13

A Jonas Wade le resultaba difícil concentrarse. Era casi mediodía y la muchacha McFarland llegaría en cualquier momento.

—¡Muy bien, Timmy, eso es! —Dio una palmadita en la cabeza del niño—. Te lo has tomado con valentía. ¡Ya hemos sacado los diez puntos!

El chiquillo sonrió orgullosamente mirándose la cicatriz roja que tenía en la rodilla.

—Gracias —dijo con una vocecilla.

Mientras la enfermera ayudaba al niño a bajarse de la mesa de examen, Jonas Wade se marchó directamente a su oficina y cerró la puerta tras de sí. No se quitó la bata de laboratorio como solía hacer los viernes a esta hora. Tampoco estaban sus pensamientos ocupados con los habituales planes de fin de semana. En cambio, Jonas Wade se sentó ansiosamente en su silla y clavó los ojos sin ver en el historial clínico abierto que tenía ante sí.

Había decidido contárselo hoy todo a Mary.

El intercomunicador zumbó.

Jonas Wade estaba escribiendo apresuradamente en la ficha de Timmy cuando Mary entró suavemente, cerró la puerta y tomó asiento. Podía verla en la periferia de su campo visual, aguardando pacientemente con las manos unidas sobre el regazo.

Continuó escribiendo durante todo el tiempo que le fue posible, recorrió hacia atrás el historial de Timmy para ver si había algo más sobre lo que pudiera escribir comentarios, para prolongar el momento, con el fin de prepararse mentalmente para hablar con esta muchacha, y finalmente tuvo que cerrar la carpeta y deslizar el bolígrafo en el bolsillo del pecho.

Le dedicó a Mary su sonrisa más encantadora.

—¡Bueno! ¡Qué agradable sorpresa! ¡Hace cuatro días enteros que no te veo!

Ella rió silenciosamente, y sus azules ojos chispearon.

—Hola, doctor Wade. Gracias por haberme dejado venir.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Está tu madre contigo?

—No, me ha dejado coger su coche.

—¿Sabes conducir?

—He sacado la licencia por seis meses. Ella me deja ir en coche hasta la tienda de comestibles, la biblioteca y lugares así. Le dije que tenía que verlo hoy como fuera, y puesto que ella iba de compras con Shirley Thomas, dejó que yo me llevara el coche.

—Bueno, ¿y por qué querías verme?

Ella dudó, con el rostro lleno de expectación y entusiasmo. Luego, dijo de forma precipitada:

—¡Doctor Wade, sé por qué estoy embarazada!

Una pausa de pasmo. Luego:

—¿Qué?

—Ahora sé por qué, y también sé cómo sucedió.

Él se removió intranquilo en la silla.

—Bueno, Mary, esto parece interesante. Cuéntamelo.

Ella describió brevemente su encuentro con el padre Crispin dos días antes y la posterior visita de ambos a la iglesia para rezar juntos.

—¡Pero yo no podía rezar, doctor Wade! —dijo sin aliento mientras agitaba las manos—. ¡Nunca había tenido problemas para rezar en toda mi vida, pero justo entonces los tuve! Quiero decir, que podía recitar las palabras y todo eso, pero no tenían significado, eran sólo palabras. Era como si estuviera recitando en un idioma extranjero.

Jonas Wade se desplazó hasta el borde de la silla.

—Comencé a sentir pánico. ¡Lo sentía de verdad! Quiero decir, que tenía que significar algo, ¿de acuerdo? Cuando un católico de repente no puede rezar. Me asusté. Pensé: ¿y si esto es lo que se siente cuando Dios deja de escuchar?

»Entonces me asusté de verdad y comencé a temblar y tuve miedo de que el padre Crispin se diera cuenta de que tenía problemas para rezar. Y entonces, doctor Wade… —los ojos de Mary destellaron—, entonces, por ninguna razón en absoluto, dejé de rezarle a Dios y comencé a hablarle. Nunca antes había hecho eso, ¿sabe?, eso de simplemente hablarle. Y fue mientras le estaba hablando a Dios, vaciándole mi corazón, que eso sucedió.

Jonas parpadeó, hipnotizado por la animación de ella.

—¿Qué sucedió, Mary?

—Recordé el sueño.

Él no supo por qué, pero una pequeña alarma se disparó en el fondo de su cabeza.

—¿Sueño?

—Fue la noche justo antes de Pascua. Tuve un sueño muy extraño, doctor Wade, ¿sabe?, raro. Nunca había tenido uno parecido antes. Fue, bueno… —se encogió de hombros con azoramiento—, sexual. San Sebastian vino a mí en ese sueño. —Las palabras de Mary se enlentecieron ahora, salían cuidadosamente escogidas, medidas—. Soñé que san Sebastian me hacía el amor y el sueño fue tan real que pareció, ya sabe, como si hubiera sucedido de verdad.

Los dedos de Jonas Wade jugaban con los puños de su bata de laboratorio.

—Así que recordaste este sueño en la iglesia…

—Sí, mientras estaba pidiéndole a Dios que me ayudara. Así, de repente, el sueño volvió a mi memoria, como si Dios lo hubiera puesto en mi mente.

—¿Es eso lo que tú piensas? ¿Que Dios escuchó tu plegaria y respondió haciéndote recordar el sueño?

—Sí, pero no sólo el sueño, doctor Wade. Quiero decir, que un simple sueño pasado, incluso uno sexual, yo no pensaría que es muy importante, pero éste tenía algo de especial. Estaba la parte física del sueño, algo que nunca antes había experimentado. Eso fue lo que yo recordé en la iglesia, doctor Wade.

La frente de él se arrugó con un profundo fruncimiento.

—¿La parte física?

—Fue la cosa más clara que haya sentido en toda mi vida, y fue tan fuerte que me despertó. Y después de despertarme supe que algo le había sucedido a mi cuerpo porque, bueno… —la voz de la muchacha bajó—, me palpé por todas partes y descubrí que algo me había sucedido, ya sabe, ahí abajo.

Él la miró fijamente durante un momento.

—Mary —dijo luego—, ¿no sabes qué fue eso?

—Fue la sensación de que san Sebastian me había visitado.

Jonas se sorprendió parpadeando rápidamente.

—¿San Sebastian te había «visitado»?

—Bueno, el sueño tuvo lugar en la época correcta, ya sabe, en la segunda semana de abril, como dijo usted. Y si el ángel Gabriel visitó a la otra María, ¿por qué, entonces, san Sebastian no pudo hacer lo mismo conmigo?

El doctor Jonas Wade estaba en suspenso ante ella, con los ojos inexpresivos, el rostro congelado. Mientras las palabras de la chica se arremolinaban en su cerebro y comenzaban a tomar forma en una declaración con significado, él se hundió lentamente en la silla y susurró:

—Oh, Dios mío…

La voz de ella llegaba desde lejos.

—Usted me dijo que la concepción tuvo lugar en algún momento de las dos primeras semanas de abril, probablemente más cerca del final de la segunda. —La cara de Mary brillaba con una radiación interior, y sus ojos del azul del aciano estaban vivos y chispeantes.

Jonas sintió que se apoderaba de él un escalofrío devastador.

—Mary —dijo con tono grave—, ¿estás diciéndome que crees que este santo vino de hecho a ti en sueños y te dejó embarazada?

—Es lo que ocurrió, doctor Wade, porque Dios hizo que me diera cuenta.

De forma repentina, él se inclinó hacia delante, con las manos apretadas en puños sobre el escritorio que tenía ante él. Jonas sintió que se le tensaban las entrañas y deseó desesperadamente no haber pospuesto el hablarle de sus investigaciones.

—Mary, lo que sentiste al final de ese sueño no fue más que una respuesta física corriente. Tuviste un orgasmo.

El rostro de ella se encendió al instante.

—¡Las mujeres no tienen esas cosas!

Las cejas de él se dispararon hacia arriba.

—Estás en un tremendo error. Desde luego que las mujeres tienen orgasmos, y no es nada insólito que tengas uno cuando estás durmiendo. Mary, estás dándole a un reflejo normal del cuerpo el nombre de experiencia religiosa, y no lo fue.

La sonrisa de Mary desapareció de forma súbita y sus ojos se endurecieron.

—Doctor Wade, Dios no me habría hecho recordar una cosa sucia como ésa mientras yo estaba rezándole. Yo sé lo que fue mi sueño. Dios me lo dijo.

Jonas Wade la miraba con impotente aturdimiento. Este repentino e inesperado giro de las cosas lo había descarrilado; todos los preparativos que había hecho lo abandonaron repentinamente. Tendría que habérselo dicho antes, llegado a ella antes de que lo hiciera la iglesia; podría haber impedido esta desilusión. Mary había estado buscando frenéticamente una explicación, y puesto que él no le había ofrecido nada, un encogimiento de hombros, ella se había aferrado a esto.

—Mary, estás afirmando que tuvo lugar un milagro. Estás comparándote con la madre de Jesús.

—Porque es verdad. Si pudo sucederle a ella, ¿por qué no puede sucederme a mí? —La voz de diecisiete años era escalofriantemente calma—. Nadie la creyó a ella entonces, no hasta que nació el bebé. Si millones de personas pueden creer que le sucedió a una chica, ¿por qué nadie debería creer que puede sucederle a otra?

—Mary, ¿le has hablado a alguien más de esto? ¿Al padre Crispin?

—A nadie, ni siquiera a mis padres. Primero quería comentarlo con usted porque pensaba que lo entendería. Usted no pudo encontrar una respuesta, doctor Wade, así que se lo pregunté a Dios y él me la dio.

—Mary, tú misma te diste esa respuesta. Yo sé con toda seguridad por qué estás embarazada. He estado llevando a cabo algunas investigaciones. Tus circunstancias son muy raras, pero puede ocurrir…

—Doctor Wade. —La voz de ella era metálica, sus ojos invernales—. El padre Crispin me dijo que iba por ahí en estado de pecado mortal. Me dijo que había cometido un sacrilegio al tomar la sagrada comunión. Bueno, ahora sé que estaba equivocado. Soy pura, doctor Wade. Dios me envió a san Sebastian y puso este bebé en mi vientre. De la misma forma en que Gabriel fue a ver a la otra María. Yo no he cometido un pecado y no pasa nada científicamente malo conmigo ni con mi bebé.

—Mary, por favor, escúchame. —Jonas contempló a la muchacha con cierta agitación, sin saber por dónde empezar, temeroso de hacer que huyera de él, de perderla—. Mary, he estado estudiando esto y he hecho algunos descubrimientos sorprendentes. —Bajó el brazo para coger su maletín.

—Creo que ya no lo necesito, doctor Wade. —Lo miró con frialdad mientras se levantaba—. Sebastian cuidará de mí a partir de ahora.

Jonas Wade la observó marcharse mientras una sensación de absoluta impotencia lo retenía en la silla. Cuando hubo pasado un largo momento meditabundo, se movió por fin y tendió la mano hacia la pila de historiales médicos que había sobre el escritorio, de donde sacó el que llevaba el rótulo MCFARLAND. Abriéndolo, por la primera página biográfica, Jonas Wade encontró el número de teléfono de San Sebastian.

—¿Madre? —Mary asomó la cabeza por la puerta. La cocina estaba fresca y en silencio.

Entró en el comedor, miró al patio soleado, atravesó el salón y volvió a llamar.

—¿Madre? ¿Hay alguien en casa?

Oyó ruido en la sala del televisor y miró dentro. El televisor estaba encendido pero nadie lo miraba. Mary avanzó hasta él y lo apagó, borrando de la pantalla unas imágenes de noticias que mostraban una pancarta de una manifestación que decía: MARLON BRANDO ES UN RASTRERO AMANTE DE LOS NEGROS.

Mary escuchó los sonidos de la casa. Estaba tranquila y en silencio. Entró en el pasillo y se encaminó hacia los dormitorios. La puerta de Amy se encontraba abierta. Mary se detuvo y sonrió mirando al interior.

—¡Hola! ¿Dónde están todos?

Amy estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en la pared y las piernas recogidas contra el pecho. No miró a su hermana sino que continuó haciendo pucheros hacia la pared opuesta.

—¿Amy? ¿Qué pasa?

La niña de doce años se encogió de hombros.

Mary entró y se sentó en la silla pintada de blanco que hacía juego con el escritorio de su hermana.

—Amy, ¿te encuentras bien?

—Sí…

—¿Dónde está mamá?

Amy volvió a encogerse de hombros.

—¿Está todavía de compras con Shirley Thomas?

—Supongo.

Mary estudió la boca de su hermana, cómo las comisuras se inclinaban hacia abajo.

—¿Qué tal la película?

—Bien.

—¿Qué fuiste a ver?

Amy se metió un dedo entre los cabellos y comenzó a torcerlo en forma de rizo.

—Frankie Avalon y Annetta Funicelo.

—Amy, ¿qué pasa?

—Nada.

—¿Qué pasa, Amy?

Finalmente, la niña de doce años volvió la cabeza con una chispa de beligerancia danzando en sus ojos.

—Papá tenía que venir a recogerme esta tarde del cine y no fue. Lo esperé y lo esperé y no fue. Así que llamé a su oficina. Dijeron que estaba hablando por otra línea, con tu doctor Wade, así que llamé a mamá y no contestó nadie. ¡Así que tuve que coger el autobús y caminar cinco manzanas con treinta y tres grados de calor, eso es lo que pasa!

Mary se recostó en el respaldo de la silla mientras contemplaba a su hermana pequeña con leve sorpresa.

—Y otra cosa —continuó Amy—. No me gusta la forma en que han cambiado las cosas por aquí. Incluso cuando se suponía que tú estabas en Vermont yo sabía que sucedía algo malo porque mamá y papá actuaban de forma rara y yo oía a mamá llorando por la noche.

—Oh, Amy…

La niña se adelantó un petulante labio inferior.

—¡Y cuando yo les conté mis importantes noticias referentes a ingresar en la orden de la hermana Agatha, ni siquiera me escucharon! ¡Y luego tú viniste a casa y ahora nada va bien!

—Amy…

La niña saltó de la cama.

—De repente se han olvidado de que yo existo. ¡Ya no cuento!

—¡Eso no es verdad!

—¡Claro! —Amy se quedó de pie con las manos en las caderas—. ¡Tú eres la gran cosa por aquí porque tener un bebé es más importante que hacerse monja! ¡Eso es lo único que les importa a mamá y papá! ¡Y eso es lo único qué te importa a ti, tener el bebé de Mike!

—¡Amy!

La niña de doce años se volvió en redondo y salió de la habitación.

Mary se quedó un momento mirando cómo salía, luego se puso en pie de un salto, corrió tras ella y cogió a Amy por un brazo.

—¡No huyas de mí, por favor!

La niña se volvió con brusquedad, liberó su brazo de un tirón y miró ferozmente a su hermana mayor con los ojos llenos de lágrimas.

—¡He estado esperando y esperando —gritó— el momento perfecto para contárselo a mamá y papá, y lo único que dicen ellos es hablaremos más tarde!

—Amy, lo siento…

—¡Sí, tú lo sientes! ¡Tú recibes toda la atención de la casa y no es que hayas hecho nada bueno para merecerla!

Mary retrocedió un paso.

—¡Yo sé qué hiciste! —continuó Amy mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. Todos lo saben. Los chicos están todos hablando de ello. ¡Y yo no creo que sea algo que merezca que te traten como si fueras una princesa o algo parecido! ¿Y cómo van a ser las cosas después de que nazca el bebé y lo único que puedan hacer todos sea prestarle atención a él?

Mary se envolvió con los brazos y volvió la espalda hacia su hermana.

—Lo siento —gimió—, de verdad que sí. Pero las cosas van a mejorar, te lo prometo. Yo no hice lo que tú crees que hice, lo que están diciendo los chicos. El bebé no es de Mike. Algo hermoso y maravilloso me ha sucedido a mí, a esta familia, y dentro de poco, Amy, tú lo entenderás y te regocijarás con ello.

El sonido de la puerta delantera al cerrarse de golpe hizo que Mary se volviera en redondo y se encontrara sola en el pasillo oscuro.

—Sí, señora Wyatt, la campaña de san Vicente y san Pablo se celebrará en septiembre, como se ha hecho todos los años desde hace veinte. Y, sí, señora Wyatt, apreciaremos mucho el uso de su furgoneta familiar. Se lo haré saber con tiempo. Gracias, señora Wyatt. Adiós.

El padre Lionel Crispin reprimió el impulso de colgar el receptor con un golpe, y en cambio lo depositó con suavidad sobre la horquilla, y luego miró al aparato con expresión ceñuda como si fuera la causa de su irritabilidad de esta tarde.

Permaneció sentado a solas en su oficina pseudogótica, a solas con sus iconos y revestimiento de madera estilo Tudor, pilas de cartas que solicitaban caridad, y un memorando del arzobispo que le recordaba que la política debía mantenerse fuera del púlpito.

¡Política! Al padre Crispin no podía importarle menos la política; el memorando era una hoja impresa, distribuida por toda la diócesis, destinada particularmente a los jóvenes sacerdotes radicales que estaban predicando la integración racial en lugar del Evangelio. El arzobispo estaba molesto; el mes anterior, tres sacerdotes del área este de Los Ángeles habían recibido una reprimenda por ayudar a los grupos estudiantiles a organizar manifestaciones antisegregacionistas. En las noticias aparecieron imágenes de sacerdotes que llevaban pancartas.

¡Política! Ése era el último de los problemas del padre Crispin; él llevaba su púlpito de modo neutral y evitaba la controversia. El tema más candente que jamás había tocado era la vehemente división entre san Pedro y san Pablo. Lionel Crispin tenía otras preocupaciones, y éstas eran más atemorizadoras, más inmediatas que el debate sobre si la gente de color debía o no beber de una fuente de agua para blancos.

Al mirar en retrospectiva, podía ver que hacía tiempo que aquello se aproximaba —esta sensación de obsolescencia—, pero él había sentido su aguijón sólo en los últimos días. La hija de los McFarland lo había traído a primer término, arrancado la pátina protectora que con tanto ahínco había él tendido sobre sus miedos, y dejado en evidencia la cruda verdad de que el padre Crispin era, de hecho, un sacerdote muy innecesario e ineficaz.

Al menos, eso era lo que él había estado pensando durante el último par de días, desde que no había tenido ni la más mínima influencia sobre la conciencia de católica de Mary. Y luego, el día anterior, enfadado porque no se hubiese confesado, había ido de visita a la casa de los Holland, mantenido una larga y seria charla con Nathan e intentado conseguir que Mike admitiera el pecado de sexo con Mary, con el fin de que ella pudiera dejar de encubrirlo y hacer así una buena confesión y dejar de sumar un pecado mortal a otro pecado mortal. No había servido de nada. Al igual que la muchacha, Mike había defendido su inocencia a pesar de que, antes del embarazo, había divulgado amplia, libre y jactanciosamente sus aventuras sexuales con Mary.

Crispin había salido de la casa frustrado y derrotado; y a lo largo de toda la velada e insomne noche subsiguientes había llegado a ver el problema McFarland como sólo un síntoma del total desorden de deterioro. Si no podía conseguir que dos adolescentes confesaran un solo pecado, ¿qué efecto estaba teniendo sobre la congregación en conjunto, entonces?

El padre Crispin sólo podía decir una cosa buena en su favor: era bueno organizando campañas benéficas.

Su rencor se ahondó, primero con la llamada telefónica del doctor Wade, luego con la inminente visita del médico, Crispin tenía la seguridad de que, de alguna forma, este hombre estaba directamente ligado a la testaruda negativa de Mary a confesar; posiblemente incluso la apoyaba.

Jonas Wade llamó a la puerta, luego entró. Se detuvo mientras cerraba la puerta tras de sí y dejaba que sus ojos se adaptaran al interior, y cuando pudo ver mejor intentó disimular su sorpresa. La oficina del padre Crispin era de un manifiesto contraste con la iglesia de estuco y vidrio. Era casi como si el sacerdote hubiera construido para sí un enclave de catolicismo medieval destinado a conjurar a la invasora edad moderna. Buen Señor, las estatuas y vírgenes católicas, crucifijos y velas; ¿creía alguien realmente en esos adornos?

—Buenas tardes, doctor Wade, ¿no quiere tomar asiento?

Jonas se puso todo lo cómodo que le fue posible en la dura silla isabelina de respaldo recto y dejó el maletín en el suelo entre las piernas.

—Supongo, doctor, que está aquí para hablar de Mary McFarland.

—Tenemos un problema serio entre manos, padre Crispin; estoy aquí para solicitar su auxilio. —Jonas Wade realizó un rápido inventario del hombre que tenía delante: los carrillos eran un mapa de vasos sanguíneos, los ojillos que destellaban como trocitos de azabache, la expresión tensa, ceñuda, y sospechó que no iba a tener las cosas fáciles.

Brevemente, relató la visita de Mary, su declaración de haber quedado embarazada de un santo; cuando hubo acabado, aguardó a que el sacerdote reaccionara.

Al padre Crispin le hicieron falta algunos minutos para digerir lo que el médico acababa de decirle, y cuando el impacto lo alcanzó, sintió que una nueva furia crecía en su interior: ¡al parecer, era más ineficaz de lo que había sospechado!

—Esto está escapándosenos de las manos, doctor. Le aseguro que mantendré una charla con la muchacha.

—Creo que tenemos que trabajar juntos en esto, padre.

—¿Qué quiere decir?

—Yo he descubierto la razón de su embarazo, pero ella no me escuchará. Tengo la esperanza de que si procediera de usted…

—Lo siento, doctor Wade, pero no sé de qué está hablando.

Jonas cogió el maletín.

—He estado haciendo algunas extensas investigaciones a lo largo de los pasados dos meses, padre, y he encontrado una explicación para el estado de Mary. —Abrió el maletín y extrajo una pulcra pila de papeles sujetos con un clip.

Cuando fue depositada sobre el borde del escritorio del padre Crispin, el sacerdote casi pareció retroceder.

—¿Qué es todo esto?

—Estoy hablando de partenogénesis, padre, concepciones virginales.

—¿Que está qué? —Los ojos del padre Crispin flamearon como un volcán—. Pero ¿acaba de decir que ha hablado con la chica contra esa noción y ahora le presta su apoyo?

—No a la teoría de Mary, padre, sino a la de carácter científico. Por supuesto que no creo que san Sebastián haya visitado a Mary en sueños, pero sí creo que el bebé que tiene en el vientre fue virginalmente concebido. Este borrador es una compilación de mis descubrimientos.

—Doctor Wade. —El padre Crispin se inclinó hacia delante y fijó en el medico una feroz mirada pontifical—. Mary Ann McFarland mantuvo relaciones sexuales con un chico. Así es cómo quedó embarazada.

Jonas contempló al hombre con breve, muda sorpresa.

—Eso es lo que parece a nivel superficial —dijo luego—, pero cuando haya leído lo que yo…

—Yo no voy a leer eso, doctor Wade.

Jonas lo contempló, parpadeando.

—Está pidiéndome que condone la falacia de Mary de santidad. Está pidiéndome que la apoye en sus admoniciones de santidad, de ser una segunda Virgen María. ¡Sin duda no puede estar hablando en serio!

—Padre Crispin, lo que yo he escrito aquí no tiene nada que ver con la santidad ni la Segunda Llegada. Es una sencilla explicación científica de cómo un óvulo dentro de Mary comenzó a dividirse y madurar hasta convertirse en un embrión por su propia cuenta.

—Entonces, ¿insiste usted en que ella es virgen?

—Sí, insisto.

—Doctor Wade. —El padre Crispin se levantó y bajó la mirada hacia su visitante; los botones de la sotana estaban tirantes sobre la barriga del sacerdote—. Con esto está usted haciendo mi trabajo aún más difícil de lo que ya es.

—Bastante al contrario, padre, lo he simplificado. Si quisiera sólo leer…

—¿Y cómo comenzó a dividirse su óvulo?

—Creo que la causa fue una descarga eléctrica.

—Ya veo. —El padre Crispin se apartó del escritorio y caminó hasta la ventana del jardín, donde permaneció de pie, con la espalda vuelta hacia Wade—. Así que el bebé que tiene dentro Mary Ann McFarland es el resultado de un… capricho fisiológico.

—Sí, lo es.

—Entonces, ¿usted está diciendo también —cuando el padre Crispin se volvió en redondo su rostro era solemne, grave— que la Madre de Nuestro Señor sufrió la misma suerte, que Jesucristo fue, de hecho, una casualidad biológica?

Jonas permaneció sentado en pasmado silencio.

—Doctor Wade, si lo que usted dice es verdad, que una virgen puede quedar embarazada por una simple descarga de electricidad, ¿qué dice eso de nuestra Santa Virgen? —El padre Crispin profirió un ligero suspiro y se apoyó en el respaldo de la silla—. Doctor Wade —dijo con voz cansada—, ¿por quién me toma?

Ahora era el turno de Jonas de estar enojado, pero se reprimió.

—Padre Crispin, mi intención al venir aquí no era la de discutir sobre teología con usted, sino la de poner en su conocimiento el muy serio problema que tenemos entre manos. Tanto si usted decide creerme como si no, mi intención es la de hacerme cargo del bienestar físico y médico de Mary, y puesto que sé cómo fue concebido el bebé, soy también consciente de los peligros inherentes. Por eso he venido a verlo a usted, para ponerlo al tanto de la crisis con la que podríamos estar enfrentándonos.

—¿Y que es…?

—Padre Crispin, existe una buena posibilidad de que el bebé sea deforme, un monstruo, de hecho. También hay una buena posibilidad de que en el momento del parto, la vida de Mary corra peligro. No tengo forma de saberlo por el momento, no hasta que pueda hacer una radiografía, e incluso entonces no será concluyente. Lo que estoy diciendo, padre, es que el feto que hay dentro de Mary Ann McFarland no es un feto normal y que por lo tanto abre ante nosotros un serio problema. Quiero que usted piense sobre esto.

Los agudos ojillos del padre Crispin escudriñaron el rostro del médico. No habló.

—Existe la posibilidad de que lo consulten —continuó Jonas—, para que tome una decisión de vida o muerte, padre, y yo sólo quería prepararlo para ello.

Cuando el doctor Wade tendía la mano hacia su manuscrito, el sacerdote dijo:

—Tiene usted que entender, doctor, que como sacerdote yo no puedo aceptar su teoría partenogenética. Sin duda se da usted cuenta de que mina los cimientos mismos del catolicismo.

—Padre Crispin, yo no he sido criado en ninguna clase de fe, no tengo educación religiosa. Mis padres eran ateos, yo soy ateo. En lo que creo es en lo que tengo aquí —sus dedos golpetearon sobre las hojas del informe—, las pruebas científicas del estado de esta muchacha. No tengo intención de atacar su religión, padre; he acudido aquí a causa de mi preocupación por Mary.

Detrás de los bruñidos ojillos estaba teniendo lugar una gran cantidad de deliberaciones; se desviaron brevemente hacia el informe, y luego volvieron a fijarse en la cara del médico. La voz del padre Crispin era tan pétreamente dura como su mirada.

—Lo escucharé en un solo punto, doctor, y ése es el hecho de una posible deformidad en el niño. En cuanto a las causas de la misma, no prestaré oídos a su absurda afirmación. Pero usted es el médico de la chica y si me advierte de peligros en el embarazo, no me queda otra alternativa que la de honrar su advertencia. ¿Cuánta seguridad tiene de que el bebé es deforme?

—No estoy en absoluto seguro. Sólo se trata de una posibilidad. Padre Crispin, Mary McFarland debe estar bajo una supervisión médica muy cuidadosa; tengo que controlar de cerca el proceso. Sin embargo, con esta nueva fantasía que se le ha metido en la cabeza, he perdido mi ascendente sobre ella. Ahora está convencida de que san Sebastián se hará cargo de su cuidado y del cuidado del bebé, y de que yo ya no soy necesario. Necesito su ayuda, padre, para convencerla de lo contrario.

—Doctor Wade, no puedo dar mi aprobación a su solicitud.

—¡Pero estoy seguro de que se da cuenta de que ella necesita supervisión médica!

Eso era lo detestable: el padre Crispin se daba perfecta cuenta de ello.

—Doctor Wade, no puedo reconciliar su consejo con el consejo de la iglesia. Nosotros creemos en buscar la protección y guía de nuestros santos.

Jonas se aferró al posabrazos de la silla acabado en una garra.

—¿Es eso lo que usted les aconseja a todos sus feligreses, que eviten a los médicos y les recen a los santos?

—Vamos, doctor Wade…

—¡La muchacha necesita ayuda médica! —Jonas se puso en pie de un salto—. ¡Podría estar en serio peligro!

—No estoy discutiendo con usted, doctor Wade. Por favor. —El padre Crispin tendió las manos ante sí—. Sin duda que estoy de acuerdo con que ella debe seguir bajo los cuidados de usted, pero no le diré que se aparte de su devoción hacia Sebastian. Lo que sí haré, sin embargo, y lo que debo hacer como sacerdote, es aconsejarla en contra de esta locura de que fue Sebastian quien la dejó embarazada. Sin duda, doctor, hay espacio para que establezcamos un compromiso.

Jonas relajó las manos que habían estado apretando en forma de puños de tal forma que las uñas dejaron medias lunas blancas en las palmas.

—Perdóneme por gritar, padre. Estoy preocupado por Mary. Conozco la influencia que usted tiene sobre ella; lo que le pido es que le diga que debe continuar viéndome. El resto, depende de usted.

El padre Crispin intentó sonreír, pero le salió más como una mueca. ¿Influencia sobre la chica? ¡Qué equivocado está, doctor, qué tremendamente equivocado!

—Hablaré con ella ahora mismo, doctor Wade. Y por lo que respecta al posible desarrollo anormal del niño, le agradeceré que me mantenga informado.

El apretón de manos fue firme, seguro, mientras el sacerdote decía:

—Tendremos que depositar nuestra confianza en Dios.