15

Mientras Tarzana dormía en la cálida noche de agosto, una luz brillaba en una ventana de la rectoría de San Sebastian. El padre Lionel Crispin, que trabajaba a la luz de la única lámpara y bebía un ocasional sorbo de brandy, estaba intentando escribir el sermón del día siguiente por la mañana. Tenía dificultades.

Muchos de sus feligreses habían estado expresando preocupación, últimamente, por el ecumenismo del nuevo papa y temían grandes enfrentamientos dentro de la iglesia. La diócesis ultraconservadora de Los Ángeles contemplaba preocupada la reunión del Concilio Vaticano II y no podía negar el hecho de que se avecinaba algún tipo de cambio. El padre Crispin había decidido usar el sermón del domingo como vehículo para explicarle los problemas a su congregación e intentaba, en su escrito, evitar su oblicua visión personal.

Se encontró con que no podía concentrarse.

Cogiendo la copa de brandy y encaminándose hacia la ventana, Lionel Crispin apartó apenas las cortinas y miró hacia la desierta zona de aparcamiento.

Por primera vez en muchos años el padre Crispin pensó en su viejo sueño, el que tanto había acariciado treinta años antes cuando aún estaba en el seminario. En aquella época, el joven e idealista Lionel Crispin había querido, con toda su alma, entrar en la orden franciscana. La sencillez, la pobreza, la hermandad con todas las criaturas de Dios, lo habían atraído tanto que había llegado a dar pasos formales para entrar. Pero entonces había intervenido su rica familia de Boston, escandalizada por que su hijo quisiera degradarse y no tuviera aspiraciones puestas en el arzobispado. Sus dos progenitores habían tenido resplandecientes visiones del hijo con el fajín de color púrpura del cargo, y cuando Lionel había visto lo destrozados que quedarían si él continuaba adelante con sus planes, había abandonado su sueño de franciscano y aceptado un nombramiento como cura párroco local.

Se apartó de la ventana y fue a detenerse ante el escritorio.

El idealismo había desaparecido ya, el joven impulso de atender a los pobres y afligidos. Todo lo que quedaba del joven visionario era un sacerdote medio calvo, de barriga prominente y mediana edad que hacía tiempo había perdido de vista sus valores.

«¿Por qué, oh, Señor —pensó con tristeza—, estoy pensando ahora en estas cosas?»

Sabía por qué; era por la muchacha McFarland.

El padre Crispin avanzó con paso cansado hasta un sillón de la oficina y se hundió en él, fijó los ojos en la chimenea medieval de piedra gris que nunca albergaría un fuego real, y pensó: «No tendría que haber hecho eso esta noche. No tendría que haber salido de ese confesionario. Lo que hice fue igual que abandonar a la muchacha».

Reflexionó brevemente una vez más, como lo había hecho varias veces durante esa velada, sobre aquel cataclísmico momento en el confesionario: Mary había recitado una lista de pecados de término medio, corrientes —comer carne en viernes, usar el nombre de Dios para jurar, olvidar decir sus oraciones antes de irse a dormir—, pero había omitido el único pecado que el padre Crispin había querido que confesara. Cuando él la había presionado para que lo hiciese, habían discutido —¡en el confesionario!—, él había cerrado de golpe la ventanilla, se había vuelto hacia el siguiente feligrés, y cuando había vuelto al otro lado había oído el familiar, protestón susurro de Mary. Una segunda vez, Lionel Crispin se había apartado de ella, amonestándola para que revisara su alma y no volviera al confesionario hasta que estuviera dispuesta a confesar su pecado, y cuando volvió a abrir la ventanilla enrejada allí estaba ella, odiosamente testaruda, insistiendo en su inocencia, negándose a confesar. Y él, Lionel Crispin, en un ataque de cólera y falta de control, se había levantado y salido del confesionario.

Tomó un sorbo de brandy pero no lo saboreó.

«¿Por qué? ¿Por qué me hace sentir tan frustrado?» Dio un puñetazo en el brazo del sillón. Si al menos ella no pareciese tan racional… ¡Si al menos él pudiera creer que ella estaba de verdad mentalmente desequilibrada —un caso psiquiátrico— y no meramente mintiendo! Pero no podía arriesgarse. El alma de la chica estaba en juego.

Sus pensamientos regresaron a la reunión en la casa de los McFarland con Jonas Wade, pocos días antes, y el padre Crispin sintió que su enojo aumentaba con el recuerdo. Sí, eso era; la esencia de lo que lo inquietaba.

¡Cómo podía esperarse que él, un hombre de Dios, aceptara una noción tan ridícula! Se negaba a creerla, tenía que mostrarse incrédulo por el bien de su fe. Debido a que esta «partenogénesis espontánea» podía sucederle a una adolescente de Tarzana, ¿qué ocurriría entonces con la otra María de hacía dos mil años? ¿La Iglesia católica, la fe de millones de personas, todo fundado sobre una casualidad biológica?

Abrumado por el significado de la afirmación de Mary, de que otra muchacha llamada María de hacía mucho tiempo había sido tan inocente como ella, había estado igual de desconcertada e igual de ansiosa por aferrarse a un sueño sobre un ángel, el padre Crispin cayó de rodillas donde estaba, dejó caer la copa vacía e inclinó la cabeza para orar.

El padre Crispin estaba sumido en sus propios pensamientos mientras los monaguillos lo ayudaban a revestirse en la sacristía. El padre Ignatius y el padre Douglas habían dado las primeras misas, dejándole al padre Crispin la que él prefería, la que siempre estaba más concurrida.

Los monaguillos pensaron que su pastor estaba repasando mentalmente el sermón mientras se vestía en silencio, lavándose primero las manos, tomando el amito de manos de ellos, besándolo, colocándoselo en la cabeza durante un momento y finalmente dejándolo caer en torno a sus hombros. No bromeaba con ellos como solía hacerlo.

El padre Crispin había dormido muy poco aquella noche; estaba de humor triste y distraído. ¿Cómo, si podía saberse, debía tratar a la muchacha McFarland? Sus padres se mostraban firmes sobre aquella charlatanería científica. ¡Había sido tan fácil convencerlos, se habían mostrado tan dispuestos a aceptar cualquier placebo a medio cocer que les cayera en las manos! ¿Por qué se ponían de parte de Wade y no de parte de Crispin? ¿Por qué estaban tan dispuestos a absolver a la chica?

El padre Crispin cogió el alba de manos de los monaguillos y se la pasó por la cabeza, alisándola y separándola de la sotana. Los monaguillos le rodearon la cintura con el cíngulo, tras lo cual le colgaron al brazo el estrecho manípulo de seda.

La muchacha estaba o bien mintiendo o era una psicótica. El problema era cómo averiguar cuál de las dos cosas. El desequilibrio mental podía ser tolerado, pero el ocultamiento decidido de un pecado mortal, no. Por el bien del alma de Mary, el padre Crispin tenía que descubrir la verdad.

Mary tardó un momento en levantar la cabeza y recorrer la iglesia con los ojos. Se encontraba tan abarrotada que había gente de pie en el fondo. Miró todas las manos unidas y cabezas bajas, la forma en que la gente formaba cúpulas góticas con los dedos, cómo otros habían entrelazado y abatido los dedos, e incluso otros rezaban con una mano encima de la otra.

Cuando el padre Crispin y los monaguillos salieron de la sacristía, toda la congregación se puso de pie. Él se volvió hacia los feligreses y los bendijo, y todos se persignaron.

A lo largo de todo el servicio, Mary intentó concentrarse en el milagro de la misa. Nunca antes había pensado realmente en cómo, durante la misa, Jesucristo pasaba de hecho por todo el círculo de la Encarnación y la Ascensión, cómo nacía sobre el altar, cómo el sacerdote convertía el mero pan en carne de Jesús, y cómo Jesús moría y regresaba de la muerte. Todo ante los ojos de la congregación, todo en el lapso de una hora.

El padre Crispin también tenía que esforzarse para concentrarse, para recordarse lo que estaba haciendo, para pensar en que tenía entre las manos el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Su voz sonaba con un impropio tono cortante.

—Kyrie eleison.

Él sabía que su estado diferente de esta mañana no era debido sólo a la muchacha McFarland; eran aquellos condenados recuerdos que brotaban de rincones cerrados de su mente, privándolo del sueño y obligándolo a revivir, durante la noche, las largamente olvidadas visiones de los días de seminario. Al alba se había levantado sin descanso y amargado. Y ahora, casi gritando el Introitus para mantener su mente en la misa, Lionel Crispin no podía evitar ponerse a pensar que la multitud que había a sus espaldas, los suburbanitas sobrealimentados, vestidos con exceso de lujo y santurrones eran la causa de la pérdida de su idealismo.

—Credo in unum Deum Patrem omnipotentem, factorem…

Demasiados años de mimar a personas de buena sociedad, de organizar partidas de bingo, carnavales y rifas, de repartir penitencias por pecados de comida rápida de plástico.

Se volvió para encararse con ellos.

—Dominus vobiscum.

No había una sola gota de sangre ética en su parroquia; todo el color de la piel había sido obtenido junto a las piscinas.

—Sanctus, sanctus, sanctus…

Mary perdió el hilo de la misa; su concentración menguó. Mantenía los ojos sobre el desnudo, torturado cuerpo de san Sebastian.

—Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis.

Luego sonaron las campanillas y Mary se golpeó el pecho con el puño.

—Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa…

Era el momento de recibir el Cuerpo. Mientras la congregación se levantaba en silencio y hacía fila en la nave central avanzando hacia el altar, Mary se puso de pie y se reunió con ellos.

Se arrodilló ante la barandilla, cerró los ojos y comenzó a rezar.

Por debajo de las pestañas veía al padre Crispin que se desplazaba lentamente a lo largo de la línea de bocas abiertas, colocando hostias en las lenguas que asomaban.

Cuando faltaban tres personas para llegar a ella, ayudado por un monaguillo que sostenía la bandeja dorada debajo de cada mentón, Mary echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca.

Sintió una brisa, la de alguien que pasaba cerca de ella, y oyó que una voz susurraba:

—Que el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo preserve tu alma para la vida eterna, amén.

Luego sintió que la persona que estaba junto a ella se apartaba de la barandilla.

Al sentir, aunque no veía, que el padre Crispin se detenía ante ella, el corazón de Mary comenzó a latir a toda velocidad. Tenía la garganta seca y deseaba desesperadamente poder tragar, pero mantuvo la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados apretadamente, la boca bien abierta.

Luego el momento pasó y el padre Crispin, tras haberse saltado a Mary, sirvió al siguiente feligrés de la hilera.

Humillada, Mary bajó la cabeza con brusquedad y apretó los nudillos entre sí hasta que sintió deseos de gritar de dolor. Sumió los labios y se los mordió con fuerza, sintiendo el sabor de la sangre. «¡No! —gritó su mente—. ¡No huyas!»

El padre Crispin, que en el extremo de la hilera se volvía para comenzar de nuevo, miró con expresión ceñuda a la muchacha que permanecía testarudamente en la barandilla. El monaguillo, intentando no demostrar su asombro, mantuvo los ojos en la bandeja y por eso tropezó con su propia sotana y cayó contra el sacerdote y farfulló:

—¡Perdone, padre!

Ella sintió la brisa cuando él pasó por delante para ir hasta el otro extremo de la fila y regresar, y se mantuvo firme. Se aferró a la barandilla como si estuviera en la montaña rusa y luchó contra la creciente náusea.

El padre Crispin descendió por la hilera, dando el Espíritu Santo y bendiciendo a cada feligrés. Los dedos que sujetaban el tallo del copón estaban blancos. Sus labios eran finos y de enojo; su voz se elevó un poco y pudo ser oída por encima de los pies que se arrastraban.

Cuando volvió a estar a tres personas de distancia, Mary echó la cabeza hacia atrás y se obligó a abrir la boca, aunque el miedo la hizo atragantar. Sacó la seca lengua y apretó los codos contra los flancos; temblaba tan violentamente que todo su cuerpo se sacudía.

Por debajo de los párpados ligeramente abiertos vio el alba blanca del padre Crispin que se detenía ante ella.

Una fina capa de sudor la cubrió al instante; Mary temía que iba a vomitar.

Una súplica pasó por su mente: «Ayúdame, Dios, ayúdame, Dios, ayúdame, Dios…».

Y luego el tacto, el cosquilleo, el delicioso suspiro de la hostia en su lengua.

Lanzándose hacia delante, casi doblándose en dos sobre la barandilla, Mary sollozó de alivio y regocijo. Un coro de ángeles estalló en su mente y un órgano aulló sus profundos tonos por la iglesia. El coro estaba cantando y el último de los feligreses se alejó de la barandilla de Comunión.