donde el tapizado dejaba asomar algo de relleno.

—¡Una tortuga! —dijo. Y luego, antes de saberlo y sin saber por qué, las lágrimas le inundaron los ojos y Mary se puso a reír.

—¡Cariño, si hubieras podido verte! Oye, el tercero mío era tan grande que en el noveno mes la gente solía pararme por la calle y preguntarme si era expreso o paraba en todas las estaciones. ¡No estoy bromeando! ¡Y una vez me quedé atascada en el molinete de Gelson y tuvieron que llamar a los bomberos para que me sacaran!

Mary rió con más fuerza hasta que tuvo que enjugarse los ojos con los puños del jersey. Cuando la risa se aplacó, miró a Gloria, confusa.

—Si no quieres hablar, cariño —dijo la mujer con suavidad—, ¿por qué has venido aquí?

Mary se frotó los ojos con los nudillos.

—No lo sé. Para verla a usted. Para ver lo que papá… —Dejó caer las manos—. No me gusta la idea de que papá le hable a todo el mundo de mí.

—En primer lugar, él no se lo ha contado a todo el mundo, y en segundo, ¿no crees que tu padre tiene algunos derechos? ¡Mira, cariño, el mundo no gira alrededor de ti!

Mary metió las manos dentro de las mangas y estiró de ellas hasta cubrirse los puños, como si fueran mitones.

—Usted no sabe cómo son las cosas para mí.

—¡Oh, cariño! —Gloria separó un trozo de pastel y se lo metió en la boca—. No eres la primera mujer que queda embarazada, y tampoco eres la primera mujer soltera que queda embarazada.

—¡Pero mi caso es diferente!

—¿Ah, sí? —Gloria separó otro pedazo—. A mí me parece, por lo que dice tu doctor Wade, que ha habido unas cuantas como tú por ahí, tal vez incluso las hay ahora mismo, así que incluso con un bebé partenogenético, continúas sin ser la primera y la única.

Mary miró fijamente a la mujer mientras ésta se metía en la boca el segundo trozo, lo masticaba, y bebía café para bajarlo.

«¿Otras? —pensó Mary—. ¿Otras como yo? ¿Ahora mismo?»

—De hecho, cariño, tú eres una afortunada. Tienes al doctor Wade para defenderte y un papá maravilloso que te cree. ¿Qué pasa con las otras chicas en tu situación que no son igual de afortunadas? Sí, puedo ver que nunca se te ha ocurrido. Bébete el té, cariño, es demasiado caro como para desperdiciarlo.

Mary tomó un sorbo mecánico y encontró que era delicioso.

—Es bueno, ¿eh?

—Nunca lo había tomado antes.

—Lo guardo para ocasiones especiales, como cuando tengo calambres. También es un buen diurético.

Mary volvió a retreparse en el sillón y, sujetando la taza de forma que no la derramara, empujó un poco hacia atrás. Sus hinchados pies se alzaron.

—Bueno —dijo Gloria con voz más suave—. ¿Tienes ya nombre para ella?

Mary estudió el vapor que se elevaba de la superficie del té, girando como un remolino de gasa igual que el vapor del pavimento caliente tras una lluvia de verano.

—Quiero llamarla Jacqueline —susurró.

—Es un nombre bonito.

Los dedos de Mary envolvieron la taza mientras ella intentaba entender lo que había motivado la confesión; era su secreto más guardado, algo que ni siquiera les había contado a Amy ni al doctor Wade porque de todas formas iban a quitarle la niña y sus nuevos padres le pondrían otro nombre. Pero Mary sabía, en su corazón, que en los años por venir ella siempre pensaría íntimamente en la criatura como Jacqueline.

—¿Qué sucede, cariño?

Mary alzó sus ojos húmedos hacia Gloria y sus labios temblaron.

—Nada. Yo sólo…

Gloria dejó la taza y tendió una mano para tocar el hombro de Mary.

—Quieres quedarte con ella, ¿verdad?

Ella tragó con dolor.

—No lo sé. Mis padres dicen que hay que darla en adopción y lo mismo dice el padre Crispin, y supongo que estoy de acuerdo con ellos. Sólo que…

—¿Sólo que qué?

—Sólo que ella es un bebé especial, no fue hecha de la forma normal, y sus nuevos padres no la tratarán de modo especial, y tengo estas fuertes sensaciones de que yo debería estar con ella. —Los ojos de Mary comenzaron a desplazarse con rapidez por la habitación. Un nuevo y sorprendente pensamiento comenzaba a formarse en su mente, algo que había estado allí desde el principio, pero dormido, oculto, desconocido para Mary hasta este momento en el que repentinamente se le dio a conocer—. ¡Debería estar con ella en los años venideros!

Gloria asintió con la cabeza.

—Y así debería ser, cariño. Ella es una criatura especial sin duda, y sólo tú entenderías eso.

—No lo sabía hasta ahora… —Mary luchó con las palabras. «Soy yo —decía su mente—. La niña soy yo y no me entregaré a manos de extraños»—. Hasta ahora había sido un bebé que nacería y desaparecería después. ¡Pero de pronto la veo como una niña pequeña aprendiendo a caminar y yendo a la escuela y saliendo con chicos, y yo quiero estar allí cuando eso suceda! Oh… —Las lágrimas volvieron a sus ojos y antes de que Mary pudiera evitarlo, estaba sollozando entre sus manos.

Pasado un minuto, contuvo las lágrimas y dijo, con los puños contra los ojos:

—Lo siento.

—No tienes por qué sentirlo, cariño, desahógate.

—No sé por qué he venido aquí. Estaba tan furiosa con papá y tenía que ver qué… qué…

—¿Qué era lo que lo hacía venir aquí? —Gloria cogió su taza y comenzó a beber otra vez. Mientras miraba por encima del borde de la taza la pila de diarios National Enquirer que amarilleaban debajo de la mesita de café y tomaba nota mental de telefonear a la escuela primaria para averiguar cuándo harían la próxima recolección de papel, dijo, en voz baja—: Te envidio, cariño. Yo siempre quise tener una niña pero en cambio tuve cuatro varones. Después de los dos primeros estaba desquiciada. ¡Incluso compré cosas de niña antes de nacer mi tercero, como si de alguna forma eso fuera a garantizar una niña! Dicen que es el hombre quien tiene el cromosoma determinador del sexo, así que creo que era culpa de Sam.

Mary recorrió la habitación con los ojos.

—Era mi esposo. Soy viuda. Sam murió de forma repentina hace siete años a causa de un ataque al corazón. Estábamos cargando el coche para irnos de campamento a Sequoia. Entró en la casa a buscar una linterna y ya no volvió a salir. Johnny fue quien entró en la casa y lo encontró. Sam tenía cuarenta y un años. —Gloria volvió sus brillantes ojos jaspeados de oro hacia Mary—. Así fue como conocí a tu padre, cuando tuve que liquidar los valores de Sam para cubrir los gastos del entierro. Tu padre había sido el agente de bolsa de Sam. Se te está enfriando el té.

Mary miró la taza que tenía entre las manos como si se preguntara cómo había llegado allí, luego volvió a los ojos de Gloria Renfrow: los peculiares iris color avellana ribeteados de negro, y las fluctuantes manchitas doradas, como los colores cambiantes de la pantalla del cine durante el intermedio. De repente, tuvo en la lengua un centenar de preguntas.

—¿Cómo es? —inquirió.

—¿Cómo es qué?

—Tener un bebé.

—Oh. —Gloria profirió una corta carcajada—. Cariño, es diferente para todas. Mi primer hijo, el que ahora es abogado, tuvo lo que los médicos llamaron desproporción cefalo-pélvica, lo que significa que su cabeza era demasiado grande para mi pelvis, así que tuvieron que hacerme una cesárea. El médico me dijo que una vez que te hacen eso con un bebé, tendrán que hacértelo con todos los otros que tengas. Pero yo quería tener al otro de forma natural, así que insistí. Empujamos y estiramos, Johnny y yo, y sudé y solté flatulencias durante toda la noche hasta que yo pensé que uno de nosotros iba a morir, y luego él se deslizó como una barra de jabón y después de eso, el siguiente fue tan fácil como si se tratara de gas.

Gloria hizo una pausa momentánea y luego se echó a reír ante un recuerdo íntimo antes de proseguir.

—Todo depende de tu estado y el del bebé, y de tu médico. Algunos hospitales te duermen desde el principio así que no te das cuenta de la experiencia. Otros te dan una inyección en la columna así que por lo menos puedes mirar. Ahora he oído decir que están haciendo algo nuevo en algunos lugares donde las mujeres están teniendo sus bebés de una forma completamente natural, sin anestesia.

Los ojos de Mary se abrieron de par en par.

—¿Es posible eso?

La cara de Gloria se arrugó con expresión divertida.

—¡Por supuesto! Las mujeres estuvieron haciéndolo durante millares de años antes de que se inventara la anestesia. ¿Qué creías, que los antiguos griegos usaban éter?

En la frente de Mary apareció un ceño fruncido.

—Nunca lo había pensado…

—Ojalá pudiera estar allí cuando suceda. El nacimiento, quiero decir. Dar a luz es una experiencia tan maravillosa… Bueno, ninguna mujer puede decirte cómo es; se trata de algo que tienes que experimentar por ti misma para apreciarlo, como Disneyland.

Mary dejó la taza de té sobre la bandeja y posó las manos sobre su abdomen.

—Mañana van a hacerme una radiografía —dijo con aire distante—. El doctor Wade dice que no hay nada malo, que sólo quiere controlar los progresos del bebé. —Alzó sus serenos ojos color cielo invernal hacia Gloria—. ¿Es un procedimiento normal el de hacer una radiografía?

Mary captó el repentino cambio del rostro de Gloria justo antes de que ella lo volviera hacia otra parte.

—Cariño, ha pasado tanto tiempo desde que yo estaba embarazada, que no sé cuál es el procedimiento normal en esta época.

—Ellos creen que le sucede algo malo, ¿verdad?

Gloria jugó con un pedazo de pastel, haciéndolo girar entre los dedos, y luego volvió a dejarlo sobre la servilleta.

—Cariño, tú tienes un bebé único. Tu médico está sólo tomando todas las precauciones que puede para asegurarse de que tanto tú como tu hija marcháis por buen camino. No es nada que deba alarmarte.

Escuchando la voz profunda que sonaba como si su lugar fuera una granja, y mirando el cuadrado rostro cómodo, Mary se tranquilizó. Cogió la taza y, mientras bebía el resto del té y se preguntaba si debía pedir una segunda taza, recordó repentinamente que, en la equilibradora presencia de Gloria Renfrow, había olvidado la razón inicial que la había llevado a la casa.

Volvió una mirada atrevida hacia la mujer que se encontraba junto a ella y preguntó:

—¿Usted es católica?

La pregunta no pareció sorprenderla.

—¿Por qué? ¿Cambiaría eso algo para ti? —La voz de Gloria bajó—. ¿Aligeraría eso el pecado de tu padre?

Mary no respondió; tenía los dedos entrelazados sobre el vientre, como una coraza protectora, mientras en su mente se arremolinaban ideas, pensamientos y conceptos nebulosos.

—No voy a hablar por tu padre —dijo suavemente Gloria—. Eso tiene que venir de él. En cuanto a mí… yo era viuda, me sentía sola y estaba luchando con tres chicos adolescentes y tu padre entró en mi vida cuando yo más necesitaba a alguien fuerte. Pero, por favor, no pienses en mí como en alguna tentadora que lo atrajo a su alcoba. Yo entré en su vida cuando también él más necesitaba a alguien. Estas cosas siempre suceden en ambos sentidos. Mary, no es fácil ser la amante de un hombre casado.

La voz de ella se suavizó, se volvió frágil.

—A pesar de que lo amo con todo mi corazón y mi ser y quiero hacerlo todo por él, tengo que ocupar un lugar secundario en su vida. Es algo parecido a vivir en la sombra constante, como el purgatorio. Nunca puedo llamarlo cuando me siento triste. Nunca puedo esperar verlo los fines de semana o días de fiesta, ni salir en público con él, ni hacer excursiones juntos. Si le hago un regalo no puedo llevárselo a casa. Tenemos que jugar un juego de fingimientos y tengo que contentarme con pasar unas pocas horas a la semana con él. Y si tienes alguna idea de que soy una mujer mantenida, puedes olvidarla. Tengo un empleo y me gano la vida por mi cuenta. Tu padre no me da ni un céntimo. Lo único que quiero de él es él mismo.

Mary sintió que los ojos la traicionaban al comenzar a escocerle.

—Si él detesta tanto a mi madre, ¿por qué no la deja?

—Pero es que él no la detesta. Tal vez no puedas entender esto ahora, pero tu padre nos quiere a las dos. Sólo que de formas diferentes. Tú no sabes mucho acerca de los hombres, cariño, y cuando llegues a tener mi edad continuarás sin saber mucho. —Profirió una corta risa amarga—. ¡Y pensar que ellos nos llaman a nosotras el sexo misterioso!

—¿Usted lo… quiere realmente?

—Amplía tu mente, cariño; un hombre puede ser amado por más de una mujer. Y él, a su vez, puede amar a más de una.

Mary luchaba contra otra inundación de lágrimas mientras Gloria continuaba:

—No estés enfadada con él. Espero que lo entiendas cuando te hagas mayor.

Las palabras rompieron finalmente las ataduras y salieron atropelladamente.

—¡Pero cómo puede! Es un buen católico…

—Mary, ¿por qué crees que tu padre viene aquí? Sé qué es lo que estás pensando, y te hallas en un error. Oh, al principio había sexo, eso no te lo negaré, y mucho. De alguna forma, la gente que se siente sola encuentra que ése es el camino más fácil de consolarse mutuamente. Pero eso fue hace siete años. ¿Sabes qué hacemos cada miércoles por la noche, Mary? Tu padre entra, se quita los zapatos y mira Have Gun, Will Travel conmigo, en la televisión. A veces jugamos a las cartas. O arregla un escape del fregadero de la cocina. O nos sentamos en el jardín trasero y miramos la puesta de sol. Y además, una vez cada mucho tiempo, nos vamos juntos a la cama.

»Mary, yo sé por qué has venido aquí. De hecho, desde que tu padre me habló de lo sucedido la otra noche, de alguna forma he estado esperándote. Tu padre solía ser un santo a tus ojos, y ahora no es más que un hombre. Estás enfadada con él, y conmigo, supongo, por hacerte eso. Has acudido aquí con la esperanza de recobrar al santo, esperando que yo lo negaría todo y restaurara la santidad de tu padre. Lo sé, también yo fui hija en otra época… Pero no puedo hacer eso por ti, Mary.

»Por favor, no me desprecies. No es un lujo que te hayas ganado. Al menos no hasta que tengas algo de experiencia y madurez en ti. Mi vida es solitaria porque estoy enamorada de un hombre al que no puedo tener. Y me he resignado a los años que tengo por delante. Tal vez tú deberías hacer lo mismo.

Mary sintió que un dolor la atravesaba; apretó las manos en puños.

—No voy a contarle a tu padre que estuviste esta noche aquí. Si tú quieres contárselo, perfecto, es algo que depende de ti. Mary, tu padre tiene secretos, cosas de su pasado que sólo me ha contado a mí, que ni siquiera tu madre sabe. Y todas ellas tienen que ver con el porqué de que venga aquí. Pero le corresponde a él decirlo, no a mí.

Pasándose las manos en sentido descendente por la cara, Mary por fin encontró la voz.

—No sé qué pensar. Es como si… ya nada fuera igual. —Pensó en Mike y Germaine y en sus padres y en su propio futuro bruscamente alterado—. Todo es diferente.

—Tienes razón, cariño, y nada puede nunca permanecer en el mismo estado, por mucho que tú quieras que lo haga. Cuando vi a Sam allí tendido, en el piso de la cocina, tan pacíficamente como si se hubiera enroscado para echar un sueñecito, fue como si me encontrara de pie al borde de un enorme océano negro. Y a veces, si me permito sentirlo, vuelvo a encontrarme en la orilla y comienzo a hacer estupideces como sentir compasión de mí misma y pensar que no hay razón ninguna para continuar adelante. Pero…

Mary quedó pasmada al ver una lágrima que descendía por una mejilla de Gloria. Impulsivamente, tendió una mano y la posó sobre un brazo de la mujer.

Gloria se obligó a sonreír y le dio un apretón cariñoso a la mano.

—Yo no soy como algunas mujeres, que pueden sobrellevar las cosas en silencio sin una lágrima y sin que se les enrojezcan los ojos. Yo sollozo y gimo y me moquea la nariz y la cara se me hincha hasta deformarse, ¡y bien sabe Dios que mi cara no puede permitirse un aspecto más feo del que ya tiene! Mira, tienes la taza vacía. ¿Te apetece otra?

Dos horas y media más tarde, Mary deslizaba el Impala de su madre por el sendero de entrada. Apagó el motor y permaneció durante unos minutos contemplando fijamente la bombilla que relumbraba con luz suave sobre el porche.

Abrió la puerta delantera sin hacer ruido y avanzó de puntillas a través de la sala de estar hasta la puerta abierta del cuarto del televisor. No se sorprendió de encontrar a su padre sentado a solas a la luz de una sola lámpara, en pijama y bebiendo pequeños sorbos de una copa. En las sombras y a causa de sus hombros caídos, Ted McFarland parecía viejo y abandonado.

Ella lo observó sin que la viera, fascinada por su propia nueva perspectiva. Mary se encontró preguntándose cómo sería en su papel de amante, de la misma forma en que se lo había preguntado respecto a Fabian; su propio padre estaba de pronto en la categoría de «hombres», y no escandalizó a Mary el hecho de sentirse sexualmente curiosa respecto a él. Tendría que haberlo advertido antes, a pesar de lo cual sólo ahora lo veía; lo apuesto y atractivo que era. Musculoso y de carnes firmes aún a los cuarenta y cinco años, con un rostro escabroso y una sonrisa magnética. A pesar de que era su padre, un papá, Mary sabía que tenía que resultar atractivo para una mujer, y ahora veía por qué Gloria Renfrow se había enamorado de él con tanta facilidad.

Pero ahora, sentado solo en medio de la noche sin más compañía que una copa, su virilidad había desaparecido. Y eso hizo que Mary sintiera una punzada repentina.

—Papá… —susurró.

Sobresaltado, él alzó la mirada.

Mary avanzó un inseguro paso. Él dejó la copa mientras la miraba fijamente.

Luego, en un arrebato, ella avanzó hasta él, cayó de rodillas y le abrazó el regazo.

—Papá —murmuró—. Lo siento. Lo siento…

Estuvieron conversando hasta muy pasada la medianoche; las palabras de Ted salían suaves y medidas, como una plegaria, mientras Mary permanecía sentada a sus pies. Habló de su relación con Gloria, luego le confesó los secretos que ni siquiera Lucille conocía.

Ted McFarland pensaba que había nacido en una tienda de campaña en las afueras de Tuscaloosa, pero no estaba seguro; fuera como fuere, su primer recuerdo era de una casa de chilla en una cálida noche bochornosa cuando el aire estaba cargado de olor a alcohol y los gritos de una mujer que provenían de la habitación de al lado. Tenía que haber sido muy pequeño, porque estaba sentado en el suelo mientras un hombre alto y flaco que le parecía Abe Lincoln renacido, se paseaba entrando y saliendo de la lechosa luz y murmurándole a alguien llamado Señor. Las mujeres del vecindario, calladas e inquietas, habían entrado y salido corriendo de las sombras y luego, al final de la húmeda noche, habían salido con un bulto laxo y los lamentos ascendieron al cielo. Así había muerto la madre de Ted, dando a luz un hijo de más.

Hoseah McFarland era un «predicador» y, tras la muerte de su esposa, había hecho unas pocas maletas e iniciado un recorrido por los estados del sur con sus hijos. Las tiendas de campaña se convirtieron en su forma de vida, con el evangélico Hoseah vomitando fuego y azufre sobre aparceros crédulos y pasando un sombrero que inevitablemente volvía lleno. Los chicos eran quienes pasaban el sombrero, y cuando al obseso, impulsivo Hoseah se le ocurría hacer dinero con el negocio de la curación, ellos se convertían en sus «recipientes del maná de Dios». Ted tenía trece años cuando su padre le entregó unas muletas y lo instruyó sobre cómo entrar cojeando en la tienda, escuchar el sermón, luego arrojar a un lado las muletas y correr hacia la plataforma.

Ted era bueno en ello; los pobres negros y la «basura blanca» respondían con alboroto; Hoseah incrementaba su fortuna; y cuando, en ocasiones, el joven Ted acudía a la parte trasera de la tienda en busca de una palabra cariñosa por parte de su padre, lo dejaban fuera porque Hoseah estaba ocupándose de la salvación personal de una joven señorita sureña.

Luego, una noche, de alguna forma, la tienda se prendió fuego. Hoseah McFarland pudo deslizarse por la salida trasera y salvarse él, pero mucha gente murió en el pánico y uno de los hermanos menores de Ted fue pisoteado hasta la muerte, y Ted había tenido que correr para salvar la vida y cogió el primer tren que pasaba junto a los campos de algodón.

Viajó en tren hacia el norte, hasta Chicago, y consiguió sobrevivir por su ingenio y sus músculos cuando, en el año 1932, en medio de la Depresión, había sido atrapado por la policía por robarle a un anciano, y encerrado en St. Mark’s Home for Wayward Boys[13].

Allí había encontrado el catolicismo.

Mary, que no entendía que el catolicismo fuera algo que la gente encontraba, sino algo que la gente abandonaba, preguntó con voz suave:

—¿Sabes dónde están ahora, tu padre y tus hermanos?

Ted no lo sabía ni le importaba, porque la iglesia se había convertido en su familia. No le había hablado a Lucille de su infancia porque tenía veintidós años y cuando la conoció era demasiado orgulloso como para hablar de su vergonzoso pasado. Lucille provenía de una familia bastante acomodada y había tenido una infancia protegida; Ted estaba tan enamorado de ella que había temido que la mención de su sórdido pasado la alejara de él. Así que lo había mantenido en secreto, con la intención de revelarle la verdad en un momento posterior, diciéndole que había ido a San Marcos como huérfano. Pero luego, a medida que pasaban los meses y los años, Ted nunca se decidió a contarle a Lucille la verdad sobre su pasado, hasta que se hizo conveniente olvidarlo por completo.

Pero había sido capaz de contárselo a Gloria; tenía que decírselo a alguien, puesto que en los últimos tiempos los recuerdos habían estado volviendo y necesitaba alivio.

Mientras oía esto de boca de su padre, Mary se había preguntado primero: «¿Qué puede darte Gloria que no pueda darte mamá?». Y luego: «¿Qué puede darte ella que yo no pueda?». Entonces, Mary se dio cuenta de que lo que más dolor le había causado al enterarse de la existencia de Gloria Renfrow, no era el hecho de que él le fuera infiel a su madre, sino que Ted le había sido infiel a ella misma.

—Papá —dijo—, ¿por qué madre es como es? A veces pienso que se preocupa más por otra gente que por nosotros. Todas esas obras de caridad que hace, visitando a la gente en los hospitales, recolectando ropa para los mexicanos… Sus comités tienen para ella más importancia que nosotros.

Ted posó una mano sobre la cabeza de su hija.

—Mary, ¿te enseñaron alguna vez en la escuela algo referente a un hombre llamado Goethe? Una vez dijo algo referente a que hay redención en las buenas obras.

—¿Madre? Ella no peca.

—Tal vez ella cree que lo hace.

—Papá, ella bebe demasiado. ¿Ha sido culpa mía eso?

—No, no ha sido culpa tuya. El beber es, bueno, una necesidad para ella. Lo ha hecho durante mucho tiempo, Mary, lo que ocurre es que tú sencillamente no te dabas cuenta.

—¿Por qué la dejas que te dé constantemente órdenes?

—Supongo que porque es fácil. No lo sé con seguridad. Ésa es otra de las necesidades de tu madre, y yo me contento con dejar que la satisfaga. Mary, yo no conocí a mi propia madre, murió antes de que yo tuviera la suficiente edad como para apreciarla. Luego, en el sur, tenía a mis hermanos y mi padre. En St. Mark estaba rodeado por todos los otros chicos, los sacerdotes y los profesores seglares, que eran todos hombres. Las mujeres brillaban por su ausencia en mi vida, como verás, así que ¿quién sabe? Tal vez yo quiero ser dominado por mujeres.

Ted se levantó y avanzó hacia el bar. Comenzó a llenar nuevamente la copa, luego se detuvo y dejó la botella. Se volvió y bajó los ojos hacia su hija.

—Tú quieres saber por qué dejo que me dé órdenes. Bueno, quizá es porque me siento en paz, Mary, y me gustaría que también tu madre se sintiera en paz.

Con esas palabras llegó una revelación para Mary, como un brillante destello que iluminara la salita, porque repentinamente vio a su padre como un sacerdote. Y al ver esto, Mary se dio cuenta de que ella siempre había visto esa cualidad en él hasta que ahora, con un pleno entendimiento de todo, pensó en su padre como alguien con más naturaleza de sacerdote que el padre Crispin.

Ted regresó al sillón y Mary volvió a sentirse tranquila. Se preguntó cómo tenía que haber sido para él, un joven estudiante seminarista, el enrolarse en el ejército e ir al Pacífico Sur para luchar en una guerra sangrienta y luego regresar para encontrarse con sus viejos ideales hechos pedazos y conocer después a Lucille y enamorarse de ella y casarse y volverle la espalda a la llamada…

—Tú amas a Dios, ¿no es cierto, papá?

—Digamos sólo que lo admiro.

Hablaron de catolicismo durante un rato y Mary confesó que siempre había pensado, hasta esta noche, que su madre era la mejor católica de sus dos progenitores, y Ted le dedicó una misteriosa sonrisa. Luego, en algún momento cercano al alba, padre e hija se miraron fijamente el uno al otro como si acabaran de enamorarse.

Ted dijo:

—Es tarde, gatita, y tenemos que estar temprano en el laboratorio de rayos X.

Mary hundió la cara en el regazo de él y murmuró:

—Tengo miedo de mañana, papá…