El viento bajaba por Collins Street con una furia que hacía mecerse los cables de teléfono. Los gatos del vecindario, con el pelo cargado de electricidad estática, saltaban de valla en valla con el lomo arqueado estilo Halloween, las orejas echadas hacia atrás, aullándole al viento como para echarlo. La casa de los Massey estaba a oscuras y bien cerrada; en el sendero estaba aparcado el Impala de Lucille McFarland.
Las dos muchachas estaban a solas en la sala de estar, cómodamente instaladas en un pequeño círculo de luz que emanaba de la vela de arrayán que ardía entre ambas. Mary, tendida en un mullido sofá con los ojos cerrados, escuchaba la suave voz de Germaine que, sentada cerca sobre el suelo, entonaba:
—¡Oh, esto, esto sólo hace que el acongojado corazón de mi pecho tiemble!
Estaba leyendo un libro en rústica que tenía abierto entre las rodillas mientras Mary, de vez en cuando, se incorporaba y volvía a llenar los vasos de plástico con la botella de vino que se hallaba junto a la vela.
—Porque debo verte tan sólo un momento —recitó Germaine, inclinada sobre el libro que tenía las puntas dobladas—. La claridad de mi voz se apagó; sí, mi lengua está quebrada, me atraviesa una y otra vez, por debajo de la carne, un impalpable fuego que corre me hace estremecer. —Hizo una pausa, sus párpados se agitaron, y luego volvió a continuar con una voz más suave, más melódica—. Nada ven los ojos míos, y una voz de rugientes olas en mis oídos suena; el sudor corre en ríos, un temblor se apodera de todos mis miembros, y más pálida que la hierba en otoño, atrapada en dolores de amenazante muerte, desfallezco… perdida en el trance de amor…
—Es hermoso —murmuró Mary mientras cambiaba de postura su torpe peso sobre el sofá. Los padres de Germaine estarían fuera durante la velada, y las dos muchachas disfrutaban del silencio y la imponente oscuridad de la casa además de, tras una hora, la mitad de la botella de vino—. ¿Qué es?
Germaine no levantó la cabeza sino que permaneció inclinada sobre el libro, con sus sedosos cabellos caídos hacia delante y ocultándole el rostro.
—Un poema de Safo.
—¿Quién?
—Fue una mujer que vivió en la antigua Grecia y escribía poemas.
—¿Quién fue el hombre afortunado?
Germaine cogió su vaso de plástico, bebió un largo sorbo del dulce vino, y dijo con voz suspirante:
—Lo escribió para una mujer llamada Atthis.
Los ojos de Mary se abrieron finalmente.
—Estás bromeando. ¿Escribió un poema de amor para otra mujer?
Germaine dudó sobre esto, miró alternativamente al gastado libro y su vaso de vino y luego, tras apurarlo, cerró el libro impulsivamente y echó la cabeza hacia atrás. Su sonrisa era resplandeciente.
—¡Sírveme más, Mary!
Mary gruñó mientras se inclinaba a coger la botella, la destapó y vertió un poco en cada vaso. No estaba habituada al vino y encontraba que era un placer deliciosamente eufórico.
—Así que… —comenzó la aterciopelada voz de Germaine—, ¿cuándo me has dicho que te harán la radiografía?
—La semana que viene.
—¿Cuánto tendrás posibilidad de ver?
—Principalmente, la estructura ósea del bebé.
—¿No te asusta eso, Mary?
—No, creo que no… ¡Oh! —una mano de ella voló hacia su abdomen—. ¡Está muy inquieta, esta noche! Debe de ser el vino. Mira. —Mary cogió una mano de Germaine y la puso sobre su vientre—. ¿La sientes cómo patea?
—Sí. —Germaine retiró la mano con premura.
—¿Sabes?, todavía no hemos comprado nada para el bebé. Mi madre y papá quieren darla en adopción, pero yo no estoy segura. Podría cuidarla y continuar yendo al colegio. —Cogió su vaso, lo apuró y tendió la mano hacia la botella. La habitación parecía hacerse cada vez más cálida—. Tal vez tú podrías ayudarme con ella. ¿Lo harías?
Germaine bajó la mirada hacia el libro que tenía en las manos, pareció recorrer con los ojos los trazos del rostro de mujer de la cubierta, y luego dijo con tono distante:
—Yo no sé nada de bebés, Mary. No soy del tipo maternal. Dudo que vaya a tener hijos alguna vez.
Poniéndose de lado con un gruñido y alzándole la cabeza con una mano, Mary contempló a Germaine. Había muchísimas cosas acerca de su amiga sobre las que se formulaba preguntas, cosas que durante mucho tiempo habían estado implícitas y entendidas y que Mary no había cuestionado nunca. Pero ahora sentía curiosidad y el vino la hacía sentirse libre.
—Tú y Rudy mantenéis relaciones sexuales con mucha frecuencia, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Cómo evitas quedar embarazada?
Los ojos de Germaine chispeaban con los reflejos de la llama.
—Uso un diafragma.
—¿Qué es eso?
—¡Tenías que ser católica para no saberlo! No es más que una forma de anticoncepción. Le evita a Rudy todo el lío de las gomas.
—Ah…
—Ya sé que tú no crees en la anticoncepción.
—Bueno, no es natural, ¿verdad? Las relaciones sexuales son para hacer bebés, ¿no?
—Las relaciones sexuales son para disfrutar, Mary, y la anticoncepción hace que las mujeres seamos libres. Debemos tener la posibilidad de mantener relaciones sexuales con tanta frecuencia como los hombres y disfrutar con ello tanto como ellos. ¿Qué ley dice que tengamos que detestarlas y estar constantemente preocupadas por el embarazo?
La voz de Mary bajó hasta transformarse en un susurro.
—¿Tú disfrutas?
Germaine hizo una pausa y acabó el vino del vaso.
—Sí —dijo.
Mary rodó hasta quedar de espaldas y contempló las sombras que danzaban en el techo.
—Te envidio. Tus padres son tan liberales y tú tan libre… No sufres ni una sola punzada de culpabilidad. Eso tiene que ser fantástico. Ojalá supiera cómo es eso. —Dejó escapar una corta carcajada—. ¡Ojalá supiera cómo son un montón de cosas!
Cerró los ojos y pensó en el maravilloso descubrimiento que había hecho a solas en su cama, y en cómo era capaz de reproducir, de forma infalible, el milagro del orgasmo casi cada noche. El hecho de que cada sábado por la tarde tuviera que confesárselo al viejo padre Ignatius, no le restaba mérito al placer que obtenía.
Se preguntó si Germaine lo haría. Se preguntó con qué frecuencia tenían relaciones sexuales su amiga y Rudy. Cómo era. La envidiaba por ser capaz de disfrutarlo y no tener que susurrarle sobre el asunto a un sacerdote oculto todos los sábados. Mary le envidiaba a Germaine su madre liberal que le permitía usar el nuevo Tampax; Lucille lo había prohibido, diciendo que rompería el himen de Mary. La envidiaba por Rudy, por tener la posibilidad de hacerle el amor a un hombre real. Entonces, Mary pensó en el doctor Wade.
Se inclinó, cogió su vaso y bebió ruidosamente. Germaine estaba mirando como hipnotizada la llama de la vela y tarareando suavemente We Shall Overcome.
Al descubrir su propia sexualidad, Mary comenzaba a preguntarse por la sexualidad de los demás. Respecto a sus padres. Por qué su madre decía: «Ninguna chica buena lo desea». Por qué las monjas le habían enseñado que para las mujeres el sexo era un deber, mientras que en el hombre el «impulso» era natural.
Las muchachas cayeron pronto en el silencio y dejaron que sus miradas se posaran sobre las sombras de la sala de estar. Era un momento maravillosamente íntimo, abrazadas en el halo de la vacilante luz, sintiendo los efectos del vino barato.
—¿Mary?
—¿Sí?
—Mary, este asunto respecto a que es una niña…
—¿Sí?
—Es difícil de creer.
—En realidad, no. No cuando se lo oyes explicar al doctor Wade.
Germaine miró por el rabillo del ojo, rápida, furtivamente, el hinchado vientre de Mary.
—Bueno, supongo que lo que pasa es que me pregunto cómo es.
—Si realmente quieres saberlo, deja de usar ese diafragma o como se llame.
Germaine bajó la cabeza y estudió la alfombra gastada a la que se le veía la trama. Con el rostro oculto, dijo, en voz baja:
—Mary… tengo que contarte algo.
—¿Qué?
—Bueno, no es fácil de decir.
Mary ladeó la cabeza y tendió una mano para tocar un brazo de su amiga con las puntas de los dedos.
—¿De qué se trata?
Ella profirió una corta risa seca y luego alzó los ojos y miró directamente a Mary, con la cara blanca a la luz de la vela.
—Quería decírtelo mucho antes de ahora pero, por alguna razón, nunca podía.
—Germaine, puedes contarme cualquier cosa.
—Sí, tiene que ser por el vino… Mary, es acerca de Rudy.
Mary sostuvo la mirada de su amiga.
—No existe —dijo Germaine.
Los sonidos de la noche de octubre entraron con precipitación a llenar el momentáneo vacío, luego se desvanecieron cuando Mary, intentando incorporarse un poco y fracasando, decía:
—¿Qué?
—He dicho que no existe. No hay ningún Rudy. Yo no tengo un novio en UCLA.
—No entiendo.
—Me lo inventé, Mary. No existe ningún estudiante de ciencias políticas que se llame Rudy y yo no tengo novio ni mantengo relaciones sexuales constantemente como tú piensas.
—Pero… no lo entiendo.
—¡Me lo inventé, por el amor de Dios!
—¿Por qué?
Incapaz de mirar por más tiempo el atónito rostro de su amiga, Germaine bajó los ojos hacia la vela y bebió más vino.
—Porque al principio éramos sólo tú y yo y todo iba realmente de perlas. Y luego apareció Mike en escena y yo ya no te tuve toda para mí. No sé, creo que me sentí herida o tuve envidia o algo por el estilo. —Su voz suave llenaba el círculo de luz—. Y luego comenzaste a salir formalmente con él y creo que, no lo sé, tal vez quería demostrarte que yo también podía hacerlo, ya sabes, tener un novio y salir formalmente con él.
Germaine guardó silencio y Mary se encontró escuchando el ritmo de su propia respiración. La habitación estaba oscura y cerrada; el vino le hacía girar la cabeza. Parpadeó mirando a su amiga.
—Lo siento —dijo en voz baja.
Germaine echó la cabeza hacia atrás y evitó mirar a Mary. Mientras volvía a llenar su vaso y bebía el vino de una sola vez sin respirar, pensó: «Hay más, pero no lo entenderías».
El hecho era que Germaine misma no lo entendía, y por tanto era incapaz de expresárselo en palabras a su amiga. Tenía que ver con el que no le gustaran los chicos y deseara desesperadamente que pudieran gustarle, y con el tener miedo de su propia sexualidad y de los asombrosos sueños que estaba teniendo en los últimos tiempos… ¿o se trataba de fantasías?
Germaine sacudió la cabeza y contempló con tristeza la pequeña llama. Quería que Mary la rodeara con los brazos y la dejara llorar sobre su hombro, sentirse importante para su amiga, intentar hallar una forma de decirle lo mucho que la quería…
—No tenías por qué haberlo inventado —oyó que decía Mary—. A mí no me importa si tienes o no un novio.
«Pero es que tú no lo entiendes —gritó la mente de Germaine, luchando a través del vino para alcanzar la idea que hacía meses se esforzaba por apresar—. No quería que tú pensaras que era rara ni nada parecido, que había algo equívoco en mí.»
Pero la idea, como siempre había hecho, como continuaría haciendo hasta años más tarde, cuando ella llegara a una plena comprensión de la verdad sobre sí misma, eludió a Germaine. Temerosa de sí y con repugnancia ante lo que sospechaba, Germaine dijo, con infelicidad:
—La verdad, Mary, es que yo… yo nunca he hecho absolutamente nada con un chico…
La noche pareció prolongarse por toda la eternidad, Mary se sentía acalorada, soñadora. De haber estado sobria, puede que hubiese captado la sutilidad de las palabras de su amiga, podría haberle ahorrado a Germaine la angustia de tener que intentar dejar clara una cosa que ni siquiera ella entendía. Pero Mary estaba bebiendo vino, se sentía transparente y oyó sólo lo que le había dicho. Sorbiendo un poco más, contempló el largo cabello negro de Germaine que reflejaba la luz de vela; quería tender la mano y tocarlo, acariciar su sedosidad, pasar los dedos entre él…
—Bueno, en cualquier caso… —dijo Germaine con un pesado suspiro—. Ya está. Ahora ya conoces mi más profundo y oscuro secreto.
Mary sonrió y murmuró:
—Me alegro de que me lo hayas contado.
Germaine le devolvió la sonrisa, pero sus ojos estaban llenos de tristeza.
—Creo que es tonto que nosotras tengamos secretos, Mary. Tú y yo somos realmente íntimas, ¿no es cierto? —Alzó sus oscuros ojos líquidos—. ¿Mary?
—¿Hum?
—¿Por qué no me hablas sobre, ya sabes, el bebé?
Con los ojos cerrados, Mary saboreó la sensación del vino que envolvía su cuerpo.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo sabes. ¿Cómo es? Quiero decir, hacerlo.
La cabeza de la muchacha se levantó con sobresalto.
—¿De qué estás hablando?
—¿Te gustó, Mary, te gustó tener relaciones sexuales con un chico?
En las entrañas de Mary se produjo una repentina tensión, una creciente rigidez que no había sentido en meses, no desde la noche en que había cogido la hoja de afeitar de su padre del armario de los medicamentos. De forma súbita, el vino desapareció.
—Germaine, ya te he dicho cómo quedé embarazada.
La voz de su amiga era de pedernal. Pero insistió.
—Sí, ya lo sé, pero lo que yo quiero decir es que a mí puedes contarme la verdad, ¿sabes? ¡Dios, parteno como quieras llamarlo! Lo hiciste con Mike, ¿verdad? Le dejaste que te jodiera. ¿Cómo fue?
Los dedos de Mary se clavaron con fuerza en el sofá, hundiéndose en el relleno para darle algo a lo que sujetarse. Con voz tensa, dijo:
—Germaine, te dije la verdad. El bebé comenzó a crecer por su cuenta. Y por eso va a ser una niña. Te he contado todo eso. Y tú dijiste que me creías. Nunca he hecho nada con nadie. ¡Y menos con Mike!
La voz de su amiga llegó desde muy lejos, como a través de una bola de algodón.
—Mary, no te enfades, pero yo te he contado lo de Rudy y nunca le he contado eso a nadie. Incluso mi madre piensa que él existe. Tú eres la única que conoce la verdad. —Las palabras de Germaine caían vertiginosamente la una sobre la otra—. Sé lo que le dijiste al doctor Wade y estoy segura de que él te cree. Y también lo hacen tu sacerdote y tu familia pero, Mary, a mí puedes contármelo porque yo no se lo diré a nadie y quedará sólo entre nosotras dos, igual que mi secreto referente a Rudy. ¡Mary! —Las manos de Germaine salieron disparadas y cogieron los brazos de Mary—. ¡Dime que lo hiciste con Mike!
Algo invadió a Mary. Comenzó en lo más profundo de ella, luchando para salir, y halló su camino a través de la garganta.
—Oh, Dios mío…
—¡Mary!
Soltándose de la presa de Germaine, Mary se incorporó hasta quedar sentada, se puso trabajosamente de pie, y con algo de esfuerzo se mantuvo erguida sin volver a caer en el sofá.
—¡Mary, espera! ¡Lo siento! No quería…
Pero ella salió corriendo. No creía poder hacerlo estando tan pesada y torpe, pero Mary salió corriendo y consiguió hallar el camino a través de la oscuridad y salir por la puerta delantera.
Mary quería hablar con su padre, sentarse con él y desfogarse contándoselo todo; pero no podía aguardar a que llegara a casa, tenía que hablar con él ahora. Y era miércoles.
Sabía dónde estaría.
Tras aparcar en el área reservada a los coches del club de gimnasio, Mary no sintió vacilación ninguna en entrar y pedir para verlo. Tenía visiones de Ted dejando cualquier cosa que estuviera haciendo, cambiándose de ropa y llevándola a tomar una coca-cola.
Pero lo que Mary no había previsto era que el empleado que estaba en recepción le dijera:
—Ted McFarland no ha estado aquí desde que expiró su inscripción hace, eh, dos, tres años.
Ella se quedó de pie con estúpido asombro.
—¿Está seguro?
La inexpresiva mirada de él se desvió hacia su abdomen.
—Seguro, señorita.
—¿Sabe si asiste a otro gimnasio?
—No tengo ni idea.
Cinco minutos más tarde se encontraba detrás del volante del Impala, recorriendo calles sin rumbo fijo, inconsciente de las luces de neón de la calle Ventura, del tráfico que la rodeaba, incluso del conducir. Su conciencia viajaba hasta un lugar lejano mientras sus manos y pies, como los de un robot, accionaban los controles del coche, frenaban en los semáforos en rojo, señalizaban los giros. No había ningún sitio al que quisiera ir excepto continuar moviéndose.
Mary trazó un recorrido en zigzag por las calles de Tarzana —subía por una, bajaba por la otra—, hasta que se encontró rodando por la tierra no pavimentada y llena de baches de Etiwanda Avenue. Había girado a la derecha al llegar a la biblioteca pública y seguido esta oscura calle rural que bordeaba una cuneta grande y musgosa. En el valle había muchísimas calles que aún no estaban pavimentadas; las sacudidas de los baches no la arrancaron de su estado hipnótico.
Pero algo sí lo hizo.
Cuando el Lincoln Continental verde alcanzó un centro de respuesta en su cerebro, Mary aminoró la marcha del coche de su madre y se detuvo ante la casa siguiente. Tras apagar el motor, se volvió con un gruñido y miró el coche de su padre.
Se encontraba aparcado en el camino de entrada de vehículos de una pequeña casa en forma de caja no diferente de la de Germaine, con unas pocas hojas de los sicomoros que lo cobijaban caídas sobre el techo de polivinilo y el lustroso capó.
Mary contempló el coche durante varios minutos, sabiendo que era el de su padre y devanándose los sesos para desentrañar el hecho de que se encontrase allí.
No era insólito que Ted visitara la casa de un cliente, que pasara toda la velada repasando toda una carpeta de valores. Tal vez éste era uno de esos casos.
No obstante…
Mary se mordió el labio inferior. ¿Qué había dicho el musculoso hombre del gimnasio? Su padre no había estado allí desde hacía dos o tres años.
Entonces, ¿adónde iba cada miércoles por la noche?
Los ojos de Mary erraron por la pequeña casita, repararon en la cespedera amarilleada, la deslucida pintura del estuco, la pálida luz tras las cortinas cerradas. Era una vieja casa regional, pero pulcra y bien cuidada.
Había un nombre en el buzón, escrita en letras reflectantes autoadhesivas: RENFRO.
Tras pensar durante un momento en qué hacer, Mary puso en marcha el motor y se alejó.
Su madre y hermana estaban profundamente dormidas cuando lo oyó entrar por el sendero para coches. Mary se encontraba sentada en la sala de estar, el fulgor de una sola lámpara incandescente en torno a su cabeza. Había estado sentada de esta forma durante dos horas sin moverse.
Al regresar a casa, Mary había buscado de inmediato en el listín telefónico. El único Renfro que aparecía estaba en Lindley Avenue. Pero había un Renfroe en Victory Boulevard y otro en Kittridge. Debajo de éstos encontró: RENFROW, G. 5531 Etiwanda Av.
Sin saber por qué lo hacía, Mary marcó el número. Contestó una mujer.
—¿Puedo hablar con el señor Renfrow, por favor?
—Lo siento —dijo la mujer—, aquí no hay ningún señor Renfrow.
Mary habló con voz calma y madura.
—Entonces, ¿podría hablar con la señorita G. Renfrow, por favor?
—Yo soy Gloria Renfrow, ¿quién habla?
—Bueno, estoy… eh… vendiendo suscripciones para una revista y…
—Lo siento, tengo todas las revistas que necesito.
Un chasquido y el tono de línea libre habían dejado a Mary con el teléfono en la mano y mirándolo estúpidamente.
Luego había ido a la sala de estar y se había sentado a esperar no sabía qué.
—Hola —murmuró Ted mientras cerraba la puerta silenciosamente y entraba en la sala—. ¿Qué estás haciendo todavía levantada, gatita?
Ella no alzó los ojos.
—Esperándote a ti, papá.
—¿Esperándome a mí? —Él dio la vuelta hasta entrar en la línea de visión de su hija y se sentó en el sofá, frente a ella. Mary vio que dejaba en el piso, junto a sus pies, la bolsa de mano de Pan Am que contenía una toalla, unos pantalones cortos de gimnasia y unas zapatillas de tenis—. ¿Qué sucede, gatita? ¿Te encuentras bien?
Mary se sintió asombrada por su capacidad para lograr mirarlo.
—No —replicó ella en voz baja—. Estoy triste y deprimida y quería hablar contigo.
—¿De qué? ¿Qué sucede?
—Germaine me ha decepcionado. He descubierto que durante todo este tiempo ella ha estado pensando que yo mentía. Pensaba qué ella era la única en la que podía confiar realmente, y ha resultado que estaba equivocada.
—Lamento oír eso.
—Sí, es asombroso la cantidad de personas en las que ya no puedes confiar.
—Oye. —Él se inclinó y le dio una palmadita en la rodilla—. ¿Quieres compartir conmigo un poco de chocolate caliente?
Ella lo miró con escalofriante fijeza.
—Papá…
—¿Sí, gatita?
—Quería hablar contigo esta noche, y fui al gimnasio.
La mano de él planeó por un instante, luego se retiró con lentitud.
—Dicen que no has estado allí desde hace años.
Ted inspiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud.
—Es verdad.
—Así que me puse a conducir. Bajé por Etiwanda Avenue…
—Oh, Dios mío —susurró él.
—Fue por accidente. No estaba buscándote. Sólo me sentía sola y triste y no tenía a nadie a quien recurrir, así que simplemente me puse a conducir por ahí. Papá, ¿quién es Gloria Renfrow?
Él cayó hacia atrás y descansó la cabeza en el cojín del sofá, mirando al techo.
—¿Qué quieres que te diga, gatita?
—Dime que es una cliente, papá, y que fuiste allí sólo por esta noche y que de verdad vas a un gimnasio todos los miércoles, sólo que ahora es uno diferente pero que olvidaste decírnoslo. ¡Dime eso, papá, y yo te creeré!
Levantó la cabeza con lentitud y contempló a su hija con gran tristeza.
—No te mentiré, gatita. Te respeto demasiado como para hacer eso.
—¡Papá, por favor! —Las lágrimas le afloraron a los ojos—. ¡Dime que no es más que una cliente, papá!
—Creo que tú sabes que no es así —susurró él.
—¡Cómo has podido, papá! —Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Mary, ¿podemos hablar? —preguntó en voz baja.
—No veo que haya nada de lo que hablar.
—¿No lo crees?
—Papá, ¿cómo puedes hacerle esto a madre?
—Y ¿qué —preguntó él con voz cansada, sintiéndose de pronto muy viejo— estoy haciéndole a tu madre?
—Es una cosa tan horrible —hipó—, tan sucia. ¡Papá, precisamente tú!
Una carcajada seca escapó de la garganta de él.
—Precisamente yo. ¿Qué se supone que soy? ¿San Francisco de Asís? Soy un hombre, Mary, eso es todo.
—Pero dime por qué, papá.
—¿Por qué? —Él tendió las manos abiertas ante sí y sacudió la cabeza—. No creo poder decirte por qué. Ni siquiera pienso que yo lo sepa.
—¿Quién es ella?
—Una amiga.
—¿Hace mucho que… la conoces?
—Casi siete años.
Mary miró a su padre, parpadeando.
—Y has estado yendo allí…
Él asintió con la cabeza.
—Durante siete años.
—¡Papá! —Las manos de ella salieron disparadas hacia los labios.
Él tendió una mano hacia Mary pero ella se puso de pie con una velocidad asombrosa.
—¡Voy a ponerme enferma! —gritó, retrocediendo ante su padre.
—Mary… —Ted comenzó a levantarse del asiento—. Mary, no me odies, por favor.
Y ella desapareció.
Dijo que quería ir a la biblioteca pública, así que su madre le dejó el coche.
Mary no sabía por qué, pero era importante tener el mejor aspecto, así que se puso el vestido de maternidad más nuevo y que mejor le quedaba y se cepilló el cabello hasta que estuvo brillante. Tampoco sabía por qué iba ni qué esperaba encontrar al otro extremo. Lo único que sabía era que había que hacer algo. Hacía dos días que ella y su padre no hablaban; ella no comía y la casa estaba llena de incómodo silencio. Era hora de dar un paso.
Permaneció un rato sentada en el coche, observando la casita en forma de caja, tratando de imaginar siete años de miércoles en ese lugar, deseando que fuera un palacio para poder entender la atracción de su padre. Luego salió, pasó junto al buzón al que le faltaba una W, subió los escalones y tocó el timbre.