Nathan Holland aparcó su coche entre el viejo Falcon verde del padre Crispin y un Cadillac rojo que supuso propiedad del doctor Wade; los McFarland habían aparcado sus dos coches en la calle con el fin de que hubiera bastante espacio en el sendero de entrada para los tres visitantes. Nathan apagó el motor y miró el reloj de pulsera, temeroso de haber llegado con retraso, pero vio que los otros se habían adelantado a la hora fijada. Eran exactamente las doce del mediodía.
No sabía de qué se trataba todo esto; sólo que el doctor Wade había dicho que afectaba a Mike y que los dos deberían estar presentes. El muchacho estaba quieto y sin hablar en el asiento junto a él, pero Nathan tenía una idea de lo que pasaba por la mente de su hijo. Nathan Holland esperaba que esta reunión ayudaría a levantar la nube que había descendido sobre su casa desde el día en que Ted McFarland había llevado por primera vez la noticia referente a Mary; todos habían sufrido, no sólo Mike, cuyas notas del colegio de verano habían bajado y cuyas habituales energías veraniegas habían decaído, pero también Timothy, que ahora parecía casi despreciar a su hermano mayor, en otro tiempo reverenciado; era como si el chico de catorce años hubiera sufrido una desilusión. Todos sus amigos sabían lo que había hecho Mike, y encontraban que era un blanco estupendo para sus bromas de adolescentes. Matthew, por otra parte, no parecía afectado por la situación, de hecho parecía no importarle, y eso trastornaba a Nathan más que cualquier otra cosa. Como quiera que fuese, probablemente hoy iba a ser un momento decisivo, un día en el que se tomarían decisiones, y puesto que Mike era el candidato más probable de la paternidad, no cabía duda alguna de que los McFarland y Jonas Wade querían hablar de matrimonio. Nathan no estaba aún, después de tres meses, preparado para esta eventualidad, a pesar de que había sabido que sería inevitable; estaba agradecido porque el padre Crispin estaría presente para guiarlos.
Mike, que sabía lo que estaba pensando su padre, esperaba la reunión con nerviosismo; sería la primera vez que vería a Mary desde antes de que se marchara. Tenía miedo, no de ella, sino de sí mismo; miedo de fallarse a sí mismo, de quebrarse, de mostrar lo débil que era. Lejos de ella, fuera de su presencia, Mike podía acorazarse contra el daño que le había causado; pero cuando la tuviera cerca, la viera, oyera su voz, todas sus convicciones se disolverían. Sería nuevamente la víctima de ella.
Mike, a diferencia de su padre, no se sintió animado al ver el coche del padre Crispin; él ya había discutido acaloradamente con el sacerdote sobre este punto: primero, el cura lo había instado a confesar su pecado de haber mantenido relaciones sexuales, y luego a que protegiera a Mary y le diera un apellido al niño. Mike había luchado contra ambas cosas.
—Entremos, hijo —dijo Nathan en voz baja.
Lucille los recibió en la puerta, sonriente, estrechó la mano de Nat, y se sintió aliviada porque por fin habían llegado los dos, porque ahora podrían comenzar y ella se vería obligada a enfrentarse con el problema y tal vez incluso podría hallarse un camino de regreso a Mary. Se habían transformado en dos extrañas, madre e hija, y a pesar de que Lucille no sabía por qué, sospechaba que Mary la culpaba por su intento de suicidio. Lucille había intentado varias veces acercarse a Mary, abrir una vía de comunicación; necesitaban sentarse a hablar y sacar a la luz sus emociones, pero Mary era diferente ahora, ya no era la chica que Lucille conocía, por lo que la madre se sentía insegura de cómo tratarla, qué decir.
En la superficie, no muchas cosas habían cambiado a causa del estado de Mary; la vida continuaba como antes, y a pesar de ello Lucille sentía las corrientes subterráneas y éstas la hacían sentirse incómoda. Cada sábado por la mañana, en las clases semanales de cocina para gourmets del Pierce College, Lucille percibía diferencias sutiles en las otras mujeres; una compasión implícita parecía planear sobre ellas, una velada expresión en sus ojos que era como la expresión de los ojos de alguien que quiere manifestar su condolencia por una muerte pero es demasiado tímido. Ahora, sus amigas se mostraban especialmente amables con ella; Lucille se encontraba con que, cada sábado, acababa en el banco de trabajo que había junto a la ventana, el que todas querían, el que tenía la mejor luz. Pero, de alguna forma, ahora siempre era el de Lucille. Y elogiaban sus crepés cuando ella sabía que estaban blandas, e incluso las mejores y más experimentadas veteranas de la cocina le pedían ahora consejos culinarios básicos.
La vida social de Lucille se había extendido, aunque no por su propia obra; últimamente recibía tantas invitaciones —para merendar, ir al cine, a conferencias vespertinas, excursiones a Oxnard—, que no había forma posible de aceptarlas todas. Sus amigas estaban matándola con amabilidad y compasión; era como si alguien hubiese dicho: «Lucille está atravesando un mal momento ahora, seamos buenas con ella».
Condujo a Nathan y Mike Holland a la sala de estar y les ofreció vasos escarchados de té helado. El padre Crispin se puso en pie de inmediato y estrechó la mano de Nathan. Luego miró con cara reflexivamente ceñuda a Mike.
El sacerdote había estado descontento desde la charla mantenida con Mary la tarde del día anterior, cuando se la había encontrado en la iglesia vacía, arrodillada ante el cuadro de san Sebastian, y rezándole. Le había pedido que acudiera a su oficina y había oído entonces con sus propios oídos la increíble fantasía que ella abrigaba. Con paciencia al principio, luego irritado, después enfadado, había echado mano de sus veinte años de experiencia como cura párroco para arrancar a la muchacha de su locura.
—Mary Ann McFarland, estás profiriendo blasfemias —había dicho—. Estás agravando tus pecados con esta estupidez. Tuviste un sueño, Mary, y eso es todo.
—Una visitación —había protestado ella—. Lo sé, padre, porque lo sentí. Sentí que san Sebastian ponía su simiente dentro de mí. Uno no siente los sueños, ¿verdad, padre?
—¡No fue más que un sueño realista, hija mía!
—Ahora sé por qué ella mantuvo en secreto lo de Gabriel.
—¿Ella?
—La Santa Virgen. Ella sabía que la gente no le creería, así que mantuvo en secreto su visita, que es lo que yo debería de haber hecho.
—Mary, es ridículo que te compares con la Madre de Dios. No toleraré esto; ya ha durado bastante. Has conseguido hacerte mimar por tus padres y el doctor Wade, pero yo tengo la responsabilidad de tu alma, Mary, y no autorizaré esta infantil pérdida de tiempo. Tú eres católica, Mary, una del grupo de privilegiados que tiene la promesa del cielo y del amor de Dios con la única condición de que sigas sus leyes. Tienes el privilegio de la confesión y la penitencia, que no es algo de lo que cualquiera pueda aprovecharse y ciertamente no algo que pueda tomarse a la ligera. Confiesa esta abominación ahora mismo, Mary Ann McFarland, por el bien de tu alma inmortal.
Pero las tácticas del miedo no habían funcionado. Y luego vino el tema del doctor Wade:
—Estás descuidando el bienestar de tu hijo.
—Dios cuidará de él —se había regocijado ella con extremada calma.
—Dios nos ha dado médicos, Mary, con el fin de que puedan realizar el trabajo de Él en la tierra. Es su voluntad que continúes viendo al doctor Wade; ¡no debes descuidar la salud de tu bebé!
El padre Crispin había acabado la fútil visita con algo cercano a un ruego:
—Mary, confiésate ahora. Deja que la madre iglesia se lleve tu dolor.
Pero ella se había mostrado tan inamovible como la Piedra Blarney[12] y si él, su sacerdote y confesor, no podía meterle un poco de sentido común dentro, ¿qué, si podía saberse, esperaba conseguir hoy aquí, Jonas Wade?
El propio Jonas no estaba seguro; dos eran los objetivos que lo habían llevado allí: aclarar la cuestión de la inocencia de Mary y obtener el permiso de sus padres para llevar a cabo una amniocentesis.
En el último chequeo —antes de la desastrosa visita, cuando ella le había dicho que no volvería a verlo—, Jonas había realizado un examen uterino. Al tacto, el feto parecía estar desarrollándose con normalidad, la dilatación tenía el largo previsto. Pero eso no bastaba. Apenas la noche anterior Jonas había sacado el libro de Eastman titulado Williamns Obstetrics y repasado el capítulo «Anomalías del desarrollo». En éste, se había encontrado con una estadística alarmante: tres cuartas partes de todos los monstruos como anencefálicos (fetos sin cabeza) y hemicéfalos (con media cabeza) eran del sexo femenino. Había permanecido sentado en su estudio, asombrado por el significado de este hecho, haciendo caso omiso de la llamada de Penny para cenar, arrastrado a la escalofriante conclusión de que algunas de esas horribles criaturas deformes podrían ser resultado de una concepción partenogenética.
No podía soportar la idea de que Mary pudiera tener un monstruo semejante dentro de ella. Jonas Wade quería hacer esa amniocentesis —y correr todos los riesgos inherentes— con tanta fuerza que estaba dispuesto a luchar por ello.
Mary se encontraba en su habitación peinándose cuando oyó que Nathan Holland entraba y le era presentado al doctor Wade. Las voces llegaban amortiguadas, pero creyó detectar la de Mike entre ellas. Mientras que el pensamiento de volver a verlo le producía una punzada, Mary sabía que conservaría el control de sí misma. Mike era como José; en el Evangelio según san Mateo decía que al principio José había querido, interiormente, repudiar a Mary, romper su compromiso con ella, y que luego Gabriel se le había aparecido y explicado todo. Eso era lo que iba a pasar con Mike. Dios se encargaría de eso.
Se preguntaba por qué el doctor Wade habría concertado esta reunión. No tenía importancia. Si eso hacía que sus padres fueran más felices (los dos habían parecido tan aliviados al saber que él vendría), era suficiente. Sabía que sus padres se sentían incómodos con el milagro de san Sebastian; Mary estaba contenta de permitir que el doctor Wade les ofreciera algo a sus angustiados corazones.
En la cómoda que había junto al espejo se encontraba una pila de libros de la biblioteca que aguardaban ser devueltos. El de más abajo, Queen of Heaven, había sido el primero que leyó: un extenso estudio recargado de la Virgen María. A pesar de sus más de mil páginas, el libro ofrecía poco en lo que se refería a hechos concretos o material nuevo; estaba compuesto principalmente de ideas medievales y renacentistas respecto al culto de la Virgen. Reducida a la básica historia del Nuevo Testamento, de la vida de la Virgen María se hablaba frustrantemente poco. Mary Ann McFarland había aprendido sólo dos cosas con ese libro: que la propia Virgen había sido concebida cuando su propia madre, santa Ana, fue besada en la mejilla por san Joaquín (la Inmaculada Concepción) y que María, al dar a luz a Jesús, había tenido un parto limpio, indoloro y sin sangre.
Los otros libros de la biblioteca trataban de temas similares, sólo que fuera del marco de la cristiandad: mitología clásica, En ellos. Mary había leído otros casos de concepción virginal —Leda, Semele, Io—, mujeres mortales que habían sido visitadas por dioses y habían dado a luz descendientes divinos. Platón, Pitágoras y Alejandro el Grande se creía que habían sido dados a luz por madres vírgenes. La historia estaba llena de casos semejantes; Mary supo que no se hallaba sola. Y el saberlo le proporcionaba consuelo.
Tras dejar el peine sobre la cómoda, Mary se tomó un momento para cerrar los ojos y llenarse los pulmones con una profunda, alentadora inspiración. Pensó: «Soy Vesta, soy todas las vírgenes; soy Isis, soy todas las madres; soy Eva, soy todas las mujeres…».
Exactamente como sabía que iba a suceder, en el instante en que Mary entró en la sala de estar, Mike volvió a enamorarse de ella. ¡Estaba cambiada! La blusa de maternidad con patitos y conejitos estampados no hacía más que realzar su nueva fecundidad en lugar de esconderla; su rostro era más redondo, más suave, sus pechos más grandes, su cabello brillante y lacio, sus ojos como cristales de una ventana sobre una brillante luz azul. Mike sintió que se le hacía un nudo en la garganta y se congelaba allí; quería coger la mano de Mary pero tenía las palmas sudadas.
—Hola a todos —dijo ella con una sonrisa.
Jonas Wade no perdió tiempo. Con todos sentados en torno a él —Lucille y Ted a ambos lados del médico en el sofá, el padre Crispin en un sillón, los Holland en dos sillas de comedor y Mary en la otomana—, abrió su maletín, sacó varias hojas de papel en blanco, y procedió a darles una breve clase sobre concepción humana.
Trazó un círculo sobre el papel, con un círculo pequeño y algunas líneas irregulares dentro del mismo.
—Éste es un óvulo humano, y estas líneas son los cromosomas, cuarenta y seis en total. Cuando el óvulo sale del ovario durante la ovulación, comienza lo que se conoce como etapa de maduración: se divide, los cromosomas se separan de forma que quedan dos pares de veintitrés, y esta mitad del óvulo —dibujó un reloj de arena achaparrado y trazó una X sobre la mitad superior—, conocida como el segundo cuerpo polar, es expulsada. El óvulo maduro tiene ahora sólo veintitrés cromosomas y está preparado para aceptar los otros veintitrés contenidos en el espermatozoide. Si en esta etapa tiene lugar el coito, el espermatozoide penetra en la membrana vitelina, se transforma en una masa en forma de huso conocida como prenúcleo masculino, y se funde con los veintitrés cromosomas femeninos en el centro del óvulo. Se activa la segmentación y el huevo comienza a dividirse, multiplicándose hasta que se transforma en un grupo de células y luego en un embrión.
Miró los rostros que lo rodeaban.
—¿Por qué está contándonos esto, doctor? —preguntó Lucille.
—En preparación de lo que diré a continuación. Quiero estar seguro de que tienen todos algunos fundamentos y que nadie se queda en la ignorancia.
Jonas miró a cada uno de ellos, a Ted, el cual asintió con la cabeza, a Nathan y Mike Holland, y finalmente al padre Crispin, cuyos labios estaban fruncidos de disgusto.
—La razón por la que he acudido hoy aquí —dijo Jonas—, es para darles a todos una clara comprensión de por qué Mary está embarazada.
—¡Sin duda, doctor Wade —intervino el padre Crispin—, no estará usted persistiendo en esa ridícula teoría!
—No es ridícula, padre, como pronto verá.
—¿Qué? —preguntó Lucille—. ¿De qué están hablando?
—Yo estoy hablando, señora McFarland, acerca de la partenogénesis.
Mientras los siete que lo rodeaban escuchaban en silencio, sus caras una colección de máscaras, Jonas Wade, despues de definir los términos, relató lenta y cuidadosamente, paso a paso, la investigación que había llevado a cabo, sin dejar de incluir las conversaciones mantenidas con Bernie y la doctora Henderson, los datos que había compilado, y la sorprendente conclusión a la que había llegado. La charla ocupó sólo treinta minutos, pero pareció transcurrir mucho más mientras la voz de Jonas Wade llenaba la sala de estar; el pequeño círculo de personas se cerró sobre sí, dejando fuera el deslumbrante sol de mediodía que rebotaba en el blanco piso del patio, y los reflejos de la piscina que danzaban por las paredes y el techo. Mientras cada uno escuchaba el tono de autoridad, veía los artículos fotocopiados salir del maletín, escuchaba los hechos y las estadísticas y finalmente era arrastrado al sorprendente final, cada cual ingirió y digirió el material a su manera.
Cuando Jonas acabó, cinco de las siete personas presentes no eran las mismas que habían sido media hora antes.
Nathan Holland se retrepó en el asiento y se pasó las manos por la melena de cabellos blancos. Sus ilegibles ojos grises se desplazaron con lentitud por encima de las hojas de papel esparcidas ante él sobre la mesa de café, desde el dibujo a lápiz de un óvulo y un espermatozoide hasta los artículos de revista con sus encabezamientos únicos (todos los cuales contenían la palabra «virginal»), y finalmente se posaron sobre el esquema a tinta de un óvulo humano dividiéndose, sus cromosomas separándose, luego uniéndose otra vez. Él lo creía, cada palabra.
Lucille McFarland, que se apartaba continuamente mechones de pelo de la frente, contempló con fijeza los mismos papeles y dibujos y pensó: «¡Imposible!».
—Lo que me asombra —dijo la voz de púlpito del padre Crispin—, más aún que esta idiotez inverosímil, es que usted espere que nos lo creamos.
Antes de que Jonas pudiera responder, Ted dijo:
—No sé qué decirle, padre, es bastante convincente…
—¡En ese caso, estoy aún más asombrado! —El sacerdote se levantó del sillón con un gruñido y caminó en torno al mismo, mientras intentaba bombear vida de nuevo a su corpulento cuerpo.
Jonas alzó los ojos hacia él con una mezcla de impaciencia y pesar, y pensó: «Usted sólo lucha contra esto porque cree que ataca a su fe. ¡Usted me escucha insinuar que Jesús podría haber sido una casualidad biológica! Cuando todo lo que yo estoy diciendo es que creo que el bebé de Mary McFarland lo es».
—Doctor Wade —dijo la suave voz de Ted—, ¿es realmente posible esto?
—Señor McFarland, fíjese en el caso de las quintillizas Dionne del Canadá. ¿Sabe cuáles son las probabilidades de concebir quintillizos? Sólo una en cincuenta millones. Una posibilidad entre cincuenta millones de que cinco bebés se desarrollen a partir de un solo huevo, y a pesar de ello, eso es lo que hicieron, precisamente. Y todo el mundo lo acepta. Señor McFarland, el nacimiento de las quintillizas Dionne fue, en efecto, un milagro científico, mucho más grande que lo que le ha sucedido a su hija, que nadie creía que pudiera ocurrir. Y sin embargo nadie lo ha discutido, nadie lo ha rebatido; las quintillizas son reconocidas y aceptadas como lo que son. Ahora estoy diciendo que las probabilidades de concepción partenogenética son mucho más altas. Si usted puede aceptar a las quintillizas Dionne, ¿por qué no la virginidad de Mary?
Ted asintió lentamente, hipnotizado.
En las sombras de la tarde que comenzaban a alargarse, el padre Crispin se aferró al respaldo del sillón y se recostó contra él.
—Muy bien, doctor —dijo con voz queda—, hablemos de la virginidad de Mary. Usted la examinó, ¿no es cierto?
—Por supuesto.
—¿Y el himen?
Jonas Wade contempló el carnoso rostro del sacerdote.
—El himen de Mary era duro y estaba intacto, con una apertura apenas del tamaño de una moneda de diez centavos, lo justo para permitir la salida del flujo menstrual.
—¿Es esto una prueba concluyente de virginidad?
—No, pero un argumento condenadamente bueno para defenderla.
—¿Puede un himen estirarse para permitir una sola admisión y volver luego a su forma virginal?
—En algunos casos, sí.
—¿Lo rompería una sola penetración?
—No necesariamente.
—¿Y diría usted, doctor Wade, que nunca se ha hecho nada con el himen de Mary?
Jonas miró con expresión reflexiva a la muchacha, cuya cara era pétrea.
—No.
El padre Crispin se apartó del sillón con aire de triunfo y los labios otra vez fruncidos.
—Vuelva a explicarme, doctor Wade —le llegó la grave voz de Ted—, por qué cree usted que el bebé será una niña.
—Se lo demostraré.
—Increíble… —susurró Ted un minuto más tarde, sacudiendo la cabeza sobre el diagrama que el doctor Wade había bosquejado a grandes rasgos.
Lucille, inclinándose hacia delante, estudió la ilustración sin hacer comentarios, fijándose en el óvulo con la letra X y el espermatozoide con la letra Y, así como en la ecuación genética simplificada que el doctor Jonas Wade había hecho para ellos.
Jonas Wade dejó los papeles en las manos de ellos y se recostó en el respaldo del sofá.
—El espermatozoide determina el sexo del niño. Lleva los cromosomas Y, que hacen varón al bebé. Dado que no había espermatozoides presentes, y en el óvulo están sólo los cromosomas X, femeninos, entonces el bebé tiene que ser una niña.
Finalmente, Lucille alzó la mirada con sus ojos glaciales llenos de asombro. Su parecido con Mary hizo que Jonas pensara que así sería la hija dentro de veinte años.
Luego miró a Mary y se preguntó qué estaría sucediendo detrás de aquellos ojos cristalinos.
Ella estaba pensando: «Está equivocado…».
Lucille habló con voz jadeante.
—Doctor Wade, la electricidad, la descarga que recibió en la piscina, ¿cree usted que eso lo provocó?
—Sí.
—Pero… —había confusión en sus ojos; por un instante, Lucille pareció más joven, más aniñada que su hija—, ¿puede tener un alma?
Éste era terreno inseguro para Jonas Wade que, confiado en lo que se refería al análisis científico de la situación, había sido capaz de hablar con seguridad y convicción; ahora vaciló. Reflexivamente, miró al sacerdote en busca de ayuda.
Al ver la expresión de los ojos del médico, el padre Crispin se apresuró a decir:
—¡Por supuesto que tiene alma, Lucille!
—Pero… no fue concebido de la manera normal.
—De todas formas, es una vida, y todas las vidas proceden de Dios. Él escoge sus instrumentos y sus medios por sus propias misteriosas razones… —El padre Crispin se dominó de repente—. Y no es que yo crea este disparate —agregó con preocupación—. Pero aun en el caso de que fuera verdad, Lucille, continuaría siendo un hijo de Dios.
La voz del sacerdote había titubeado; el apoyo que Jonas había esperado ganarse por parte del padre Crispin, no existía. Avanzó con cautela.
—La criatura será normal, señora McFarland, no hay ninguna razón por la que no deba serlo. Dentro de pocas semanas podré hacerle una radiografía y podremos, de hecho, mirar el feto. —Jonas Wade miró a Mary, que continuaba sentada como una estatua—. Existe, sin embargo —en este tema caminaba de puntillas por un campo de minas—, la leve posibilidad de que pueda haber algún problema, así que sólo como precaución…
—¿Algún problema? —inquirió Lucille—. ¿Qué clase de problema?
—No tengo ni idea. Sólo estoy diciendo que este caso es único, podría revestir consideraciones únicas. Y sólo como medida de precaución me gustaría que me autorizaran a realizar una prueba especial en su hija.
—¿Qué clase de prueba? —inquirió Ted.
—Se llama amniocentesis e implica extraer un poco del líquido amniótico que rodea al feto y examinarlo al microscopio. Es algo que se está llevando a cabo en las madres con sangre Rh negativa para determinar si el bebé corre algún peligro ante los anticuerpos de la madre. Podemos echarle un vistazo a la estructura cromosomática del bebé —«cuidado, Wade, no los alarmes»—, y asegurarnos de que su desarrollo está siguiendo el curso normal.
—¿Qué fiabilidad tiene esta prueba?
—Ahora mismo está en etapa experimental, pero…
Lucille sacudió la cabeza.
—No quiero que hagan ningún experimento con mi hija. Ya ha pasado por bastantes cosas.
—Señora McFarland, la amniocentesis se realiza en centenares de mujeres cada año, en hospitales, por médicos acreditados…
—¿Es seguro?
—¿Cómo dice?
—¿Existe algún peligro?
—Bueno, sí, pero también los hay en…
—No, doctor, nada de pruebas con mi hija.
Jonas Wade sintió que se encogía, la voz se le tensaba.
—Es por el propio bien de su hija, señora McFarland, y por el bienestar del bebé.
Ella mantuvo sobre él sus glaciales ojos.
—¿Y si se descubriera que el bebé es anormal?
Él la miró fijamente.
—Doctor Wade —intervino Ted—, creo que lo que está diciendo mi esposa es que, puesto que nada puede hacerse respecto al bebé, en cualquier caso, ¿por qué hacer pruebas peligrosas? Me refiero a que, si se descubriera que es deforme, los cuidados que usted le dedica a ella no cambiarían, ¿verdad?
Jonas consideró esto, evaluó la mirada defensiva de los ojos de hielo azul de Lucille, y respondió:
—No.
—Doctor Wade…
Todos los ojos se volvieron hacia Mike, que los sobresaltó al hablar. Su rostro tenía una expresión distraída.
—¿Qué aspecto tendrá?
—¿Cómo dices?
—El bebé, ¿qué aspecto tendrá?
—Bueno… —Jonas se movió incómodo, preguntándose qué estaba pensando el muchacho—. Los cromosomas de Mary se separaron y luego volvieron a encadenarse. Puesto que no había ningún espermatozoide para introducir rasgos nuevos, el bebé tendrá exactamente el mismo aspecto que Mary.
Mike volvió la cabeza y sus ojos grises brumosos contemplaron a Mary de modo extraño.
—¿Como una réplica? —preguntó.
—Sí… Mary, en un sentido, se dará a luz a sí misma. —Y en el fondo de la mente de Jonas Wade, una voz resonó: «Estos sapos no son descendientes de Primus, son Primus…»
Largas cintas de sol entraban inclinadas a través de las puertas correderas de vidrio; el polvo del verano flotaba en los rayos, haciendo que la sala de estar pareciera difusa en un espectral resplandor de halo. Siete mentes inseguras y perplejas continuaban luchando con la revelación del día, con la excepción de una, Mary, que se hallaba bañada por una paz interior que la protegía de la fría realidad.
La lucha del padre Crispin era la mayor porque, a diferenda de los otros, que se esforzaban para que sus corazones aceptaran la teoría científica de Wade, el sacerdote luchaba contra ella con todas sus fuerzas.
—Así que, como pueden ver —dijo Jonas Wade tras una pausa—, no se ha cometido ningún crimen. Mary estaba diciendo la verdad.
Lucille miró al médico con un pequeño destello de gratitud en los ojos, pero aún no conseguía la fuerza necesaria para mirar a su hija. Luego intentó sonreírle a Ted; había alivio en la aceptación.
—Después de que nazca el bebé —dijo Jonas mientras recogía los papeles—, estaré en mejor posición de confirmar todo esto con algunas sencillas pruebas de diagnóstico…
—No, doctor.
—Éstas no son pruebas peligrosas, señora McFarland. Una muestra de sangre es todo lo que se necesita para estudiar la composición genética del bebé, y un trozo de piel trasplantada de la niña a…
—No era eso lo que yo quería decir —lo interrumpió Lucille al tiempo que se ponía de pie y frotaba la nuca—. No vamos a conservar al bebé.
Jonas la miró boquiabierto de asombro.
—Hemos hablado de ello, doctor Wade —intervino la voz de Ted, al tiempo que también él se levantaba—. Creemos que es mejor para Mary si damos al bebé en adopción.
Jonas miró a Mary, cuyo rostro estaba enfurecedoramente impasible, y luego volvió los ojos hacia Lucille. Sintió una pequeña aparición de pánico y luchó contra ella.
—¿Están seguros? Todavía es pronto. Podría ser traumático separar a la madre y la hija…
—Tengo que manifestar mi acuerdo con los McFarland —intervino el padre Crispin—. Mary tiene sólo diecisiete años; ¿qué clase de madre sería, si aún no ha acabado el secundario? El bebé estará mejor en un hogar adoptivo donde podrá ser criado en una atmósfera de familia afectuosa.
Jonas buscó desesperadamente un argumento, pero no se le ocurrió otra cosa que la verdad, y eso no podía expresarlo en voz alta: dar el bebé en adopción transformaría en imposible la conclusión de su trabajo. Para terminar el artículo y publicar su teoría necesitaba los estudios genéticos del bebé y el injerto de piel. La pérdida del bebé frustraría todos los planes que había hecho. Además, si el bebé iba a ser adoptado, no sería justo revelar quién era su verdadera madre, ni las extrañas circunstancias de su concepción. Pero él ya había dispuesto las cosas para que el doctor Norbert, el cirujano plástico, hiciera el injerto.
—Bueno —dijo mientras cerraba el maletín y se ponía de pie—, todavía hay tiempo para pensar en ello. Estoy seguro de que cambiarán de parecer. —Bajó la mirada hacia la muchacha, que se encontraba en la otomana—. No puedo imaginarme a Mary queriendo separarse de su bebé. —La miró con esperanza pero ella pareció no haberlo oído—. En cualquier caso, dentro de un par de semanas le haré una radiografía al abdomen de Mary y continuaremos controlándola muy estrechamente.
Salieron por la puerta delantera al interior del horno que era la tarde. Nathan Holland le estrechó la mano a Ted, agradecido por que le hubieran quitado de encima la responsabilidad, y Mike, que aún se devanaba los sesos para entender todo lo que había oído, descubrió que no podía volverse para dedicarle una última mirada a Mary. De hecho, lo que Mike encontró, en lugar de la cálida devoción y afecto que una vez había sentido por Mary, fue un misterioso temor reverencial hacia ella; una curiosidad entretejida con una pizca de frío miedo, y aunque no quiso permitir que la palabra «monstruosidad» acudiera a su mente, Mike Holland se encontró repentinamente «apagado» por Mary Ann McFarland.
El padre Crispin se sentía enfadado por dos razones: porque todos hubieran creído a Wade, y porque el médico tuviera más influencia de la que tenía él, su sacerdocio. Una vez más, otro síntoma…
Después de que se cerrara la puerta, los coches hubieran partido y pudiera oírse a Mary que entraba en su dormitorio, Lucille se deslizó en el consolador círculo de los brazos de su esposo, descansó la cabeza sobre el pecho de él, y susurró:
—Oh, Ted, no sé si me siento aliviada o más asustada que nunca.