16

Sus pies volvían a estar sobre los estribos, con los muslos desnudos separados y expuestos al aire fresco de la sala de examen. Si levantaba levemente la cabeza, Mary podía ver al doctor Wade entre sus piernas, su atractivo rostro con expresión de seriedad. Podía oír los guantes de goma que restallaban sobre sus manos. Mary yacía expectante, preparada.

Sintió que el brazo de él le rozaba el interior del muslo cuando él se colocaba en la posición adecuada. Mary respiró profundamente y se relajó. Los dedos de él se deslizaron con comodidad dentro de su vagina. Sobre su abdomen desnudo, la otra mano de él le masajeaba la piel, presionando aquí y allá.

Mary cerró los ojos. No se había dado cuenta antes de lo mucho que le gustaba la sensación de los dedos del doctor Wade en su interior.

Luego él se movió apenas, alterando su posición, y Mary sintió que la mano que tenía sobre su abdomen se desplazaba lentamente hacia arriba en dirección al pecho. Los dedos de él levantaron con delicadeza el vestido de ella, recogiéndolo en torno al cuello de forma que sus pechos desnudos quedaran al aire. Ella mantuvo los ojos cerrados mientras se preguntaba qué estaría haciendo el médico.

Las puntas de los dedos de él exploraron los contornos de las mamas, tocaron los pezones, pellizcaron eróticamente, y durante todo ese tiempo los dedos del interior de la vagina masajeaban y manipulaban.

Excitada, deseosa de hacer algo más que yacer pasivamente, Mary abrió los ojos y vio que no era el doctor Wade quien le tocaba los pechos sino Mike, que por alguna razón llevaba sólo un pantalón corto de baño y se encontraba inclinado sobre ella.

Mientras Jonas Wade continuaba con la deliciosa exploración entre las piernas de ella, Mike Holland bajó la cabeza y tomó uno de los pechos en su boca.

Mary se oyó gritar de dolor y éxtasis, mientras intentaba mover los brazos que descubrió que tenía atados a la mesa.

El palpado del doctor Wade se hizo más rudo; sus dedos ya no exploraban sino que entraban con fuerza, atacaban. El hambriento festín de Mike con sus pechos se hizo más violento; la rodeaba con sus musculosos brazos y le chupaba los pezones, el cuello, los hombros.

Entre sus piernas, que estaban atadas a los estribos y eran incapaces de moverse, Mary sintió que los hurgantes dedos aumentaban el ritmo.

Mary luchó. Las correas le sujetaban firmemente los brazos y las piernas separadas. Quería gritar, luchar contra sus atacantes.

En el instante en que sus ojos se abrieron ella reconoció la ola que estaba a punto de inundarla; con la boca abierta hacia el negro techo del dormitorio, la sintió llegar, comenzando por los engaritados dedos de sus pies, ondulando por sus piernas, hinchándose en sus nalgas y tensándole el abdomen. Apretó los dientes y cerró los ojos con todas sus fuerzas mientras el éxtasis se derramaba por todo su cuerpo, haciéndola gemir y proferir largos suspiros temblorosos.

Exhausta, Mary parpadeó de asombro. Sabía, sin necesidad de examinarse, que habría humedad e hinchazón. La palpitación que aún perduraba era sorprendentemente familiar.

—Sebastian… —gimoteó en la solitaria noche. Luego rodó hacia un lado y lloró durante mucho rato.

—Dentro de un par de semanas, señor McFarland, voy a hacerle una radiografía a Mary y me gustaría que usted y su esposa estuvieran cerca. Dado que se hará en un día de semana, pensé que usted podría necesitar que se lo avisara con un poco de tiempo para acomodar su agenda de acuerdo con eso.

—Desde luego, doctor Wade, ¿qué día?

Jonas cogió el calendario del Bank of America que tenía sobre el escritorio y cambió el receptor de oído.

—Cualquier día de la semana del veintiuno; creo que para entonces podremos hacerlo sin riesgos. Háblelo con la señora McFarland, luego llame a mi enfermera y ella acordará una cita con el laboratorio de rayos X.

Se produjo un corto silencio, como si Ted estuviera escribiendo una nota para sí.

—Doctor Wade —dijo luego—, ¿qué posibilidades hay de que el bebé sea deforme?

Impávido ante el asunto, Ted McFarland parecía estar encarándose con la situación.

—Me temo que no puedo decírselo. Sólo quiero que usted y su esposa estén allí cuando las placas sean reveladas, por si acaso descubrimos algo malo en el bebé. Mary necesitará su apoyo.

La voz de Ted sonó curiosamente fina y fuerte al mismo tiempo.

—Y si es un monstruo, ¿qué recomendaría usted?

Jonas cerró los ojos.

—No puedo decírselo ahora mismo, señor McFarland. Eso depende de demasiadas cosas. Si se diera el caso de que el bebé fuera gravemente anormal, entonces querrán comentar el asunto con su sacerdote.

Se produjo una pausa antes de que Ted volviera a hablar.

—Está pensando en el aborto, ¿verdad?

—Si hay una verdadera amenaza de peligro para la vida de Mary, sí.

—Pero ella ya está de seis meses. ¿No es… ya un bebé, a estas alturas?

—Sí.

—Ya veo. Le agradezco que sea sincero conmigo, doctor Wade. Lucille y yo estaremos allí. Gracias por llamar.

Jonas colgó y permaneció ante su escritorio, contemplando con mirada fija la carpeta roja que contenía el primer borrador de su artículo. El último capítulo era lo único que le faltaba. Había considerado brevemente el abordar a Ted McFarland sobre este asunto —ambos progenitores tendrían que dar su permiso— pero, en el último minuto, había cambiado de parecer. El pobre hombre ya tenía bastantes cosas con las que luchar en este momento —Jonas detestaba el tener que hablarle a Ted de la posibilidad de que el feto fuera deforme, pero el hombre tenía que saberlo—, por lo que Jonas decidió que el asunto del permiso para hacer el artículo podría esperar. Al fin y al cabo, si los rayos X mostraban un feto imposiblemente deforme, el artículo quedaría sin acabar, de todas formas. Pero si las placas mostraban un bebé normal, entonces Jonas hallaría una forma diplomática de abordar a los McFarland…

Jonas se masajeó suavemente la cara mientras su mente giraba en interminables círculos de incertidumbres sin solución; en este caso había muchas más cosas que la apariencia superficial; estaba consumiéndolo. Otro problema con el que se encaraba Jonas y que pronto tendría que abordar, era ese asunto de dar el bebé en adopción. Iba a tener que encontrar una forma, con la conciencia tranquila, de aconsejarles a los McFarland que se quedaran con la criatura; pero ése era el obstáculo: «con la conciencia tranquila». Jonas Wade era plenamente consciente de que en este asunto trabajaba por su propio interés; si tanto Mary como sus padres pensaban que era mejor dar el bebé, y si el padre Crispin los respaldaba, entonces era la mejor acción que podían emprender y Jonas Wade no tenía derecho de aconsejarlos en sentido contrario. Y a pesar de todo, con la pérdida del bebé, su artículo no podría ser terminado; sin la «prueba posterior a los hechos» para respaldarlo todo, ya podía abandonar por completo el plan.

Jonas se levantó del escritorio y recorrió el estudio con la mirada. La correspondencia a la que no había respondido, desparramada por el sofá; las intactas revistas médicas; libros nuevos aún en sus envoltorios especiales de mensajería. Señor, ¿tan absorto había estado en Mary Ann McFarland?

Unos golpecitos en staccato lo sacaron de su ensimismamiento. Al otro lado se oyó la voz de Penny.

—¿Jonas?

Él abrió la puerta.

—Pensaba que esta noche ibas a hablar con Cortney.

Había una traza de impaciencia en los modales de ella, impropia de Penny; miró más allá de él, al interior del estudio. Había una carpeta roja, la que con tanta frecuencia había visto últimamente en las manos de él: a la hora del desayuno, en el patio, incluso mientras miraban la televisión. La abría con frecuencia, tachaba una palabra o una línea en ella y volvía a escribir por encima de la misma. Clips metálicos sujetaban notas de ocho por doce sobre las páginas; hojas de papel de fotocopias se hallaban insertadas a intervalos. Penny sabía que se trataba de un proyecto importante para Jonas —él le había hablado de ello, la había dejado leer el primer borrador— y ella estaba de acuerdo en que sin ninguna duda era material explosivo. A pesar de todo, no podía ver por qué lo preocupaba tanto.

—Cortney dice que se marcha de casa a final de mes. Jonas, no quiere escucharme, tienes que hablar con ella.

—De acuerdo —replicó él al tiempo que acababa de salir del estudio y cerraba la puerta a sus espaldas—. ¿Dónde está?

—¡Buen Dios, papá, tengo dieciocho años! ¡Un montón de chicas trabajan y continúan estudiando! Has dejado que lo haga Brad, ¿por qué no yo?

—Cortney, es sólo durante tres años más, luego tendrás tu diploma y podrás buscar un empleo que te guste de verdad. ¿Qué vas a hacer ahora, trabajar en Thrifty’s?

—¿Qué tiene eso de malo? Sarah trabaja en Taco Bell. Vamos a compartir el alquiler y los gastos de comida, e iremos a clase en bicicleta. Ella no vive lejos del campus.

Jonas se hundió en la silla con almohadones del jardín, y contempló algunas hojas secas, como antiguos galeones, que giraban en la superficie de la piscina. Era una tarde peculiar para el mes de octubre. Mientras que los anuales vientos de Santa Ana soplaban su familiar aliento cálido a través del valle, alternativamente intenso y suave, arrastrando en remolinos a las hojas caídas y las cáscaras de nuez vacías, esta noche las ráfagas estaban guarnecidas con un insólito toque de frío, como si fueran una insinuación de un duro frente invernal.

—No puedo soportarlo —prosiguió Cortney—. Tú y mamá me hacéis regresar de las citas a las once en punto. ¡Jesús, papá, tengo dieciocho años!

—No dejas de repetir eso como si yo lo hubiera olvidado.

La cara de Cortney se endureció, envejeció veinte años.

—Creo que lo has olvidado. Ya no soy un bebé. Quiero salir y apañármelas por mi cuenta.

Jonas no pudo evitar, fugazmente, comparar a Cortney con Mary Ann McFarland; había sólo un año de diferencia entre ellas, pero Cortney era tan madura, tan adulta, mientras que Mary aún era, en muchos sentidos, una niña… Cortney tenía la autosuficiencia de su madre, la vena de superviviente de Penny; una capacidad para hacerse con el mando de sí misma y de su vida y superar cualquier vendaval. En los momentos como éste, cuando Cortney se hacía valer, se parecía más que nunca a Penny.

Mientras escuchaba el esquema pragmático de los planes de su hija, Jonas no pudo evitar estudiar el rostro de la chica. La voz, las palabras se desvanecieron mientras las facciones adquirían una claridad más nítida, casi exagerada, hasta que Jonas sintió que estaba mirándola por primera vez.

Nunca antes se había dado cuenta de lo mucho que Cortney se parecía a su madre. Pero era algo que iba más allá de la larga nariz recta con las estrechas fosas nasales nórdicas, más allá de la fina línea de la boca, la leve inclinación de los ojos, la línea del mentón y los pómulos, todo de Penny. Cortney había heredado los modales de su madre, el hábito de cerrar los ojos cuando hacía hincapié en un punto, de morderse el interior de la mejilla izquierda mientras buscaba una palabra; los labios se movían de la misma forma que los de Penny, la musculatura de debajo no era de Cortney, era de Penny. Y cuanto más veía esto, por primera vez, más sentía que un escalofrío y un temblor de ansiedad lo recorrían.

Un susurro persistente rozó el fondo de su mente: «Ponle un vestido de novia y estarás mirando a la muchacha con la que te casaste».

Se encontró estudiándole el rostro en busca de un rastro de sí mismo; intentó contorsionar las facciones de Penny en unas que encajaran con las suyas propias. Dios, ¿se trataba de su imaginación o en Cortney no había nada de él? ¿Vería un extraño algo de Jonas Wade en ella, o vería sólo a una Penny joven?

«No son descendientes de Primus —había dicho la doctora Henderson—. Son Primus…»

—¿Papá?

Jonas experimentó un pasajero momento de repulsión, de horror: «Mi propia hija, ¿y si ella fuera… el resultado de algún extraño “agente activador” más que de un abrazo de amor? Señor, ¿tendría razón el padre Crispin? ¿Tendría ella un alma?».

Luego pasó el paroxismo, y fue reemplazado por una profunda culpabilidad y remordimiento. Jonas Wade se había mostrado ostentoso para conseguir que todos aceptaran al bebé de Mary Ann McFarland como a un ser humano normal y aquí, por un momento, había rechazado a su propia hija como a una entidad sin alma.

«Hipócrita», le susurró su mente.

—¿Papá?

Él entrecerró los ojos, intentando mantener su atención fija en ella. Estaba sucediendo otra vez, con demasiada frecuencia en los últimos tiempos, esto de que la preocupación por Mary Ann McFarland lo apartara de sus otras responsabilidades. Últimamente, Penny lo había comentado en algunas ocasiones; ahora Cortney reparaba en una distracción por parte de su padre.

La culpabilidad parecía ser ahora el estado natural de él: culpabilidad por el artículo, culpabilidad porque su ética le obligaba a proteger a Mary, culpabilidad por escatimarle su atención a la familia. A pesar de todo, eso no evitaba que continuara dedicado a lo que estaba haciendo: el artículo estaba casi acabado; más adelante, tras el nacimiento de la niña, cuando tuviera las pruebas, presentaría el artículo a la Journal of the American Medical Association.

—Cortney, tu madre y yo sólo queremos lo mejor para ti. Pensamos que tus estudios se resentirán si te marchas a vivir fuera de casa.

Ella suspiró con irritación y echó la cabeza hacia atrás (otro gesto de Penny).

—¡Sinceramente, papá, la educación es algo más que los libros! Quiero aprender también sobre la vida. Tú estás protegiéndome y yo no quiero que me protejan. ¡Tienes que dejarme marchar!

Jonas no quería esta batalla, no ahora, con Mary Ann McFarland tironeándole de la mente para reclamar su atención. Sabía adonde conduciría la resistencia: al mismo sitio que siempre conducía cuando se oponía a la determinación de Penny: a un punto muerto. Y entonces Cortney se sentiría desgraciada y la casa se vería trastornada y ella se marcharía de todas formas, antes o después…

Jonas extendió un brazo hacia su hija y le dio palmaditas en la mano.

—De acuerdo, Cortney, haz la prueba. Si sale bien, perfecto; si no, siempre podrás regresar a casa.

—¡Gracias, papá! —Ella se levantó de un salto y le echó los brazos en torno al cuello; luego corrió al interior de la casa llamando a su madre y dejando a Jonas en la contemplación de la superficie rizada de la piscina acariciada por el viento y las hojas.

Lionel Crispin mantenía la mirada fija en el mundo que se extendía más allá del reflejo que había en el cristal de la ventana; se obligaba a contemplar el viento de octubre que merodeaba por la calle desnudando los árboles y haciendo girar latas de bebida vacías, con el fin de poder evitar mirarse a sí mismo en el cristal. El otoño llegaba insólitamente temprano este año. California del Sur gozaba por lo general de otoños balsámicos, pero había un furor nada característico en el bramido del exterior, un algo inhóspito en la escena que hacía que el padre Crispin sintiera el advenimiento de un invierno difícil.

—Lionel… —se oyó la suave llamada de atención del hombre que se encontraba detrás de él.

El padre Crispin se apartó de la ventana.

—Perdóneme, su eminencia.

El hombre del sillón de brocado, con los pies sobre un escabel, observaba a su visitante con atención.

—¿Eso es todo? ¿La totalidad de la historia?

—Sí, su eminencia. —El padre Crispin se puso a pasearse una vez más, entrando y saliendo del hemisferio de tibieza creado por el fuego de la chimenea.

—¿Y no has visto a la muchacha desde entonces?

—No, su eminencia.

—¿Has ido a la casa o hecho algún intento de establecer contacto con ella?

El sacerdote se detuvo en el centro de la elegante sala de estar y realizó un intento de controlar su voz al responderle al obispo.

—¡No podía! ¡No podía encararme otra vez con ella!

—¿Por qué no?

—¡Porque me derrotó!

—Lionel —dijo el obispo con voz queda—. Ven, siéntate.

El padre Crispin tomó asiento delante del prelado. Los dos hombres se encontraban sentados de forma que un lado de sus rostros reflejaba el fulgor del fuego, y el otro quedaba a oscuras; sus perfiles eran distintos en las contrastadas luces: Lionel Crispin era una colección de redondeces, mejillas llenas y nariz carnosa; la cara del obispo Michael Maloney, de sesenta años, estaba hecha de ángulos agudos y superficies planas, como un retrato cubista.

—Tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, Lionel —comenzó la nasal voz del obispo—. Recuerdo cuando llegaste a esta diócesis por primera vez. En aquella época yo era sólo un cura párroco. ¿Recuerdas esa época, Lionel?

—Eminencia, le fallé a esa muchacha. Huí literalmente de mi deber para con su alma.

El obispo Maloney hizo una cúpula con las manos y la encajó debajo de su firme mentón.

—Muy bien, hablemos de eso. ¿Por qué le diste la comunión a la muchacha si pensabas que no la merecía?

Las manos del padre Crispin se contrajeron en gordos puños.

—Porque me sentía azorado.

—¿Qué quieres decir?

Lionel evitó los ojos de su viejo amigo, volvió la mirada hacia las danzantes llamas, sin parpadear.

—Sentí que toda la congregación estaba observándome.

—¿Lo hacían?

—No lo sé, pero eso es lo que sentí. Todos los ojos estaban sobre mí, incluso los de mis monaguillos. Fue tan mortificante… —Lionel se pasó la lengua seca por los labios—, el volverme y ver que todavía estaba arrodillada allí… Y supe, al ver la expresión de su cara, que iba a quedarse allí despues de que todos hubieran regresado a sus bancos y yo comenzara con el Postcommunio, que Mary Ann McFarland continuaría arrodillada ante la barandilla con la cabeza echada hacia atrás y la lengua fuera. Lo hice… —volvió el rostro hacia el prelado—, ¡lo hice, eminencia, para librarme de ella!

El obispo Michael Maloney asimiló las palabras del padre Crispin, su voz tensa, su expresión perseguida y lo espasmódico de sus modales, con una expresión calma, ilegible. Los dedos permanecieron metidos debajo del afilado mentón mientras el obispo reconocía que su sacerdote no le había dicho aún por qué había realmente acudido a verlo.

—Así pues —dijo la voz nasal—, tú pensabas que la muchacha estaba en estado de pecado mortal, y le diste la comunión. ¿Has confesado esto?

—Sí. Al padre Ignatius.

—En ese caso, tu propio pecado ha sido purgado. Ahora debemos trabajar en el problema de la chica.

El padre Crispin bajó la cabeza y se miró las manos. Todavía no se hallaba en paz. Había acudido al padre Ignatius porque el hombre era parcialmente sordo y le había puesto una penitencia leve; Lionel Crispin no era mejor que sus feligreses.

—En cuanto a la muchacha, Lionel, a mí me da la impresión de que ella se cree de verdad inocente, en cuyo caso no ha cometido ningún pecado; si ella no puede recordarlo, por la razón psicológica que sea. Al fin y al cabo, Lionel, nosotros no condenamos a los mentalmente afligidos.

—Yo no creo que ella tenga ningún problema mental, eminencia, y lo que es más, tampoco lo cree su médico.

—Ah, sí, ¿cuál dijiste que era el nombre del médico?

—Wade.

—Este doctor Wade afirma que Mary está perfectamente sana y en posesión de sus facultades. Así que daría la impresión de que ella está mintiendo. Sin embargo, está el asunto de ese tema de la partenogénesis. Lo que me has contado al respecto es muy interesante. Me gustaría oír más sobre este tema de boca del doctor Wade.

El padre Crispin alzó la cabeza con brusquedad.

—¡Estoy seguro de que no lo sanciona su eminencia!

—Todavía no lo sé, Lionel. No dispongo de todos los datos, pero por lo que me has contado…

—¡Perdóneme, su eminencia —el sacerdote comenzó a levantarse—, pero esta tontería de la partenogénesis mina todo aquello en lo que nosotros creemos!

—Lionel, hazme el favor de quedarte sentado, y decirme cómo mina todo aquello en lo que nosotros creemos. Por el contrario, yo encuentro que está bastante en armonía con la fe; después de todo, ¿no estamos fundamentados precisamente en un credo semejante? ¿No fue Eva creada sin relaciones sexuales, y la Santa Virgen misma?

—Eminencia, ¡no puedo creer lo que oigo! Sin duda tiene que darse cuenta de que si una virgen puede quedar embarazada por una simple descarga eléctrica, ¿qué sucede entonces con la Madre de Nuestro Señor?

—Oh, Lionel, ¿tan frágil es tu fe? ¿No pueden ser los dos unos fenómenos separados? Hace dos mil años, Dios le habló a una llamada María y la llamó bendita. Como católicos, debemos creerlo. Ahora, en mil novecientos sesenta y tres, otra llamada Mary es sometida a una descarga eléctrica y de pronto se encuentra embarazada. ¿Qué, si puedes decirme, tiene la una que ver con la otra? Padre Crispin, la primera María fue elegida por Dios. Mary McFarland es víctima de la biología. ¿Cómo puede ella representar una amenaza para tu fe? ¿Tan vulnerable es tu fe?

El padre Crispin tembló mientras intentaba controlarse.

—¡Es exactamente lo opuesto, eminencia! ¡Mi fe es ahora más fuerte que nunca! ¡Soy inquebrantable!

El obispo Maloney entrecerró los ojos y observó las grietas en la solidez de Lionel Crispin. Se sentía cada vez más alarmado.

—Si tu fe es tan fuerte, Lionel —dijo con lentitud—, ¿por qué debería asustarte este caso, entonces? El hombre revestido de armadura nada tiene que temer a las flechas de madera.

Lionel Crispin estrelló un puño contra el otro de forma que se oyó un sonoro chasquido. No podía expresar en palabras el tumulto de su corazón; el obsesionante miedo de que Wade tuviera razón. ¿Qué pasaría si la muchacha era virgen? ¿Y qué pasaría si daba a luz un varón…?

—Lionel, ¿qué otra cosa te inquieta?

El padre Crispin luchó durante un momento para calmarse y oyó, por encima del crepitar del fuego, el aullante viento de octubre en el exterior.

—El doctor Wade dijo que podría haber problemas con el niño. Podría ser deforme.

La frente del obispo Maloney se plegó en un ceño fruncido.

—¿Deforme, cómo?

Lionel Crispin no pudo mirar a su amigo a los ojos.

—Mucho. Un monstruo.

—Ya veo…

El solitario gemido del viento pareció intensificarse; soplaba a través de las calles vacías de Los Ángeles. El verano estaba siendo expulsado. Lionel Crispin se volvió hacia la pequeña copa de jerez que había sobre la mesa, junto a su asiento. El obispo se lo había servido cuando llegó, hacía más de una hora; ahora el padre Crispin lo cogió por primera vez. Sorbiendo de él y escuchando el viento, pensó: «Pronto será el día de Todos los Santos, y luego Navidad, y luego Año Nuevo, y luego enero…».

Le pareció irónico que la mayor fiesta cristiana, Navidad, que celebraba la nueva vida y la nueva esperanza, tuviera lugar en medio de la estación más muerta, más desesperanzada. No, eso no era verdad. La Pascua era la fiesta cristiana más importante, la celebración de la Resurrección. Al menos se suponía que debía serlo. Pero la gente no se volcaba en la Pascua de la forma en que lo hacía en la Navidad; por alguna razón, preferían concentrarse en el nacimiento de Jesús en lugar de en su conquista sobre la muerte…

—¿Padre?

Lionel sacudió la cabeza.

—Perdóneme, su eminencia, estaba pensando.

—¿Qué problema tienes con el bebé McFarland?

El padre Crispin buscó en torno de sí las palabras adecuadas. ¿Cómo expresar el frío miedo que le oprimía el corazón? «Existe la posibilidad de que lo consulten para que tome una decisión de vida o muerte», había dicho el doctor Jonas Wade. Lionel Crispin estaba recordando la pesadilla de su vida, no muchos años antes, cuando lo habían llamado a la casa de un feligrés. Una mujer estaba dando a luz prematuramente y estaba sangrando con tal profusión que no había habido tiempo para llevarla al hospital. El padre Crispin había llegado a tiempo para darle la extremaunción a la pobre mujer y bautizar al bebé; sólo… sólo que no tenía cabeza, apenas un grotesco muñón de cuello con dos ojos saltones y una horrorosa hendedura por boca. Y estaba vivo, retorciéndose en la cacerola donde lo había dejado el obstetra mientras la madre se moría desangrada en la cama, y el padre Crispin había estado a punto de vomitar, de la misma forma en que ahora el recuerdo le provocaba náuseas.

—Tengo miedo —dijo en voz baja.

—¿De qué?

—De la decisión. —Miró al obispo directamente a la cara, y Michael Maloney quedó desconcertado por la expresión de puro miedo—. El doctor Wade ha dicho que el parto podría ser difícil y que podrían consultarme para decidir entre la madre y el niño.

—Sin duda, Lionel, eso no puede representar un problema para ti. Tú sabes dónde reside tu deber.

«¡Lo sé! —gritó su afligido corazón—. ¡Pero no quiero esa responsabilidad! ¿Cómo puedo dejar morir a esa hermosa muchacha con el fin de bautizar algo que no vivirá ni un minuto, que no tendrá cabeza y que no merece vivir en primer lugar?» Haciendo eco de la angustiada Lucille McFarland, dijo:

—Eminencia, ¿puede tener alma?

Al sentir que una parte de la ansiedad de Lionel Crispin infectaba su propia alma, el obispo se levantó de la silla, se alzó hasta una elevada estatura larguirucha y jugó, ausente, con el pesado anillo de cargo que llevaba en la mano derecha.

—El bebé tiene alma, Lionel, independientemente de su origen físico. Y tú tienes el deber de enviar esa alma al cielo. No debes mirar el aspecto corporal del niño, por grotesco que pueda ser. —El obispo Maloney, delgado y enorme con su larga sotana negra y fajín púrpura, arrojó una sombra distorsionada sobre la alfombra oriental. Pareció llenar la enorme habitación—. Lionel —dijo con delicadeza—. Nadie te dijo que la suerte de un sacerdote sería fácil. El ser responsable del alma de la gente no es un trabajo simple. Requiere coraje para enfrentarse con decisiones como ésta. En mi vida como sacerdote —el obispo suspiró casi con tristeza—, he sido llamado para tomar decisiones así, y me han entristecido por siempre después de hacerlo. Lionel… —Michael Maloney avanzó hacia su amigo y apoyó una consoladora mano en un brazo de éste—, sé por lo que estás pasando, y estoy convencido de que ésta es una prueba que Dios pone ante ti. Rézale a Nuestro Señor y a su Santa Madre. Ellos te guiarán. Confía en mí.

Lionel Crispin se volvió otra vez hacia el frío cristal de la ventana y el formidable viento de octubre que merodeaba por las calles, y pensó: «Por favor, Señor, que sea normal. Dale ojos, y una nariz, y una boca, y una cabeza real…».

Sintió que su corazón se estremecía. Era una premonición. El bebé de Mary Ann McFarland sería horriblemente grotesco, monstruosamente deforme, y él, Lionel Crispin, tendría que bautizarlo para conferirle un estado de gracia inmerecida…

La casa no estaba lo bastante oscura para Mary.

Había cerrado las cortinas para dejar fuera la luz de la luna, había apagado la luz de noche, pero mientras yacía de espaldas con la ropa de cama subida hasta el cuello y no podía distinguir siquiera las débiles formas de los muebles de su dormitorio, deseó que estuviera aún más oscuro.

¿Cuánto tiene uno que esconderse, se preguntó, cuán oscuro tiene que estar para que uno no se sienta como si los ojos de todo el mundo pudieran verle?

Estaba desnuda. El camisón estaba arrugado en el suelo. Había subido la colcha, que normalmente quitaba por la noche, por encima de la ropa de cama y hasta su mentón.

¿Cuánta oscuridad, cuánta ropa de cama, cuánto silencio necesitaba para estar a solas con su propio cuerpo?

No era la desnudez misma. Era lo que ella iba a hacer con ésta.

Mary sintió que su mente, involuntariamente, susurraba: «Perdóname. —Se sintió tonta—. Pediré perdón después, no ahora.»

«¿Por qué puedo tocarme un brazo o una pierna sin sentirme culpable? ¿Por qué tengo que sentirme mal respecto a querer descubrirme a mí misma? Al fin y al cabo, es mío, ¿no? Mío para tocarlo, para explorarlo, para gozar.»

«Una buena chica católica mantiene sus pensamientos y sus manos ocupados.» Hermana Michael, sexto curso.

«El pensar en un acto impuro es tan pecaminoso como cometer ese acto.» Padre Crispin.

«El tocaros hace llorar a Jesús.» Hermana Joan.

Pero tengo que saber, imploró Mary con la oscuridad en torno a ella. Yo pensaba que lo había hecho Sebastian, pero el doctor Wade dice que lo he hecho yo.

«Tengo que saber…»

Cerró los ojos y evocó la imagen de san Sebastian. Se lo imaginó de pie ante ella, el taparrabos caído sobre el suelo en torno a los pies de él. Vio cómo la luz de la luna realzaba las colinas y valles de sus hermosos músculos duros. Cómo sus ojos, profundos y melancólicos, la miraban triste y amorosamente.

La mano de ella, vacilante e incierta, se deslizó por encima de la cresta de su propio muslo.

Su mente volvió a susurrar: «Perdóname…».