11

El cadáver yacía de espaldas sobre la mesa, desnudo a excepción de una tela que le cubría los genitales; el brazo derecho estaba abierto y dejaba a la vista los músculos y tendones, mientras ocho hombres barbudos lo miraban con varias expresiones de maravilla. Era una excelente reproducción de la Lección de anatomía del doctor Tulp, de Rembrandt, y Bernie no podía apartar los ojos de ella.

Sentado al otro lado del estudio, en una butaca de orejas y con un martini con vodka en, la mano, Jonas Wade aguardaba con impaciencia a que su amigo hablara. Finalmente, cuando hubieron pasado diez minutos de silencio, Jonas lo animó con un:

—¿Y bien?

Bernie Schwartz se obligó a apartar los ojos del cuadro y volverlos hacia Jonas, a quien le dijo con un encogimiento de hombros:

—Me has convencido.

Jonas se relajó apenas.

—Entonces, no estoy loco.

Bernie sonrió.

—No, amigo mío, no lo estás. Me has convertido en un creyente. ¿Cómo puedo refutar todo esto? —Abarcó con un gesto de su mano rechoncha los papeles y libretas de notas esparcidas ante él sobre la otomana de cuero. El genetista había pasado la última media hora leyendo las notas de Jonas, las entrevistas con Dorothy Henderson y la extensa bibliografía—. De hecho —prosiguió—, estoy impresionado. Realmente lo había creído imposible. Hace dos meses, la creía una idea descabellada. He descrito un giro de ciento ochenta grados.

Aunque esto tendría que haber satisfecho a Jonas Wade, no lo hizo; por el contrario, la aceptación de su teoría por parte de Bernie sólo conseguía inflamarlo aún más. Hasta ahora, Jonas se había contenido; con la aprobación de Bernie, sus ambiciones rugían hasta inundarlo por completo.

Al tiempo que se ponía de pie y atravesaba el estudio a grandes zancadas, Jonas dijo:

—Me da miedo, Bernie.

—¿Por qué?

Jonas cerró la puerta para dejar fuera el tema de apertura de Mr. Novak y regresó a su asiento. Se sentó precariamente en el borde mismo y contempló a su amigo con tensa seriedad.

—Durante todo este tiempo pensé que tal vez no sería más que una masa de tejido. Iba a hablar con el médico que se encargaba de Mary en el St. Anne y hacerle saber mis suposiciones. Dentro de unas semanas, iba a considerar seriamente la cirugía. Un quiste dermoide, Bernie, eso es lo que pensé que podría ser. Pero luego… —bajó la mirada hacia su bebida intacta, dejó el vaso y unió las palmas de ambas manos—, ella se presentó en mi puerta y dijo que le latía el corazón.

—¿Y? ¿Qué te resulta atemorizador?

Las húmedas palmas de Jonas resbalaron la una sobre la otra.

—Es un feto partenogenético, Bernie, tú sabes lo que eso implica. Dios, ¿qué forma está adoptando?

—Tú sabes mejor que yo cómo manejar eso. Hazle una radiografía, Jonas.

—No puedo. Es demasiado pronto. Las radiografías no pueden hacerse antes de las veinticinco semanas de gestación, tú lo sabes; la radiación podría dañar al feto.

—En ese caso, lo único que puedes hacer es esperar; Estoy seguro de que es un bebé normal, Jonas…

—¿Lo estás? ¿Cómo puedes estar seguro? —En la voz de Jonas flotaba un deje de enfado—. Las descargas eléctricas han producido ratones normales en el laboratorio. También produjeron mutaciones. —Jonas contuvo el aliento durante un momento—. Mutaciones, Bernie.

—Le late el corazón…

—¡Un monstruo puede tener un corazón que lata, por el amor de Dios!

La palabra quedó suspendida entre los dos hombres mientras los ojos de ambos se encontraban en la luz mortecina.

—Es una gran responsabilidad —murmuró Jonas pasado un rato—. Tengo que decírselo a los padres. Tienen que estar sobre aviso.

La voz de Bernie fue baja.

—¿De qué estás hablando, Jonas? ¿Estás hablando de aborto?

Las cejas del doctor Wade se alzaron.

—Eso no se me ha ocurrido en ningún momento. Y, de todas maneras, está fuera de discusión. El bebé sólo podría estar deformado, y es demasiado pronto como para hacer una radiografía para ver si lo está o no. Para el momento en que podamos hacérsela, en cualquier caso ya estará demasiado avanzado como para abortarlo.

—¿Incluso en el caso de que resulte ser un monstruo?

—A los seis meses, Bernie, un feto es legalmente viable. Ningún tribunal del país autorizaría un aborto sobre la base de deformidad. Yo tendría que demostrar unas circunstancias que amenazaran la vida de la madre.

—Todavía tienes tiempo, Jonas.

Wade se puso abruptamente de pie y se paseó unas cuantas veces de aquí para allá, mientras se golpeaba la palma de una mano con el puño de la otra. No podía esperar hasta poder hacer la radiografía; para eso faltaban aún unas buenas nueve o diez semanas. Tenía que saberlo antes. Tenía que saberlo ya.

Jonas se detuvo de forma repentina y dijo:

—Bernie, quiero hacer una amniocentesis.

—¿Qué? Oh, Jonas, estás en un terreno muy delicado. La amniocentesis está todavía en proceso de experimentación y es muy arriesgada.

—Lo haces en el caso de las madres de Rh negativo, ¿verdad?

—En primer lugar, Jonas, yo no hago nada. La amniocentesis es llevada a cabo en el hospital y por especialistas que saben lo que hacen, y el laboratorio de sangre se ocupa del resto. Alguna gente de mi departamento puede que esté experimentando con el fluido, realizando pruebas genéticas, pero yo nunca lo veo. Y en segundo lugar, la amniocentesis se hace sólo en circunstancias de vida o muerte, no meramente para satisfacer la curiosidad.

—¿Pero tú podrías hacer estudios genéticos, Bernie, si dispusieras de fluido amniótico?

—¿Quieres decir echarles una mirada a los cromosomas y decirte si el bebé es deforme?

—Sí.

—No es seguro, Jonas. Yo podría mirar si hay presencia de mongolismo u otras enfermedades y aberraciones de origen genético, pero si se trata de una deformidad congenita, no aparecerá. Tienes que tomar en consideración los riesgos. Eclampsia. Parto prematuro. Infección. ¿Y para qué? Hallazgos no concluyentes a partir de un análisis que no está demostrado que sirva. Quédate con los rayos X, Jonas.

—No puedo esperar tanto, Bernie.

—Jonas, no necesitas estudios cromosomáticos para convencer a los padres de que la muchacha está diciendo la verdad. Aquí tienes pruebas más que suficientes. Y por lo que se refiere a la posibilidad de que sea un monstruo, la poca fiabilidad de la amniocentesis sumada a los peligros que entraña, superan con mucho a cualquier prueba poco sólida que puedas sacar de ello.

—Bernie —dijo Jonas con lentitud—, quiero que se haga esa prueba. Y tú tienes en UCLA la influencia suficiente como para ayudarme.

El rechoncho genetista se levantó de la butaca y sacudió la cabeza con lentitud.

—¿Sabes qué pienso, Jonas? Tú no quieres la amniocentesis porque estés preocupado por el bienestar de la muchacha. La quieres por ti mismo.

Jonas apartó rápidamente la cara de su amigo y recogió él martini. A sus espaldas, oyó que Bernie decía:

—Estás realmente obsesionándote con este caso, ¿sabes? Me parece bien que quieras defender a la muchacha y convencer a sus padres y amigos de que todavía es pura. Pero para eso tienes aquí pruebas suficientes. El insistir en la amniocentesis en esta etapa, cuando los rayos X te dirán lo que quieres saber, es una locura. Es la acción de un hombre que tiene otros motivos en mente. —La espatulada mano de Bernie descendió pesadamente sobre el hombro de su amigo—. Así que dime, ¿qué tienes en mente?

Jonas se volvió con lentitud, inspiró profundamente y soltó el aire mientras decía con calma:

—Voy a escribir sobre el caso, Bernie.

Bernie Schwartz lo miró con fijeza durante un silencioso momento, y luego dijo:

—No lo dices en serio.

—Sí, Bernie. Sería un imbécil si no lo hiciera. Con el rumbo que está tomando la ciencia, corriendo hacia fronteras completamente nuevas en sexualidad humana, alguien va a abordar el área de la partenogénesis. Muy bien podría ser yo.

Bernie retiró la mano y contempló a su amigo con solemnidad. Había una tirantez peculiar, según advirtió, en la frente de Jonas.

—Estás tratando a esa chica como a una curiosidad médica, Jonas. Estás perdiendo de vista tu responsabilidad hacia esa muchacha como paciente.

—Pero si estoy haciendo precisamente lo contrario, ¿es que no lo ves? Al escribir sobre el asunto ahora, abro una vía para que las futuras madres partenogenéticas sean aceptadas. Esta chica está pasando un infierno, Bernie, incluso intentó suicidarse porque nadie la cree. Si yo puedo publicar mi descubrimiento, demostrarlo, y hacer que se lo acepte como un fenómeno natural, estaré salvando a las futuras Marys McFarland de la angustia y la desesperación.

Los duros ojos diminutos de Bernie Schwartz hendieron el rostro de Jonas. Debajo del erizado bigote, los labios carnosos se movieron entre los dientes. Luego, dijo:

—¿De verdad que crees eso, Jonas? ¿O no es más que una excusa, una salida ética segura?

—¿Qué demonios quieres decir?

Bernie lo miró durante un momento más, pareció debatir consigo mismo, luego se encogió de hombros y miró su reloj de pulsera.

—Tengo que marcharme, Jonas. Esther estará preguntándose dónde estoy. Me echará la culpa de que la col se haya pasado.

—Bernie, necesito tu consejo.

—No, no lo necesitas, Jonas; tú ya has tomado una decisión. La habías tomado antes de que yo llegara aquí esta noche. Me conoces lo bastante bien como para saber lo que pienso de esto.

—¿Qué piensas? Dímelo.

Bernie caminó hasta la puerta del estudio con Jonas pisándole los talones.

—Convertirás a esa muchacha y al bebé en unos fenómenos, una curiosidad pública. Así que lo escribirás en una revista médica: muy «ético» por tu parte. Pero corre la voz y la revista Life se apodera del tema. Luego el National Enquirer, y antes de que te des cuenta habrá una fotografía de la chica y el bebé en cada revista y tablón de anuncios del país. Las acosarán, como a las quintillizas Dionne. —Bernie posó una mano sobre el pomo de la puerta—. ¿Es eso lo que quieres?

—Eso puede evitarse…

Bernie alzó una mano.

—Lo único que estoy diciendo, Jonas, es que lo pienses con mucho cuidado antes de dar ese paso. Examina cuáles son tus motivos.

Jonas acompañó a su amigo hasta la puerta y se quedó en el porche mirando a Bernie, con camisa hawaiana y bermudas, que se alejó en la sofocante noche.

Pocos minutos más tarde, de vuelta en su estudio, Jonas cogió su martini y comenzó a pasearse nuevamente.

«Examina cuáles son tus motivos —había dicho Bernie—. Has inventado una excusa, una salida ética segura…» Pero no se trataba de una excusa, de una racionalización para tranquilizar su conciencia, era la verdad: el sincero motivo interior de Jonas Wade era el de evitarles a las futuras madres partenogenéticas el sufrimiento de Mary.

Dejó el vaso aún intacto sobre el escritorio, se inclinó, con las palmas apoyadas sobre la caoba y los codos sin flexionar, con la cabeza inclinada entre los hombros.

—Maldito seas, Bernie Schwartz, por conocerme tan bien…

«La ciencia está corriendo hacia nuevas fronteras y avances», había argumentado Jonas. Fronteras, avances, umbrales… pero ¿de quién? ¿Había visto Bernie a través del fino tejido de su máscara, visto el alma de Jonas Wade y su tembloroso miedo por el futuro, su propio futuro? No, no se trataba de ningún avance excepto del suyo, la última oportunidad de Jonas Wade para sentarse en la larga línea de lumbreras que lo había precedido desde Hipócrates hasta ahora, y que continuaría adentrándose en el brumoso futuro tecnológico. No había muchas plazas disponibles en este desfile de los famosos, los laureados; tenía que aprovechar la oportunidad, como una silla móvil que se elevara por las pistas de esquí; puede que por allí no volviera a pasar otra que estuviera vacía. Al menos no durante la vida de Jonas Wade.

Alzó la cabeza con esfuerzo y enfocó la mirada en el certificado recientemente colgado encima de su escritorio. Presidente de la Society of Galen. Ciertamente, no sería recordado por eso. Dejó que sus ojos continuaran viaje; diploma médico de la universidad de California en Berkeley, graduado magna cum laude, un certificado de finalización de residencia en UCLA; el premio Penobscot por logros sobresalientes y meritorios en el campo de la medicina general; una carta del presidente de los Estados Unidos. Jonas bajó la mirada y dejó que su cabeza volviera a hundirse entre los hombros. Las fechas de esos certificados, de hacía tantos años… había sido el primero de todas las clases, una estrella de primera magnitud que volaba como un meteorito hacia la cumbre del éxito médico, qué recibía ofertas de las mejores universidades y hospitales del país, un joven Jonas Wade peso pesado, seguro de sí, fanfarrón, que irrumpía en el mundo médico con los brazos cargados de trofeos y honores. Y luego, el matrimonio con Penny y los dos bebés con un año de diferencia y una hipoteca y una sucesión de amígdalas y venas varicosas y hemorroides, le habían hecho perder la estela del meteoro. Los deslumbrantes, hechiceros y vanos sueños se habían apagado y convertido en un confortable surco.

Había olvidado el sabor de esos sueños… hasta ahora.

Jonas se apartó del escritorio y miró el Rembrandt. El doctor Tulp estaba inmortalizado. De la misma forma en que lo estaban Vesalios, William Harvey, Joseph Lister, Walter Reed, Watson y Crick. ¿Quién recordaría al doctor Jonas Wade? Ni siquiera podía esperar con anhelo un reloj de oro al jubilarse.

Se hundió en la butaca de orejas, con las manos envolviendo los extremos de los posabrazos de cuero, y miró fijamente los dibujos de la afelpada alfombra.

Durante años, Jonas Wade se había contentado; treinta horas semanales en el consultorio, diez en el quirófano, cuatro en el campo de golf, doce mirando la televisión; su vida era una sucesión de horas, cada una de las cuales tenía que ser «gastada», pasada, a la que había que dejar atrás: eslabones de horas, y al final de la cadena nada que resaltar de una sola de ellas. En los diecinueve años pasados desde su graduación de la universidad, Jonas Wade nunca se había parado a examinar su vida, y ahora que por fin estaba haciéndolo, también estaba cuestionándola.

Se trataba de su oportunidad para dejar huella, para ser reconocido por algo; el hombre que por primera vez describió la partenogénesis en el ser humano.

—¿Cariño?

Alzó la mirada. Penny, que llevaba vestido holgado y sandalias y sujetaba en la mano una lata de Metrecal, se hallaba de pie en la puerta.

—Estaba hablándote. ¿No me has oído?

—No… lo siento, tesoro. Estaba pensando.

Ella entró. El escritorio de él y la otomana se encontraban sembrados con los papeles y notas de su nuevo proyecto. Penny se acercó, pero no de forma intrusa; cuando Jonas estuviera preparado para hablarle del caso que había estado distrayéndolo últimamente, lo haría.

—Quiero que hables con Cortney. Dice que quiere marcharse de casa y coger un apartamento por su cuenta.

—¿Qué? —Alzó la mirada—. ¿Marcharse de casa?

—Dice que quiere mudarse con Sarah Long y compartir gastos.

—¿Con qué dinero?

—Dice que conseguirá un empleo.

Jonas sacudió la cabeza.

—No hasta que se haya graduado.

—Se muestra intransigente, Jonas.

—¿Qué tiene de malo vivir aquí?

—¡No lo sé! —Penny alzó sus delgados brazos—. He intentado hacerla entrar en razón, pero no he llegado a ninguna parte.

—De acuerdo, tendré una charla con ella.

Penny dudó un momento ante él, luego dio media vuelta y salió con prisa de la habitación. Jonas volvió a mirar las notas y papeles desparramados que iban a cuajar en su artículo bomba.

«Una salida ética», una forma de esquivar mi conciencia. No está bien exponer a Mary a todo eso en aras de mi propia gloria. Definitivamente, la explotarían; el mundo no las dejaría en paz ni a ella ni al bebé. ¿Tengo ese derecho?

Y, más aún: ¿qué abrumadores efectos trascendentales podría tener la teoría de la partenogénesis? Si yo detallo la causa de la mitosis de ella, ¿no podrían algunos científicos aprovecharla, encontrar cobayas humanas bien dispuestas e intentar recrear las circunstancias de Mary? ¿Cuántas mujeres en el mundo desean desesperadamente tener hijos propios, no adoptados sino de sus propios cuerpos, experimentar el embarazo, pero no tienen marido; mujeres cuyo instinto maternal es tan fuerte que constituye una obsesión y a pesar de eso no pueden conseguir pasar una sola noche con un hombre? Ellas lo harían, oh, sí que lo harían de buena gana. Se someterían a la Técnica Wade-McFarland y se reproducirían a sí mismas…

Jonas sintió que un escalofrío le recorría la columna partiendo de entre los omóplatos.

Buen Dios, llevado a sus conclusiones más extremas, esto trastornaría el equilibrio de nuestros estándares sociales más básicos y las leyes de la naturaleza; ¿qué sucedería con las costumbres sexuales y los ritos si las mujeres pudieran reproducirse a sí mismas? ¿Qué sería de los hombres?

Estaría abriendo una puerta a un mundo sin hombres. Pero ¿no es eso lo que está haciendo la doctora Henderson? No, su técnica no excluye a los machos: ambos sexos pueden ser duplicados. En la partenogénesis, los hombres no juegan papel ninguno, quedan obsoletos.

Dios querido, ¿para con quién es mi obligación… para con la ciencia y la ilustración (escribir la teoría) y para con la humanidad y la conciencia, salvar a la humanidad de jugar a Dios (matar la historia)?

No… alguien lo hará, antes o después, en algún momento…

Se avecinan grandes cambios en la ciencia y la medicina; el mundo tiembla en el umbral de descubrimientos fantásticos y yo quiero formar parte de ello, no quiero quedar atrás en el polvo.

Algunos me aclamarán, otros me injuriarán. Paul Ehrlich, con su «bala mágica», fue sometido al ostracismo a causa de su cura para la sífilis; había desafiado los castigos de Dios, dijo el mundo, dado que las enfermedades venéreas eran el fruto de la fornicación. Era como había dicho la doctora Henderson: el hombre que curó la polio había obtenido laureles, el hombre que buscaba la cura para las enfermedades venéreas fue criticado. ¿Y qué estaré haciendo yo? Poniendo en manos del hombre un peligroso instrumento, un arma tal vez, una llave de la puerta que conduce a la más aterrorizadora pesadilla futurista: la manipulación genética.