12

—¿Dónde está papá, esta noche? —preguntó Mary, que se hallaba de pie ante el fregadero, pelando patatas.

—Ha ido al gimnasio.

—Pero si hoy es martes.

Lucille se encogió de hombros sin levantar los ojos de su trabajo. Se encontraba sentada ante la mesa de la cocina, pegando bonos de compra en pequeños libros. Tenía el pelo envuelto en un pañuelo manchado; estaba sometiéndolo a un tratamiento de alheña.

Mary miró las manos de su madre, la concentración en escoger y pegar y golpear, y finalmente tuvo que apartar los ojos. En toda su vida, Mary nunca había visto a su madre pegando bonos de compra. Esa tediosa tarea había recaído siempre sobre las chicas, a pesar de que ninguna de ellas había cosechado jamás los beneficios. Lucille había considerado los bonos de compra por debajo de su dignidad y, en ocasiones, había hecho alarde de regalárselos a sus amigas, diciendo: «Yo nunca me molesto con estas cosas». A pesar de eso, siempre había sido una coleccionista secreta de bonos y siempre se las había arreglado para acudir a la tienda de canje y escoger una lámpara o un reloj despertador.

Los pensamientos de Mary pasaron a Mike. Se preguntaba si sabría que ella estaba en casa. Volvió a pensar en sus fútiles comienzos de llamada telefónica, que siempre acababan en una pérdida del coraje y la interrupción de marcado del número. ¿De qué había tenido miedo? Él era Mike, sencillamente, y sin duda había una forma de volver con él.

Pero Mary sabía cómo serían las cosas. Incluso en el caso de que él, eventualmente, la aceptara, nunca estaría relajado con ella cerca; se comportaría como sus padres, que hacían un esfuerzo por actuar de forma natural y despreocupada. Como la gente que finge ser amiga de los negros.

El sonido de un coche en el sendero hizo que tanto madre como hija interrumpieran lo que estaban haciendo. Sus ojos se encontraron por un instante, y luego Mary susurró:

—¡Papá! —Soltó el pelador de patatas y corrió, mientras se secaba las manos en el delantal.

Se detuvo en seco en el vestíbulo de entrada cuando la puerta se abrió y una puesta de sol anaranjada penetró por ella, con Amy y su mochila.

La niña de doce años se volvió y gritó por encima del hombro:

—¡Adiós, Melody! ¡Muchas gracias! ¡Te llamaré mañana! —Luego cerró la puerta, dejando el vestíbulo una vez más a oscuras.

—Amy… —dijo Mary.

La niña saltó.

—¡Mary! ¡Estás en casa! ¿Qué estás haciendo en casa?

—Tuvo que acortar la visita —respondió la voz de Lucille desde la periferia de las sombras, detrás de ellas—. Pensaba que el campamento iba a durar toda la semana, Amy.

—Así es. —Recogió la mochila, se la echó sobre el hombro y tendió el brazo para coger de la mano a su hermana—. Pero la mamá de Melody se puso enferma y tuvimos que regresar antes. ¡Mary! ¡¿Qué tal Vermont?! ¡Cuéntamelo! ¿Cuándo llegaste a casa? ¡Chica, estoy contenta de verte!

Las dos hermanas pasaron ante su madre y entraron en el salón frío a causa del aire acondicionado.

—El viernes pasado —replicó Mary.

—Amy —dijo Lucille con irritación en la voz—, ¿por qué no vas a cambiarte? La cena estará lista dentro de poco.

—¡Oh, mamá! —Se dejó caer en el sofá y le sonrió abiertamente a su hermana—. ¡Háblame de Vermont! ¿Cómo es?

—La verdad es que no sé por dónde empezar, Amy…

—Mary —dijo Lucille al tiempo que posaba una mano sobre el hombro de su hija—, ¿no te parece que deberíamos esperar hasta que vuelva tu padre?

Mary sintió que un fuerte dedo bronceado apretaba con firmeza hundiéndosele en la carne.

—Creo que sí…

—¿Por qué? —Los ojos sepia oscuro de Amy ascendieron hasta la madre y luego volvieron a posarse sobre la cara de Mary. Cuando no obtuvo ninguna respuesta inmediata de ninguna de ellas, la niña ladeó ligeramente la cabeza—. ¡Eh, Mary! Estás diferente.

—¿Ah, sí?

—¡Mary, estás engordando! —dijo Amy, puntuando sus palabras con una risilla en staccato.

—Tu padre llegará a casa dentro de poco —se apresuró a decir Lucille, un poco sin aliento.

Mary alzó la mirada hacia su madre; una peculiar expresión de temor pasó brevemente por la cara de Lucille, y luego se suavizó, entristeció.

—Mary Ann, por favor, esperemos hasta que llegue vuestro padre.

—De acuerdo.

Lucille retrocedió.

—Amy, ve a deshacer el equipaje y cambiarte de ropa. Probablemente necesites también una ducha. Luego podrás hablarnos del campamento.

La niña de doce años recogió la mochila y salió a la carrera del salón.

—¡Ya sé por qué te has engordado! —gritó mientras corría pasillo abajo—. ¡Fue todo ese jarabe de arce que hay en Vermont!

Despertó con un sobresalto. Por un momento, Mary olvidó dónde estaba y escuchó para ver si oía la suave respiración de su compañera de dormitorio. Pero al oír sólo silencio, la plena conciencia regresó gradualmente a ella y recordó que estaba de vuelta en casa y en su propia habitación.

Bostezó hacia el techo oscuro como la tinta y se preguntó qué hora sería. La casa estaba aún en silencio. Ni siquiera podía oírse el aparato de aire acondicionado.

Un leve cambio de postura hizo que Mary descubriese que aún estaba completamente vestida y tendida sobre la colcha.

Se esforzó por recordar.

Los recuerdos regresaron a destellos: Amy chapoteando en la piscina; Lucille haciendo ruido con los cacharros en la cocina; las luces que iban encendiéndose a medida que caía la noche; una cena silenciosa para ellas tres; Amy lavando los platos mientras Mary los secaba; la madre mirando con frecuencia por las ventanas delanteras en busca de los focos del coche; Amy que se marchaba a la sala a mirar Doctor Kildare en el televisor; Mary que se sentía cansada y se tendía para reposar.

Encendió la luz de la mesilla de noche y vio que eran las nueve y media.

Se levantó de la cama y caminó sin hacer ruido hasta la puerta, la abrió unos centímetros y miró al exterior. Al final del pasillo se veía una luz suave; venía del salón. Mary escuchó. Ahora oía voces amortiguadas. Siguiendo la dirección de las mismas, Mary avanzó como una intrusa por la gruesa moqueta, guiándose a tientas por la pared. Pasó ante la sala del televisor; estaba oscura y vacía. En el salón, las puertas correderas de vidrio estaban abiertas y dejaban entrar la fragancia del cloro de la piscina. Ted y Lucille se encontraban sentados en el sofá, delante de Amy.

Mary permaneció detrás del marco de la puerta, sin que la vieran, y oyó que su hermana menor preguntaba:

—¿Cómo puede Mary estar esperando un bebé si no está casada?

Mary se recostó contra la pared y pensó que las piernas iban a fallarle. En el fondo de la boca sintió un repentino sabor a traición que le escocía, «Podríais haber esperado —pensó, enfadada—; tendríais que haber esperado,»

—Bueno, Amy, querida —llegó hasta ella la voz de Lucille—, es posible tener un bebé y no estar casada.

—¿Cómo?

Mary encontró la fuerza para cogerse al marco de la puerta y asomarse, sin que la vieran. Sus ojos fueron de inmediato al rostro de su padre, y la expresión de éste le causó dolor; nunca lo había visto tan entristecido.

—Bueno, Amy —continuó Lucille con torpeza—, yo sé que en la escuela te han enseñado sobre… lo que hace que seas una niña y por qué tienes tu ya-sabes-qué. Tiene que ver con eso. Es por lo que tienes la menstruación. Eso te hace capaz de tener bebés. Quiero decir, que un hombre y una mujer se unen y hacen el amor y hacen bebés.

—¿Te refieres a dormir juntos?

—Si.

—¿Y eso ha hecho Mary?

Antes de que ninguno de los padres pudiera responder, Mary entró por la puerta, diciendo:

—No, yo no he dormido con nadie.

Lucille y Ted alzaron la cabeza con brusquedad y Amy se volvió de golpe. Mary se detuvo a poca distancia de ellos.

—No me importa lo que vosotros penséis, yo no he hecho nada con ningún chico.

—Entonces, ¿cómo puedes estar esperando un bebé? —preguntó Amy, con su cara fruncida de niña.

Mary vaciló por un instante mientras miraba brevemente a su padre en busca de apoyo, y luego se acercó a su hermana menor. Tras arrodillarse junto a Amy y mirar a sus serios ojos inocentes, dijo, en voz baja:

—No puedo explicarlo, Amy, nadie puede, ni siquiera el doctor al que voy. Pero dentro de mí comenzó a crecer un bebé sin ninguna razón en absoluto.

La cara de Amy se ensombreció, con una expresión muy parecida a la que adoptaba al luchar con un problema de matemáticas.

—Pero ¿cómo puede crecer un bebé sin ninguna razón en absoluto?

—De verdad, no lo sé, Amy. —La voz de Mary era apenas un suspiro.

Una pesadez descendió sobre la habitación; una atmósfera espesa y palpable que tenía la viscosidad de un vapor tropical. Nadie podía moverse en ella. Un silencio como el algodón se expandió debajo del calor y llenó la sala hasta los rincones. Amy y Mary continuaban mirándose fijamente la una a la otra. Lucille se dedicaba a examinarse las manos. Y Ted se hundió más en el sofá, con los ojos fijos en la nada.

Un movimiento rompió la quietud; una suave agitación femenina. Amy y Mary separaron sus miradas y Lucille, cansada de sus manos, alzó los ojos hacia su esposo.

Amy fue la primera en encontrar la voz.

—Entonces, si tú no has hecho nada incorrecto, Mary, ¿por qué mamá y papá están intentando esconderte?

La iglesia de San Sebastian era más vieja de lo que parecía. Ahora era una enorme estructura en forma de A, de estuco blanco y ventanas de vidrio cilindrado con una cruz estilizada que se cruzaba en la fachada, pero la iglesia católica de Tarzana había sido en otra época, hacía mucho tiempo, llamada San Sebastiano. La habían construido de adobe y se hallaba achaparrada en medio de una arboleda de naranjos. Pero eso había sido antes de lo que abarcaba la memoria de ninguno de sus feligreses; se remontaba a 1780, cuando los franciscanos españoles habían llegado al valle con el padre Serra y construido la misión de San Sebastiano. La rústica y pequeña iglesia había sido una dependencia de la misión, pero hoy no quedaba ni rastro de la mente española que la había originado, excepto una placa de bronce empotrada en un rincón de la zona de aparcamiento, que conmemoraba el lugar en que había tenido lugar el primer bautizo de un indio en 1783.

Un puñado de feligreses estaba saliendo de la iglesia a la cálida mañana. Mary recorrió apresuradamente el grupo y descubrió al padre Crispin que atravesaba el complejo de detrás de la iglesia y se encaminaba hacia la rectoría.

—¡Padre!

Él detuvo la marcha y se volvió. Durante un momento, sus ojillos se entrecerraron para defenderse del temprano sol, luego su rostro se distendió y le ofreció a la muchacha una ancha sonrisa.

—Padre Crispin —dijo ella, sin aliento, mientras le daba alcance—. ¿Puedo hablar con usted?

—Por supuesto, Mary. Pasa, pasa.

Ella lo siguió hasta la rectoría, apresurando el paso para mantener el ritmo de él; para alguien tan corpulento, Lionel Crispin era sorprendentemente ágil.

La oficina de él estaba a oscuras y era reconfortante, decorada con tonos de madera, paneles en las paredes y cuero. Contrastaba mucho con el llamativo estuco y vidrios de la iglesia. El reino privado del padre Crispin, con su chimenea de imitación, abovedada y de piedra gris; vírgenes de ojos de gacela, y antiguos iconos que hablaban de la preferencia de él por toques medievales y góticos.

Tomó asiento detrás del atestado escritorio, jadeando un poco, con los botones de la sotana sometidos a tensión sobre su barriga, y dijo:

—Bueno, Mary, ¿qué puedo hacer por ti?

Ella intentó ponerse cómoda en la silla isabelina de respaldo recto, rodeando con las manos los posabrazos de madera acabados en garras.

—Bueno, padre, para empezar, estoy en casa.

El rostro de él quedó sin expresión por un instante, luego sus ojillos alerta bajaron hasta el regazo de ella y regresaron a su cara.

—Ah, sí. Estabas en St, Anne. ¿Así que tus padres han decidido que prefieren tenerte en casa?

Mary recorrió la habitación con la mirada, estudió el revestimiento de madera barnizada que supuestamente debía producir un efecto isabelino, y posó los ojos sobre el retrato de un desconocido vestido con hábitos pontificios.

—¿Es el nuevo papa, padre?

Lionel Crispin siguió la línea de la mirada de ella.

—El papa Pablo VI.

Ella volvió los ojos, que hoy adoptaban toques de aguamarina del muumuu que llevaba puesto, hacia el padre Crispin.

—Mis padres no decidieron tenerme en casa, padre —explicó—, yo misma tomé esa decisión. Me marché de St. Anne por mi cuenta, el pasado viernes.

—Vaya. —Las carnosas mandíbulas de él parecieron afirmarse al adoptar el rostro una expresión de seriedad. Los brillantes ojos marrón oscuro, que eran como puntos de azabache pulido, se volvieron graves debajo de las enmarañadas cejas grises. El padre Crispin frunció los labios—. ¿Y ahora quieren tenerte en casa?

—No lo sé. Supongo que sí. No han hablado de enviarme otra vez a St. Anne.

Un pequeño fruncimiento comenzó a aparecer entre las cejas, el cual se ahondaba con cada segundo que pasaba.

—Padre, la razón por la que he venido es porque tengo un problema y no sé cómo resolverlo.

—¿Has intentado pedirles ayuda a tus padres?

—Bueno, padre, verá, tiene que ver con ellos. No vinimos a la iglesia el domingo pasado porque mi madre dijo que no se sentía bien. Pero en realidad yo creo que no quiere que me vean en público. Ella piensa que todos me mirarán y susurrarán a mis espaldas. A mí no me importa, pero a mi madre sí. Yo tengo que ir a la iglesia, padre.

La cara de él se relajó un poco, la intensidad de la expresión desapareció. Ahora estaba recordando. La última vez en que había visto a esta muchacha, en esta misma oficina, ella estaba deprimida e irracionalmente lacónica; había rechazado la iglesia. La sonrisa del sacerdote se volvió paternal.

—Por supuesto que te ayudaré, Mary. Cuando vea a tu madre, esta noche en la Sociedad del Altar y el Rosario, hablaré con ella.

—Gracias, padre.

—Dime, Mary, ¿por qué te marchaste de St. Anne?

Ella bajó la mirada.

—Porque aquello no me gustaba.

Él asintió con la cabeza, frunciendo la boca.

—Pero no entiendes que al marcharte cometiste un pecado.

Ella alzó la cabeza con brusquedad.

—¿Cómo?

—Al romper el cuarto mandamiento. Les desobedeciste a tus padres.

—No había pensado en eso, padre; me aseguraré de confesarlo.

Las enmarañadas cejas se arquearon. Dos meses antes ella había rechazado el sacramento.

—Debo suponer que el padre Grundemann de St. Anne te ha sido de alguna ayuda.

—Oh, sí. Él y yo mantuvimos algunas largas charlas y finalmente acudí a confesarme y tomé la comunión todos los días que pasé allí.

Ahora la cara de él floreció en una ancha sonrisa mientras se repantigaba en el asiento y cruzaba los dedos sobre la barriga.

—Maravilloso, Mary. No sabes cuánto me complace eso.

Ella hizo un esfuerzo por devolverle la sonrisa, pero fue incapaz de sostenerle la mirada durante mucho tiempo. Así que Mary desvió los ojos y volvió a mirar la habitación que la rodeaba. La fotografía del presidente Kennedy que había sobre la falsa chimenea era la misma que colgaba sobre la cama de ella.

—Padre Crispin… —comenzó Mary sin mirarlo.

—¿Sí?

—Todavía tengo ese otro problema.

—¿De qué problema se trata?

Ella intentó mantener los ojos en el retrato del presidente Kennedy y se preguntó cómo sería sentarse y mantener una conversación con él; sabía que no sería con ella tan duro como lo eran todos los demás. Sería compasivo y no la condenaría.

—Padre, todavía no sé por qué estoy embarazada.

El sacerdote adoptó la misma apariencia que el retrato, inmóvil, parecía no respirar. El padre Crispin se vio atrapado en un marco de sorpresa y luego, cuando el pleno significado de lo que ella había dicho penetró en su mente, de profundo asombro.

—¿Todavía no sabes porqué?

Mary negó con la cabeza.

Lionel Crispin separó las manos con lentitud, se inclinó sobre el escritorio y dijo, con un medio susurro:

—¿Todavía no sabes por qué estás en este estado?

—No, padre.

Sus ojillos parpadearon.

—Mary, llegaste a estar así por cometer un acto impuro. ¡Estoy seguro de que sabes eso!

—Pero es que no lo hice, padre.

Los ojos de él parpadearon más rápidamente.

—Pero… tú te confesaste en St. Anne. Tomaste la sagrada comunión.

—Sí, lo hice. El padre Grundemann me absolvió.

—¿De qué? Si no crees haber cometido un acto impuro, ¿qué confesaste, entonces?

—Que había intentado suicidarme.

Un silencio ártico se posó sobre la habitación, y cuando el padre Crispin habló, sus palabras cayeron como nieve, cada sílaba un carámbano.

—Mary Ann McFarland, ¿estás diciéndome que acudiste a la barandilla del altar y tomaste la comunión sabiendo que tenías un pecado mortal no confeso sobre tu alma?

Ella sintió que el corazón comenzaba a correrle a toda prisa.

—No, padre. Le dije al padre Grundermann todos mis pecados. Cumplí mi penitencia.

—¿Por qué pecados?

—Por intentar suicidarme.

—¿Y qué hay del pecado carnal, Mary?

Ella sintió que la silla isabelina de imitación subía y se la tragaba. Se encogió bajo la formidable mirada del padre Crispin.

—Yo no he cometido un pecado carnal, padre.

Él cerró los ojos y unió las manos. Sus fruncidos labios parecieron decir una breve plegaria. Luego abrió los ojos y habló con practicada paciencia.

—Mary, ¿insistes todavía en esta idea de que eres virgen?

—No es una idea, padre, es la verdad. Yo soy virgen.

Con un codo sobre el escritorio, Lionel Crispin levantó una mano espatulada y apoyó en ella la frente, con lo que su expresión quedó oculta a los ojos de Mary.

Un incomodó silencio pasó lentamente mientras ambos permanecían sentados e inmóviles; tocó a su fin cuando el sacerdote alzó la cabeza y habló.

—¿Estás diciéndome, pues, que vas a tener un parto virginal?

Ella dio un respingo como si el padre Crispin la hubiera golpeado.

—Mary, tú y yo y todo el mundo sabe que existe sólo una forma de que una mujer conciba un hijo. Tú no eres estúpida. Te has puesto en este estado por haber tenido relaciones sexuales con un chico. Y puesto que no lo has confesado, ese pecado continúa aún sobre tu alma. Y lo que es más, tomaste la sagrada comunión en estado de pecado mortal.

—Padre…

—Mary Ann McFarland, ¿por quién me tomas? ¡Haz una buena confesión ahora mismo y purifícate! ¡Estás agravando el pecado mortal con el sacrilegio!

Ella tembló en la silla.

—Padre Crispin —susurró—, yo no he cometido sacrilegio.

—Entonces, ¿cómo llamas tú a tomar la sagrada comunión en estado de pecado?

—Pero yo no…

Lionel Crispin, a pesar de que permaneció sentado, pareció crecer ante los ojos de ella. Se convirtió en un compuesto de capas y más capas de carne; se encumbró, osciló, la miró echando fuego por los ojos con desenfrenado furor.

—¡Padre Crispin, lo juro! Yo nunca hice nada…

—Mary. —Él se puso de pie, rodeó el escritorio y le tendió una mano—. Mary, ven ahora conmigo a la iglesia.

Ella retrocedió.

—No al confesionario, sino a rezar. Si estás asustada, debemos rezarle a Dios para que te guíe. No sé qué es lo que te obliga a guardar silencio, Mary, ya sea para proteger la identidad del muchacho, aunque yo tengo una idea de quién es, o porque te avergüenza admitir que has cometido el pecado, pero ha llegado el momento de que recurras a Dios en busca de ayuda. Ven ahora, Mary, entraremos en la iglesia, nos arrodillaremos juntos, tú y yo, y rezaremos. Abre tu corazón a Dios. Déjalo entrar. Deja que él guíe tu conciencia. Pregúntale, Mary, Dios tendrá una respuesta.

Ella se apretó los dedos con fuerza hasta que le dolieron los nudillos, con la esperanza de que el esfuerzo físico hiciera que la plegaria fuera oída con mayor claridad. Junto a ella, el padre Crispin estaba arrodillado y rígido, la cabeza algo calva inclinada sobre las manos unidas. Con los ojos firmemente cerrados, apretados, ella oía la respiración de él, sentía su proximidad.

La iglesia estaba vacía. El aire tibio estaba perfumado de incienso y humo; las flores atestaban el altar, los colores que entraban a través de los vitrales bañaban los bancos y piso de mármol en cascadas de arco iris. Mary sintió que las rodillas comenzaban a sudarle sobre el tapizado de polivinilo. Trató de concentrarse, intentó gritar con su mente para obligar a Dios a oírla. Imaginó un rosario en sus manos, cada cuenta del mismo pasando entre sus dedos. El Credo de los Apóstoles, un Padre Nuestro, tres Ave María.

No tenía la sensación correcta. Bajó la cabeza para concentrarse con más profundidad. «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.»

Inició una sarta de Aves María. En su mente, la letanía sonaba carente de sentido; una interminable repetición de palabras, vocales, consonantes. Perdió el control de la imagen mental del rosario. Un Ave María se fundía con la siguiente.

Finalmente, con el corazón dolorido de desesperación, carente de la visión y del sendero mediante el cual comunicarse con Dios, Mary abrió los ojos y levantó la cabeza. Examinó el altar. Fijando los ojos en el cuerpo de Jesús colgado de la cruz, lo miró fijamente. «Oh, Dios mío, lamento sinceramente haberte ofendido, y detesto todos mis pecados a causa de tu justo castigo…»

Su concentración vaciló. No estaba saliendo bien. Todo era un error. Junto a ella, el padre Crispin continuaba con la cabeza devotamente inclinada. Mary se lamió los labios, se aferró con todas sus fuerzas al Jesús crucificado y volvió a intentarlo.

«¡Señor, ten piedad de mí! —gritó mentalmente—. ¡Cristo, ten piedad de mí! ¡Dios Padre de los cielos, ten piedad de mí! ¡Dios, el Hijo, Redentor del mundo, ten piedad de mí!»

Los ojos de Mary se desviaron a la estatua de la Virgen, que se encontraba a la izquierda del coro.

«¡Dios, Espíritu Santo, Santísima Trinidad. Dios único, ten piedad de mí!»

Tragó con dificultad.

«¡Jesús, Hijo del Dios viviente, ten piedad de mí!»

«¡Jesús, esplendor del Padre, ten piedad de mí!»

«Jesús, luz de… luz de…»

Mary se mordió el labio inferior. Sus ojos se apartaron de la Virgen, recorriendo el camino de su propia voluntad.

«¡Jesús, rey de gloria, ten piedad de mí!»

«¡Jesús, hijo de justicia, ten piedad de mí!»

Cuando sus ojos se detuvieron antes de llegar a la Primera Estación del Vía Crucis, Mary sintió que una ansiedad peculiar se apoderaba de ella. Sin darse cuenta de lo que contemplaban sus ojos, miró fijamente, sin parpadear, y luchó con las palabras en su mente.

«¡Oh, Dios! —gritó en sus pensamientos—. ¡Dime qué está ocurriéndome! ¡Dime por qué! ¡Dime cómo! ¡Nadie más que tú puede ayudarme! El doctor Wade no tiene la respuesta. El padre Crispin no tiene la respuesta. Sólo tú, Dios, tú sabes por qué está sucediendo esto. Dios, ayúdame…»

Su corazón latía con fuerza bajo la tensión a la que su mente sometía su cuerpo; un atisbo, una lucha con su conciencia y su espíritu que desdibujaban la visión y la hacían temblar. Mary cerró los ojos, intentó abrir su mente, trató de levantar los límites de su conciencia, intentó llegar a los cielos con sus pensamientos. Inspiró profundamente, contuvo el aliento, tembló, y lo dejó salir con lentitud…

Abrió los ojos. Esta vez enfocó la mirada. De pronto se dio cuenta de qué había estado contemplando con ojos fijos.

San Sebastian.

Olvidando su frenética plegaria, Mary miró con curiosidad, hipnotizada, las flechas que atravesaban el musculoso cuerpo de él; estudió cada herida sangrante; los tensos tendones de sus muslos desnudos; los ondulados abdomen y pecho. Los ojos de ella recorrieron el contorsionado cuerpo torturado y se detuvieron por fin, fascinados, en su agónico aunque extático rostro hermoso.

Y entonces recordó.

Y en ese instante, una dulce paz consoladora descendió sobre ella…